Verdadera historia de los sucesos de la conquista de la Nueva-España (2 de 3) - 06

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á otros; y como la desdicha es mala, y en tales tiempos ocurre un mal
sobre otro, como llovia, resbalaron dos caballos y se espantaron, y
caen en la laguna, y la puente caida y quitada; carga tanto guerrero
mejicano para acaballa de quitar, que por bien que peleábamos, y
matábamos muchos dellos, no se pudo más aprovechar della.
Por manera que aquel paso y abertura de agua presto se hinchó de
caballos muertos y de los caballeros cuyos eran, que no podian nadar, y
mataban muchos dellos y de los indios tlascaltecas é indias naborías, y
fardaje y petacas y artillería; y de los muchos que se ahogaban, ellos
y los caballos, y de otros muchos soldados que allí en el agua mataban
y metian en las canoas, que era muy gran lástima de lo ver y oir, pues
la grita y lloros y lástimas que decian demandando socorro: «Ayudadme,
que me ahogo;» otros, «Socorredme, que me matan;» otros demandando
ayuda á Nuestra Señora Santa María y á señor Santiago; otros demandaban
ayuda para subir á la puente, y estos eran ya que escapaban nadando,
y asidos á muertos y á petacas para subir arriba, á donde estaba la
puente; y algunos que habian subido, y pensaban que estaban libres de
aquel peligro, habia en las calzadas grandes escuadrones guerreros que
los apañaban é amorrinaban con unas macanas, y otros que les flechaban
y alanceaban.
Pues quizá habia algun concierto en la salida, como lo habiamos
concertado, maldito aquel; porque Cortés y los capitanes y soldados
que pasaron primero á caballo, por salvar sus vidas y llegar á tierra
firme, aguijaron por las puentes y calzadas adelante, y no aguardaron
unos á otros; y no lo erraron, porque los de á caballo no podian pelear
en las calzadas; porque yendo por la calzada, ya que arremetian á los
escuadrones mejicanos, echábanseles al agua, y de la una parte la
laguna y de la otra azuteas, y por tierra les tiraban tanta flecha y
vara y piedra, y con lanzas muy largas que habian hecho de las espadas
que nos tomaron, como partesanas, mataban los caballos con ellas; y si
arremetia alguno de á caballo y mataba algun indio, luego le mataban el
caballo; y así, no se atrevian á correr por la calzada.
Pues vista cosa es que no podian pelear en el agua y puestos; sin
escopetas ni ballestas y de noche, ¿qué podiamos hacer sino lo que
haciamos? Que era que arremetiésemos treinta y cuarenta soldados que
nos juntábamos, y dar algunas cuchilladas á los que nos venian á echar
mano, y andar y pasar adelante, hasta salir de las calzadas; porque si
aguardáramos los unos á los otros, no saliéramos ninguno con la vida,
y si fuera de dia, peor fuera; y aun los que escapamos fué que nuestro
Señor Dios fué servido darnos esfuerzo para ello; y para quien no lo
vió aquella noche la multitud de guerreros que sobre nosotros estaban,
y las canoas que de los nuestros arrebataban y llevaban á sacrificar,
era cosa de espanto.
Pues yendo que íbamos cincuenta soldados de los de Cortés y algunos
de Narvaez por nuestra calzada adelante, de cuando en cuando salian
escuadrones mejicanos á nos echar manos.
Acuérdome que nos decian:
—«¡Oh, oh, oh luilones!» que quiere decir: «Oh putos, ¿aun aquí quedais
vivos, que no os han muerto los tiacanes?»
