Verdadera historia de los sucesos de la conquista de la Nueva-España (2 de 3) - 05

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Diego de Ordás, que fuese con cuatrocientos soldados, y entre ellos,
los más ballesteros y escopeteros y algunos de á caballo, é que mirase
qué era aquello que decia el soldado que habia venido herido y trajo
las nuevas; é que si viese que sin guerra y ruido se pudiese apaciguar,
lo pacificase; y como fué el Diego de Ordás de la manera que le fué
mandado, con sus cuatrocientos soldados, aún no hubo bien llegado á
media calle por donde iba, cuando le salen tantos escuadrones mejicanos
de guerra y otros muchos que estaban en las azuteas, y les dieron
tan grandes combates, que le mataron á las primeras arremetidas ocho
soldados, y á todos los más hirieron, y al mismo Diego de Ordás le
dieron tres heridas.
Por manera que no pudo pasar un paso adelante, sino volverse poco á
poco al aposento; y al retraer le mataron otro buen soldado, que se
decia Lezcano, que con un montante habia hecho cosas de muy esforzado
varon; y en aquel instante si muchos escuadrones salieron al Diego de
Ordás, muchos más vinieron á nuestros aposentos, y tiran tanta vara
y piedra con hondas y flechas, que nos hirieron de aquella vez sobre
cuarenta y seis de los nuestros, y doce murieron de las heridas.
Y estaban tanto sobre nosotros, que el Diego de Ordás, que se venia
retrayendo, no podia llegar á los aposentos por la mucha guerra que les
daban, unos por detrás y otros por delante y otros desde las azuteas.
Pues quizá aprovechaban mucho nuestros tiros y escopetas, ni ballestas
ni lanzas, ni estocadas que les dábamos, ni nuestro buen pelear; que,
aunque les matábamos y heriamos muchos dellos, por las puntas de las
picas y lanzas se nos metian; con todo esto, cerraban sus escuadrones y
no perdian punto de su buen pelear, ni les podiamos apartar de nosotros.
Y en fin, con los tiros y escopetas y ballestas, y el mal que les
haciamos de estocadas, tuvo lugar el Ordás de entrar en el aposento;
que hasta entónces, aunque queria, no podia pasar; y con sus soldados
bien heridos y veinte y tres ménos, y todavía no cesaban muchos
escuadrones de nos dar guerra y decirnos que éramos como mujeres, y nos
llamaban de bellacos y otros vituperios.
Y aun no ha sido nada todo el daño que nos han hecho hasta ahora, á lo
que despues hicieron.
Y es, que tuvieron tanto atrevimiento, que, unos dándonos guerra por
una parte y otros por otra, entraron á ponernos fuego en nuestros
aposentos, que no nos podiamos valer con el humo y fuego, hasta que se
puso remedio en derrocar sobre él mucha tierra y atajar otras salas
por donde venia el fuego, que verdaderamente allí dentro creyeron de
nos quemar vivos; y duraron estos combates todo el dia y aun la noche,
y aun de noche estaban sobre nosotros tantos escuadrones, y tiraban
varas y piedras y flechas á bulto y piedra perdida, que entónces
estaban todos aquellos patios y suelos hechos parvas dellos.
Pues nosotros aquella noche en curar heridos, y en poner remedio en los
portillos que habian hecho y en apercibirnos para otro dia, en esto se
pasó.
Pues desque amaneció, acordó nuestro capitan que con todos los nuestros
y los de Narvaez saliésemos á pelear con ellos, y que llevásemos tiros,
y escopetas y ballestas, y procurásemos de los vencer, á lo ménos que
sintiesen más nuestras fuerzas y esfuerzo mejor que el dia pasado.
Y digo que si nosotros teniamos hecho aquel concierto, que los
mejicanos tenian concertado lo mismo, y peleábamos muy bien; mas ellos
estaban tan fuertes y tenian tantos escuadrones, que se mudaban de
rato en rato, que aunque estuvieren allí diez mil Hétores troyanos y
otros tantos Roldanes, no les pudieran entrar; porque sabello ahora
yo aquí decir cómo pasó, y vimos este teson en el pelear, digo que
no lo sé escribir; porque ni aprovechaban tiros, ni escopetas, ni
ballestas, ni apechugar con ellos, ni matalles treinta ni cuarenta de
cada vez que arremetiamos; que tan enteros y con más vigor peleaban
que al principio; y si algunas veces les íbamos ganando alguna poca de
tierra ó parte de calle, y hacian que se retraian, era para que les
siguiésemos, por apartarnos de nuestra fuerza y aposento, para dar más
á su salvo en nosotros, creyendo que no volveriamos con las vidas á los
aposentos; porque al retraernos hacian mucho mal.
