Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (3 de 5) - 26

Total number of words is 4595
Total number of unique words is 1596
32.0 of words are in the 2000 most common words
44.6 of words are in the 5000 most common words
52.0 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
de ser nación, ¿Qué hicimos nosotros en el memorable decreto de 24 de
septiembre? Declaramos los decretos de Bayona ilegales y nulos. Y ¿por
qué? Porque el acto de renuncia se había hecho sin el consentimiento
de la nación. ¿A quién ha encomendado ahora esa nación su causa? A
nosotros; nosotros somos sus representantes, y según nuestros usos y
antiguas leyes fundamentales, muy pocos pasos pudiéramos dar sin la
aprobación de nuestros constituyentes. Mas, cuando el pueblo puso el
poder en nuestras manos, ¿se privó por eso del derecho de examinar y
criticar nuestras acciones? ¿Por qué decretamos en 24 de septiembre
la responsabilidad de la potestad ejecutiva, responsabilidad que
cabrá solo a los ministros cuando el rey se halle entre nosotros?
¿Por qué nos aseguramos la facultad de inspeccionar sus acciones?
Porque poníamos _poder_ en manos de _hombres_, y los hombres abusan
fácilmente de él si no tienen freno alguno que los contenga, y no había
para la potestad ejecutiva freno más inmediato que el de las cortes.
Mas, ¿somos por acaso infalibles? ¿Puede el pueblo que apenas nos ha
visto reunidos poner tanta confianza en nosotros que abandone toda
precaución? ¿No tiene el pueblo el mismo derecho respecto de nosotros
que nosotros respecto de la potestad ejecutiva en cuanto a inspeccionar
nuestro modo de pensar y censurarle?... Y el pueblo ¿qué medio tiene
para esto? No tiene otro sino el de la imprenta; pues no supongo que
los contrarios a mi opinión le den la facultad de insurreccionarse,
derecho el más terrible y peligroso que pueda ejercer una nación. Y
si no se le concede al pueblo un medio legal y oportuno para reclamar
contra nosotros, ¿qué le importa que le tiranice uno, cinco, veinte o
ciento?... El pueblo español ha detestado siempre las guerras civiles,
pero quizá tendría desgraciadamente que venir a ellas. El modo de
evitarlo es permitir la solemne manifestación de la opinión pública.
Todavía ignoramos el poder inmenso de una nación para obligar a los
que gobiernan a ser justos. Empero, prívese al pueblo de la libertad
de hablar y escribir, ¿cómo ha de manifestar su opinión? Si yo dijese
a mis poderdantes de Extremadura que se establecía la previa censura
de la imprenta, ¿qué me dirían al ver que para exponer sus opiniones
tenían que recurrir a pedir licencia?... Es, pues, uno de los derechos
del hombre en las sociedades modernas el gozar de la libertad de la
imprenta, sistema tan sabio en la teórica como confirmado por la
experiencia. Véase Inglaterra: a la imprenta libre debe principalmente
la conservación de su libertad política y civil, su prosperidad.
Inglaterra conoce lo que vale arma tan poderosa: Inglaterra, por tanto,
ha protegido la imprenta, pero la imprenta, en pago, ha conservado
la Inglaterra. Si la medida de que hablamos es _justa_ en sí y
_conveniente_, no es menos _necesaria_ en el día de hoy. Empezamos una
carrera nueva, tenemos que lidiar con un enemigo poderoso, y fuerza
nos es recurrir a todos los medios que afiancen nuestra libertad y
destruyan los artificios y mañas del enemigo. Para ello indispensable
parece reunir los esfuerzos todos de la nación, e imposible sería no
concentrando su energía en una opinión unánime, espontánea e ilustrada,
a lo que contribuirá muy mucho la libertad de la imprenta, y en lo
que están interesados no menos los derechos del pueblo, que los del
monarca... La _libertad_ sin la imprenta libre, aunque sea _el sueño
del hombre honrado_, será siempre un sueño... La diferencia entre
mí y mis contrarios consiste en que ellos conciben que los males
de la libertad son como un millón y los bienes como veinte; yo, por
lo opuesto, creo que los males son como veinte y los bienes como un
millón. Todos han declamado contra sus peligros. Si yo hubiera de
reconocer ahora los males que trae consigo la sociedad, los furores de
la ambición, los horrores de la guerra, la desolación de los hombres y
la devastación de las pestes, llenaría de pavor a los circunstantes.
