Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (3 de 5) - 27

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en testimonio del reconocimiento de España a tan augusto y generoso
soberano.» Lo apurado de los tiempos no permitió llevar inmediatamente
a efecto esta determinación, y los gobiernos que sucedieron a las
cortes tampoco la cumplieron, como suele acontecer con los monumentos
públicos cuya fundación se decreta en virtud de circunstancias
particulares.
Motejaron algunos a la primera regencia que hubiese permitido la
entrada de las tropas inglesas en Ceuta, y motejáronla no con justicia,
puesto que admitidas en Cádiz no había razón para mostrarse tan
recelosa respecto de la otra plaza. Y bueno es decir que aquella
regencia tampoco accedía fácilmente en muchos casos a todo lo que los
extranjeros deseaban. Lo hemos visto en lo del empréstito, y viose
antes en otro incidente que ocurrió al principiar junio. Entonces el
embajador Wellesley pidió permiso para que Lord Wellington pudiese
enviar ingenieros que fortificasen a Vigo y las islas inmediatas de
Bayona, a fin de que el ejército inglés tuviese aquel refugio en caso
de alguna desgracia que le forzase a retirarse del lado de Galicia.
Respondió la regencia que ya, por orden suya, se estaban fortaleciendo
las mencionadas islas, y que en cualquiera contratiempo sería recibido
allí Lord Wellington y su ejército tan bien como en las otras partes
del territorio español, y con el agasajo y cariño debidos a tan
estrechos aliados.
[Sidenote: Sigue la relación de algunos acontecimientos ocurridos
durante la primera regencia.]
Púsose igualmente, bajo la dependencia del ministerio de Estado, una
correspondencia secreta que se organizó en abril, con mayor cuidado
y diligencia que anteriormente, a las órdenes de Don Antonio Ranz
Romanillos, magistrado hábil y despierto, quien estableció cordones
de comunicación por los puntos que ocupaban los enemigos, estando
informado diaria y muy circunstanciadamente de todo lo que pasaba hasta
en lo íntimo de la corte del rey intruso.
Por aquí también se despacharon las instrucciones dadas a una comisión
puesta en el mismo abril a cargo del marqués de Ayerbe. Enlazábase esta
con la libertad de Fernando VII, y habíase ya tratado de ello con el
arzobispo de Laodicea, último presidente de la central, con el duque
del Infantado y el marqués de las Hormazas. Presumimos que traía este
asunto el mismo origen que el del barón de Kolly, sin tener resultas
más felices. El de Ayerbe salió de Cádiz en el bergantín Palomo, con
2.000.000 de reales, metiose después en Francia, y no consiguiendo nada
allí, tuvo la desgracia al volver de ser muerto en Aragón por unos
paisanos que le miraron como a hombre sospechoso.
En junio propuso el gobierno inglés al español entrar en un concierto
de canje de prisioneros, de que se estaba tratando con Francia. Las
negociaciones para ello se entablaron, principalmente en Morlaix entre
Mr. Mackenzie y Mr. de Moustier. Tenían los franceses en Inglaterra
unos 50.000 prisioneros, y no pasaban de 12.000 los ingleses que había
en Francia, ya de la misma clase, ya de los detenidos arbitrariamente
por la policía al empezar las hostilidades en 1802. De consiguiente,
queriendo el gabinete británico, según un proyecto de ajuste que
presentó en 23 de septiembre, canjear _hombre por hombre_ y _grado
por grado_, hacíase indispensable que formasen parte en el convenio
España y los demás aliados de Inglaterra. Mas Napoleón, que no se
curaba de llevar a cabo la negociación sobre aquella base, y quizá
tampoco bajo otra ninguna admisible, pedía que se le volviesen a bulto
los prisioneros suyos de guerra en cambio de los ingleses, ofreciendo
entregar _después_ los prisioneros españoles. La negociación, por
tanto, continuada sin fruto, se rompió del todo antes de finalizar
el año de 1810. Y fue en ella de notar lo desvariado a veces de
la conducta del comisario francés, Mr. de Moustier, que quería se
considerase prisionero de guerra al ejército inglés de Portugal: Mr.
de Moustier, el mismo que, tiempos adelante, embajador en España de
Carlos X de Francia, se mostró muy adicto a las doctrinas del más puro
y exaltado realismo.