Y como les acudimos con cuchilladas y estocadas, pasamos adelante; é
yendo por la calzada cerca de tierra firme, cabe el pueblo de Tacuba,
donde ya habian llegado Gonzalo de Sandoval y Cristóbal de Olí y
Francisco de Salcedo, el pulido, y Gonzalo Dominguez, y Lares, y otros
muchos de á caballo, y soldados de los que pasaron adelante ántes que
desamparasen la puente, segun y de la manera que dicho tengo; é ya que
llegábamos cerca oiamos voces que daba Cristóbal de Olí y Gonzalo de
Sandoval y Francisco de Morla, y decian á Cortés, que iba adelante de
todos:
—«Aguardad, señor capitan; que dicen estos soldados que vamos huyendo,
y los dejamos morir en las puentes y calzadas á todos los que quedan
atrás; tornémoslos á amparar y recoger; porque vienen algunos soldados
muy heridos y dicen que los demás quedan todos muertos, y no salen ni
vienen ningunos.»
Y la respuesta que dió Cortés, que los que habiamos salido de las
calzadas era milagro; que si á las puentes volviesen, pocos escaparian
con las vidas, ellos y los caballos: y todavía volvió el mismo Cortés y
Cristóbal de Olí, y Alonso de Ávila y Gonzalo de Sandoval, y Francisco
de Morla y Gonzalo Dominguez, con otros seis ó siete de á caballo, y
algunos soldados que no estaban heridos; mas no fuera mucho trecho,
porque luego encontraron con Pedro de Albarado bien herido, con una
lanza en la mano, á pié, que la yegua alazana ya se la habian muerto,
y traia consigo siete soldados, los tres de los nuestros y los cuatro
de Narvaez, tambien muy heridos, y ocho tlascaltecas, todos corriendo
sangre de muchas heridas; entre tanto volvió Cortés por la calzada con
los capitanes y soldados que dicho tengo, reparamos en los patios
junto á Tacuba, y ya habian venido de Méjico, como está cerca, dando
voces, y á dar mandado á Tacuba y á Escapuzalco y á Teneyuca para que
nos saliesen al encuentro.
Por manera que nos comenzaron á tirar vara y piedra y flecha, y con
sus lanzas grandes, engastonadas en ellas de nuestras espadas que nos
tomaron en este desbarate; y haciamos algunas arremetidas, en que nos
defendiamos dellos y les ofendiamos.
Volvamos á Pedro de Albarado, que, como Cortés y los demás capitanes y
soldados le encontraron de aquella manera que he dicho, y como supieron
que no venian más soldados, se les saltaron las lágrimas de los ojos;
porque el Pedro de Albarado y Juan Velazquez de Leon, con otros más
de á caballo y más de cien soldados, habian quedado en la retaguarda;
y preguntando Cortés por los demás, dijo que todos quedaban muertos,
y con ellos el capitan Juan Velazquez de Leon y todos los más de á
caballo que traia, así de los nuestros como de los de Narvaez, y más de
ciento y cincuenta soldados que traia; y dijo el Pedro que despues que
les mataron los caballos y la yegua, que se juntaron para se amparar
obra de ochenta soldados, y que sobre los muertos y petacas y caballos
que se ahogaron, pasaron la primera puente; en esto no se me acuerda
bien si dijo que pasó sobre los muertos, y entónces no miramos lo que
sobre ello dijo á Cortés, sino que allí en aquella puente le mataron
á Juan Velazquez y más de ducientos compañeros que traia, que no les
pudieron valer.
Y asimismo á esta otra puente, que les hizo Dios mucha merced en
escapar con las vidas; y decia que todas las puentes y calzadas estaban
llenas de guerreros.
Dejemos esto, y diré que en la triste puente que dicen ahora que fué el
salto del Albarado, yo digo que en aquel tiempo ningun soldado se paró
á vello, si saltaba poco ó mucho, que harto teniamos en mirar y salvar
nuestras vidas, porque eran muchos los mejicanos que contra nosotros
habia; porque en aquella coyuntura no lo podiamos ver ni tener sentido
en salto, si saltaba ó pasaba poco ó mucho; y así seria cuando el Pedro
de Albarado llegó á la puente, como él dijo á Cortés, que habia pasado
asido á petacas y caballos y cuerpos muertos, porque ya que quisiera
saltar y sustentarse en la lanza en el agua, era muy honda, y no
pudiera allegar al suelo con ella para poderse sustentar sobre ella; y
demás desto, la abertura muy ancha y alta, que no la podria saltar por
muy más suelto que era.