Mas, por horrible que fuese esta pintura, ¿se podrían olvidar los
bienes de la sociedad civil, a punto de decretar su destrucción? Aquí
estamos, hombres falibles, con toda la mezcla de bueno y malo que
es propia de la humanidad, y solo por la comparación de ventajas e
inconvenientes podemos decidirnos en las cuestiones... Un prelado de
España, y lo que es más, inquisidor general, quiso traducir la Biblia
al castellano. ¿Qué torrente de invectivas no se desató en contra?...
¿Cuál fue su respuesta? _Yo no niego que tiene inconvenientes, pero
¿es útil, pesados unos con otros?_ En el mismo caso estamos. Si el
prelado hubiera conseguido su intento, a él deberíamos el bien, el mal
a nuestra naturaleza. Por fin, creo que haríamos traición a los deseos
del pueblo, y que daríamos armas al gobierno arbitrario que hemos
empezado a derribar, si no decretásemos la libertad de la imprenta...
La previa censura es el último asidero de la tiranía que nos ha hecho
gemir por siglos. El voto de las cortes va a desarraigar esta, o a
confirmarla para siempre.»
Son pálido y apagado bosquejo de la discusión los breves extractos
que de ella hacemos y nos han quedado. Raudales de luz salieron de las
diversas opiniones expuestas con gravedad y circunspección. Para darles
el valor que merecen, conviene hacer cuenta de lo que había sido antes
España y de lo que ahora aparecía: rompiendo de repente la mordaza que
estrechamente y largo tiempo había comprimido, atormentándolos, sus
hermosos y delicados labios.
La discusión general duró desde el 15 hasta el 19 de octubre, en cuyo
día se aprobó el primer artículo del proyecto de ley concebido en estos
términos. «Todos los cuerpos y personas particulares, de cualquiera
condición y estado que sean, tienen libertad de escribir, imprimir y
publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión y
aprobación alguna anteriores a la publicación, bajo las restricciones
y responsabilidades que se expresarán en el presente decreto.»
Votose el artículo por 70 votos contra 32, y aun de estos hubo 9 que
especificaron que solo por entonces le desechaban.
Claro era que pasarían después sin particular tropiezo los demás
artículos, explicativos por lo general del primero. La discusión sin
embargo no finalizó enteramente hasta el 5 de noviembre, interpuestos a
veces otros asuntos.
[Sidenote: Reglamento por el que se concedía la libertad de la
imprenta.]
El reglamento contenía en todo 20 artículos, tras del primero venían
los que señalaban los delitos y determinaban las penas, y también el
modo y trámites que habían de seguirse en el juicio. Tacháronle algunos
de defectuoso en esta parte, y de no definir bien los diversos casos.
Pero, pendiendo los límites entre la libertad y el abuso de reglas
indeterminadas y variables, problema es de dificultosa resolución
conceder lo uno y vedar debidamente lo otro. La libertad gana en que
las leyes sobre esta materia pequen más bien por lo indefinido y vago
que por ser sobradamente circunstanciadas; el tiempo y el buen sentido
de las naciones acaban por corregir abusos y desvíos que no le es dado
impedir al más atento legislador.
[Sidenote: Su examen.]
Chocó a muchos, particularmente en el extranjero, que la libertad de
la imprenta decretada por las cortes se ciñese a la parte política,
y que aun por un artículo expreso [el 6.º] se previniese, que «todos
los escritos sobre materias de religión quedaban sujetos a la previa
censura de los ordinarios eclesiásticos.» Pero los que así razonaban,
desconocían el estado anterior de España, y en vez de condenar debieran
más bien haber alabado el tino y la sensatez con que las cortes
procedían. La inquisición había pesado durante tres siglos sobre la
nación, y era ya caminar a la tolerancia, desde el momento en que se
arrancaba la censura de las manos de aquel tribunal para depositarla en
solo las de los obispos, de los que si unos eran fanáticos, había otros
tolerantes y sabios. Además, quitadas las trabas para lo político,
¿quién iba a deslindar en muchedumbre de casos los términos que
dividían la potestad eclesiástica de la secular? El artículo tampoco
extendía la prohibición más allá del dogma y de la moral, dejando a la
libre discusión cuanto temporalmente interesaba a los pueblos.