Pues para pasar á quemalles las casas, ya he dicho en el capítulo que
dello habla, que de casa á casa tenian una puente de madera levadiza,
alzábanla, y no podiamos pasar sino por agua muy honda.
Pues desde las azuteas, los cantos, y piedras, y varas no lo podiamos
sufrir.
Por manera que nos maltrataban y herian muchos de los nuestros, é
no sé yo para qué lo escribo así tan tibiamente; porque unos tres ó
cuatro soldados que se habian hallado en Italia, que allí estaban con
nosotros, juraron muchas veces á Dios que guerras tan bravosas jamás
habian visto en algunas que se habian hallado entre cristianos, y
contra la artillería del Rey de Francia ni del Gran Turco, ni gente
como aquellos indios con tanto ánimo cerrar los escuadrones vieron;
y porque decian otras muchas cosas y causas que daban á ello, como
adelante verán.
Y quedarse ha aquí, y diré cómo con harto trabajo nos retrujimos á
nuestros aposentos, y todavía muchos escuadrones de guerreros sobre
nosotros con grandes gritos é silbos, y trompetillas y atambores,
llamándonos de bellacos y para poco, que no sabiamos atendelles todo
el dia en batalla, sino volvernos retrayendo.
Aquel dia mataron diez ó doce soldados, y todos volvimos bien heridos;
y lo que pasó de la noche fué en concertar para que de ahí á dos dias
saliésemos todos los soldados cuantos sanos habia en todo el real, y
con cuatro ingenios á manera de torres, que se hicieron de madera bien
recios, en que pudiesen ir debajo de cualquiera dellos veinte y cinco
hombres; y llevaban sus ventanillas en ellos para ir los tiros, y
tambien iban escopeteros y ballesteros, y junto con ellos habiamos de
ir otros soldados escopeteros, y ballesteros, y los tiros, y todos los
demás de á caballo hacer algunas arremetidas.
Y hecho este concierto, como estuvimos aquel dia que entendiamos en la
obra y fortalecer muchos portillos que nos tenian hechos, no salimos
á pelear aquel dia; no sé cómo lo diga, los grandes escuadrones de
guerreros que nos vinieron á los aposentos á dar guerra, no solamente
por diez ó doce partes, sino por más de veinte; porque en todo
estábamos repartidos, y otros en muchas partes; y entre tanto que los
adobábamos y fortaleciamos, como dicho tengo, otros muchos escuadrones
procuraron entrarnos los aposentos á escala vista, que por tiros ni
ballestas ni escopetas, ni por muchas arremetidas y estocadas les
podian retraer.
Pues lo que decian, que en aquel dia no habia de quedar ninguno de
nosotros, y que habian de sacrificar á sus dioses nuestros corazones
y sangre, y con las piernas y brazos, que bien tendrian para hacer
hartazgas y fiestas; y que los cuerpos echarian á los tigres y leones y
víboras y culebras que tienen encerrados, que se harten dellos; é que
á aquel efecto há dos dias que mandaron que no les diesen de comer;
y que el oro que teniamos, que habriamos mal gozo dél y de todas las
mantas; y á los de Tlascala que con nosotros estaban les decian que les
meterian en jaulas á engordar, y que poco á poco harian sus sacrificios
con sus cuerpos.
Y muy afectuosamente decian que les diésemos su gran señor Montezuma,
y decian otras cosas; y de noche asimismo siempre silbos y voces, y
rociadas de vara y piedra y flecha; y cuando amaneció, despues de nos
encomendar á Dios, salimos de nuestros aposentos con nuestras torres,
que me parece á mí que en otras partes donde me he hallado en guerras
en cosas que han sido menester, las llaman buros y mantas; y con los
tiros y escopetas y ballestas delante, y los de á caballo haciendo
algunas arremetidas; é como he dicho, aunque les matábamos muchos
dellos, no aprovechaba cosa para les hacer volver las espaldas, sino
que si siempre muy bravamente habian peleado los doce dias pasados,
muy más fuertes con mayores fuerzas y escuadrones estaban este dia; y
todavía determinamos que, aunque á todos costase la vida, de ir con
nuestras torres é ingenios hasta el gran cu del Huichilóbos.