[Sidenote: (* Ap. n. 13-11.)]
Manejada la hacienda por la junta [*] de Cádiz desde el 28 de enero,
día de su instalación, no ofreció aquel ramo en su forma variación
sustancial hasta el 31 de octubre, en que se rescindió el contrato o
arreglo hecho con la regencia en 31 de marzo anterior. Las entradas que
tuvo la junta durante dicho tiempo pasaron de 351.000.000 de reales.
De ellas, en rentas del distrito, unos 84; en donativos e imposiciones
extraordinarias de la ciudad, 17; en préstamos y otros renglones
[inclusas 249.000 libras esterlinas del embajador de Inglaterra], 54;
y en fin, más de 195 procedentes de América, siendo de advertir que en
esta cantidad se contaban 27 millones que pertenecían a particulares
residentes en país ocupado, y de cuya suma se apoderó la junta bajo
calidad de reintegro: tropelía que cometió sin que la desaprobase la
regencia, muy contra razón. Invirtiéronse de los caudales recibidos
más de 92.000.000 en la defensa y atenciones del distrito, más de 146
en los gastos generales de la nación, y enviáronse a las provincias
unos 112, en cuya enumeración, así de la data como del cargo, hemos
suprimido los picos para no recargar inútilmente la narración. Las
rentas de las demás partes de España se consumieron dentro de su
respectivo territorio, aprontando los naturales en suministros lo que
no podían en dinero.
Circunscribiose la primera regencia, en cuanto a crédito público, a
nombrar en 19 de febrero una comisión de tres individuos que examinase
el asunto y preparase un informe, encargo que desempeñó cumplidamente
Don Antonio Ranz Romanillos, sin que se tomase, en su consecuencia,
sobre la materia resolución alguna.
En 24 de mayo, antes de entrar el obispo de Orense en la regencia,
decidió esta que se reservase para las urgencias públicas la mitad
del diezmo, providencia osada y que no se avenía con el modo de
pensar de aquel cuerpo en otras cuestiones. Así fue que pasó como
relámpago, anulándose en breve, y en virtud de representación de varios
eclesiásticos y prelados.
El ejército, que al tiempo de instalarse la regencia, estaba en muchas
partes en casi completa dispersión, fuese poco a poco reuniendo.
En junio contaba ya 140.000 hombres, y creció su número hasta unos
170.000. No dejó para ello de tomar la regencia sus providencias,
particularmente en la Isla de León; pero lejos de allí debiose más el
aumento al espíritu que animaba a los soldados y a la nación entera que
a enérgicas disposiciones del gobierno central, mal colocado, además,
para tener un influjo directo y efectivo.
Una de las buenas medidas de esta regencia fue introducir en el
ejército el estado mayor general. Sugirió la idea Don Joaquín Blake
cuando mandaba en la Isla. Por medio de dicho establecimiento se
aseguraron las relaciones mutuas entre todos los ejércitos, y se
facilitó la combinación de las operaciones, pudiendo todas partir de
un centro común. Según la antigua ordenanza, desempeñaban aisladamente
las facultades propias de dicho cuerpo el cuartel maestre y los
mayores generales de infantería, caballería y dragones, desavenidos a
veces entre sí. Blake formó el plan que, aprobado por el gobierno,
se circuló en 9 de junio, quedando nombrado el mismo general jefe del
nuevo estado mayor, plantel en lo sucesivo de excelentes y benémeritos
militares.
Desde el principio del levantamiento, fija en el ejército toda la
atención, habíase desatendido la marina, sirviendo en tierra muchos
de sus oficiales. Pero arrinconado el gobierno en Cádiz, hízose
indispensable el apoyo de la armada, no queriendo depender del todo de
la de los ingleses.
Las fragatas y navíos que necesitaban entrar en dique, o no se podían
armar por falta de tripulaciones, se destinaron a Mahón y la Habana.
Los otros cruzaron en el Mediterráneo o en el océano, y traían o
llevaban auxilios de armas, municiones, víveres, caudales y aun tropa.
