Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (3 de 5) - 12

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la regencia; pero, inquieto el público y disgustado con la tardanza,
tuvo la central que acelerar aquel acto, y poniendo en posesión a los
regentes en la noche del 31 de enero, [Sidenote: (* Ap. n. 11-3.)]
disolviose inmediatamente, dando en una proclama [*] cuenta de todo lo
sucedido.
[Sidenote: Eligen una junta en Cádiz.]
Al lado de la nueva autoridad, y presumiendo de igual o superior,
habíase levantado otra que, aunque en realidad subalterna, merece
atención por el influjo que ejerció, particularmente en el ramo de
hacienda. Queremos hablar de una junta elegida en Cádiz. Emisarios
despachados de Sevilla por los instigadores de los alborotos, y el
justo temor de ver aquella plaza entregada sin defensa al enemigo,
fueron el principal móvil de su nombramiento. Diole también inmediato
impulso un edicto que en virtud de pliegos recibidos de Sevilla publicó
el gobernador Don Francisco Venegas, considerando disuelta la junta
central y ofreciendo resignar su mando en manos del ayuntamiento, si
este quisiese confiarle a otro militar más idóneo. Conducta que algunos
tacharon de reprensible y liviana, mas disculpable en tan arduos
tiempos.
El ayuntamiento conservó al general Venegas en su empleo, y atento a
una petición de gran número de vecinos que elevó a su conocimiento
el síndico personero Don Tomás Istúriz, abolió la Junta de defensa
que había y trató de que se pusiese otra nueva más autorizada. El
establecimiento de esta fue popular. Cada vecino cabeza de casa
presentó a sus respectivos comisarios de barrio una propuesta cerrada
de tres individuos: del conjunto de todas ellas formose una lista en
la que el ayuntamiento escogió 54 vocales electores, quienes a su vez
sacaron de entre estos 18 sujetos, número de que se había de componer
la junta relevándose a la suerte cada cuatro meses la tercera parte.
Se instaló la nueva corporación el 29 de enero con aplauso de los
gaditanos, habiendo recaído el nombramiento en personas por lo general
muy recomendables.
He aquí, pues, dos grandes autoridades, la regencia y la junta de
Cádiz, impensadamente creadas, y otra la junta central abatida y
disuelta. Antes de pasar adelante, echaremos sobre las tres una rápida
ojeada.
[Sidenote: Ojeada rápida sobre la central y su administración.]
De la central habrá el lector podido formar cabal juicio, ya por lo
que de ella dijimos al tiempo de instalarse, y ya también por lo que
obró durante su gobernación. Inclinose a veces a la mejora en todos
los ramos de la administración; pero los obstáculos que ofrecían
los interesados en los abusos, y el titubeo y vaivenes de su propia
política, nacidos de la varia y mal entendida composición de aquel
cuerpo, estorbaron las más veces el que se realizasen sus intentos.
En la hacienda casi nada innovó, ni en el género de contribuciones,
ni en el de su recaudación, ni tampoco en la cuenta y razón. Trató, a
lo último, de exigir una contribución extraordinaria directa que en
pocas partes se planteó ni aun momentáneamente. Ofreció, sí, por medio
de un decreto, una variación completa en el ramo, aproximándose al
sistema erróneo de un único y solo impuesto directo. Acerca del crédito
público tampoco tomó medida alguna fundamental. Es cierto que no gravó
la nación con empréstitos pecuniarios, reembolsándose en general las
anticipaciones del comercio de Cádiz o de particulares con los caudales
que venían de América u otras entradas; mas no por eso se dejó de
aumentar la deuda, según especificaremos en el curso de esta historia,
con los suministros que los pueblos daban a las partidas y a la tropa.
Medio ruinoso, pero inevitable en una guerra de invasión y de aquella
naturaleza.
En la milicia, las reformas de la central fueron ningunas o muy
contadas. Siguió el ejército constituido como lo estaba al tiempo de
la insurrección, y con las cortas mudanzas que hicieron algunas juntas
provinciales, debiéndose a ellas el haber quitado en los alistamientos
las excepciones y privilegios de ciertas clases, y el haber dado a
todos mayor facilidad para los ascensos.
