Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (3 de 5) - 24

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cierto que ponía a salvo las intenciones de los diputados, pero con
tal encarecimiento que asomaba la ironía como en lo de las gracias.
Motejaba a los regentes, sus compañeros, por haberse sometido al
juramento, protestaba por su parte de lo hecho, y calificaba de nulo
y atentado el haber excluido al consejo de regencia de sancionar las
deliberaciones de las cortes; representante aquel, según entendía el
obispo, de la prerrogativa real en toda su extensión. Traslucíase,
además, el despique del prelado por habérsele admitido la renuncia, con
señales de querer llamar la atención de los pueblos y aun de excitar a
la desobediencia.
Conjetúrese la impresión que causaría en las cortes papel tan
descompuesto. Hubo vivos debates; varios diputados opinaron por
que no se tomase resolución alguna y se dejase al obispo regresar
tranquilamente a la ciudad de Orense. Inclinábanse a este dictamen
no solo los patrocinadores del ex regente, mas también algunos de
los que se distinguían por su independencia y amor a la libertad,
rehusando los últimos dispensar coronas de martirio a quien quizá las
ansiaba, por lo mismo que no habían de conferírsele. Se manifestaron,
al contrario, opuestos al prelado eclesiásticos de los nada afectos a
novedades, enojados de que se desconociese la autoridad de las cortes.
Uno de ellos, Don Manuel Ros, canónigo de Santiago de Galicia, y años
después ejemplar obispo de Tortosa, exclamó: «El obispo de Orense hase
burlado siempre de la autoridad. Prelado consentido y con fama de
santo, imagínase que todo le es lícito, y voluntarioso y terco solo
le gusta obrar a su antojo; mejor fuera que cuidase de su diócesis,
cuyas parroquias nunca visita, faltando así a las obligaciones que le
impone el episcopado; he asistido muchos años cerca de su ilustrisíma,
y conozco sus defectos como sus virtudes.»
Las cortes, adoptando un término medio entre ambos extremos,
resolvieron en 18 de octubre que el obispo de Orense hiciese en manos
del cardenal de Borbón el juramento mandado exigir, por decreto de
25 de septiembre, de todas las autoridades eclesiásticas, civiles y
militares, el cual estaba concebido bajo la misma fórmula que el del
consejo de regencia.
Los atizadores, que lo que buscaban era escándalo, alegráronse de
la decisión de las cortes con la esperanza de nuevas reyertas, y
aprovechándose de la escrupulosa conciencia del obispo, y también
de su lastimado amor propio, azuzáronle para que desobedeciese y
replicase. En su contestación renovaba el de Orense lo alegado
anteriormente, y concluía por decir que si en el sentido que las cortes
daban al decreto quería expresarse «que la nación era soberana con
el rey, desde luego prestaría S. Ilma. el juramento pedido; pero si
se entendía que la nación era soberana sin el rey, y soberana de su
mismo soberano, nunca se sometería a tal doctrina»; añadiendo: «que en
cuanto a jurar obediencia a los decretos, leyes y constitución que se
estableciese, lo haría, sin perjuicio de reclamar, representar y hacer
la oposición que de derecho cupiera a lo que creyese contrario al bien
del estado, y a la disciplina, libertad e inmunidad de la iglesia.»
He aquí entablada una discusión penosa, y en alguna de sus partes más
propia de profesores de derecho público que de estadistas y cuerpos
constituidos.