No digo por extenso los grandes combates que en una casa fuerte nos
dieron, ni diré cómo á los caballos los herian ni nos aprovechábamos
dellos; porque, aunque arremetian á los escuadrones para rompellos,
tirábanles tanta flecha y vara y piedra, que no se podian valer, por
bien armados que estaban; y si los iban alcanzando, luego se dejaban
caer los mejicanos á su salvo en las acequias y laguna, donde tenian
hechos otros reparos para los de á caballo; y estaban otros muchos
indios con lanzas muy largas para acabar de matarlos; así que no
aprovechaba cosa ninguna dellos.
Pues apartarnos á quemar ni á deshacer ninguna casa, era por demás;
porque, como he dicho, están todas en el agua, y de casa á casa una
puente levadiza; pasalla á nado era cosa muy peligrosa, porque desde
las azuteas tiraban tanta piedra y cantos, que era cosa perdida
ponernos en ello.
Y demás desto, en algunas casas que les poniamos fuego tardaba una casa
á se quemar todo un dia entero, y no se podia pegar fuego de una casa
á otra, lo uno por estar apartadas la una de otra, el agua en medio, y
lo otro por ser de azuteas; así que eran por demás nuestros trabajos en
aventurar nuestras personas en aquello.
Por manera que fuimos al gran cu de sus ídolos, y luego de repente
suben en él más de cuatro mil mejicanos, sin otras capitanías que
en ellos estaban, con grandes lanzas y piedra y vara, y se ponen en
defensa, y nos resistieron la subida un buen rato, que no bastaban las
torres ni los tiros ni ballestas ni escopetas, ni los de á caballo;
porque, aunque querian arremeter los caballos, habia unas losas muy
grandes, empedrado todo el patio, que se iban á los caballos los piés y
manos; y eran tan lisas, que caian; é como desde las gradas del alto cu
nos defendian el paso, é á un lado é otro teniamos tantos contrarios,
aunque nuestros tiros llevaban diez ó quince dellos, é á estocadas y
arremetidas matábamos otros muchos, cargaba tanta gente, que no les
podiamos subir al alto cu, y con gran concierto tornamos á porfiar sin
llevar las torres, porque ya estaban desbaratadas, y les subimos arriba.
Aquí se mostró Cortés muy varon, como siempre lo fué.
¡Oh qué pelear y fuerte batalla que aquí tuvimos! Era cosa de notar
vernos á todos corriendo sangre y llenos de heridas, é más de cuarenta
soldados muertos.
É quiso nuestro Señor que llegamos adonde soliamos tener la imágen de
Nuestra Señora, y no la hallamos; que pareció, segun supimos, que el
gran Montezuma tenia ó devocion en ella ó miedo, y la mandó guardar;
y pusimos fuego á sus ídolos, y se quemó un pedazo de la sala con los
ídolos Huichilóbos y Tezcatepuca.
Entónces nos ayudaron muy bien los tlascaltecas.
Pues ya hecho esto, estando que estábamos unos peleando y otros
poniendo el fuego, como dicho tengo, ver los papas que estaban en este
gran cu y sobre tres ó cuatro mil indios, todos principales, y que
nos bajábamos, cuál nos hacian venir rodando seis gradas y aun diez
abajo, y hay tanto que decir de otros escuadrones que estaban en los
petriles y concavidades del gran cu, tirándonos tantas varas y flechas,
que así á unos escuadrones como á los otros no podiamos hacer cara
ni sustentarnos; acordamos, con mucho trabajo y riesgo de nuestras
personas, de nos volver á nuestros aposentos, los castillos deshechos
y todos heridos, y muertos cuarenta y seis, y los indios siempre
apretándonos, y otros escuadrones por las espaldas, que quien nos vió,
aunque aquí más claro lo diga, yo no lo sé significar; pues aun no digo
lo que hicieron los escuadrones mejicanos, que estaban dando guerra en
los aposentos en tanto que andábamos fuera, y la gran porfía y teson
que ponian de les entrar á quemallos.
En esta batalla prendimos dos papas principales, que Cortés nos mandó
que los llevasen á buen recaudo.