Tambien digo que no la podia saltar ni sobre la lanza ni de otra
manera; porque despues desde cerca de un año que volvimos á poner cerco
á Méjico y la ganamos, me hallé muchas veces en aquella puente peleando
con escuadrones mejicanos, y tenian allí hechos reamparos y albarradas,
que se llama ahora la puente del salto de Albarado; y platicábamos
muchos soldados sobre ello, y no hallábamos razon ni soltura de un
hombre que tal saltase.
Dejemos este salto, y digamos que, como vieron nuestros capitanes que
no acudian más soldados, y el Pedro de Albarado dijo que todo quedaba
lleno de guerreros, y que ya que algunos quedasen rezagados, que en los
puentes los matarian, volvamos á decir desto del salto de Albarado:
digo que para qué porfian algunas personas que no lo saben ni lo
vieron, que fué cierto que la saltó el Pedro de Albarado la noche que
salimos huyendo, aquella puente y abertura del agua; otra vez digo que
no la pudo saltar en ninguna manera; y para que claro se vea, hoy dia
está la puente; y la manera del altor del agua que solia venir y que
tan alta estaba la puente, y el agua muy honda, que no podia llegar al
suelo con la lanza.
Y porque los lectores sepan que en Méjico hubo un soldado que se decia
Fulano de Ocampo, que fué de los que vinieron con Garay, hombre muy
plático, y se preciaba de hacer libelos infamatorios y otras cosas á
manera de masepasquines; y puso en ciertos libelos á muchos de nuestros
capitanes cosas feas que no son de decir no siendo verdad; y entre
ellos, demás de otras cosas que dijo de Pedro de Albarado, que habia
dejado morir á su compañero Juan Velazquez de Leon con más de ducientos
soldados y los de á caballo que les dejamos en la retaguarda, y se
escapó él, y por escaparse dió aquel gran salto, como suele decir el
refran: «Saltó, y escapó la vida.»
Volvamos á nuestra materia: é porque los que estábamos ya en salvo en
lo de Tacuba no nos acabásemos del todo de perder, é porque habian
venido muchos mejicanos y los de Tacuba y Escapuzalco y Teneyuca y de
otros pueblos comarcanos sobre nosotros, que todos enviaron mensajeros
desde Méjico para que nos saliesen al encuentro en las puentes y
calzadas, y desde los maizales nos hacian mucho daño, y mataron tres
soldados que ya estaban heridos, acordamos lo más presto que pudiésemos
salir de aquel pueblo y sus maizales, y con seis ó siete tlascaltecas
que sabian ó atinaban el camino de Tlascala, sin ir por camino derecho
nos guiaban con mucho concierto hasta que saliésemos á unas caserías
que en un cerro estaban, y allí junto á un cu é adoratorio y como
fortaleza, adonde reparamos; que quiero tornar á decir que, seguidos
que íbamos de los mejicanos, y de las flechas y varas y piedras con sus
hondas nos tiraban; y cómo nos cercaban, dando siempre en nosotros,
es cosa de espantar; y como lo he dicho muchas veces, estoy harto de
decirlo, los lectores no lo tengan por cosa de prolijidad, por causa
que cada vez ó cada rato que nos apretaban y herian y daban recia
guerra, por fuerza tengo de tornar á decir de los escuadrones que nos
seguian, y mataban muchos de nosotros.
Dejémoslo ya de traer tanto á la memoria, y digamos cómo nos
defendiamos en aquel cu y fortaleza, nos albergamos, y se curaron los
heridos, y con muchas lumbres que hicimos.
