Obras completas de Fígaro, Tomo 2 - 15

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porque detrás de ella, por más que se quiera evitar, siempre se ven
las personas. Nosotros pensamos lo mismo. Hay expresiones felices que
nunca quedarán, en nuestro entender, bastante grabadas en la memoria.
Cuánto sea el valor de estas expresiones dichas en tiempo y lugar, no
necesitamos inculcárselo al lector. Felices son por lo bien ocurridas;
felices por el apropósito; y felices, en fin, porque hacen fortuna.
Estas expresiones, de tal suerte dispuestas y colocadas, suelen ser
el cachetero de las discusiones, la última mano, la razón, en fin,
sin réplica ni respuesta. Después que un orador ha dicho en clara y
distinta voz que el pretendiente es un faccioso más, ya quisiera yo
saber qué se le contesta. Cuando un orador suelta el _mal aconsejado_,
el _inoportuno_, el _cimiento_ y la _rama podrida_, ya quisiera yo que
me dijeran hasta qué punto puede llevarse la cuestión en cuestión;
y si hay oradores, si hay epítetos y adjetivos, si hay expresiones
felices, hay cuestiones que no lo son menos. Una cuestión, cuando es
una simple cuestión, es una cuestión y nada más. Pero hay cuestiones de
cuestiones. Las hay espesas y de suyo oscuras y enmarañadas, al trasluz
de las cuales nada se ve: puédese escribir encima de ellas _non plus
ultra_; nada hay más allá; entre éstas pudiera muy bien clasificarse la
de los _derechos sociales_. ¿Qué se ve al través de esta cuestión? Nada
ciertamente; algún _visto_, algún _veremos_, ó por mejor decir algún
_no veremos_. La de la _libertad de imprenta_. He aquí otra cuestión,
oscura, negra como boca de lobo. Encima de ella ya se distinguen
algunas prohibiciones, tal cual destierro; pero al trasluz, ¿qué se ve
detrás? Absolutamente nada: como dice Guzmán en _la Pata de cabra_,
sólo se ve que no se ve nada. Lo de la milicia urbana: he aquí una
señora cuestión; ésta es más tupida que una manta. ¿Qué se ve detrás?
Es todo lo más, si confusamente se divisa por encima un reglamento que
se las puede apostar en enmiendas y fe de erratas al mismo diccionario
geográfico. Es todo lo más, si en la superficie se distinguen algunos
miles de hombres sin fusiles, y multitud de fusiles sin hombres. Pero
al trasluz nada. Semejante al retablo de maese Pedro, las pocas figuras
que hay, todas están delante. Detrás ni aun Ginesillo de Parapilla y
Pasamonte, que las mueve, se distingue.
Estas cuestiones, pues, oscuras y tupidas, no valen nada. Las grandes
cuestiones son las _transparentes_. La de los empleos, por ejemplo:
he aquí una cuestión de pura gasa. Aquí es donde se ve claro; detrás
de ella, no se necesita lente para echar de ver los empleos, y no
tamaños como avellanas; el más pequeño aparece á guisa de prodigio
microscópico, más grande que nuestra misma libertad; y en punto á
tamaños no hay más que ponderar; pues aún se ve más, porque detrás del
empelo se ve á lo lejos (un poco más en pequeño, es verdad) al hombre;
pero se ve. ¡Qué no se divisa detrás de ciertos empleos! y no á ojos
vistas precisamente, sino aun á cierra ojos. Se ven los empleados;
verdad es que apenas se ven los de los tres; pero, en fin, se ve; en
una palabra, se ve que se ve algo; se ve que se verá más; y se verá,
digámoslo de una vez, lo que siempre se ha visto; los compromisos,
los amigos, los parientes... es el gran punto de vista: todo se ve.
¡Fatalidad de las cosas humanas! En las otras cuestiones anhelaríamos
la transparencia. Y en ésta en que se ve, nos hallamos precisados á
exclamar: _¡Ojalá no se viera!_


¿ENTRE QUÉ GENTES ESTAMOS?

Henos aquí refugiándonos en las costumbres: no todo ha de ser siempre
política; no todos facciosos.--Por otra parte no son las costumbres
el último ni el menos importante objeto de las reformas. Sirva, pues,
sólo este pequeño preámbulo para evitar un chasco al que forme grandes
esperanzas sobre el título que llevan al frente estos renglones, y
vamos al caso.