[Sidenote: Incidentes de la discusión.]
El señor Mejía, no obstante eso, y el conocimiento que tenía de la
nación y de las cortes, se aventuró a proponer que se ampliase la
libertad de la imprenta a las obras religiosas. Imprudencia que hubiera
podido comprometer la suerte de toda la ley, si a tiempo no hubiera
cortado la discusión el señor Muñoz Torrero.
Por el contrario, al cerrarse los debates, Don Francisco María Riesco,
diputado por la junta de Extremadura e inquisidor del tribunal de
Llerena, pidió que en el decreto se hiciese mención honorífica y
especial del santo oficio; a lo que no hubo lugar, mostrando así
de nuevo las cortes cuán discretamente evitaban viciosos extremos.
Libertad de la imprenta y santo oficio nunca correrán a las parejas, y
la publicación aprobativa de ambos establecimientos en una misma y sola
ley, hubiérala graduado el mundo de monstruoso engendro.
[Sidenote: Lo que se adopta para los juicios en lugar del jurado.]
No se admitió el jurado en los juicios de imprenta, aunque algunos
lo deseaban, no pareciendo todavía ser aquel oportuno momento. Pero
a fin de no dejar la nueva institución en poder solo de los togados
desafectos a ella, decidiose, por uno de los artículos, que las cortes
nombrasen una junta suprema, dicha de censura, que residiese cerca del
gobierno, formada de nueve individuos, y otra semejante, de cinco, a
propuesta de la misma, para las capitales de provincia. En la primera
había de haber tres eclesiásticos, y dos en cada una de las otras.
Tocaba a estas juntas examinar los impresos denunciados, y calificar
si se estaba o no en el caso de proceder contra ellos y sus autores,
editores e impresores, responsables a su vez y respectivamente. Los
individuos de la junta eran en realidad los jueces del hecho, quedando
después a los tribunales la aplicación de las penas.
El nombre de junta de censura engañó a varios entre los extranjeros,
creyendo que se trataba de _censura preventiva_ y no de una
calificación hecha posteriormente a la impresión, publicación y
circulación de los escritos, y solo en virtud de acusación formal.
También disgustó, aun en España, que entrase en la junta un número
determinado de eclesiásticos, pues los más hubieran preferido que se
dejase al arbitrio de las cortes. Sin embargo, los altamente entendidos
columbraron que semejante providencia tiraba a acallar la voz del
clero, muy poderosa entonces, y a impedir sagazmente que acabase aquel
cuerpo por tener en las juntas decidida mayoría.
La práctica hizo ver que el plan de las cortes estaba bien combinado, y
que la libertad de la imprenta existe así que cesa la previa censura,
sierpe que la ahoga al tiempo mismo de recibir el ser.
[Sidenote: Promúlgase la libertad de la imprenta. (* Ap. n. 13-8.)]
En 9 de noviembre eligieron las cortes la mencionada junta suprema, y
el 10 promulgose el decreto de la libertad de la imprenta,[*] de cuyo
beneficio empezaron inmediatamente a gozar los españoles, publicando
todo género de obras y periódicos con el mayor ensanche y sin
restricción alguna para todas las opiniones.
[Sidenote: Partidos en las cortes.]
Durante esta discusión y la anterior sobre América, manifestáronse
abiertamente los partidos que encerraban las cortes, los cuales como en
todo cuerpo deliberativo principalmente se dividían en amigos de las
reformas, y en los que les eran opuestos. El público insensiblemente
distinguió con el apellido de _liberales_ a los que pertenecían al
primero de los dos partidos, quizá porque empleaban a menudo en sus
discursos la frase de _principios_ o _ideas liberales_, y de las cosas
según acontece, pasó el nombre a las personas. Tardó más tiempo el
partido contrario en recibir especial epíteto, hasta que al fin un[1]
autor de despejado ingenio calificole con el de _servil_.