Continuaron los tribunales sin otra alteración que la de haber reunido
en uno todos los consejos, o sean tribunales supremos. Ni el modo de
enjuiciar, ni todo el conjunto de la legislación civil y criminal
padecieron variación importante y duradera. En la última hubo, sin
embargo, la creación temporal del tribunal de seguridad pública para
los delitos políticos; creación, conforme en su lugar notamos, más bien
reprensible por las reglas en que estribaba, que por funesta en sus
efectos.
En sus relaciones con los extranjeros mantúvose la junta en los límites
de un gobierno nacional e independiente; y si alguna vez mereció
censura, antes fue por haber querido sostener sobradamente y con
lenguaje acerbo su dignidad que por su blandura y condescendencias.
Quejáronse de ello algunos gobiernos. Pocos meses antes de disolverse
declaró la guerra a Dinamarca, motivada por guardar aquel gobierno, como
prisioneros, a los españoles que no habían podido embarcarse con Romana;
guerra en el nombre, nula en la realidad.
Sobresalió la central en el modo noble y firme con que respondió e hizo
rostro a las propuestas e insinuaciones de los invasores, sustentando
los intereses e independencia de la patria, sin desesperanzar nunca de
la causa que defendía. Por ello la celebrará justamente la posteridad
imparcial.
Lo que la perjudicó en gran manera fueron sus desgracias, mayormente
verificándose su desistimiento a la sazón que aquellas de todos lados
acrecían. Y los pueblos rara vez perdonan a los gobiernos desdichados.
Si hubiera la junta concluido su magistratura en agosto después de
la jornada de Talavera, e instalado al mismo tiempo las cortes, sus
enemigos hubieran enmudecido, o por lo menos faltáranles muchos de los
pretextos que alegaron para vituperar sus procedimientos y oscurecer su
memoria. Acabó, pues, cuando todo se había conjurado contra la causa de
la nación, y a la central echósele exclusivamente la culpa de tamaños
males.
[Sidenote: Padecimientos y persecución de sus individuos.]
Irritados los ánimos, aprovecháronse de la coyuntura los adversarios
de la junta, y no solo desacreditaron a esta aun más de lo que por
algunos de sus actos merecía, sino que, obligándola a disolverse con
anticipación y atropelladamente, expusieron la nave del estado a que
pereciese en desastrado naufragio, deleitándose, además, en perseguir a
los individuos de aquel gobierno, desautorizados ya y desvalidos.
Padecieron más que los otros el conde de Tilly y Don Lorenzo Calvo de
Rozas. Mandó prender al primero el general Castaños, y aun obtuvo la
aprobación de la central, si bien cuando ya esta se hallaba en la Isla
y a punto de fenecer. Achacábase al conde haber concebido en Sevilla
el plan de trasladarse a América con una división si los franceses
invadían las Andalucías, y se susurró que estaba con él de acuerdo el
duque de Alburquerque. Dieron indicio de los tratos mal encubiertos
que andaban entre ambos su mutua y epistolar correspondencia y ciertos
viajes del duque o de emisarios suyos a Sevilla. De la causa que se
formó a Tilly parece que resultaban fundadas sospechas. Este, enfermo
y oprimido, murió algunos meses después en su prisión del castillo de
Santa Catalina de Cádiz. Como quiera que fuera hombre muy desopinado,
reprobaron muchos el mal trato que se le dio, y atribuyéronlo a
enemistad del general Castaños. La prisión de Don Lorenzo Calvo de
Rozas, exclusivamente decretada por la regencia, tachose con razón de
más infundada e injusta, pues con pretexto de que Calvo diese cuentas
de ciertas sumas, empezaron por vilipendiarle, encarcelándole como a
hombre manchado de los mayores crímenes. Hasta la reunión de las cortes
no consiguió que se le soltara.