Pues de comer no lo habia, y en aquel cu y adoratorio, despues de
ganada la gran ciudad de Méjico, hicimos una iglesia, que se dice
Nuestra Señora de los Remedios, muy devota, é van ahora allí en romería
y á tener novenas muchos vecinos y señoras de Méjico.
Dejemos esto, y volvamos á decir qué lástima era de ver curar y
apretar con algunos paños de mantas nuestras heridas; y como se habian
resfriado y estaban hinchadas, dolian.
Pues más de llorar fué los caballos y esforzados soldados que faltaban;
¿qué es de Juan Velazquez de Leon, Francisco de Salcedo y Francisco
de Morla, y un Lares el buen jinete, y otros muchos de los nuestros
de Cortés? ¿Para qué cuento yo estos pocos? Porque para escribir los
nombres de los muchos que de los nuestros faltaron, es no acabar tan
presto.
Pues de los de Narvaez, todos los más en las puentes quedaron cargados
de oro.
Digamos ahora, ¿qué es de muchos tlascaltecas que iban cargados de
barras de oro, y otros que nos ayudaban? Pues al astrólogo Botello no
le aprovechó su astrología, que tambien allí murió.
Volvamos á decir cómo quedaron muertos, así los hijos de Montezuma como
los prisioneros que traiamos, y el Cacamatzin y otros reyezuelos.
Dejemos ya de contar tantos trabajos, y digamos cómo estábamos pensando
en lo que por delante teniamos, y era que todos estábamos heridos, y no
escaparon sino veinte y tres caballos.
Pues los tiros y artillería y pólvora no sacamos ninguna; las
ballestas fueron pocas, y esas se remediaron luego, é hicimos saetas.
Pues lo peor de todo era que no sabiamos la voluntad que habiamos de
hallar en nuestros amigos los de Tlascala.
Y demás desto, aquella noche, siempre cercados de mejicanos, y grita
y vara y flecha, con hondas sobre nosotros, acordamos de nos salir
de allí á media noche, y con los tlascaltecas, nuestros guias, por
delante con muy gran concierto; llevábamos los muy heridos en el camino
en medio, y los cojos con bordones, y algunos que no podian andar y
estaban muy malos á ancas de caballos de los que iban cojos, que no
eran para batallar, y los de á caballo sanos delante, y á un lado y
á otro repartidos; y por este arte todos nosotros los que más sanos
estábamos haciendo rostro y cara á los mejicanos, y los tlascaltecas
que estaban heridos iban dentro en el cuerpo de nuestro escuadron, y
los demás que estaban sanos hacian cara juntamente con nosotros; porque
los mejicanos nos iban siempre picando con grandes voces y gritos y
silbos, diciendo:
—«Allá ireis donde no quede ninguno de vosotros á vida.»
Y no entendiamos á qué fin lo decian, segun adelante verán.
Olvidado me he de escribir el contento que recebimos de ver viva
á nuestra doña Marina y á doña Luisa, hija de Xicotenga, que las
escaparon en las puentes unos tlascaltecas hermanos de la doña Luisa,
que salieron de los primeros, y quedaron muertas todas las más
naborías que nos habian dado en Tlascala y en Méjico: allí quedaron en
las puentes con los demás.
Y volvamos á decir cómo llegamos aquel dia á un pueblo grande que
se dice Gualquitan, el cual pueblo fué de Alonso de Ávila; y aunque
nos daban grita y voces y tiraban piedra y vara y flecha, todo lo
soportábamos.
Y desde allí fuimos por unas caserías y pueblezuelos, y siempre los
mejicanos siguiéndonos, y como se juntaban muchos, procuraban de nos
matar, y nos comenzaban á cercar, y tiraban tanta piedra con hondas,
y vara y flecha, que mataron á dos de nuestros soldados en un paso
malo, que iban mancos, y tambien un caballo, é hirieron á muchos de los
nuestros; y tambien nosotros á estocadas les matamos algunos dellos, y
los de á caballo á lanzadas les mataban, aunque pocos; y así, dormimos
en aquellas casas, y allí comimos el caballo que mataron.