Muchas veces he visto pintada entre los mejicanos y tlascaltecas esta
batalla y subida que hicimos en este gran cu; y tiénenlo por cosa muy
heróica, que aunque nos pintan á todos nosotros muy heridos corriendo
sangre, y muchos muertos en retratos que tienen dello hechos, en mucho
lo tienen esto de poner fuego al cu y estar tanto guerrero guardándolo
en los petriles y concavidades, y otros muchos indios abajo en el suelo
y patios llenos, y en los lados otros muchos, y deshechas nuestras
torres, cómo fué posible subille.
Dejemos de hablar dello, y digamos cómo con gran trabajo tornamos á
los aposentos; y si mucha gente nos fueron siguiendo y dando guerra,
otros muchos estaban en los aposentos, que ya les tenian derrocadas
unas paredes para entralles; y con nuestra llegada cesaron, mas no de
manera que en todo lo que quedó del dia dejaban de tirar vara y piedra
y flecha, y en la noche grita y piedra y vara.
Dejemos de su gran teson y porfía que siempre á la continua tenian de
estar sobre nosotros, como he dicho; é digamos que aquella noche se nos
fué en curar heridos y enterrar los muertos, y en aderezar para salir
otro dia á pelear, y en poner fuerzas y mamparos á las paredes que
habian derrocado é á otros portillos que habian hecho, y tomar consejo
cómo y de qué manera podriamos pelear sin que recibiésemos tantos daños
ni muertos; y en todo lo que platicamos no hallábamos remedio ninguno.
Pues tambien quiero decir las maldiciones que los de Narvaez echaban á
Cortés, y las palabras que decian, que renegaban dél y de la tierra, y
aun de Diego Velazquez, que acá les envió; que bien pacíficos estaban
en sus casas en la isla de Cuba; y estaban embelesados y sin sentido.
Volvamos á nuestra plática, que fué acordado de demandalles paces para
salir de Méjico; y desque amaneció y vienen muchos más escuadrones de
guerreros, y muy de hecho nos cercan por todas partes los aposentos;
y si mucha piedra y flecha tiraban de ántes, mucho más espesas y con
mayores alaridos y silbos vinieron este dia; y otros escuadrones por
otras partes procuraban de nos entrar, que no aprovechaban tiros ni
escopetas, aunque les hacian harto mal.
Y viendo todo esto, acordó Cortés que el gran Montezuma les hablase
desde una azutea, y les dijesen que cesasen las guerras y que nos
queriamos ir de su ciudad; y cuando al gran Montezuma se lo fueron á
decir de parte de Cortés, dicen que dijo con gran dolor:
—«¿Qué quiere de mí ya Malinche? Que yo no deseo vivir ni oille, pues
en tal estado por su causa mi ventura me ha traido.»
Y no quiso venir; y aun dicen que dijo que ya no le querian ver ni oir
á él ni á sus falsas palabras ni promesas y mentiras; y fué el padre de
la Merced y Cristóbal de Olí, y le hablaron con mucho acato y palabras
muy amorosas.
Y díjoles el Montezuma:
—«Yo tengo creido que no aprovecharé cosa ninguna para que cese la
guerra, porque ya tienen alzado otro señor, y han propuesto de no os
dejar salir de aquí con la vida; y así creo que todos vosotros habeis
de morir en esta ciudad.»
Y volvamos á decir de los grandes combates que nos daban, que Montezuma
se puso á un petril de una azutea con muchos de nuestros soldados que
le guardaban, y les comenzó á hablar á los suyos con palabras muy
amorosas, que dejasen la guerra, que nos iriamos de Méjico; y muchos
principales mejicanos y capitanes bien le conocieron, y luego mandaron
que callasen sus gentes y no tirasen varas ni piedras ni flechas, y
cuatro dellos se allegaron en parte que Montezuma les podia hablar, y
ellos á él, y llorando le dijeron:
—«¡Oh señor, é nuestro gran señor, y cómo nos pesa de todo vuestro mal
y daño, y de vuestros hijos y parientes! Hacemos os saber que ya hemos
levantado á un vuestro primo por señor.»
Y allí le nombró cómo se llamaba, que se decia Coadlauaca, señor de
Iztapalapa, que no fué Guatemuz, el cual desde á dos meses fué señor.
Y más dijeron, que la guerra que la habian de acabar, y que tenian
prometido á sus ídolos de no lo dejar hasta que todos nosotros
muriésemos; y que rogaban cada dia á su Huichilóbos y á Tezcatepuca
que le guardase libre y sano de nuestro poder, é como saliese como
deseaban, que no lo dejarian de tener muy mejor que de ántes por señor,
y que les perdonase.