Escandalizáronse igualmente los imparciales, y advertidos de la orden
que se comunicó a todos los centrales, según la cual permitiéndoles
«trasladarse a sus provincias, excepto a América, se les dejaba a
la disposición del gobierno bajo la vigilancia y cargo especial de
los capitanes generales, cuidando que no se reuniesen muchos en una
provincia.» No contentos con esto los perseguidores de la junta,
lanzaron en la liza a un hombre ruin y oscuro, a fin de que apoyase
con su delación la calumnia esparcida de que los ex centrales se iban
cargados de oro. Con tan débil fundamento mandáronse, pues, registrar
los equipajes de los que estaban para partir a bordo de la fragata
Cornelia, y respetables y purísimos ciudadanos viéronse expuestos a
tamaño ultraje en presencia de la chusma marinera. Resplandeció su
inocencia a la vista de los asistentes y hasta de los mismos delatores,
no encontrándose en sus cofres sino escaso peculio y en todo corta y
pobre fortuna.
Ayudó a medida tan arbitraria e injusta el celo mal entendido de la
junta de Cádiz, arrastrada por encarnizados enemigos de la central y
por los clamores de la bozal muchedumbre. La regencia accedió a lo
que de ella se pedía, mas procuró antes escudarse con el dictamen del
consejo. Este en la consulta que al afecto extendió, repetía su antigua
y culpable cantilena de que la autoridad ejercida por los centrales
«había sido una violenta y forzada usurpación tolerada más bien que
consentida por la nación... con poderes de quienes no tenían derecho
para dárselos.» Después de estas y otras expresiones parecidas, el
consejo mostrando perplejidad acababa sin embargo por decir que de
igual modo que la regencia había encontrado méritos para la detención
y formación de causa respecto de Don Lorenzo Calvo de Rozas y del
conde de Tilly, se hiciese otro tanto con cuantos vocales resultasen
«por el mismo estilo descubiertos», y que así a unos como a otros «se
les sustanciasen brevísimamente sus causas y se les tratase con el
mayor rigor.» Modo indeterminado y bárbaro de proceder, pues ni se
sabía qué significado daba el consejo a la palabra _descubiertos_, ni
qué entendía tampoco por tratar a los centrales con el mayor rigor,
admirando que magistrados depositarios de las leyes aconsejasen al
gobierno, no que se atuviera a ellas, sino que resolviese a su sabor
y arbitrariamente. Dolencia grande la nuestra obrar por pasión o
aficiones, mas bien que conforme a la letra y tenor de la legislación
vigente: así ha andado casi siempre de través la fortuna de España.
Nos hemos detenido en referir la persecución de los miembros de la
junta suprema, no solo por ser suceso importante, recayendo en personas
que gobernaron la nación durante catorce meses, sino también con objeto
de señalar el mal ánimo de los enemigos de reformas y novedades.
Porque el enojo contra la central nacía, no tanto de ciertos actos que
pudieran mirarse como censurables, cuanto de la inclinación que mostró
aquel cuerpo a mudanzas en favor de la libertad. En esta persecución,
como después en la de otros muchos afectos a tan noble causa, partió el
golpe de la misma o parecida mano, procurando siempre tapar el dañino y
verdadero intento con feas y vulgares acusaciones.
Hubiérase a lo sumo podido tomar cuenta a la junta de su gobernación,
pero no atropellando a sus individuos. La regencia, más que todos,
estaba interesada en que los respetasen, y en defender contra el
consejo el origen legítimo de su autoridad, pues atacada esta lo era
también la de la misma regencia, emanación suya. Además, los gobiernos
están obligados aun por su propio interés a sostener el decoro y
dignidad de los que les han precedido en el mando, si no, el ajamiento
de los unos tiene después para los otros dejos amargos.
[Sidenote: Idea de la regencia y de sus individuos.]
Hablemos ya de la regencia y de los individuos que la componían. No
llegó hasta fines de mayo a Cádiz el obispo de Orense, residente en su
diócesis. Austero en sus costumbres y célebre por su noble y enérgica
contestación cuando le convidaron a ir a Bayona, no correspondió en
el desempeño de su nuevo cargo a lo que de él se esperaba, por querer
ajustar a las estrechas reglas del episcopado el gobierno político
de una nación. Presumía de entendido, y aun ambicionaba la dirección
de todos los negocios, siendo con frecuencia juguete de hipócritas y
enredadores. Confundía la firmeza con la terquedad, y difícilmente se
le desviaba de la senda derecha o torcida que una vez había tomado.