Y otro dia muy de mañana comenzamos á caminar con el concierto que de
ántes, y aun mejor, y siempre la mitad de los de á caballo adelante; y
poco más de una legua, en un llano, ya que creimos ir en salvo, vuelven
tres de los nuestros de á caballo, y dicen que están los campos llenos
de guerreros mejicanos aguardándonos; y cuando lo oimos, bien que
tuvimos temor, é grande, mas no para desmayar del todo, ni dejar de
encontrarnos con ellos y pelear hasta morir; y allí reparamos un poco,
y se dió órden cómo habian de entrar y salir los de á caballo á media
rienda, y que no se parasen á lancear, sino las lanzas por los rostros
hasta romper sus escuadrones, y que todos los soldados, las estocadas
que diésemos, que les pasásemos las entrañas, y que todos hiciésemos de
manera que vengásemos muy bien nuestras muertes y heridas, por manera
que si Dios fuese servido, que escapásemos con las vidas; y despues de
nos encomendar á Dios y á Santa María muy de corazon, é invocando el
nombre del señor Santiago, desque vimos que nos comenzaban á cercar,
de cinco en cinco de á caballo rompieron por ellos, y todos nosotros
juntamente.
¡Oh qué cosa de ver era esta tan temerosa y rompida batalla, cómo
andábamos en pié con pié, y con qué furia los perros peleaban, y qué
herir y matar hacian en nosotros con sus lanzas y macanas y espadas de
dos manos! Y los de á caballo, como era el campo llano, cómo alanceaban
á su placer, entrando y saliendo á media rienda; y aunque estaban
heridos ellos y sus caballos, no dejaban de batallar muy como varones
esforzados.
Pues todos nosotros los que teniamos caballos, parece ser que á todos
se nos ponia esfuerzo doblado, que aunque estábamos heridos, y de
refresco teniamos más heridas, no curábamos de los apretar, por no nos
parar á ello, que no habia lugar, sino con grandes ánimos apechugábamos
á les dar de estocadas.
Pues quiero decir cómo Cortés y Cristóbal de Olí, y Pedro de Albarado,
que tomó otro caballo de los de Narvaez, porque su yegua se la habian
muerto, como dicho tengo, y Gonzalo de Sandoval, cuales andaban de una
parte á otra rompiendo escuadrones, aunque bien heridos; y las palabras
que Cortés decia á los que andábamos envueltos con ellos, que la
estocada y cuchillada que diésemos fuese en señores señalados; porque
todos traian grandes penachos con oro y ricas armas y divisas.
Pues oir cómo nos esforzaba el valiente y animoso Sandoval, y decia:
—«Ea, señores, que hoy es el dia que hemos de vencer; tened esperanza
en Dios que saldremos de aquí vivos; para algun buen fin nos guarda
Dios.»
Y tornaré á decir los muchos de nuestros soldados que nos mataban y
herian.
Y dejemos esto, y volvamos á Cortés y Cristóbal de Olí y Sandoval,
y Pedro de Albarado y Gonzalo Dominguez, y otros muchos que aquí no
nombro; y todos los soldados poniamos grande ánimo para pelear, y
esto, Nuestro Señor Jesucristo y Nuestra Señora la Vírgen Santa María
nos lo ponia, y señor Santiago que ciertamente nos ayudaba; y así lo
certificó un capitan de Guatemuz, de los que se hallaron en la batalla;
y quiso Dios que allegó Cortés con los capitanes por mí nombrados en
parte donde andaba el capitan general de los mejicanos con su bandera
tendida, con ricas armas de oro y grandes penachos de argentería,
y como lo vió Cortés al que llevaba la bandera, con otros muchos
mejicanos, que todos traian grandes penachos de oro, dijo á Pedro de
Albarado y á Gonzalo de Sandoval y á Cristóbal de Olí y á los demás
capitanes:
—«Ea, señores, rompamos con ellos.»