Y no hubieron bien acabado el razonamiento, cuando en aquella sazon
tiran tanta piedra y vara, que los nuestros le arrodelaban; y como
vieron que entre tanto que hablaba con ellos no daban guerra, se
descuidaron un momento del rodelar, y le dieron tres pedradas é un
flechazo, una en la cabeza y otra en un brazo y otra en una pierna; y
puesto que le rogaban que se curase y comiese, y le decian sobre ello
buenas palabras, no quiso; ántes cuando no nos catamos, vinieron á
decir que era muerto, y Cortés lloró por él, y todos nuestros capitanes
y soldados: é hombres hubo entre nosotros, de los que le conociamos y
tratábamos, que tan llorado fué como si fuera nuestro padre; y no nos
hemos de maravillar dello viendo que tan bueno era; y decian que habia
diez y siete años que reinaba, y que fué el mejor Rey que en Méjico
habia habido, y que por su persona habia vencido tres desafios que tuvo
sobre las tierras que sojuzgó.


CAPÍTULO CXXVII.
DESQUE FUÉ MUERTO EL GRAN MONTEZUMA, ACORDÓ CORTÉS DE HACELLO SABER Á
SUS CAPITANES Y PRINCIPALES QUE NOS DAN GUERRA, Y LO QUE MÁS SOBRE ELLO
PASÓ.

Pues como vimos á Montezuma que se habia muerto, ya he dicho la
tristeza que todos nosotros hubimos por ello, y aun al fraile de
la Merced, que siempre estaba con él, y no le pudo atraer á que se
volviese cristiano; y el fraile le dijo que creyese que de aquellas
heridas moriria, á que él respondia que él debia de mandar que le
pusiesen alguna cosa.
En fin de más razones, mandó Cortés á un papa é á un principal de los
que estaban presos, que soltamos que fuesen á decir al cacique que
alzaron por señor, que se decia Coadlauaca, y á sus capitanes, cómo
el gran Montezuma era muerto, y que ellos lo vieron morir, y de la
manera que murió, y heridas que le dieron los suyos, y dijesen cómo
á todos nos pesaba dello, y que lo enterrasen como gran Rey que era,
y que alzasen á su primo del Montezuma que con nosotros estaba, por
Rey, pues le pertenecia de heredar, ó á otros sus hijos; é que al que
habian alzado por señor que no le venia por derecho, é que tratasen
paces para salirnos de Méjico; que si no lo hacian ahora que era
muerto Montezuma, á quien teniamos respeto, y que por su causa no les
destruiamos su ciudad, que saldriamos á dalles guerra y á quemalles
todas las casas, y les hariamos mucho mal; y porque lo viesen cómo era
muerto el Montezuma, mandó á seis mejicanos muy principales y los más
papas que teniamos presos que lo sacasen á cuestas y lo entregasen á
los capitanes mejicanos, y les dijesen lo que Montezuma mandó al tiempo
que se queria morir, que aquellos que llevaron á cuestas se hallaron
presentes á su muerte: y dijeron al Coadlauaca toda la verdad, cómo
ellos propios le mataron de tres pedradas y un flechazo; y cuando así
le vieron muerto, vimos que hicieron muy gran llanto, que bien oimos
las gritas y aullidos que por él daban; y aun con todo esto no cesó la
gran batería que siempre nos daban, que era sobre nosotros de vara y
piedra y flecha, y luego la comenzaron muy mayor, y con gran braveza
nos decian:
—«Ahora pagareis muy de verdad la muerte de nuestro Rey y el deshonor
de nuestros ídolos; y las paces que nos enviais á pedir, salid acá, y
concertaremos cómo y de qué manera han de ser.»