Don Francisco Javier Castaños, antes de la llegada del obispo, y
aun después, tuvo gran mano en el despacho de los asuntos públicos.
Pintámosle ya cual era como general. Antiguas amistades tenían gran
cabida en su pecho. Como estadista solía burlarse de todo, y quizá
se figuraba que la astucia y cierta maña bastaban aun en las crisis
políticas para gobernar a los hombres. Oponíase a veces a sus miras
la obstinación del obispo de Orense; pero retirándose este a cumplir
con sus ejercicios religiosos, daba vagar a que Castaños pusiese en
el intermedio al despacho los expedientes o asuntos que favorecía.
En el libro tercero tuvimos ocasión de delinear el carácter y prendas
de Don Francisco de Saavedra, hombre dignísimo, mas de corto influjo
como regente, debilitada su cabeza con la edad, los achaques y las
desgracias. Atendía exclusivamente a su ramo, que era el de marina,
Don Antonio Escaño, inteligente y práctico en esta materia y de buena
índole. Excusado es hablar de Don Esteban Fernández de León, regente
solo horas, no así de su sustituto, Don Miguel de Lardizábal y Uribe,
travieso y aficionado a las letras, de cuerpo contrahecho, imagen
de su alma retorcida y con fruición de venganzas. Castaños tenía
que mancomunarse con él, mas cediendo a menudo a la superioridad de
conocimientos de su compañero.
Compuesta así la regencia, permaneció fiel y muy adicta a la causa de
la independencia nacional; pero se ladeó y muy mucho al orden antiguo.
Por tanto los consejeros, los empleados de palacio, los que echaban
de menos los usos de la corte y temían las reformas, ensalzaron a la
regencia, y asiéronse de ella hasta querer restablecer ceremoniales
añejos y costumbres impropias de los tiempos que corrían.
[Sidenote: Felicitación del consejo reunido.]
El consejo, especialmente, trató de aprovecharse de tan dichoso momento
para recobrar todo su poder. Nada al efecto le pareció más conveniente
que tiznar con su reprobación todo lo que se había hecho durante el
gobierno de las juntas de provincia y de la central. Así se apresuró
a manifestarlo el 2 de febrero en su felicitación a la regencia,
afirmando que las desgracias habían dependido de la propagación de
«principios subversivos, intolerantes, tumultuarios y lisonjeros al
inocente pueblo», y recomendando el que se venerasen «las antiguas
leyes, loables usos y costumbres santas de la monarquía», instaba
porque se armase de vigor la regencia contra los innovadores. Apoyada
pues esta en tales indicaciones, y llevada de su propia inclinación,
olvidó la inmediata reunión de cortes a que se había comprometido al
instalarse.
[Sidenote: Idea de la junta de Cádiz.]
La junta de Cádiz, émula de la regencia, y si cabe con mayor autoridad,
estaba formada de vecinos honrados, buenos patriotas, y no escasos de
luces. Apegada quizá demasiadamente a los intereses de sus poderdantes,
escuchaba a veces hasta sus mismas preocupaciones, y no faltó quien
imputase a ciertos de sus vocales el sacar provecho de su cargo,
traficando con culpable granjería. Pudo quizá en ello haber alguno
que otro desliz; pero la verdad es que los más de los individuos de
la junta portáronse honoríficamente, y los hubo que sacrificaron
cuantiosas sumas en favor de la buena causa. El querer sujetar a regla
a los dependientes de la hacienda militar, a los jefes y oficiales de
los mismos cuerpos y a todos los empleados, clase en general estragada,
acarreó a la junta sinsabores y enconadas enemistades. La entrada e
inversión de caudales, sin embargo, se publicó, y pareció muy exacta
su cuenta y razón, cuidando con particularidad de este ramo Don Pedro
Aguirre, hombre de probidad, imparcial e ilustrado.
[Sidenote: Providencias para la defensa y buena administración de la
regencia y la junta.]