Y encomendándose á Dios, arremetió Cortés y Cristóbal de Olí, y
Sandoval y Alonso de Ávila y otros caballeros, y Cortés dió un
encuentro con el caballo al capitan mejicano, que le hizo abatir
su bandera, y los demás nuestros capitanes acabaron de romper el
escuadron, que eran muchos indios; y quien siguió al capitan que traia
la bandera, que aún no habia caido del encuentro que Cortés le dió, fué
un Juan de Salamanca, natural de Ontiveros, con una buena yegua overa,
que le acabó de matar y le quitó el rico penacho que traia, y se le dió
á Cortés, diciendo que, pues él le encontró primero y le hizo abatir la
bandera y hizo perder el brio, le daba el plumaje; mas dende á ciertos
años su majestad se le dió por armas al Salamanca, y así las tienen en
sus reposteros sus descendientes.
Volvamos á nuestra batalla, que Nuestro Señor Dios fué servido que,
muerto aquel capitan que traia la bandera mejicana y otros muchos que
allí murieron, aflojó su batallar de arte, que se iban retrayendo, y
todos los de á caballo siguiéndoles y alcanzándoles.
Pues á nosotros no nos dolian las heridas ni teniamos hambre ni sed,
sino que parecia que no habiamos habido ni pasado ningun mal trabajo.
Seguimos la vitoria matando é hiriendo.
Pues nuestros amigos los de Tlascala estaban hechos unos leones, y con
sus espadas y montantes y otras armas que allí apañaron, hacíanlo muy
bien y esforzadamente.
Ya vueltos los de á caballo de seguir la victoria, todos dimos muchas
gracias á Dios, que escapamos de tan gran multitud de gente; porque no
se habia visto ni hallado en todas las Indias, en batalla que se haya
dado, tan gran número de guerreros juntos; porque allí estaba la flor
de Méjico y de Tezcuco y Salcocan, ya con pensamiento que de aquella
vez no quedara roso ni velloso de nosotros.
Pues qué armas tan ricas que traian, con tanto oro y penachos y
divisas, y todos los más capitanes y personas principales, y allí junto
donde fué esta reñida y nombrada y temerosa batalla para en estas
partes (así se puede decir, pues Dios nos escapó con las vidas), habia
cerca un pueblo que se dice Obtumba; la cual batalla tienen muy bien
pintada, y en retratos entallada los mejicanos y tlascaltecas, entre
otras muchas batallas que con los mejicanos hubimos hasta que ganamos á
Méjico.
Y tengan atencion los curiosos lectores que esto leyeren, que quiero
traer aquí á la memoria que cuando entramos al socorro de Pedro de
Albarado en Méjico fuimos por todos sobre más de mil y trecientos
soldados, con los de á caballo, que fueron noventa y siete, y ochenta
ballesteros y otros tantos escopeteros, y más de dos mil tlascaltecas,
y metimos mucha artillería; y fué nuestra entrada en Méjico dia del
señor San Juan de Junio de 1520 años, y fué nuestra salida huyendo á
10 del mes de Julio del año siguiente, y fué esta nombrada batalla de
Obtumba á 14 del mes de Julio.
Digamos ahora, ya que escapamos de todos los trances por mí atrás
dichos, quiero dar otra cuenta qué tantos mataron, así en Méjico,
en puentes y calzadas, como en todos los reencuentros, y en esta de
Obtumba, y los que mataron por los caminos.
Digo que en obra de cinco dias fueron muertos y sacrificados sobre
ochocientos y setenta soldados, con setenta y dos que mataron en un
pueblo que se dice Tustepeque, y á cinco mujeres de Castilla; y estos
que mataron en Tustepeque eran de los de Narvaez, y mataron sobre mil y
ducientos tlascaltecas.