No hace muchos días que la llegada inesperada á Madrid de un
extranjero, antiguo amigo mío de colegio, me puso en la obligación
de cumplir con los deberes de la hospitalidad. Acaso sin esta
circunstancia nunca hubiese yo solo realizado la observación sobre que
gira este artículo. La costumbre de ver y oir diariamente los dichos
y modales que son la moneda de nuestro trato social, es culpa de que
no salte su extrañeza tan fácilmente á nuestros sentidos; mi amigo
no pudo menos de abrirme el camino, que el hábito tenía cerrado á mi
observación.
Necesitábamos hacer varias visitas: «¡Un carruaje!» dijimos; pero un
coche es pesado; un cabriolé será más ligero: no bien lo habíamos
dicho, ya estaba mi criado en casa de uno de los mejores alquiladores
de esta corte, sobre todo, de ésos que llevan dinero por los que
llaman _bombés décents_, donde encontró efectivamente uno sobrante
y desocupado, que, para calcular cómo sería el maldecido, no se
necesitaba saber más. Dejó mi criado la señal que le pidieron, y dos
horas después ya estaba en la puerta de mi casa un birlocho pardo con
varias capas de polvo de todos los días y calidades, el cual no le
quitaban nunca porque no se viese el estado en que estaba, y aun yo
tuve para mí que lo debían de sacar en los días de aire á tomar polvo
para que le encubriese las macas que tendría. Que las ruedas habían
rodado hasta entonces, no se podía dudar; que rodarían siempre y que no
harían rodar por el suelo al que dentro fuese de aquel inseguro mueble,
eso era ya otra cuestión: que el caballo había vivido hasta aquel punto
no era dudoso; que viviría dos minutos más, eso era precisamente lo que
no se podía menos de dudar cada vez que tropezaba con su cuerpo, no
perecedero, sino ya perecido, la curiosa visual del espectador. Cierto
ruido desapacible de los muelles y del eje le hacía sonar á hierro como
si dentro llevara medio rastro. Peor vestido que el birlocho estaba el
criado que le servía, y entre la vida del caballo y la suya no se podía
atravesar concienzudamente la apuesta de un solo real de vellón: por
lo mal comidos, por lo estropeados, por la vida, en fin, del caballo
y el lacayo, por la completa semejanza y armonía que en ambos entes
irracionales se notaba, hubiera creído cualquiera que eran gemelos,
y que no sólo habían nacido á un mismo tiempo, sino que á un mismo
tiempo iban á morir. Si andaba el birlocho era un milagro; si estaba
parado un capricho de Goya. Fué preciso conformarnos con este elegante
mueble: subí, pues, á él y tomé las riendas, después de haberse sentado
en él mi amigo el extranjero. Retiróse el lacayo cuando nos vió en
tren de marchar, y fué á subir á la trasera; sacudí mi fusta sobre el
animal, con mucho tiento por no acabarle de derrengar; ¿mas cuál fué
mi admiración, cuando siento bajar el asiento y veo alzarse las varas
levantando casi del suelo al infeliz animal, que parecía un espíritu
desprendiéndose de la tierra? ¿Y qué dirán ustedes que era?, que el
birlocho venía sin barriguera; y lo mismo fué poner el lacayo la planta
sobre la zaga, que, á manera de balanza, vino á tierra el mayor peso,
y subió al cielo la ligera resistencia del que _tantum pellis et ossa
fuit_.
«Esto no es conmigo», exclamé; bajamos del birlocho, y á pie nos fuimos
á quejar, y reclamar nuestra señal á casa del alquilador. Preguntamos
y volvimos á preguntar, y nadie respondía, que aquí es costumbre muy
recibida: pareció por fin un hombre, digámoslo así, y un hombre tan
mal encarado como el birlocho: expúsele el caso, y pedíle mi señal en
vista de que yo no alquilaba el birlocho para tirar de él, sino para
que tirase él de mí.--¿Qué tiene usted que pedirle á ese birlocho y
á esa jaca sobre todo?, me dijo echándome á la cara una interjeción
expresiva y una bocanada de humo de un maldito cigarro de dos cuartos.