Es verdad que los gobiernos deberían andar muy detenidos en esto de
juramentos, especialmente en lo que toca a reconocer principios. Casi
siempre hasta las conciencias más timoratas hallan fácil salida a
tales compromisos. Lo que importa es exigir obediencia a la autoridad
establecida, y no juramentos de cosas abstractas que unos ignoran y
otros interpretan a su manera. En todos tiempos, y sobre todo en el
nuestro, ¿quién no ha quebrantado, aun entre las personas más augustas,
las más solemnes y más sagradas promesas? Pero las cortes obraban como
los demás gobiernos, con la diferencia, sin embargo, de que en el caso
de España, no era, repetimos, ni tan fuera de propósito ni tan ocioso
declarar que la nación era soberana. El mismo obispo de Orense había
proclamado este principio cuando se negó a ir a Bayona. Porque si la
nación, como ahora sostenía, hubiese sido soberana solo con el rey,
¿qué se hubiera hecho en caso que Fernando, concluyendo un tratado
con su opresor, y casándose con una princesa de aquella familia, se
hubiese presentado en la raya después de estipular bases opuestas a los
intereses de España? No eran sueños semejantes suposiciones, merced
para que no se verificasen al inflexible orgullo de Napoleón, pues
Fernando no estaba vaciado en el molde de la fortaleza.
Insistieron las cortes en su primera determinación, y sin convertir el
asunto en polémico, ajeno de su dignidad y cual deseaba el prelado,
mandaron a este que jurase lisa y llanamente. Hasta aquí procedieron
los diputados conformes con su anterior resolución, pero se deslizaron
en añadir que, «se abstuviese el obispo de hablar o escribir de
manera alguna sobre su modo de pensar en cuanto al reconocimiento
que se debía a las cortes.» También se le mandó que permaneciese en
Cádiz hasta nueva orden. Eran estos resabios del gobierno antiguo, y
consecuencia asimismo del derecho peculiar que daban a la autoridad
soberana, respecto al clero, las leyes vigentes del reino, derecho no
tan desmedido como a primera vista parece en países exclusivamente
católicos, en donde necesario es balancear con remedios temporales el
inmenso poder del sacerdocio y su intolerancia.
Enmarañándose más y más el asunto, empezose a convertir en judicial,
y se nombró una junta mixta de eclesiásticos y seculares, escogidos
por la regencia, para calificar las opiniones del obispo. En tanto,
diputados moderados procuraban concertar los ánimos, señaladamente D.
Antonio Oliveros, canónigo de San Isidro de Madrid, varón ilustrado,
tolerante, de bella y candorosa condición, que al efecto entabló con su
ilustrísima una correspondencia epistolar. Estuvo, sin embargo, dicho
diputado a pique de comprometerse, tratando de abusar de su sencillez
los que so capa inflamaban las humanas pasiones del pío mas orgulloso
prelado.
En fin, malográndose todas las maquinaciones, reconociendo las
provincias con entusiasmo a las cortes, no respondiendo nadie a la
especie de llamamiento que con su resistencia a jurar hizo el de
Orense, cansado este, desalentados los incitadores, y temiendo todos
las resultas del proceso que, aunque lentamente, seguía sus trámites,
amilanáronse y resolvieron no continuar adelante en su porfía.
[Sidenote: Sométese al fin el obispo.]
El prelado, sometiéndose, pasó a las cortes el 3 de febrero inmediato,
y prestó el juramento requerido sin limitación alguna. Permitiósele
en seguida volver a su diócesis, y se sobreseyó en los procedimientos
judiciales.
Tal fue el término de un negocio que, si bien importante con relación
al tiempo, no lo era ni con mucho tanto como el otro que también
se ventilaba en secreto, y que perteneciendo a las revoluciones de
América, interesaba al mundo.
Apartaríase de nuestro propósito entrar circunstanciadamente en la
narración de acontecimiento tan grave e intrincado, para lo que se
requiere diligentísimo y especial historiador.
[Sidenote: Revueltas de América. Sus causas.]
Tuvieron principio las alteraciones de América al saberse en aquellos
países la invasión de los franceses en las Andalucías, y el malhadado
deshacimiento de la junta central. Causas generales y lejanas habían
preparado aquel suceso, acelerando el estampido otras particulares e
inmediatas.
En nada han sido los extranjeros tan injustos, ni desvariado tanto,
como en lo que han escrito acerca de la dominación española en las
regiones de ultramar. A darles crédito, no parecería sino que los
excelsos y claros varones que descubrieron y sojuzgaron la América
habían solo plantado allí el pendón de Castilla para devastar la tierra
y yermar campos, ricos antes y florecientes; como si el estado de
atraso de aquellos pueblos hubiese permitido civilización muy avanzada.