Y decian tantas palabras sobre ello, y de otras cosas que ya no se
me acuerda, y las dejaré aquí de decir, y que ya tenian elegido buen
Rey, y que no era de corazon tan flaco, que le podais engañar con
palabras falsas, como fué al buen Montezuma; y del enterramiento,
que no tuviesen cuidado, sino de nuestras vidas, que en dos dias no
quedarian ningunos de nosotros, para que tales cosas enviemos á decir;
y con estas pláticas muy grandes gritas y silbos, y rociadas de piedra,
vara y flecha, y otros muchos escuadrones todavía procurando de poner
fuego á muchas partes de nuestros aposentos; y como aquello vió Cortés
y todos nosotros, acordamos que para otro dia saliésemos del real, y
diésemos guerra por otra parte, adonde habia muchas casas en tierra
firme, y que hiciésemos todo el mal que pudiésemos, y fuésemos hácia
la calzada, y que todos los de á caballo rompiesen con los escuadrones
y los alanceasen ó echasen en la laguna, y aunque les matasen los
caballos; y esto se ordenó para ver si por ventura con el daño y muerte
que les hiciésemos cesaria la guerra y se trataria alguna manera de
paz para salir libres sin más muertes y daños.
Y puesto que otro dia lo hicimos todos muy varonilmente, y matamos
muchos contrarios y se quemaron obra de veinte casas, y fuimos hasta
cerca de tierra firme, todo fué nonada para el gran daño y muertes de
más de veinte soldados, y heridas que nos dieron; y no pudimos ganalles
ninguna puente, porque todas estaban medio quebradas, y cargaron muchos
mejicanos sobre nosotros, y tenian puestas albarradas y mamparos en
parte adonde conocian que podian alcanzar los caballos.
Por manera que, si muchos trabajos teniamos hasta allí, muchos mayores
tuvimos adelante.
Y dejallo hé aquí, y volvamos á decir cómo acordamos de salir de Méjico.
En esta entrada y salida que hicimos con los de á caballo, que era
un juéves, acuérdome que iba allí Sandoval y Lares el buen jinete,
y Gonzalo Dominguez, Juan Velazquez de Leon y Francisco de Morla, y
otros buenos hombres de á caballo de los nuestros y de los de Narvaez;
asimismo iban otros buenos jinetes; mas estaban espantados y temerosos
los de Narvaez, como no se habian hallado en guerras de indios, como
nosotros los de Cortés.


CAPÍTULO CXXVIII.
CÓMO ACORDAMOS DE NOS IR HUYENDO DE MÉJICO, Y LO QUE SOBRE ELLO SE HIZO.

Como vimos que cada dia iban menguando nuestras fuerzas, y las de los
mejicanos crecian, y veiamos muchos de los nuestros muertos, y todos
los más heridos, é que aunque peleábamos muy como varones, no los
podiamos hacer retirar ni que se apartasen los muchos escuadrones que
de dia y de noche nos daban guerra, y la pólvora apocada, y la comida y
agua por el consiguiente, y el gran Montezuma muerto, las paces que les
enviamos á demandar no las quisieron aceptar; en fin, veiamos nuestras
muertes á los ojos, y las puentes que estaban alzadas; y fué acordado
por Cortés y por todos nuestros capitanes y soldados que de noche nos
fuésemos, cuando viésemos que los escuadrones guerreros estuviesen
más descuidados; y para más les descuidar, aquella tarde les enviamos
á decir con un papa de los que estaban presos, que era muy principal
entre ellos, y con otros prisioneros, que nos dejen ir en paz de ahí á
ocho dias, y que les dariamos todo el oro; y esto por descuidarlos y
salirnos aquella noche.
Y demás desto, estaba con nosotros un soldado que se decia Botello, al
parecer muy hombre de bien y latino, y habia estado en Roma, y decian
que era nigromántico, otros decian que tenia familiar, algunos le
llamaban astrólogo; y este Botello habia dicho cuatro dias habia que
hallaba por sus suertes y astrologías que si aquella noche que venia no
saliamos de Méjico, y si más aguardábamos, que ningun soldado podria
salir con la vida; y aun habia dicho otras veces que Cortés habia de
tener muchos trabajos y habia de ser desposeido de su ser y honra, y
que despues habia de volver á ser gran señor y de mucha renta; y decia
otras muchas cosas deste arte.