Después de semejante entrada nada quedaba que hablar.--Véale usted
despacio, le contesté sin embargo.--Pues no hay otro, siguió diciendo;
y volviéndome la espalda: ¡Á París por gangas!, añadió.--Diga usted,
señor grosero, le repuse, ya en el colmo de la cólera, ¿no se contentan
ustedes con servir de esta manera, sino que también se han de aguantar
sus malos modos? ¿Usted se pone aquí para servir, ó para mandar al
público? Pudiera usted tener más respeto y crianza para los que son más
que él.--Aquí me echó el hombre una ojeada de arriba abajo, de éstas
que arrebañan á la persona mirada, de éstas que van acompañadas de un
gesto particular de los labios, de éstas que no se ven sino entre los
majos del país.--Nadie es más que yo, don caballero ó don lechuga; si
no acomoda, dejarlo. ¡Mire usted con lo que se viene el seor levosa! Á
ver, chico, saca un bombé nuevo; ¡ahí en el bolsillo de mi chaqueta
debo tener uno!--Y al decir esto, salió una mujer y dos ó tres mozos
de cuadra; y llegáronse á oir cuatro ó seis vecinos y catorce ó quince
curiosos transeúntes; y como el calesero hablaba en majo y respondía
en desvergonzado, y fumaba y escupía por el colmillo, é insultaba á la
gente decente, el auditorio daba la razón al calesero, y le aplaudía y
soltaba la carcajada, y le animaba á seguir: en fin, sólo una retirada
á tiempo pudo salvarnos de alguna cosa peor, por la cual se preparaba á
hacernos pasar el concurso que allí se había reunido.
¿Entre qué gentes estamos?, me dijo el extranjero asombrado. ¡Qué
modos tan raros se usan en este país!--Oh, es casual, le respondí algo
avergonzado de la inculpación, y seguimos nuestro camino. El día había
empezado mal, y yo soy supersticioso con estos días que empiezan mal:
acaban peor.
Tenía mi amigo que arreglar sus papeles, y fué preciso acompañarle á
una oficina de policía: ¡aquí verá usted, le dije, otra amabilidad y
otra finura! La puerta estaba abierta y naturalmente nos entrábamos;
pero no habíamos andado cuatro pasos, cuando una especie de portero
vino á nosotros gritándonos:--¡Eh! ¡hombre!, ¿adónde va usted?,
fuera.--Éste es pariente del calesero, dije yo para mí; salimos fuera,
y sin embargo esperamos el turno.--Vamos, adentro: ¿qué hacen ustedes
ahí parados?, dijo de allí á un rato para darnos á entender que ya
podíamos entrar: entramos, saludamos, nos miraron dos oficinistas de
arriba abajo, no creyeron que debían contestar al saludo, se pidieron
mutuamente papel y tabaco, echaron un cigarro de papel, nos volvieron
la espalda, y á una indicación mía para que nos despachasen en atención
á que el Estado no les pagaba para fumar, sino para despachar los
negocios:--Tenga usted paciencia, respondió uno, que aquí no estamos
para servir á usted.--Á ver, añadió dentro de un rato, venga eso;
y cogió el pasaporte y lo miró.--¿Y usted quién es?--Un amigo del
señor.--¿Y el señor?, algún francés de estos que vienen á sacarnos los
cuartos.--Tenga usted la bondad de prescindir de insultos, y ver si
está ese papel en regla.--Ya le he dicho á usted que no sea insolente
si no quiere usted ir á la cárcel.
Brincaba mi extranjero, y yo le veía dispuesto á hacer un
disparate.--Amigo, aquí no hay más remedio que tener paciencia.--¿Y qué
nos han de hacer?--Mucho y malo.--Será injusto.--¡Buena cuenta!--Logré
por fin contenerle.--Pues ahora no se le despacha á usted; vuelva usted
mañana.--¿Volver?--Vuelva usted, y calle usted.--Vaya usted con Dios.
Yo no me atrevía á mirar á la cara á mi amigo.--¿Quién es ese señor
tan altanero?, me dijo al bajar la escalera, y tan fino y tan... ¿Es
algún príncipe?--Es un escribiente que se cree la justicia y el primer
personaje de la nación: como está empleado, se cree dispensado de tener
crianza.
--Aquí tiene todo el mundo esos mismos modales según voy viendo.--¡Oh!,
no; es casualidad.--_C'est drôle_, iba diciendo mi amigo, y yo
diciendo: ¿Entre qué gentes estamos?
Mi amigo quería hacerse un pantalón, y le llevé á casa de mi sastre.