Los españoles cometieron, es verdad, excesos grandes, reprensibles,
pero excesos que casi siempre acompañan a las conquistas, y que no
sobrepujaron a los que hemos visto consumarse en nuestros días por los
soldados de naciones que se precian de muy cultas.
Mas al lado de tales males no olvidaron los españoles trasladar
allende el mar los establecimientos políticos, civiles y literarios
de su patria, procurando así pulir y mejorar las costumbres y el
estado social de los pueblos indianos. Y no se oponga que entre dichos
establecimientos los había que eran perjudiciales y ominosos. Culpa
era esa de las opiniones entonces de España y de casi toda Europa; no
hubo pensamientos torcidos de los conquistadores, los cuales presumían
obrar rectamente, llevando a los países recién adquiridos todo cuanto
en su entender constituía la grandeza de la metrópoli, gigantea en era
tan portentosa.
Dilatábanse aquellas vastas posesiones por el largo espacio de 92
grados de latitud, y abrazaban entre sus más apartados establecimientos
1900 leguas. Extensión maravillosa cuando se considera que sus
habitantes obedecieron durante tres siglos a un gobierno que residía a
enorme distancia, y que estaba separado por procelosos mares.
Ascendía la población, sin contar las islas Filipinas, a 13 millones
y medio de almas, cuyo más corto número era de europeos, únicos que
estaban particularmente interesados en conservar la unión con la
madre patria. En el origen contábanse solamente dos distintas razas o
linajes, la de los conquistadores y la de los conquistados, esto es,
españoles e indios. Gozaron los primeros de los derechos y privilegios
que les correspondían, y se declaró a los segundos, conforme a las
expresiones de la recopilación de Indias, «...libres y no sujetos a
servidumbre de manera alguna.» Sabido es el tierno y compasivo afán
que por ellos tuvo la reina Doña Isabel la Católica hasta en sus
postrimeros días, encargando en su testamento «que no recibiesen
los indios agravio alguno en sus personas y bienes, y que fuesen
bien tratados.» No por eso dejaron de padecer bastante, extrañando
Solórzano que «cuanto se hacía en beneficio de los indios resultase
en perjuicio suyo»; sin advertir que el mismo cuidado de segregarlos
de las demás razas para protegerlos, excitaba a estas contra ellos, y
que el alejamiento en que vivían, bajo caciques indígenas, dificultaba
la instrucción, perpetuaba la ignorancia, y los exponía a graves
vejaciones, apartándolos del contacto de las autoridades supremas, por
lo general más imparciales.
Se multiplicó infinito en seguida la división de castas. Preséntase
como primera la de los hijos de los peninsulares nacidos en aquellos
climas de estirpe española, que se llamaron _criollos_. Vienen después
los _mestizos_, o descendientes de españoles e indios, terminándose
la enumeración por los _negros_, que se introdujeron de África, y
las diversas tintas que resultaron de su ayuntamiento con las otras
familias del linaje humano allí radicadas.
Los criollos conservaron igualdad de derechos con los españoles: lo
mismo, con cortísima diferencia, los mestizos, si eran hijos de español
y de india; mas no si el padre pertenecía a esta clase y la madre a
la otra, pues entonces quedaba la prole en la misma línea del de los
puramente indios; a los negros y sus derivados, a saber, mulatos,
zambos, etc., reputábalos la ley y la opinión inferiores a los demás,
si bien la naturaleza los había aventajado en las fuerzas físicas y
facultades intelectuales.
De los diversos linajes nacidos en ultramar, era el de los criollos el
más dispuesto a promover alteraciones. Creíase agraviado, le adornaban
conocimientos, y superaba a los demás naturales en riqueza e influjo. A
los indios, aunque numerosos e inclinados en algunas partes a suspirar
por su antigua independencia, faltábales en general cultura, y carecían
de las prendas y medios requeridos para osadas empresas. No les era
dado a los oriundos de África entrar en lid sino de auxiliadores, a lo
menos en un principio; pues la escasez de su gente en ciertos lugares,
y sobre todo el ceño que les ponían las demás clases, estorbábalos
acaudillar particular bandería.