Tambien quiero decir cómo en aquella sazon mataron á un Juan de
Alcántara el viejo, con otros tres vecinos de la Villa-Rica, que venian
por las partes del oro que les cabia; de lo cual tengo hecha relacion
en el capítulo que dello trata.
Por manera que tambien perdieron las vidas y aun el oro, y si miramos
en ello, todos comunmente hubimos mal gozo de las partes del oro que
nos dieron; y si de los de Narvaez murieron muchos más que los de
Cortés en las puentes, fué por salir cargados de oro, que con el peso
dello no podian salir ni nadar.
Dejemos de hablar en esta materia, y digamos cómo íbamos muy alegres
y comiendo unas calabazas que llaman ayotes, y comiendo y caminando
hácia Tlascala; que por salir de aquellas poblaciones, por temor no
se tornasen á juntar escuadrones mejicanos, que aun todavía nos daban
grita en partes que no podiamos ser señores dellos, y nos tiraban mucha
piedra con hondas, y vara y flecha, hasta que fuimos á otras caserías
y pueblo chico; porque estaba todo poblado de mejicanos, y allí estaba
un buen cu y casa fuerte, donde reparamos aquella noche y nos curamos
nuestras heridas, y estuvimos con más reposo; y aunque siempre teniamos
escuadrones de mejicanos que nos seguian, mas ya no se osaban llegar; y
aquellos que venian era como quien decia: «Allá ireis fuera de nuestra
tierra.»
Y desde aquella poblacion y casa donde dormimos se parecian las
sierrezuelas que están cabe Tlascala, y como las vimos, nos alegramos
como si fueran nuestras casas. Pues quizá sabiamos cierto que nos
habian de ser leales ó qué voluntad ternian, ó qué habia acontecido á
los que estaban poblados en la Villa-Rica, si eran muertos ó vivos.
Y Cortés nos dijo que, pues éramos pocos, que no quedamos sino
cuatrocientos y cuarenta, con veinte caballos y doce ballesteros y
siete escopeteros, y no teniamos pólvora, y todos heridos y cojos
y mancos, que mirásemos muy bien cómo nuestro Señor Jesucristo fué
servido escaparnos con las vidas; por lo cual siempre le hemos de dar
muchas gracias y loores, y que volvimos otra vez á disminuirnos en el
número y copia de los soldados que con él pasamos desde Cuba, y que
primero entramos en Méjico cuatrocientos y cincuenta soldados; y que
nos rogaba que en Tlascala no les hiciésemos enojo, ni se les tomase
ninguna cosa; y esto dió á entender á los de Narvaez, porque no estaban
acostumbrados á ser sujetos á capitanes en las guerras, como nosotros;
y más dijo, que tenia esperanza en Dios que los hallariamos buenos y
leales; é que si otra cosa fuese, lo que Dios no permita, que nos han
de tornar á andar los puños con corazones fuertes y brazos vigorosos, y
que para eso fuésemos muy apercebidos, y nuestros corredores del campo
adelante.
Llegamos á una fuente que estaba en una ladera, y allí estaban unas
como cercas y reamparos de tiempos viejos, y dijeron nuestros amigos
los tlascaltecas que allí partian términos entre los mejicanos y ellos;
y de buen reposo nos paramos á lavar, y á comer de la miseria que
habiamos habido, y luego comenzamos á marchar, y fuimos á un pueblo de
los tlascaltecas, que se dice Gualiopar, donde nos recibieron y nos
daban de comer; mas no tanto, que si no se lo pagábamos con algunas
piecezuelas de oro y chalchihuies que llevábamos algunos de nosotros,
no nos lo daban de balde; y allí estuvimos un dia reposando, curando
nuestras heridas, y ansimismo curamos los caballos.