Ésta era más negra: mi sastre es hombre que me recibe con sombrero
puesto, que me alarga la mano y me la aprieta; me suele dar dos
palmaditas ó tres, más bien más que menos, cada vez que me ve; me llama
simplemente por mi apellido, á veces por mi nombre como un antiguo
amigo; otro tanto hace con todos sus parroquianos, y no me tutea, no
sé por qué: eso tengo que agradecerle todavía. Mi francés nos miraba
á los dos alternativamente, mi sastre se reía; yo mudaba de colores,
pero estoy seguro que mi amigo salió creyendo que en España todos
los caballeros son sastres ó todos los sastres son caballeros. Por
supuesto que el maestro no se descubrió, no se movió de su asiento,
no hizo gran caso de nosotros, nos hizo esperar todo lo que pudo,
se empeñó en regalarnos un cigarro y en dárnoslo encendido él mismo
de su boca; cuantas groserías, en fin, suelen llamarse franquezas
entre ciertas gentes.--Era por la mañana: la fatiga y el calor nos
habían dado sed: entramos en un café y pedimos sorbetes.--¡Sorbetes
por la mañana!, dijo un mozo con voz brutal y gesto de burla. ¡Que
si quieres!--¡Bravo!, dije para mí. ¿No presumía yo que el día había
empezado bien?--Pues traiga usted dos vasos pequeños de limón...--Vaya,
¡hombre!, anímese usted; tómelos usted grandes, nos dijo entonces el
mozo con singular franqueza, si tiene usted cara de sed.--Y usted tiene
cara de morir de un silletazo, repuse yo ya incomodado; sirva usted con
respeto, calle, y no se chancee con las personas que no conoce, y que
están muy lejos de ser sus iguales.
Entre tanto que esto pasaba con nosotros, en un billar contiguo diez
ó doce señoritos de muy buenas familias jugaban al billar con el mozo
de éste, que estaba en mangas de camisa, que tuteaba á uno, sobaba á
otro, insultaba al de más allá, y se hombreaba con todos: todos eran
unos. ¿Entre qué gentes estamos?, repetía yo con admiración.--_C'est
drôle!_, repetía el francés.--¿Es posible que nadie sepa aquí ocupar su
puesto? ¿Hay tal confusión de clases y personas? ¿Para qué cansarme en
enumerar los demás casos que de este género en aquel bendito día nos
sucedieron? Recapitule el lector cuántos de éstos le suceden al día y
le están sucediendo siempre, y esos mismos nos sucedieron á nosotros.
Hable usted con tres amigos en una mesa de café: no tardará mucho en
arrimarse alguno que nadie del corro conozca, y con toda franqueza
meterá su baza en la conversación. Vaya usted á comer á una fonda, y
cuente usted con el mozo que ha de servirle como pudiera usted contar
con un comensal. Él le bordará á usted la comida con chanzas groseras;
él le hará á usted preguntas fraternales y amistosas... él... Vaya
usted á una tienda á pedir algo.--¿Tiene usted tal cosa?--No, señor;
aquí no hay.--¿Y sabe usted dónde la encontraría?--¡Toma!, ¡qué sé yo!
Búsquela usted. Aquí no hay.--¿Se puede ver al señor de tal?, dice
usted en una oficina.--Y aquí es peor, pues ni siquiera contestan
_no_: ¿ha entrado usted?, como si hubiera entrado un perro.--¿Va usted
á ver un establecimiento público?--Vea usted qué caras, qué voz, qué
expresiones, qué respuestas, qué grosería.--Sea usted grande de España;
lleve usted un cigarro encendido. No habrá aguador ni carbonero que no
le pida la lumbre, y le detenga en la calle, y le manosee y empuerque
su tabaco, y se le vuelva apagado. ¿Tiene usted criados? Haga usted
cuenta que mantiene unos cuantos amigos, ellos llaman por su apellido
seco y desnudo á todos los que lo sean de usted, hablan cuando habla
usted, y hablan ellos... ¡Señor!, ¡señor! ¿entre qué gentes estamos?
¿Qué orgullo es el que impide á las clases ínfimas de nuestra sociedad
acabar de reconocer el puesto que en el trato han de ocupar? ¡Qué
trueque es éste de ideas y de costumbres!