Comenzó a mediados del siglo XVIII a crecer grandemente la América
española. Hasta entonces la forma del gobierno interior, los
reglamentos de comercio y otras trabas habían retardado que se
descogiese su prosperidad con la debida extensión.
Bajo los diversos títulos de virreyes, capitanes generales y
gobernadores, ejercían el poder supremo jefes militares, quienes solo
eran responsables de su conducta al rey y al consejo de Indias que
residía en Madrid. Contrapesaban su autoridad las audiencias, que,
además de desempeñar la parte judicial, se mezclaban, con el nombre de
acuerdo, en lo gubernativo, y aconsejaban a los virreyes o les sugerían
las medidas que tenían por convenientes. No hubo en esto alteración
sustancial, fuera de que en ciertas provincias, como en Buenos Aires,
se crearon capitanías generales o virreinatos independientes, en gran
beneficio de los moradores, que antes se veían obligados a acudir para
muchos negocios a grandes distancias.
En la administración de justicia, después de las audiencias, que eran
los tribunales supremos, y de las que también en determinados casos
se recurría al consejo de Indias, venían los alcaldes mayores y los
ordinarios, a la manera de España, los cuales ejercían respectivamente
su autoridad, ya en lo judicial, ya en lo económico, presidiendo a
los ayuntamientos, cuerpos que se hallaban establecidos en los mismos
términos que los de la península, con sus defectos y ventajas.
Los alcaldes mayores, al tiempo de empuñar la vara, practicaban una
costumbre abusiva y ruinosa; pues so pretexto de que los indígenas
necesitaban para trabajar de especial aguijón, ponían por obra lo
que se llamaba _repartimientos_. Palabra de mal significado, y que
expresaba una entrega de mercadurías que el alcalde mayor hacía a cada
indio para su propio uso y el de su familia, a precios exorbitantes.
Dábanse los géneros al fiado y a pagar dentro de un año en productos
de la agricultura del país, estimados según el antojo de los alcaldes,
quienes, jueces y parte en el asunto, cometían molestas vejaciones,
saliendo en general muy ricos al cumplirse los cinco años de su
magistratura, señaladamente en los distritos en que se cosechaba grana.
Don José de Gálvez, después marqués de Sonora, que de cerca había
palpado los perjuicios de tamaño escándalo, luego que se le confió, en
el reinado de Carlos III, el ministerio general de Indias, abolió los
repartimientos y las alcaldías mayores, sustituyendo a esta autoridad
la de las intendencias de provincia y subdelegación de partido, mejora
de gran cuantía en la administración americana, y contra la que, sin
embargo, exclamaron poderosamente las corporaciones más desinteresadas
del país, afirmando que sin la coerción se echaría a vaguear el indio
en menoscabo de la utilidad pública y privada, así como de las buenas
costumbres. Juicio errado nacido de preocupación arraigada, lo que en
breve manifestó la experiencia.
Creados los intendentes, ganó también mucho el ramo de hacienda. Antes,
oficiales reales, por sí o por medio de comisionados, recaudaban las
contribuciones, entendiéndose con el superintendente general, que
residía lejos de la capital de los gobiernos respectivos. Fijado
ahora en cada provincia un intendente, creció la vigilancia sobre los
partidos, de donde los subdelegados y oficiales reales tenían que
enviar con puntualidad a sus jefes las sumas percibidas y estados
individuales de cuenta y razón, asegurando, además, por medio de
fianzas el bueno y fiel desempeño de sus cargos. Con semejantes
precauciones tomaron las rentas increíble aumento.
Eran las contribuciones en menor número, y no tan gravosas como las de
España. Pagábase la alcabala de todo lo que se introducía y vendía, el
10 por 100 de la plata y el 5 del oro que se sacaba de las minas, con
algunos otros impuestos menos notables. El conocido bajo el nombre de
_tributo_ recaía solo sobre los indios, en compensación de la alcabala
de que estaban exentos: era una capitación en dinero, pesada en sí
misma y de cobranza muy arbitraria.