[1] Don Eugenio Tapia en una composición poética bastante
notable, y separando maliciosamente con una rayita dicha palabra,
escribiola de este modo: _ser-vil._
Existía aún en las cortes un tercer partido, de vacilante conducta,
y que inclinaba la balanza de las resoluciones al lado adonde se
arrimaba. Era este el de los americanos: unido por lo común con los
liberales, desamparábalos en algunas cuestiones de ultramar y siempre
que se quería dar vigor y fuerza al gobierno peninsular.
A la cabeza de los liberales campeaba Don Agustín de Argüelles,
brillante en la elocuencia, en la expresión numeroso, de ajustado
lenguaje cuando se animaba, felicísimo y fecundo en extemporáneos
debates, de conocimientos varios y profundos, particularmente en lo
político, y con muchas nociones de las leyes y gobiernos extranjeros.
Lo suelto y noble de su acción, nada afectada, lo elevado de su
estatura, la viveza de su mirar, daban realce a las otras prendas que
ya le adornaban. Señaláronse junto con él en las discusiones, y eran
de su bando, entre los seglares Don Manuel García Herreros, Don José
María Calatrava, Don Antonio Porcel y Don Isidoro Antillón, afamado
geógrafo; los dos postreros entraron en las cortes ya muy avanzado el
tiempo de sus sesiones. También el autor de esta Historia tomó con
frecuencia parte activa en los debates, si bien no ocupó su asiento
hasta el marzo de 1811, y todavía tan mozo que tuvieron las cortes que
dispensarle la edad.
Entre los eclesiásticos del mismo partido adquirieron justo renombre
Don Diego Muñoz Torrero, cuyo retrato queda trazado, Don Antonio
Oliveros, Don Juan Nicasio Gallego, Don José Espiga y Don Joaquín
de Villanueva, quien, en un principio incierto, al parecer, en sus
opiniones, afirmose después y sirvió al liberalismo de fuerte pilar con
su vasta y exquisita erudición.
Contábanse también en el número de los individuos de este partido
diputados que nunca o rara vez hablaron, y que no por eso dejaban de
ser varones muy distinguidos. Era el más notable Don Fernando Navarro,
vocal por la ciudad de Tortosa, que habiendo cursado en Francia en la
universidad de la Sorbona, y recorrido diversos reinos de Europa y
fuera de ella, poseía a fondo varias lenguas modernas, las orientales
y las clásicas, y estaba familiarizado con los diversos conocimientos
humanos, siendo, en una palabra, lo que vulgarmente llamamos _un pozo
de ciencia_. Venían tras del Don Fernando los señores Ruiz Padrón y
Serra, eclesiásticos venerables, de quienes el primero había en otro
tiempo trabado amistad, en los Estados Unidos, con el célebre Franklin.
Ayudaban asimismo sobremanera para el despacho de los negocios y en
las comisiones los señores Pérez de Castro, Luján, Caneja y Don Pedro
Aguirre, inteligente el último en comercio y materias de hacienda.
No menos sobresalían otros diputados en el partido desafecto a las
reformas, ora por los conocimientos que les asistían, ora por el uso
que acostumbraban hacer de la palabra, y ora, en fin, por la práctica
y experiencia que tenían en los negocios. De los seglares merecerán
siempre entre ellos distinguido lugar Don Francisco Gutiérrez de la
Huerta, Don José Pablo Valiente, Don Francisco Borrull y Don Felipe
Aner, si bien este se inclinó a veces hacia el bando liberal. De los
eclesiásticos que adhirieron a la misma opinión anti-reformadora, deben
con particularidad notarse los señores Don Jaime Creus, Don Pedro
Inguanzo y Don Alonso Cañedo. Conviene, sin embargo, advertir que entre
todos estos vocales y los demás de su clase los había que confesaban la
necesidad de introducir mejoras en el gobierno, y aun pocos eran los
que se negaban a ciertas mudanzas, dando demasiadamente en ojos los
desórdenes que habían abrumado a España, para que a su remedio pudiese
nadie oponerse del todo.