Dejemos al Botello, que despues tornaré hablar en él, y diré cómo se
dió luego órden que se hiciese de maderos y ballestas muy recias una
puente que llevásemos para poner en las puentes que tenian quebradas;
y para ponella y llevalla, y guardar el paso hasta que pasase todo
el fardaje y los de á caballo y todo nuestro ejército, señalaron y
mandaron á cuatrocientos indios tlascaltecas y ciento y cincuenta
soldados; y para llevar el artillería señalaron ducientos y cincuenta
indios tlascaltecas y cincuenta soldados; y para que fuesen en la
delantera peleando señalaron á Gonzalo de Sandoval y á Francisco de
Acebedo el pulido, y á Francisco de Lugo y á Diego de Ordás é Andrés de
Tapia; y todos estos capitanes, y otros ocho ó nueve de los de Narvaez,
que aquí no nombro, y con ellos, para que les ayudasen, cien soldados
mancebos sueltos; y para que fuesen entre medias del fardaje y naborías
y prisioneros, y acudiesen á la parte que más conviniese de pelear,
señalaron al mismo Cortés y á Alonso de Ávila, y á Cristóbal de Olí y á
Bernardino Vazquez de Tapia, y á otros capitanes de los nuestros, que
no me acuerdo ya sus nombres, con otros cincuenta soldados; y para la
retaguardia señalaron á Juan Velazquez de Leon y á Pedro de Albarado,
con otros muchos de á caballo y más de cien soldados, y todos los más
de los de Narvaez; y para que llevasen á cargo los prisioneros y á
doña Marina y á doña Luisa señalaron trecientos tlascaltecas y treinta
soldados.
Pues hecho este concierto, ya era noche, y para sacar el oro y llevallo
y repartillo, mandó Cortés á su camarero, que se decia Cristóbal de
Guzman, y á otros sus criados, que todo el oro y plata y joyas lo
sacasen de su aposento á la sala con muchos indios de Tlascala, y
mandó á los oficiales del Rey, que era en aquel tiempo Alonso de Ávila
y Gonzalo Mejía, que pusiesen en cobro todo el oro de su majestad,
y para que lo llevasen les dió siete caballos heridos y cojos y una
yegua, y muchos indios tlascaltecas, que, segun dijeron, fueron más de
ochenta, y cargaron dello lo que más pudieron llevar, que estaba hecho
todo lo más dello en barras muy anchas y grandes, como dicho tengo en
el capítulo que dello habla, y quedaba mucho más oro en la sala hecho
montones.
Entónces Cortés llamó su secretario, que se decia Pedro Hernandez, y á
otros escribanos del Rey, y dijo:
—«Dadme por testimonio que no puedo más hacer sobre guardar este oro.
Aquí tenemos en esta casa y sala sobre setecientos mil pesos por todo,
y veis que no lo podemos pasar ni poner cobro más de lo puesto; los
soldados que quisieren sacar dello, desde aquí se lo doy, como se ha de
quedar aquí perdido entre estos perros.»
Y desque aquello oyeron, muchos soldados de los de Narvaez y aun
algunos de los nuestros cargaron dello.
Yo digo que nunca tuve codicia del oro, sino procurar salvar la vida:
porque la teniamos en gran peligro; mas no dejé de apañar de una
petaquilla, que allí estaba, cuatro chalchihuies, que son piedras muy
preciadas entre los indios, que presto me eché entre los pechos entre
las armas; y aun entónces Cortés mandó tomar la petaquilla con los
chalchihuies que quedaban, para que la guardase su mayordomo; y aun los
cuatro chalchihuies que yo tomé, si no me los hubiera echado entre los
pechos, me los demandara Cortés; los cuales me fueron muy buenos para
curar mis heridas y comer del valor dellos.
Volvamos á nuestro cuento; que desque supimos el concierto que Cortés
habia hecho de la manera que habiamos de salir y llevar la madera para
las puentes, y como hacia algo escuro, que habia neblina é lloviznaba,
y era ántes de media noche, comenzaron á traer la madera é puente,
y ponella en el lugar que habia de estar, y á caminar el fardaje y
artillería y muchos de á caballo, y los indios tlascaltecas con el oro;
y despues que se puso en la puente, y pasaron todos así como venian,
y pasó Sandoval é muchos de á caballo, tambien pasó Cortés con sus
compañeros de á caballo tras de los primeros, y otros muchos soldados.
Y estando en esto, suenan los cornetas y gritas y silbos de los
mejicanos, y decian en su lengua:
—«Taltelulco, Taltelulco, salí presto con vuestras canoas, que se van
los teules; atajadlos en las puentes.»
Y cuando no me cato, vimos tantos escuadrones de guerreros sobre
nosotros, y toda la laguna cuajada de canoas, que no nos podiamos
valer, y muchos de nuestros soldados ya habian pasado.
Y estando desta manera, carga tanta multitud de mejicanos á quitar la
puente y á herir y matar á los nuestros, que no se daban á manos unos
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