Los buques menores y la fuerza sutil, además de defender la bahía de
Cádiz, la Carraca y los caños de la Isla, contribuían a sostener el
cabotaje, defendiendo los barcos costaneros de las empresas de varios
corsarios que se anidaban, con perjuicio de nuestra navegación, en
Sanlúcar, Málaga y varias calas de la Andalucía.
Por lo que respecta a tribunales, si bien, según dijimos, había la
regencia restablecido, con gran desacierto, todos los consejos, justo
es no olvidar que también antes había abolido acertadamente el tribunal
de vigilancia y seguridad, fundado por la central para los casos de
infidencia. En 16 de junio desapareció dicha institución, que por haber
sido comisión criminal extraordinaria merece vituperarse, pasando su
negociado a la audiencia territorial. Ya manifestamos que los jueces
de aquel primer cuerpo no se habían mostrado muy rigurosos, siendo
quizá menos que sus sucesores, quienes condenaron a muerte al abogado
Don Domingo Rico Villademoros, del tribunal criminal del intruso
José, cogido en Castilla por una partida, y que en consecuencia de la
sentencia dada contra su persona padeció en Cádiz la pena de garrote.
Doloroso suceso, aunque el único que de esta clase hubo por entonces
en Cádiz, al paso que en Madrid los adictos al gobierno intruso se
encrudecían a menudo en los patriotas.
Recorrido habemos, ahora y anteriormente, los hechos más notables de
la primera regencia, y de ellos se colige que esta, a pesar de sus
defectos y amor a todo lo que era antiguo, no por eso dejó las cosas en
peor postura de aquella en que las había encontrado; si bien pendió en
parte tal dicha de la corta duración de su gobierno, y de no poder el
mal ir más allá a no haberse rendido al enemigo, villanía de que eran
incapaces los primeros regentes, hombres los más, si no todos, de honra
y cumplida probidad.
[Sidenote: Modo de pensar de los nuevos regentes.]
Los nuevos regentes se inclinaban al partido reformador. De D. Joaquín
Blake y de sus calidades como general hemos hablado ya en diversas
ocasiones; tiempo vendrá de examinar su conducta en el puesto de
regente. Los otros dos gozaban fama de marinos sabios, en especial Don
Gabriel Císcar, dotado también de carácter firme, distinguiéndose todos
tres por su integridad y amor a la justicia.
[Sidenote: Varios decretos de las cortes.]
Las cortes proseguían sin interrupción en la carrera de sus trabajos
y reformas. A propuesta del señor Argüelles, decretaron [*]
[Sidenote: (* Ap. n. 13-12.)] en 1.º de diciembre que se suspendiese
el nombramiento de todas las prebendas eclesiásticas, excepto las
de oficio y las que tuviesen anexa cura de almas. Al principio
comprendiéronse en la resolución las provincias de ultramar, mas
después se excluyeron, no queriendo por entonces disgustar al clero
americano, de mayor influjo entre aquellos pueblos que el de la
península entre los de acá.
[Sidenote: (* Ap. n. 13-13.)]
El 2 del mismo mes,[*] en virtud de proposición del señor Gallego,
rebajáronse los sueldos, mandando que ningún empleado disfrutase de más
de 40.000 reales vellón, fuera de los regentes, ministros del despacho,
empleados en cortes extranjeras, y generales del ejército y armada en
servicio activo. Ya antes se había establecido, hasta para los sueldos
inferiores a 40.000 reales, una escala de disminución proporcional,
no cobrando tampoco los secretarios del despacho más allá de 120.000
reales. Se modificaron alguna vez estas providencias, pero siempre
en favor de la economía y buen orden, como era justo, y más entonces,
apurado el erario, y con tantas obligaciones en el ramo de la guerra,
atendido con preferencia a otro alguno.
Experimentaron alivio en sus persecuciones muchos individuos arrestados
arbitrariamente por la primera regencia o por los tribunales, ordenando
que se activasen las causas y que se hiciesen visitas de cárceles.
Las cortes, en medidas de esta clase, nunca mostraron diversidad de
opinión. Así, quien primero insistió en la visita de cárceles fue el
señor Gutiérrez de la Huerta, expresando que «en ella se descubrirían
muchos inocentes.» Porque el mal de España no consistía precisamente en
los fallos crueles y frecuentes, sino en las prisiones arbitrarias y en
su indefinida prolongación.