Ahora que hemos ya echado la vista sobre la pasada gobernación de
la central, y dado idea del comienzo y composición de la regencia
y junta de Cádiz, será bien que entremos en la relación de las
principales providencias que estas dos autoridades tomaron en unión o
separadamente. Empezaron, pues, por las que aseguraban la defensa de la
Isla gaditana.
[Sidenote: Breve descripción de la Isla gaditana.]
La naturaleza y el arte han hecho casi inexpugnable este punto: en él
se comprenden la Isla de León y la ciudad propiamente dicha de Cádiz.
Distan entre sí ambas poblaciones, juntándose por medio de un extendido
istmo, dos leguas. Tres tiene de largo toda la Isla gaditana, y de
ancho una y cuarto en la parte más espaciosa. La separa del continente
el brazo de mar que llaman río de Santi Petri, profundo, y el cual se
cruza por el puente de Suazo, así apellidado del Doctor Juan Sánchez
de Suazo, que le rehabilitó a principios del siglo XV. El arsenal de
la Carraca, situado en una isleta contigua a la misma Isla de León, y
formada por el mencionado río de Santi Petri y el caño de las Culebras,
quedó también por los españoles. El vecindario de Cádiz, en el día
bastante disminuido, no pasa de 60.000 habitantes, y el de la Isla, que
está en igual caso, de unos 18.000. La principal defensa natural de la
última son sus saladares, que, empezando a poca distancia de Puerto
Real, se dilatan por espacio de legua y media hasta el río Zurraque,
enlazados entre sí e interrumpidos por caños e impracticables esguazos,
de suelo inconstante y mudable. Al sur hay otras salinas, llamadas
de San Fernando, rodeando a toda la isla por las demás partes, o el
océano, o las aguas de la bahía. En medio de los saladares y caños
que hay delante del río de Santi Petri se levanta un arrecife largo y
estrecho que conduce al puente de Suazo. En su calzada se practicaron
muchas cortaduras y se levantaron baterías que hacían inexpugnable
el paso. Al llegar Alburquerque estaban muy atrasados los trabajos;
pero este general y sus sucesores los activaron extraordinariamente.
Fortificose, en consecuencia, con una línea triple de baterías el
frente de ataque del río de Santi Petri, avanzando otras en las mismas
ciénagas o lagunajos, y cuidando muy particularmente de poner a
cubierto el arsenal de la Carraca y la derecha de la línea, parte la
más endeble.
Aun ganada la Isla de León, no pocas dificultades hubieran estorbado
al enemigo entrar en Cádiz. Además de varias baterías apostadas en
la lengua de tierra que sirve de comunicación a ambas poblaciones,
construyose en lo más estrecho de aquella, y bañada por los dos mares,
una cortadura en que trabajaron con entusiasmo todos los habitantes,
erizada de cañones y de admirable fortaleza, quedando después por
vencer las obras del recinto de Cádiz, ejecutadas según las reglas
modernas del arte, y que solo presentan un frente de ataque. [Sidenote:
Fuerzas que la guarnecen.] Para guarnecer punto tan extenso como el
de la Isla gaditana y tan lleno de defensas, necesitábase gran número
de tropas de tierra y no poca fuerza de mar. [Sidenote: Españolas.]
El ejército de Alburquerque aumentado cada día con los oficiales y
soldados dispersos que de las costas aportaban a Cádiz, llegó a contar
a últimos de marzo de 14 a 15.000 hombres. [Sidenote: Inglesas.]
También los ingleses enviaron una división compuesta de soldados
suyos y portugueses. Pidió aquel socorro a Lord Wellington la junta de
Cádiz, por medio del cónsul británico y de Lord Burghest, que al efecto
partió a Lisboa antes que se supiese la venida a la isla del duque de
Alburquerque. Llegó a ascender en marzo esta fuerza auxiliar a unos
5000 hombres, reemplazando en el mismo mes en el mando de ella a su
primer jefe Stewart el general Sir Tomás Graham. La guardia de la plaza
de Cádiz se hacía en parte por la milicia urbana y por los voluntarios,
cuyos batallones de vistoso aspecto los formaban los vecinos honrados
y respetables de la ciudad, constando su número de unos 8000 hombres,
inclusos los que se levantaron extramuros y en la Isla de León,
servicio que, si bien penoso, era desempeñado con celo y patriotismo, y
que descargaba de mucha faena a las tropas regladas.