Al tiempo de formar las intendencias, hízose una división de territorio
que no poco coadyuvó al bienestar de los naturales. Y del mismo
modo que con la cercanía de magistrados respetables se había puesto
mayor orden en el ramo de contribuciones, así también con ella se
introdujeron otras saludables reformas. Desde luego rigiéronse con
mayor fidelidad los fondos de propios; hubo esmero en la policía y
ornato de los pueblos, se administró la justicia sin tanto retraso y
más imparcialmente; y por fin se extinguió el pernicioso influjo de los
partidos, terrible azote, y causador allí de riñas y ruidosos pleitos.
Con haber perfeccionado de este modo la gobernación interior, se dio
gran paso para la prosperidad americana.
Aviváronla también los adelantamientos que se hicieron en la
instrucción pública. Ya cuando la conquista empezaron a propagarse las
escuelas de primeras letras y los colegios, fundándose universidades
en varias capitales. Y si no se siguieron los mejores métodos, ni
se enseñaron las ciencias y doctrinas que más hubiera convenido,
dolencia fue común a España, de que se lamentaban los hombres de
ingenio y doctos que en todos tiempos honraron a nuestra patria.
Pero luego que en la península profesores hábiles dieron señales de
desterrar vergonzosos errores, y de modificar en cuanto podían rancios
estatutos, lo propio hicieron otros en América, particularmente en las
universidades de Lima y Santa Fe. Tampoco el gobierno español en muchos
casos se mostró hosco a las luces del siglo. Diéronse en ultramar,
como en España, ensanches al saber, y aun allí se erigieron escuelas
especiales: fue la más célebre el colegio de minería de Méjico, sobre
el pie del de Freiberg de Sajonia, teniendo al frente maestros que
habían cursado en Alemania, y los cuales perfeccionaron el estudio de
las ciencias exactas y naturales, sobre todo el de la mineralogía,
provechoso y necesario en un país tan abundante de metales preciosos.
Deplorable legislación se adoptó desde el descubrimiento para el
comercio externo, mantenida en vigor hasta mediados del siglo
XVIII. Porque, además de solo permitirse por ella el tráfico con
la metrópoli [falta en que incurrieron todos los otros estados de
Europa], circunscribiose también a los únicos puertos de Sevilla
primero, y después de Cádiz, adonde venían y de donde partían las
flotas y galeones en determinada estación del año; sistema que privaba
al norte y levante de España y a varias provincias americanas de
comerciar directamente entre sí, cortando el vuelo a la prosperidad
mercantil, sin que por eso se remontase, cual debiera, la de las
ciudades privilegiadas. Carlos V había pensado extender a los puertos
principales de las otras costas la facultad del libre y directo
tráfico; pero obligado a condescender con los deseos de compañías de
genoveses y otros extranjeros avecindados en Sevilla, cuyas casas le
anticipaban dinero para las empresas y guerras de afuera, suspendió
resolución tan sabia, despojando así a la periferia de la península de
los beneficios que le hubieran acarreado los nuevos descubrimientos.
Felipe II y sus sucesores hallaron las arcas reales en idéntica o
mayor penuria que Carlos, y con desafición a innovar reglas ya
más arraigadas, pretextaron igualmente, para conservar estas, el
aparecimiento de los filibusteros, como si convoyes que navegaban en
invariables tiempos, con rumbo a puntos fijos, no facilitasen las
acometidas y rapiñas de aquellos audaces y numerosos piratas.
Diose traza de modificar legislación tan perjudicial en los reinados
de Fernando VI y Carlos III, aprobándose al intento y sucesivamente
diferentes reglamentos que acabaron de completarse en 1789. Permitiose
por ellos el comercio de América desde diversos puertos y con todas
las costas de la península, siempre que fuesen súbditos, los que lo
hiciesen, de la corona de España. Tan rápidamente creció el tráfico
que se dobló en pocos años, esparciéndose las ganancias por las varias
provincias de ambos hemisferios.