Pues cuando lo supieron en la cabecera de Tlascala, luego vino
Masse-Escaci y principales, y todos los más sus vecinos, y Xicotenga
el viejo, y Chichimeclatecle y los de Guaxocingo; y como llegaron
á aquel pueblo donde estábamos, fueron á abrazar á Cortés y á todos
nuestros capitanes y soldados; y llorando algunos dellos, especial el
Masse-Escaci y Xicotenga, y Chichimeclatecle y Tecapenaca, dijeron á
Cortés:
—«¡Oh Malinche, Malinche, y cómo nos pesa de vuestro mal y de todos
vuestros hermanos, y de los muchos de los nuestros que con vosotros
han muerto! Ya os lo habiamos dicho muchas veces, que no os fiásedes
de gente mejicana, porque de un dia á otro os habian de dar guerra; no
me quisistes creer: ya es hecho, al presente no se puede hacer más de
curaros y daros de comer; en vuestras casas estais, descansad, é iremos
luego á nuestro pueblo y os aposentaremos; y no pienses, Malinche,
que habeis hecho poco en escapar con las vidas de aquella tan fuerte
ciudad y sus puentes; é yo digo que si de ántes os teniamos por muy
esforzados, ahora os tenemos en mucho más.
»Bien sé que lloran muchas mujeres é indios destos nuestros pueblos las
muertes de sus hijos y maridos y hermanos y parientes; no te congojes
por ello, y mucho debes á tus dioses, que te han aportado aquí, y
salido de entre tanta multitud de guerreros que os aguardaban en lo de
Obtumba, que cuatro dias habia que lo supe que os esperaban para os
matar. Yo queria ir en vuestra busca con treinta mil guerreros de los
nuestros, y no pude salir, á causa que no estábamos juntos y los andaba
juntando.»
Cortés y todos nuestros capitanes y soldados los abrazamos, y les
dijimos que se lo teniamos en merced, y Cortés les dió á todos los
principales joyas de oro y piedras que todavía se escaparon, cada cual
soldado lo que pudo; y asimesmo dimos algunos de nosotros á nuestros
conocidos de lo que teniamos.
Pues qué fiesta y alegría mostraron con doña Luisa y con doña Marina
cuando las vieron en salvamento, y qué llorar, y qué tristeza tenian
por los demás indios que no venian, que se quedaron muertos, en
especial el Masse-Escaci por su hija doña Elvira, y lloraba la muerte
de Juan Velazquez de Leon, á quien la dió; y desta manera fuimos á la
cabeza de Tlascala con todos los caciques, y á Cortés aposentaron en
las casas de Masse-Escaci, y Xicotenga dió sus aposentos á Pedro de
Albarado, y allí nos curamos y tornamos á convalecer, y aun se murieron
cuatro soldados de las heridas, y á otros soldados no se les habian
sanado.
Y dejallo he aquí, y diré lo que más pasó.


CAPÍTULO CXXIX.
CÓMO FUIMOS Á LA CABECERA Y MAYOR PUEBLO DE TLASCALA, Y LO QUE ALLÍ
PASAMOS.

Pues como habia un dia que estábamos en el pueblezuelo de Gualiopar,
y los caciques de Tlascala por mí nombrados nos hicieron aquellos
ofrecimientos, que son dignos de no olvidar y de ser gratificados,
y hechos en tal tiempo y coyuntura; despues que fuimos á la cabeza y
pueblo mayor de Tlascala, nos aposentaron, como dicho tengo, parece
ser que Cortés preguntó por el oro que habian traido allí, que eran
cuarenta mil pesos; el cual oro fueron las partes de los vecinos que
quedaban en la Villa-Rica; y dijo Masse-Escaci y Xicotenga el viejo
y un soldado de los nuestros, que se habia allí quedado doliente,
que no se halló en lo de Méjico cuando nos desbarataron, que habian
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