Mi francés había hecho todas estas observaciones, pero no había hecho
la principal; faltábale observar que nuestro país es el país de las
anomalías; así que, al concluirse el día: Amigo, me dijo, yo he viajado
mucho; ni en Europa, ni en América, ni en parte alguna del mundo he
visto menos aristocracia en el trato de los hombres; éste es el país
adonde yo me vendría á vivir; aquí todos los hombres son unos: se
cree estar en la antigua Roma. En llegando á París voy á publicar
un opúsculo en que pruebe que la España es el país más dispuesto á
recibir...
--Alto ahí, señor observador de un día, dije á mi extranjero
interrumpiéndole: adivino la idea de usted. Las observaciones que
ha hecho usted hoy son ciertas: la observación general empero que de
ellas deduce usted es falsa: ésa es una anomalía como otras muchas que
nos rodean, y que sólo se podrían explicar entrando en pormenores que
no son del momento: éste es desgraciadamente el país menos dispuesto
á lo que usted cree, por más que le parezcan á usted todos unos. No
confunda usted la debilidad de la senectud con la de la niñez: ambas
son debilidad; las causas son no obstante diferentes; esa franqueza,
esa aparente confusión y nivelamiento extraordinario no es el de una
sociedad que acaba, es el de una sociedad que empieza; porque yo llamo
empezar...--¡Oh! sí, sí entiendo. _¡C'est drôle! ¡C'est drôle!_,
repetía mi francés.
--Ahí verá usted, repetía yo, entre qué gentes estamos.


DOS LIBERALES
ó
LO QUE ES ENTENDERSE
PRIMER ARTÍCULO

Entre las personas que me hacen demasiado favor, sin duda, en ocuparse
en los articulejos que he solido dar á luz durante mi corta existencia
periodística, algunos hay que me dirigen diariamente amistosas
reconvenciones sobre lo perezosa que se ha hecho mi pluma de algún
tiempo á esta parte. Esto es lo que llamaría yo de buena gana no saber
de la misa la media, si no temiese ofender á los que con su aprecio me
honran y distinguen: no entraré en aclaraciones acerca del particular,
porque acaso no me bastara el querer satisfacerlas: sólo les diré, que
llamarme perezoso equivale á reconvenir á un cojo de ambas piernas,
porque no ande. Si esto no basta, ya no sé qué decir: ¡ojalá no sobre!
Les podré añadir, que por una rara combinación de circunstancias que
mis lectores no entenderán, y que yo entiendo demasiado, nunca escribo
yo más artículos que cuando ellos no ven ninguno, de suerte que en vez
de decir: «Fígaro no ha escrito este mes», fuera más arrimado á la
verdad decir el mes en que no hubiesen visto un solo _Fígaro_ al pie de
un artículo: «¡Cuánto habrá escrito Fígaro este mes!» Parece la cosa
digna de explicación; pero, amigo lector, ¡cómo de esas cosas suceden
que no se explican, y cómo de esas cosas se explicarían que no se
entenderían!
Sentadas estas bases, basta por toda satisfacción saber que tengo
un criado montañés, que, á fuer de quererme, se toma conmigo raras
libertades: lo mismo es ver que he escrito como cosa de un cuarto de
hora, que es todo lo más que él me permite, porque blasona de cuidarse
mucho de mi bienestar, éntrase en mi cuarto gruñendo entre dientes
como criado viejo; tiende la vista descortésmente sobre mi papel,
mirándole sólo con un ojo á causa de no tener otro: «¡Hola!, dice,
¡oposicioncita! ¿Eh? ¡Basta señor, basta!», y unas veces derribando el
tintero sobre el escrito, llénamelo de borrones, y otras, que son las
más, asiendo de un apagador, encájalo por montera sobre el candelero y
apaga la luz. Yo no sé con quién diablos ha servido el tal montañés;
pero él jura que esto me conviene; verdad es que me conoce, y sabe
que si no me fuera á la mano estaría escribiendo todavía, porque,
como él dice, la materia no es corta, y la intención no es buena. El
montañés tiene ascendiente sobre mí, sin que yo lo pueda remediar, por
consiguiente no hay que echarle de casa: conténtome, pues, con decir,
cada vez que me corta el hilo de mis eternos discursos:
Dios le dé salud,
Dios le dé salud,
Á aquel montañés
Que apagó la luz.