[Sidenote: Fuerza marítima. Recio temporal en Cádiz.]
Siendo esencial la marina para la defensa de posición tan costanera,
fondeaban en bahía una escuadra británica a las órdenes del almirante
Purvis, y otra española a las de Don Ignacio de Álava. Padecieron ambas
gran quebranto en un recio temporal acaecido en el 6 de marzo y días
siguientes: de la inglesa se perdió el navío portugués María, y de
la nuestra perecieron otros tres de línea, una fragata y una corbeta
de guerra con otros muchos mercantes. Los franceses se portaron en
aquel caso inhumanamente, pues en vez de ayudar a los desgraciados que
arrastraba a la costa la impetuosidad del viento, hiciéronles fuego con
bala roja. Varados los buques en la playa ardieron casi todos ellos.
No cesando por eso los preparativos de defensa, se armaron asimismo
fuerzas sutiles mandadas por Don Cayetano Valdés, que vimos herido allá
en Espinosa. Eran estas de grande utilidad, pues arrimándose a tierra e
internándose a marea alta por los caños de las salinas, flanqueaban al
enemigo y le incomodaban sin cesar.
Cuando se supo que los franceses avanzaban, comenzose, aunque tarde, a
destruir y desmantelar todas las baterías y castillos que guarnecían
la costa desde Rota y se extendían bahía adentro por Santa Catalina,
Puerto de Santa María, río de San Pedro, Caño del Trocadero y Puerto
Real, pues Cádiz estaba más bien preparado para resistir las embestidas
de mar que las de tierra, siendo dificultoso vaticinar que tropas
francesas descolgándose del Pirineo y atravesando el suelo español se
dilatarían hasta las playas gaditanas.
[Sidenote: Intiman los franceses la rendición.]
Confiados los franceses en esto, en el descuido natural de los
españoles, y en el desánimo que produjo la invasión de las Andalucías,
miraban a Cádiz como suyo, y en ese concepto intimaron la rendición a
la ciudad y al ejército mandado por el duque de Alburquerque. Para el
primer paso se valieron de ciertos españoles parciales suyos que creían
gozar de opinión e influjo dentro de la plaza, los cuales el 6 de
febrero hicieron desde el Puerto de Santa María la indicada intimación.
La junta superior contestó a ella, con la misma fecha, sencilla y
dignamente, diciendo: «La ciudad de Cádiz, fiel a los principios que
ha jurado, no reconoce otro rey que al señor Don Fernando VII.» Aunque
más extensa, igualmente fue vigorosa y noble la respuesta que dio
sobre el mismo asunto al mariscal Soult el duque de Alburquerque. De
consiguiente, por ambos lados se trabajó desde entonces con grande
ahínco en las obras militares: los franceses, para abrigarse contra
nuestros ataques y molestarnos con sus fuegos; nosotros, para acabar de
poner la Isla gaditana en un estado inexpugnable. Así, pues, corrió el
mes de febrero sin choque ni suceso alguno notable.
[Sidenote: La junta de Cádiz encargada del ramo de hacienda.]
Tales y tan extensos medios de defensa pedían por parte de los
españoles recursos pecuniarios, y método y orden en su recaudación
y distribución. La regencia solo podía contar con las entradas del
distrito de Cádiz y con los caudales de América. Difícil era tener
aquellas si la junta no se prestaba a ello, y aún más difícil aumentar
sin su apoyo las contribuciones, no disfrutando el gobierno supremo
dentro de la ciudad de la misma confianza que los individuos de aquella
corporación, naturales del suelo gaditano o avecindados en él hacía
muchos años.