[Sidenote: Nómbrase una comisión especial para formar un proyecto de
constitución.]
Aunque ocupadas en estas y otras providencias del momento y urgentes,
no olvidaron tampoco las cortes pensar en aquellas que en lo futuro
debían afianzar la suerte y libertad de España. Rever las franquezas
y fueros de que habían gozado antiguamente los diversos pueblos
peninsulares, mejorándolos, uniformándolos y adaptándolos al estado
actual de la nación y del mundo, había sido uno de los fines de la
convocación de cortes y del cual nunca prescindieron estas. Por tanto,
el 23 de diciembre, y conforme a una propuesta de Don Antonio Oliveros
hecha el 9, nombrose una comisión[2] especial que preparase un proyecto
de constitución política de la monarquía. En ella entraron europeos de
las diversas opiniones que había en las cortes y varios americanos.
[2] Los nombrados fueron: europeos, Don Diego Muñoz Torrero, Don
Agustín de Argüelles, Don José Pablo Valiente, Don Pedro María Ric,
Don Francisco Gutiérrez de la Huerta, Don Evaristo Pérez de Castro,
Don Alonso Cañedo, Don José Espiga, Don Antonio Oliveros, Don
Francisco Rodriguez de la Bárcena; americanos, Don Vicente Morales
Duarez, Don Joaquín Fernández de Leiva, Don Antonio Joaquín Pérez; y
entraron después Don Andrés de Jáuregui, diputado por la ciudad de la
Habana, y Don Mariano Mendiola, por Querétaro. Agregose de fuera a
Don Antonio Ranz Romanillos, del consejo de hacienda, ocupado ya en
Sevilla por la central en igual trabajo.
[Sidenote: Voces acerca de si se casaba o no en Francia Fernando VII.]
Por el mismo tiempo confundiéronse también los diferentes y opuestos
modos de sentir en una discusión ardua, trabada en asunto que de cerca
tocaba a Fernando VII. De resultas de la correspondencia inserta en
el _Monitor_ en este año de 1810, en la que había cartas sumisas a
Napoleón del rey cautivo, esparciose por España que se trataba de unir
a este con una princesa de la familia imperial, y de restituirle, así
enlazado, al trono de sus abuelos, bajo la sombra y protección del
emperador de los franceses, y con condiciones contrarias al honor
e independencia de la nación. A haberse realizado semejante plan
siguiéranse consecuencias graves, y quizá por este medio, mejor que por
ningún otro, hubiera alcanzado el extranjero la completa supeditación
de España. Mas, por dicha, el proyecto no convenía a la indomeñable
alma de Napoleón, no sujeto a mudar de consejo ni a alterar una primera
resolución.
[Sidenote: Proposiciones de los señores Capmany y Borrull sobre la
materia.]
Movido de tales voces Don Antonio Capmany, centinela siempre despierto
contra todo lo que tirase a menoscabar la independencia nacional,
había en 10 de diciembre formalizado la proposición siguiente: «Las
cortes generales y extraordinarias, deseosas de elevar a ley la máxima
de que en los casamientos de los reyes debe tener parte el bien de
los súbditos, declaman y decretan: Que ningún rey de España pueda
contraer matrimonio con persona alguna, de cualquiera clase, prosapia
y condición que sea, sin previa noticia, conocimiento y aprobación de
la nación española, representada legítimamente en las cortes.» También
el señor Borrull hizo otra proposición sobre el asunto, aunque en
términos más generales, pues decía: «Que se declaren nulos y de ningún
valor ni efecto cualesquiera actos o convenios que ejecuten los reyes
de España estando en poder de los enemigos, y puedan causar algún
perjuicio al reino.»
Amigos de las reformas, los contrarios a ellas, americanos, europeos,
todos los diputados, en una palabra, concurrieron a dar su asenso a la
mente, ya que no a la letra, de ambas proposiciones, cuya discusión
se entabló el 29 de diciembre: unidad hija del amor que había por la
independencia, ante la cual callaban las demás pasiones.