Cantaba yo por lo bajo este refrán (porque por lo alto no me atrevo á
cantar) esta mañana misma, contemplando con las lágrimas en los ojos y
á oscuras el estrago que había hecho en mi bufete la última visita de
mi montañés, cuando vuelve éste á entrar con el correo en la mano: es
de advertir que yo llamo correo á toda carta que recibo, por la simple
razón de que según está en el día el servicio de correos, resulta ser
igual enviar una carta por la valija pública, ó llevarla uno mismo:
entró pues con mi correo de Madrid, y entre algunas apuntaciones
que me envían mis corresponsales, las cuales así me guardaré yo de
publicarlas, como se guardará el censor de permitirlas, encuéntrome con
dos cartas evidentemente de liberales, puesto que cada uno trae su hoja
de servicios al margen: ambos de buena fe, amantes ambos del bien de su
país. Y como se reduzcan ellas á darme cuatro consejos que tengo bien
merecidos por los muchos desmanes que he cometido en punto á escribir,
y por los que pienso seguir cometiendo en cuanto pueda, trasladarélas
al curioso lector, si es que ha quedado lector curioso en España
después de todo lo que se ha leído en la larga fecha que llevamos de
completa libertad intelectual. (Sea dicho con licencia de Dios y de la
conciencia.)
Dice el uno: «Señor Fígaro: gracias á Dios, impertérrito escritor, que
ha dado usted algún descanso á su pluma: no le negaré á usted que sus
artículos me han solido hacer reir alguna vez; pero siempre tuve en
medio de eso deseos vehementes de dar á usted un consejo. Yo, señor
Fígaro, soy liberal desde chiquito, así como hay otros chiquitos desde
liberales; anduve en lo del año 12, asunto de grandes controversias;
que salvé, pues, la patria de la dependencia francesa, no hay para
qué decirlo; que vino el rey, todo el mundo lo sabe; ¡ojalá, nadie lo
supiera! y que fuí luego á Melilla, eso lo sé yo, y basta. Vino el año
20 y vine yo; es decir, que vinimos todos. Cómo se manejó aquello, pues
la cosa fué sonada, ya habrá llegado á oídos de usted, porque le tengo
por liberal de esta nueva cría. Fué el caso no habernos entendido,
que á entendernos otro gallo nos cantara; pero ¿qué quiere usted? la
inteligencia no fué el don de que anduvo más pródigo el Ser supremo:
en cambio nos dió memoria de firme, para nuestra desdicha, y voluntad,
la cual podemos tener todo lo mala posible. ¡Tal es el hombre! Pero si
nosotros no nos entendimos parece que nos entendió Angulema, y aun nos
tradujo y nos refundió de tal suerte, que quedamos peor parados que
comedia antigua en manos de poeta moderno. ¿Y quién tuvo la culpa? La
libertad de imprenta. Claro está. Y si no lo probaré. Las naciones del
norte vieron que la chispa eléctrica corría demasiado, suscitaron aquí
el partido descontento, y alzáronse las guerrillas. Ya ve usted que
esto es claro, ¡la libertad de imprenta!
»Dieron dinero y auxilios, y la facción creció. Verdad es que la
facción no sabía leer. Pero si no hubiera sido por la libertad de
imprenta la facción no hubiera crecido.
»Acaloráronse los ánimos, y de puro no saber leer ni escribir, no nos
pusimos de acuerdo. ¡Ya ve usted! ¡La libertad de imprenta!
»Entró Angulema, y ¿quién le dió sus bayonetas? La libertad de
imprenta.
»Hubo desgraciadamente defección, torpeza ó mala fe en nuestro
ejército, y á Cádiz con la maleta. ¡La libertad de imprenta!
»Acabóse todo, publicóse el gran manifiesto impreso. ¡La libertad de
imprenta! y buenas noches.
»Aquí entró la emigración, y de la emigración el escarmiento. Ya ve
usted, pues, si unido de esta suerte á esta causa, puedo yo no ser
liberal de veras.
»Hoy es, y ésta es la primera vez que hemos venido los emigrados, sin
venir ningún año particular. Nacimos el año 12, nos fuimos con el 14,
volvimos con el 20, y escapamos con el 23. Ahora nos hemos venido
sin fecha: como ratones arrojados de la despensa por el gato, hemos
ido asomando el hocico poco á poco, los más atrevidos antes, los más
desconfiados después, hasta que hemos visto que el campo es nuestro.
»No comprendiendo nosotros mismos nuestra venida, á cada paso creemos
ver de nuevo el gato.