Obvias reflexiones que sobre este asunto ocurrieron, y el triste estado
del erario promovieron la resolución de encargar a la junta superior
de Cádiz la dirección del ramo de hacienda. Desaprobaron muchos,
particularmente los rentistas, semejante determinación, y sin duda
a primera vista parecía extraño que el gobierno supremo se pusiera,
por decirlo así, bajo la tutoría de una autoridad subalterna. Pero
siendo la medida transitoria, deplorable la situación de la hacienda y
arraigados sus vicios, los bienes que resultaron aventajáronse a los
males, habiendo en los pagamentos mayor regularidad y justicia. Quizá
la junta mostrose a veces algún tanto mezquina, midiendo el orden del
estado por la encogida escala de un escritorio; mas el otro extremo de
que adolecía la administración pública perjudicaba con muchas creces
al interés bien entendido de la nación. [Sidenote: (* Ap. n. 11-4.)]
Adoptose en seguida, para la buena conformidad y mejor inteligencia, un
reglamento [*] que mereció en 31 de marzo la aprobación de la regencia.
[Sidenote: Sus altercados con Alburquerque.]
Ya antes, si bien no con tanta solemnidad, estaba encargada del
ramo de hacienda, habiéndose suscitado entre ella y varios jefes
militares, principalmente el duque de Alburquerque, desazones y agrios
altercados. Escuchó tal vez el último demasiadamente las quejas de los
subalternos avezados al desorden, y la junta no atendió del todo en
sus contestaciones al miramiento y respetos que se debían al duque.
[Sidenote: Deja este el mando del ejército y pasa a Londres.] Esto y
otros disgustos fueron parte para que dicho jefe dejase el mando del
ejército de la isla al acabar marzo, nombrándole la regencia embajador
en Londres. En aquella capital escribió más adelante un manifiesto
muy descomedido contra la junta de Cádiz, la cual, aunque en defensa
propia, replicó de un modo atrabilioso y descompuesto. Contestación que
causó en el pundonoroso carácter del duque tal impresión que a pocos
días perdió la razón y la vida; fin no debido a sus buenos servicios y
patriotismo.
[Sidenote: Impone la junta nuevas contribuciones.]
Entre no pocos afanes y obstáculos la junta de Cádiz continuó con celo
en el desempeño de su encargo. Impuso una contribución de cinco por
ciento de exportación a todos los géneros y mercadurías que saliesen de
Cádiz, y un veinte por ciento a los propietarios de casas, gravando
además en un diez a los inquilinos. Con estos y otros arbitrios, y
sobre todo con las remesas de América y buena inversión, no solo se
aseguraron los pagos en Cádiz y la isla, y se cubrieron todas las
atenciones, sino que también se enviaron socorros a las provincias.
Afianzada así la defensa de aquellos dos puntos tan importantes,
convirtiéronse sus playas en baluarte incontrastable de la libertad
española.
[Sidenote: José en Andalucía.]
José había en todo este tiempo recorrido las ciudades y pueblos
principales de las Andalucías, recreándose tanto en su estancia que
la prolongó hasta entrado mayo. Cuidaba Soult del mando supremo
del ejército que apellidaron del mediodía, el cual constaba de
las fuerzas ya indicadas al hablar del paso de la Sierra Morena.
[Sidenote: Modo con que le reciben.] Acogieron los andaluces a José
mejor que los moradores de las demás partes del reino, y festejáronle
bastantemente, por cuyo buen recibimiento premió a muchos con destinos
y condecoraciones, y expidió varios decretos en favor de la enseñanza
y de la prosperidad de aquellos pueblos. Nombró para establecer su
gobierno y administración en las provincias recién conquistadas
comisarios regios, cuyas facultades a cada paso eran restringidas
por el predominio y arrogancia de los generales franceses. Manifestó
José en Sevilla su intención de convocar cortes en todo aquel año de
1810, para lo que en decreto de 18 de abril dispuso que se tomase
conocimiento exacto de la población de España. [Sidenote: Sus
providencias.] Por el mismo tiempo trató igualmente de arreglar el
gobierno interior de los pueblos, y distribuyó el reino en treinta y
ocho prefecturas, las cuales se dividían a su vez en subprefecturas y
municipalidades, remedando o más bien copiando, en esto y en lo demás
del decreto publicado al efecto, la administración departamental de
Francia. Providencia que, habiendo tomado arraigo, hubiera podido
mejorar la suerte de los pueblos; pero que en algunos no se estableció,
desapareciendo en los más lo benéfico de la medida con los continuos
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