Con tales mejoras de administración y el aumento de riqueza,
enrobustecíanse las regiones de ultramar, y se iban preparando a
caminar solas y sin los andadores del gobierno español. No obstante
eso, el vínculo que las unía era todavía fuerte y muy estrecho.
Otras causas concurrieron a aflojarle paulatinamente. Debe
contarse entre las principales la revolución de los Estados Unidos
anglo-americanos. Jefferson en sus cartas asevera que ya entonces
dieron pasos los criollos españoles para lograr su independencia. Si
fue así, debieron provenir tales gestiones de particulares proyectos,
no de la mayoría de la población ni de sus corporaciones adictas a la
metrópoli con inveterados y apegados hábitos. Incurrió en error grave
la corte de Madrid en favorecer la cansa anglo-americana, mayormente
cuando no la impelían a ello filantrópicos pensamientos, sino personal
pique de Carlos III contra los ingleses, y consecuencias del desastrado
pacto de familia. Diose de ese modo un punto en que con el tiempo se
había de apoyar la palanca destinada a levantar los otros pueblos del
continente americano. Lo preveía el ilustre conde de Aranda cuando,
precisado a firmar el tratado de Versalles, aconsejó que se enviasen a
aquellas provincias infantes de España, quienes al menos mantuviesen
con su presencia y dominación, las relaciones mercantiles y de buena
amistad en que se interesaban la prosperidad y riqueza peninsulares.
Tras lo acaecido en las márgenes del Delaware, sobrevino la revolución
francesa, estímulo nuevo de independencia, sembrando en América
como en Europa ideas de libertad y desasosiego. Hasta entonces los
alborotos ocurridos habían sido parciales, y nacidos solo de tropelías
individuales o de vejaciones en algunas comarcas. Graves aparecieron
las turbulencias del Perú, acaudilladas por Tupac Amaru; mas como
los indios que tomaron parte cometieron grandes crueldades, lo mismo
con criollos que con españoles, obligaron a unos y a otros a unirse
para sofocar insurrecciones difíciles de cuajar sin su participación.
Quiso conmoverse Caracas en 1796, luego que se encendió la guerra con
los ingleses. Pero aun entonces fueron principales promovedores el
español Picornel y el general Miranda, forasteros ambos, por decirlo
así, en el país. Pues el primero, corazón ardiente y comprometido en
la conspiración tramada en Madrid en 1795 contra el poder absoluto,
hijo de Mallorca, no conocía bastantemente la tierra; y el segundo,
aunque nacido en Venezuela, ausente años de allí, y general de la
república francesa, amamantado con sus doctrinas, tenía ya estas más
presentes que la situación y preocupaciones de su primitiva patria.
Por consiguiente se malogró la empresa intentada, permaneciendo aún
muy hondas las raíces del dominio español para que se las pudiera
arrancar de un solo y primer golpe. Mr. de Humboldt, nada desafecto a
la independencia americana, confiesa «que las ideas que tenían en las
provincias de Nueva España acerca de la metrópoli eran enteramente
distintas de las que manifestaban las personas que en la ciudad de
Méjico se habían formado por libros franceses e ingleses.»
Requeríase, pues, algún nuevo suceso, grande, extraordinario, que
tocara inmediatamente a las Américas y a España, para romper los lazos
que unían a entrambas, no bastando a efectuar semejante acontecimiento
ni lo apartado y vasto de aquellos países, ni la diversidad de castas y
sus pretensiones, ni las fuerzas y riqueza, que cada día se aumentaban,
ni el ejemplo de los Estados Unidos, ni tampoco los terribles y más
recientes que ofrecía la Francia; cosas todas que colocamos entre las
causas generales y lejanas de la independencia americana, empezando
las particulares y más próximas en las revueltas y asombros que se
agolparon en el año de 1808.