[Sidenote: Discusión. (* Ap. n. 13-14.)]
El mismo señor Borrull [*] decía entonces: «En el fuero de Sobrarbe,
que regía a los aragoneses y navarros, fue establecido que los reyes
no pudieran declarar guerras, hacer paces, treguas, ni dar empleos sin
el consentimiento de doce ricos-homes, y de los más sabios y ancianos.
En Castilla se estableció también, en todas las provincias de aquel
reino, que los hechos arduos y asuntos graves se hubiesen de tratar en
las mismas cortes, y así se ejecutaba, y de otro modo eran nulos y de
ningún valor y efecto semejantes tratados. Así que, atendiendo a la ley
antigua y fundamental de la nación y a estos hechos, cualquiera cosa
que resulte en perjuicio del reino debe ser de ningún valor... Esta
aprobación nacional debe servir siempre a los reyes como una barrera
contra los esfuerzos extraordinarios de sus enemigos porque, sabiendo
los reyes que sus caprichos no han de ser admitidos por el estado, se
abstendrán de entrar en ellos...»
De la misma bandera anti-liberal que el señor Borrull era Don José
Pablo Valiente, y, sin embargo, no solo aprobaba las proposiciones
sino que deseaba fuesen más claras y terminantes. «Podría suceder muy
bien, decía, que nuestro incauto, sencillo y cándido príncipe, sin la
experiencia que da el mundo, se presentase con una princesa joven para
sentarse tranquilamente en el trono. Y entonces las cortes acertarían
en determinar que no fuese admitido, porque este matrimonio de ningún
modo puede convenir a España... Sea o no casado Fernando, nunca le
admitiremos que no sea para hacernos felices...»
Hablaron en igual sentido otros diputados de la misma opinión. Los de
la contraria, como los señores Argüelles, Oliveros, Gallego y otros,
pronunciaron también extensos y notables discursos. Entre ellos el
señor García Herreros se expresaba así: «Desde el principio han estado
los reyes sujetos a las leyes que les ha dictado la nación... Esta
les ha prescrito sus obligaciones y les ha señalado sus derechos,
declarando nulo de antemano cuanto en contrario hagan. La Ley 29, tít.
11 de la Partida 3.ª dice: _si el rey jurase alguna cosa que sea en
daño o menoscabo del reino, non es tenido de guardar tal jura como
esta_. Siempre ha podido la nación reconvenirles sobre el mal uso del
poder, y a ese efecto dice la ley 10, tít. 1.º, Partida 2.ª: _Que si
el rey usase mal de su poderío le puedan decir las gentes tirano e
tornarse el señorío que era de derecho en torticero_... Los que se
escandalizan de oír que la nación tiene derecho sobre las personas
y acciones de sus monarcas, y que puede anular cuanto hagan durante
su cautiverio, repasen los fragmentos de leyes que he citado, lean
las leyes fundamentales de nuestra monarquía desde su origen, y si
aun así no se convencen de la soberanía de la nación, de que esta no
es patrimonio de los reyes, y de que en todos tiempos la ley ha sido
superior al rey, crean que nacieron para esclavos y que no deben ser
miembros de esta nación, que jamás reconocerá otras obligaciones que
las que ella misma se imponga...» Todo este discurso, del cual no
copiamos sino una parte, llevaba el sello de la rígida y profunda
severidad del orador, de condición muy desenfadada, claro y desembozado
en su estilo, y de extensos conocimientos en nuestra legislación e
historia de las cortes antiguas, como procurador que había sido de los
reinos.
No quedaron atrás en la discusión los americanos, compitiendo con los
europeos en ciencia y resolución, señaladamente los señores Mejía y
Leiva. Merece asimismo entre ellos particular memoria Don Dionisio Inca
Yupanqui, diputado por el Perú, verdadero vástago de la antigua y real
familia de los Incas, pintándose todavía en su rostro el origen indiano
de donde procedía. Dijo, pues, el Don Dionisio: «Órgano de la América
y de sus deseos [y en verdad ¿quién podría serlo con más justicia?],
declaro a las cortes que sin la libertad absoluta del rey en medio de
su pueblo, la total evacuación de las plazas y territorio español,
y sin la completa integridad de la monarquía, no oirá la América
proposiciones o condiciones del tirano Napoleón, ni dejará de sostener
con todo fervor los votos y resoluciones de las cortes.»