Entre los americanos divisábanse igualmente diputados sabios,
elocuentes y de lucido y ameno decir. Don José Mejía era su primer
caudillo, hombre entendido, muy ilustrado, astuto, de extremada
perspicacia, de sutil argumentación, y como nacido para abanderizar
una parcialidad que nunca obraba sino a fuer de auxiliadora y al son
de sus peculiares intereses. La serenidad de Mejía era tal, y tal el
predominio sobre sus palabras, que sin la menor aparente perturbación
sostenía a veces al rematar de un discurso lo contrario de lo que
había defendido al principiarle, dotado para ello del más flexible y
acabado talento. Fuera de eso, y aparte de las cuestiones políticas,
varón estimable y de honradas prendas. Seguíanle de los suyos, entre
los seglares, y le apoyaban en las deliberaciones, los señores Leiva,
Morales Duarez, Feliú y Gutiérrez de Terán. Y entre los eclesiásticos,
los señores Alcocer, Arispe, Larrazábal, Gordoa y Castillo, los dos
últimos a cual más digno.
Apenas puede afirmarse que hubiera entre los americanos diputado que
ladease del todo al partido anti-reformador. Uníase a él en ciertos
casos, pero casi nunca en los de innovaciones.
Este es el cuadro fiel que presentaban los diversos partidos de las
cortes, y estos sus más distinguidos corifeos y diputados. Otros
nombres, también honrosos, nos ocurrirán en adelante. Por lo demás, en
ningún paraje se conocen tan bien los hombres, ni se coloca cada uno
en su legítimo lugar, como en las asambleas deliberativas: son estas
piedra de toque, a la que no resisten reputaciones mal adquiridas.
En el choque de los debates se discierne pronto quién sobresale en
imaginación, quién en recto sentido, y cuál en fin es la capacidad
con que la naturaleza ha dotado respectivamente a cada individuo: la
naturaleza, que nunca se muestra tan generosa que prodigue a unos dones
perfectos intelectuales, ni tan mísera que prive del todo a otros de
alguno de aquellos inapreciables bienes. En nuestro entender, el mayor
beneficio de los gobiernos representativos consiste en descubrir el
mérito escondido, y en dar a conocer el verdadero y peculiar saber
de las personas, con lo que los estados consiguen a lo último ser
dirigidos, ya que no siempre por la virtud, al menos por manos hábiles
y entendidas, paso agigantado para la felicidad y progreso de las
naciones. Hubiérase en España sacado de este campo mies bien granada
si, al tiempo de recogerla, un ábrego abrasador no hubiese quemado casi
toda la espiga.
[Sidenote: Remueven las cortes a los individuos de la primera regencia.]
Mientras que las cortes andaban ocupadas en la discusión de la libertad
de imprenta, mudaron también las mismas los individuos que componían
el consejo de regencia. A ellas incumbía, durante la ausencia del
rey, constituir la potestad ejecutiva del modo que pareciera más
conveniente. De igual derecho habían usado las cortes antiguas en
algunas minoridades; de igual podían usar las actuales, mayormente
ahora que el príncipe cautivo no había tomado en ello providencia
determinada, y que la regencia elegida por la central lo había sido
hasta tanto que las cortes, ya convocadas, «estableciesen un gobierno
cimentado sobre el voto general de la nación.»
Inasequible era que continuasen en el mando los individuos de dicha
regencia, ya se considerase lo ocurrido con el obispo de Orense, y ya
la mutua desconfianza que reinaba entre ella y las cortes, nacida de
las causas arriba indicadas, y de una providencia aún no referida que
pareció maliciosa, o hija de liviano e inexcusable proceder.
[Sidenote: Causas de ello.]
Fue esta una orden al gobernador de la plaza de Cádiz y al del consejo
real «para que se celase sobre los que hablasen mal de las cortes.» Los
diputados atribuyeron esmero tan cuidadoso al objeto de malquistarlos
con el público, y al pernicioso designio de que la nación creyese era
el congreso muy censurado en Cádiz. Las disculpas que la regencia
dio, lejos de disminuir el cargo, le agravaron; pues, habiendo dado
la orden reservadamente y en términos solapados, pudiera dudarse si
aquella disposición provenía de las cortes o de solo la potestad
ejecutiva. Los diputados anunciaron en público que miraban la orden
como contraria a su propio decoro, aspirando únicamente a merecer por
su conducta la aprobación de sus conciudadanos, en prueba de lo cual se
ocupaban en dar la libertad de la imprenta para que se examinasen los
procedimientos legislativos del gobierno con amplia y segura franqueza.