En un principio, y al hundirse el trono de los Borbones, manifestaron
todas las regiones de ultramar en favor de la causa de España verdadero
entusiasmo, conteniéndose, a su vista, los pocos que anhelaban
mudanzas. Vimos en su lugar la irritación que produjeron allí las
miserias de Bayona, la adhesión mostrada a las juntas de provincia y a
la central, los donativos, en fin, y los recursos que con larga mano
se suministraron a los hermanos de Europa. Mas, apaciguado el primer
hervor, y sucediendo en la península desgracias tras de desgracias,
cambiose poco a poco la opinión, y se sintieron rebullir los deseos
de independencia, particularmente entre la mocedad criolla de la
clase media y el clero inferior. Fomentaron aquella inclinación los
ingleses, temerosos de la caída de España; fomentáronla los franceses
y emisarios de José, aunque en otro sentido y con intento de apartar
aquellos países del gobierno de Sevilla y Cádiz, que apellidaban
insurreccional; fomentáronla los anglo-americanos, especialmente en
Méjico; fomentáronla, por último, en el Río de la Plata los emisarios
de la infanta Doña Carlota, residente en el Brasil, cuyo gobierno,
independiente de Europa, no era para la América meridional de mejor
ejemplo que lo había sido para la septentrional la separación de los
Estados Unidos.
A tantos embates necesario era que cediese y empezase a crujir el
edificio levantado por los españoles más allá de los mares, cuya
fábrica hubo de ser bien sólida y compacta para que no se resquebrajase
antes y viniese al suelo.
Contrarrestar tamaños esfuerzos parecía dificultoso, si no imposible,
abrumado el reino bajo el peso de una guerra desoladora y exhausto
de recursos. La junta central, no obstante, hubiera quizá podido
tomar providencias que sostuviesen por más tiempo la dominación
peninsular. Limitose a hacer declaraciones de igualdad de derechos, y
omitió medidas más importantes. Tales hubieran sido, en concepto de
los inteligentes, mejorar la suerte de las clases menesterosas con
repartimiento de tierras; halagar más de lo que se hizo la ambición de
los pudientes y principales criollos con honores y distinciones, a que
eran muy inclinados; reforzar con tropa algunos puntos, pues hombres
no escaseaban en España, y el soldado mediano acá era para allá muy
aventajado, y finalmente, enviar jefes firmes, prudentes y de conocida
probidad. Y ora fueran las circunstancias, ora descuido, no pensó la
central como debiera en materia de tanta gravedad, y al disolverse,
contenta con haber hecho promesas, dejó la América trabajada ya de mil
modos, con las mismas instituciones, desatendidas las clases pobres y
al frente autoridades por lo general débiles e incapaces, y sospechadas
algunas de connivencia con los independientes.
Verificose el primer estallido sin convenio anterior entre las diversas
partes de la América, siendo difíciles las comunicaciones y no estando
entonces extendidas ni arregladas las sociedades secretas, que después
tanto influjo tuvieron en aquellos sucesos. El movimiento rompió por
Caracas, tierra acostumbrada a conjuraciones; y rompió, según ya
insinuamos, al llegar la noticia de la pérdida de las Andalucías y
dispersión de la junta central.
[Sidenote: Levantamiento de Venezuela.]
El 19 de abril de 1810 apareció amotinado el pueblo de aquella ciudad,
capital de Venezuela, al que se unió la tropa; y el cabildo, o sea
ayuntamiento, agregando a su seno otros individuos, erigiose en junta
suprema, mientras que conforme anunció, se convocaba un congreso. El
capitán general, Don Vicente Emparan, sobrecogido y hombre de ánimo
cuitado, no opuso resistencia alguna, y en breve desposeyéronle y le
embarcaron en La Guaira con la audiencia y principales autoridades
españolas. Siguieron el impulso de Caracas las otras provincias de
Venezuela, excepto el partido de Coro y Maracaibo, en cuya ciudad
mantuvo la tranquilidad y buen orden la firmeza del gobernador Don
Fernando Miyares.
El haberse en Caracas unido la tropa al pueblo decidió la querella
en favor de los amotinados. Ayudaba mucho, para la determinación del
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