En fin, después de unos debates muy luminosos, que duraron por espacio
de cuatro días, y teniendo presentes las proposiciones de los señores
Capmany y Borrull, y otras indicaciones que se hicieron, extendió el
señor Pérez de Castro un decreto que se aprobó en estos términos el
1.º de enero de 1811: «Las cortes generales y extraordinarias, en
conformidad de su decreto de 24 de septiembre del año próximo pasado,
en que declararon nulas y de ningún valor las renuncias hechas en
Bayona por el legítimo rey de España y de las Indias, el señor Don
Fernando VII, no solo por falta de libertad, sino también por carecer
de la esencialísima e indispensable circunstancia del consentimiento de
la nación, declaran que no reconocerán, y antes bien tendrán y tienen
por nulo y de ningún valor ni efecto todo acto, tratado, convenio o
transacción, de cualquiera clase y naturaleza que hayan sido o fueren
otorgados por el rey mientras permanezca en el estado de opresión y
falta de libertad en que se halla, ya se verifique su otorgamiento en
el país enemigo, o ya dentro de España, siempre que en este se halle
su real persona rodeada de las armas, o bajo el influjo directo o
indirecto del usurpador de su corona; pues jamás le considerará libre
la nación, ni le prestará obediencia, hasta verle entre sus fieles
súbditos, en el seno del congreso nacional que ahora existe o en
adelante existiere, o del gobierno formado por las cortes. Declaran,
asimismo, que toda contravención a este decreto será mirada por la
nación como un acto hostil contra la patria, quedando el contraventor
responsable a todo el rigor de las leyes. Y declaran, por último, las
cortes que la generosa nación a quien representan no dejará un momento
las armas de la mano, ni dará oídos a proposición de acomodamiento o
concierto de cualquiera naturaleza que fuese, como no preceda la total
evacuación de España y Portugal por las tropas que tan inicuamente las
han invadido; pues las cortes están resueltas, con la nación entera, a
pelear incesantemente hasta dejar asegurada la religión santa de sus
mayores, la libertad de su amado monarca y la absoluta independencia e
integridad de la monarquía.» La votación de este decreto fue nominal,
y resultó unánime su aprobación por ciento catorce diputados que se
hallaron presentes, en cuyo número contábanse ya propietarios venidos
de América. Las cortes, celebrando de este modo entradas de año, puede
afirmarse, sin parcial ni exagerado afecto, que se encumbraron en
aquella ocasión a par del senado romano en sus mejores tiempos.
[Sidenote: Nuevas discusiones sobre América.]
Volvieron durante estos meses a ocupar a las cortes diversas veces las
provincias de ultramar. Estimulaban a ello sus diputados y el deseo de
hacer el bien de aquellas regiones, como también el de apagar el fuego
insurreccional que cundía y se aumentaba.
Llegó al Paraguay y al Tucumán, propagado por Buenos Aires. Lo mismo
a Chile, en donde por dicha, haciendo a tiempo dimisión de su empleo
el brigadier Carrasco que allí mandaba, y reemplazado por el conde de
la Conquista, no se desconoció la autoridad suprema de la península,
aunque ya caminaba aquel país por pendiente resbaladiza.
[Sidenote: Alborotos en Nueva España.]
Más recias y de consecuencias peores aparecieron las revueltas de
Nueva España. Empezaron ya a temerse desde el tiempo del virrey Don
José Iturrigaray, a quien depusieron el 16 de septiembre de 1809 los
europeos avecindados en aquel reino, sospechándole de confabulación
con los criollos, y autorizados para ello por la audiencia. Y aunque
es cierto que dicho Iturrigaray fue absuelto de toda culpa en la causa
que de resultas se le formó en Europa, quedaron, sin embargo, contra él
en pie vehementísimos indicios de haber querido establecer un gobierno
independiente, poniéndose él mismo a la cabeza. Nombró la central, para
suceder a este en el cargo de virrey, al arzobispo Don Francisco Javier
de Lizana, anciano, débil, y juguete de pasiones ajenas.