»Ahora bien, nuestro gato es la anarquía, porque el otro que había en
la casa se escaldó para siempre. ¿Y le parece á usted justo, señor
Fígaro, que yo y otros como yo, que hemos tenido la gloria y la fortuna
de escapar de dos fechas en contra y de dos emigraciones, que hemos
vuelto, y que, á causa de nuestros antecedentes y de nuestros talentos
(perdone usted el galicismo, que me lo traje de Francia), nos hemos
encontrado al frente de las cosas con muy buenos destinos, vayamos
á incurrir en los mismos tropiezos de antes? No, señor: hemos hecho
amende honorable. El andar de prisa los jóvenes, sólo tendrá por
resultado atropellarnos á los viejos: por consiguiente queremos orden.
Bien comprendo que querrán andar de prisa aquellos emigrados que no han
encontrado destinos, porque andando ellos los toparán. Lo mismo digo
de los liberales que quedaron por aquí, y los de la nueva cría. Éstos
al fin pueden decir: _Hos ego versículos feci, tulit alter honores_.
Si no tienen otra cosa todavía, por fuerza han de tener prisa. Pero
nosotros, señor Fígaro, los que hemos llegado á mesa puesta...
»Nosotros no tenemos más norte que lo pasado: nosotros vemos la
anarquía, exista ó no: nosotros nos hemos enmendado: volvamos de
nuestros errores y evitaremos á toda costa la libertad de imprenta y
toda clase de libertad; la república nos acecha, el gorro nos amenaza,
la guillotina nos amaga, y nuestro libro consultor es el año 23, y
sobre todo el 92.
»He dicho todo esto porque, deseando el bien para mi patria, y que
evitemos los escollos pasados, creo que debemos ir poco á poco y
unirnos cordialmente los que tenemos los destinos y los que no los
tienen. Entendámonos por fin de esta manera. Ya ve usted que soy hombre
que me pongo en todo; me he puesto en mi destino, y ahora me pongo en
la razón.
»Por lo tanto, los artículos de usted que tienden á una oposición
directa, los artículos de usted, que quieren poner en ridículo nuestra
lentitud, sólo pueden dar armas á nuestros enemigos. Aquí no hay más
divisa que Isabel II. Y en cuanto á escribir, escribir nuestros mismos
defectos para que los corrijamos, es disparate, porque no por eso
los hemos de corregir: debe alabarse todo lo que hagamos, siquiera
para no dar que reir á nuestra costa á los carlistas, y le advierto
caritativamente que si persiste en el camino de esa oposición que ha
manifestado, haremos correr la voz de que todos los que hacen esa
oposición nos quieren precipitar de nuevo y quieren reproducir el año
23; hasta diremos que están vendidos á don Carlos, y no faltará quien
lo crea, pues aquí para todo hay creyentes, y lo que aquí no se cree,
ya es preciso que sea increíble.
»Con lo cual queda de usted su afectísimo liberal escarmentado, y con
competente destino, etc».


DOS LIBERALES
ó
LO QUE ES ENTENDERSE
SEGUNDO ARTÍCULO

Al sentar la pluma en el papel para este segundo artículo, que en
nuestro número 122 del jueves dejamos prometido, mal pudiera dejar
de recordar cierto lance ocurrido no ha muchos años á un buen cómico
francés. Había empezado su carrera dramática con no muy buenos
auspicios; y esto en tales términos, que nunca le dejaba el público
llegar al fin de la representación. Escarmentado el hombre de
estudiar papeles en balde, y deseoso de mudar públicos, tomó la rara
resolución de no dar en cada parte más de una representación, y de no
estudiar nunca más que el primer acto del papel que á su cargo tomaba.
Trascurrió así algún tiempo felizmente; pero hubo de llegar un día á
un pueblo, donde fuese por casualidad, fuese por alguna causa en él
sobrenatural, no sólo no le silbó el público desde los primeros versos,
como le solía acontecer, sino que descendieron los aplausos sobre
él, como el maná sobre los Israelitas. Pero bajó el telón acabado el
primer acto, y nuestro cómico, no habiendo estudiado el segundo, se vió
precisado á salir y decir: «Señores, no hallándome acostumbrado á la
acogida benévola que este ilustrado público acaba de hacerme, me veo
en la triste precisión de anunciar el segundo acto para mañana, á causa
de no haberlo estudiado». Con lo cual recibió la acostumbrada silba,
entonces por haberlo hecho bien.
Los que hayan leído el principio de mi anterior artículo habrán
comprendido ya el cuentecillo; á los que no, les diré francamente que
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