Unido el incidente de esta orden a las causas anteriormente insinuadas
y a otras menos principales, decidiéronse por fin las cortes a
remover la regencia. Hiciéronlo no obstante de un modo suave y el
más honorífico, admitiendo la renuncia que de sus cargos habían al
principio hecho los individuos del propio cuerpo.
[Sidenote: Nómbrase una nueva regencia de tres individuos.]
Al reemplazarlos redujeron las cortes a tres el número de cinco,
y el 28 de octubre pasaron los sucesores a prestar en el salón el
juramento exigido, retirándose, en consecuencia, de sus puestos los
antiguos regentes. Había recaído la elección en el general de tierra
Don Joaquín Blake, en el jefe de escuadra Don Gabriel Císcar, y
en el capitán de fragata Don Pedro Agar; el último, como americano,
en representación de las provincias de ultramar. Pero de los tres
nombrados, hallándose los dos primeros ausentes en Murcia, y no
pareciendo conveniente que mientras llegaban gobernase solo Don Pedro
Agar, [Sidenote: Suplentes.] eligieron las cortes dos suplentes que
ejerciesen interinamente el destino, y fueron el general marqués del
Palacio y Don José María Puig, del consejo real.
[Sidenote: Incidente del marqués del Palacio.]
Este y el señor Agar prestaron el juramento lisa y llanamente, sin
añadir observación alguna. No así el del Palacio, quien expresó «juraba
sin perjuicio de los juramentos de fidelidad que tenía prestados al
señor Don Fernando VII.» Déjase discurrir qué estruendo movería en
las cortes tan inesperada cortapisa. Quiso el marqués explicarla; mas
para ello mandósele pasar a la barandilla. Allí, cuanto más procuró
esclarecer el sentido de sus palabras, tanto más se comprometió
perturbado su juicio y confundido. Insistiendo, sin embargo, el marqués
en su propósito, Don Luis del Monte, que presidía, hombre de condición
fiera al paso que atinado y de luces, impúsole respeto y le ordenó que
se retirase. Obedeció el marqués, quedando arrestado, por disposición
de las cortes, en el cuerpo de guardia.
Con lo ocurrido diose solamente posesión de sus destinos, el mismo
día 28, a los señores Agar y Puig, quienes desde luego se pusieron
también las bandas amarillo-encarnadas, color del pabellón español y
distintivo ya antes adoptado para los individuos de la regencia. En el
día inmediato nombraron las cortes como regente interino, en lugar del
marqués del Palacio, al general marqués del Castelar, grande de España.
Los propietarios ausentes, Don Joaquín Blake y Don Gabriel Císcar, no
ocuparon sus sillas hasta el 8 de diciembre y el 4 del próximo enero.
[Sidenote: Discusión que este motiva.]
En las cortes enzarzose gran debate sobre lo que se había de hacer
con el marqués del Palacio. No se graduaba su porfiado intento de
imprudencia o de meros escrúpulos de una conciencia timorata, sino de
premeditado plan de los que habían estimulado al obispo de Orense en
su oposición. Hizo el acaso, para aumentar la sospecha, que tuviese
el marqués un hermano fraile, que, algún tanto entrometido, había
acompañado a dicho prelado en su viaje de Galicia a Cádiz, motivo por
el que mediaba entre ambos relación amistosa. Creemos, sin embargo,
que el desliz del marqués provino más bien de la singularidad de su
condición y de la de su mente, compuesto informe de instrucción y
preocupaciones que de amaños y anteriores conciertos.
Entre los diputados que se ensañaron contra el del Palacio, hubo
algunos de los que comúnmente votaban del lado anti-liberal. Señalose
el señor Ros, ya antes severo en el asunto del obispo de Orense, y el
cual dijo en esta ocasión: «trátese al marqués del Palacio con rigor,
fórmesele causa, y que no sean sus jueces individuos del consejo real,
porque este cuerpo me es sospechoso.»