El ejemplo que se había dado en desposeer a Iturrigaray, aunque con
recto fin, la pobreza de ánimo del arzobispo virrey, y por último, los
desastres de España en 1810, dieron osadía a los descontentos para
declararse abiertamente en septiembre de este año. Quien primero se
presentó como caudillo fue un clérigo por lo general desconocido: su
nombre, Don Miguel Hidalgo de la Costilla, cura de la población de
Dolores, en los términos de la ciudad de Guanajuato. Instruido en las
materias de su profesión, no desconocía la literatura francesa, y era
hombre sagaz, de buen entendimiento y modales cultos. Odió siempre a
los españoles, y empezó a tramar conspiración después de unas vistas
que tuvo con un general francés enviado por Napoleón para abogar en
favor de su hermano José, y a quien prendieron en provincias internas,
y llevaron en seguida a la ciudad de Méjico.
Hidalgo sublevó a los indios y mulatos, y entró con ellos el 16 de
septiembre en el pueblo de su feligresía, y obrando de acuerdo con los
capitanes del provincial de la reina Don Ignacio Allende y Don Juan
Aldama, llegó a San Miguel el Grande, donde se le unió dicho regimiento
casi en su totalidad. Engrosado cada día más el cuerpo de Hidalgo,
prosiguió este adelante «prorrumpiendo en vivas a Fernando VII y muerte
a los gachupines», nombre que allí se da a los europeos. Llevaban los
amotinados un estandarte con la imagen de la Virgen de Guadalupe,
tenida en gran veneración por los indios: obligados los jefes a cubrir
aquí, como en lo demás de América, sus verdaderos intentos bajo el
manto de la religión y de fidelidad al rey.
Avanzaron de este modo Hidalgo y sus parciales, consiguiendo en
breve apoderarse de Guanajuato, una de las poblaciones más ricas y
opulentas a causa de las minas que en su territorio se labran. El 18
de octubre extendiéronse los sublevados hasta Valladolid de Mechoacán,
y reinando en Méjico gran fermentación, parecía casi seguro el triunfo
de aquellos, si por entonces, y muy a tiempo, no hubiese aportado
de Europa Don Francisco Javier Venegas, nombrado virrey en lugar
del arzobispo. Tan oportuna llegada comprimió el mal ánimo de los
descontentos dentro de la ciudad, y tomándose para lo de afuera activas
providencias, se paró el golpe que de tan cerca amagaba.
Hidalgo, viniendo por el camino de Toluca, hallábase ya a 14 leguas de
Méjico, cuando le salió al encuentro con 1500 hombres el coronel Don
Torcuato Trujillo, enviado por Venegas; corto número el de su gente si
se compara con la que acompañaba a Hidalgo, allegadiza en verdad, pero
que al cabo pudiera llevar ventaja por su muchedumbre a los soldados
veteranos del jefe español.
Avistáronse ambas partes en el monte de las Cruces, y empeñose vivo
choque, costoso para todos, y de cuyas resultas el coronel Trujillo,
aunque victorioso, juzgó prudente, a causa del gran golpe de enemigos,
retroceder por la noche a Méjico, en donde con su llegada creció en
unos la zozobra, y en otros renació la esperanza.
De nuevo estaba comprometida la suerte de aquella ciudad, y quizá sin
remedio, si Don Félix Calleja no la hubiera sacado del apuro. Era este
jefe comandante de la brigada de San Luis de Potosí, y al saber la
marcha de Hidalgo sobre Méjico, siguiole la huella con 3000 hombres de
buenas tropas. No descorazonado por eso el clérigo general, sino antes
animoso con la retirada de Trujillo del monte de las Cruces, revolvió
contra Calleja, y encontrole cerca de Aculco el 7 de noviembre.
Trabose desde luego pelea entre las fuerzas contrarias, y quedaron los
insurgentes del todo desbaratados.
Mas poco después, habiéndoseles dado tiempo, se rehicieron, y tuvo
Calleja que embestirles otra vez y en varias acciones. De estas, la
principal y que acabó, por decirlo así, con Hidalgo, diose el 17
de enero de 1811 en el puente llamado de Calderón, provincia de
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