[Sidenote: Término de este negocio.]
Al fin, después de haber pasado el negocio a una comisión de las
cortes, se arrestó al marqués en su casa, y la regencia nombró para
juzgarle una junta de magistrados. Duró la causa hasta febrero, en
cuyo intermedio habiéndose disculpado aquel, escrito un manifiesto, y
mostrádose muy arrepentido, logró desarmar a muchos, y en particular a
sus jueces, quienes no dieron otro fallo sino «que el marqués estaba
en la obligación de volver a presentarse en las cortes, y de jurar en
ellas lisa y llanamente así para satisfacer a aquel cuerpo como a la
nación de cualquiera nota de desacato en que hubiese incurrido...»
En cumplimiento de esta decisión pasó dicho marqués el 22 de marzo a
prestar en las cortes el juramento que se le exigía, con lo que se
terminó un negocio, solo al parecer grave por las circunstancias y
tiempos en que pasó, y quizá poco atendible en otros, como todo lo que
se funda en explicaciones y conjeturas acerca del modo de pensar de los
individuos.
[Sidenote: Ciertos acontecimientos ocurridos durante la primera
regencia y breve noticia de los diferentes ramos.]
Ahora, antes de proseguir en nuestra tarea, será bien que nos
detengamos a echar una ojeada sobre varias medidas que tomó la última
regencia, y sobre acaecimientos que durante su mando ocurrieron, y de
los que no hemos aún hecho memoria.
En la parte diplomática casi se habían mantenido las mismas relaciones.
Limitábanse las más importantes a las de Inglaterra, cuya potencia
había enviado en abril de ministro plenipotenciario a Sir Enrique
Wellesley, hermano del marqués y de Lord Wellington. Consistieron
las negociaciones principales en lo que se refería a subsidios, no
habiéndose empeñado aún ninguna esencial acerca de las revueltas
que iban sobreviniendo en ultramar. La Inglaterra, pronta siempre a
suministrar a España armas, municiones y vestuario, escatimaba los
socorros en dinero, y al fin los suprimió casi del todo.
Viendo que cesaban los donativos de esta clase, pensose en efectuar
empréstitos bajo la protección y garantía del mismo gobierno inglés.
La central había pedido uno de 50.000.000 de pesos que no se realizó:
la regencia, al principio, otro de 10.000.000 de libras esterlinas que
tuvo igual suerte; mas como la razón dada para la negativa por el
gabinete británico se fundó en que la suma era muy cuantiosa, rebajola
la regencia a 2.000.000. No por eso fue esta demanda en sus resultas
más afortunada que las anteriores, pues en agosto contestó el ministro
Wellesley:[*] [Sidenote: (* Ap. n. 13-9.)] «que siendo grandísimos los
subsidios que había prestado la Inglaterra a España en dinero, armas,
municiones y vestuario, a fin de que la nación británica apurada ya
de medios, siguiese prestando a la española los muchos que todavía
necesitaba para concluir la grande obra en que estaba empeñada,
parecía justo que en recíproca correspondencia franquease su gobierno
el comercio directo desde los puertos de Inglaterra con los dominios
españoles de Indias bajo un derecho de 11 por 100 sobre factura; en
el supuesto que esta libertad de comercio solo tendría lugar hasta
la conclusión de la guerra empeñada entonces con la Francia.» Don
Eusebio de Bardají, ministro de estado, respondió [mereciendo después
su réplica la aprobación del gobierno]: «que no podría este admitir
la propuesta sin concitar contra sí el odio de toda la nación, a la
que se privaría, accediendo a los deseos del gobierno británico,
del fruto de las posesiones ultramarinas, dejándola gravada con el
coste del empréstito que se hacía para su protección y defensa.» Aquí
quedaron las negociaciones de esta especie, no yendo más adelante otras
entabladas sobre subsidios.
[Sidenote: Monumento mandado erigir por las cortes a Jorge III. (* Ap.
n. 13-10.)]
Las cortes, con todo, para estrechar los vínculos entre ambas naciones,
resolvieron en 19 de noviembre [*] que «se erigiese un monumento
público al rey del reino unido de la Gran Bretaña e Irlanda, Jorge III,
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (3 de 5) - 27