Obras completas de Fígaro, Tomo 2 - 17

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restricción, sin prenda, sin garantía; de haber dejado prescribir un
derecho._
Hemos llegado á la octava calamidad europea. ¿Pues cuál otra horrible
calamidad nos amenaza? ¿Otro cólera? Si el hombre nació para morir,
la peste es una muerte cualquiera. Mayor es la calamidad que nos
amaga: más terrible la prueba á que nos sujeta la Providencia. ¿Algún
reglamento? Eso sería una gota más en el mar. ¿Algún empréstito? El
deber es calamidad sólo para quien ha de pagar, ó para quien presta.
¿Otra invasión de Rusos? Más todavía. ¿Qué sería una invasión de Rusos?
Algunos años de despotismo. Para pueblos tan acostumbrados, para
pueblos donde hay quien pelee por él, nada. Es volver la tortilla. No
faltaría quien la comiera.
La gran calamidad europea, la calamidad de las calamidades, he aquí
cómo la hallamos consignada en un comunicado que en un periódico leemos.
«Que conmigo se haga una injusticia (nos dice un personaje, un tanto
cuanto atropellado en las formas), puede ser un triunfo para mis
enemigos; pero en el caso presente la violencia usada hacia mí es un
desastre para todos, es una brecha abierta en el corazón de nuestras
instituciones, es una calamidad nacional; ¿y quién sabe si no podrá
hacerse una calamidad europea? Los trastornos que podrían resultar
de tan evidente violación de los principios conservadores de nuestro
régimen, podrían ir más allá de los Pirineos».
He aquí bien clara la gran calamidad, que entre tanto que lo es para la
Europa, lo es indudablemente para el que escribe. La cosa en verdad no
es insignificante como muchos creen; bien pudiera ser trascendental;
pero lo que ni nosotros habíamos presumido, ni nuestros lectores
tampoco, es que esto podría trastornar el mundo. Curiosos por demás de
lo que nos podría acontecer, hemos recorrido, como ha visto el lector,
la historia del mundo y de sus calamidades. Hemos temblado por nosotros
y por la Europa. ¿Obrará este accidente como el robo de Elena? ¿Será
Troya nuestra patria? ¿Tendrá los resultados del levantamiento de Remo
y Rómulo? ¿Será la voz del destituido el grito de Lutero? ¿Imperará á
los mares como el _quos ego_ de Virgilio? ¿Será su desgracia, justa ó
injusta, legal ó ilegalmente llevada á cabo, el Waterloo de nuestra
pequeña libertad? ¿Qué parte del mundo se hundirá? ¿Obrará como un
diluvio, como un castigo del cielo, ó como una calamidad puramente
humana?
¡Ah!, ¡plegue al cielo apartar de nosotros tan terribles infortunios!
_¡¡¡Lejos, pobre España, lejos de nosotros el profeta y la
profecía!!!_[3]

NOTAS:
[2] Todo el mundo recuerda la expulsión del señor Burgos del Estamento
de ilustres Próceres. Aquel acto, legal ó ilegal, y el párrafo del
artículo citado más abajo, y publicado en los periódicos de la época
por el destituido, son datos más que suficientes para la inteligencia
de este escrito, que entonces no vió la luz por circunstancias
independientes de la voluntad del autor.
[3] Poco después despareció efectivamente el profeta, y la profecía
todavía no ha parecido.


TERCERA CARTA
DE UN LIBERAL DE ACÁ
Á UN LIBERAL DE ALLÁ

Dos cartas he recibido tuyas, querido Silva, la una en letra de molde
por el conducto de esta estafeta pública, y secreta la otra en que nos
haces á los liberales de acá estupendos cargos. No tiene la primera
contestación, ó al menos á mí no me ocurre, lo cual es lo mismo, puesto
que he de ser yo quien la ha de dar. Tiénela sí la segunda, y larga;
tanto que pudiera ocupar con ella más pliegos que ocupó la memoria de
marina presentada en las Cortes, más tiempo que dura una facción, y más
terreno que el que reconoce cuándo y cómo quiere Zumalacárregui, sin
darte por eso más fruto ni más sustancia que el que pueden dar de sí
todas esas cosas juntas.
¿Me preguntas si es gobierno representativo lo que tenemos? No entiendo
yo muchas veces tus preguntas. Todo es aquí representativo. Cada
liberal es una pura y viva representación de los trabajos y pasión de
Cristo, porque el que no anda azotado, anda crucificado. Luego, no hay
oficina en que no se encuentren representaciones de algún quejoso:
hay por otra parte muchos que están representando á cada paso sobre
lo mucho que no se hace y lo poco que se deshace; verdad es que no se
cuida más de estas representaciones que de las teatrales; pero, ¿son
ó no son representaciones? Cada español por otra parte representa un
triste papel en el drama general, y toda nuestra patria misma está
á dos dedos de representar el cuadro del hambre... Todo es, pues,
pura representación; venirnos, pues, con la pregunta truhanesca de si
estamos ó no en un sistema representativo, es burlarse de uno en sus
barbas y preguntarle á un borracho si bebe vino. Desengáñate de una
vez, y acaba de creer á pies juntillas, no sólo que vivimos bajo un
régimen representativo, aunque te engañen las apariencias, sino que
todo esto no es más que una pura representación, á la cual, para ser de
todo punto igual á una del teatro, no le faltan más que los silbidos,
los cuales, si se ha de creer en corazonadas y en síntomas y señales
anteriores, no deben andar muy lejos, ni de hacerse esperar mucho,
según la mareta sorda que se empieza ya á sentir.
Añades que no somos libres. Menos entiendo yo esto que lo otro. Gozamos
de la más amplia libertad posible; y en esto te juro que hemos llegado
á tal altura de tolerancia y despreocupación, que ninguna nación culta
ni inculta rayó jamás tan alto. Y voy á darte la prueba. Suponte por
un momento, aunque te pese hasta el figurártelo, que eres español. No
te aflijas, que esto no es más que una suposición. Que eres español,
y que dices para tu capote, por ejemplo: «Yo quiero ser carlista». En
hora buena: coges tu fusil y tu canana, y ancha Castilla; nadie te lo
estorba; que te cansas de la facción y que te vas á tu casa, nadie
te dice una palabra, con tal que tantas cuantas veces lo hagas, uses
de la fórmula de decir que te acoges á algún indulto de los últimos
que hayan salido, ó de los primeros que vayan á salir. Ya ves tú que
esto no cuesta trabajo. Que te levantas un día de mal humor, y que
conspiras como carlista, ó que te defiendes en tu cuartel á balazos ó
con cualquiera otro medio inocente: vas á Filipinas y ves tierras, y
siempre aprendes geografía.
Verdad es, que si como te había de dar por conspirar en favor de
los diez años, te da por conspirar en favor de los tres, hay una
diferencia, y que entonces no necesitas salir al campo ni tirar un tiro
para que te prendan, sino que te vienen á prender á tu misma casa, que
es gran comodidad; pero, amigo, no se cogen truchas á bragas enjutas,
y algo le ha de costar á uno ser liberal. Y luego que eso te sucederá
si eres tonto, porque nadie te manda ser liberal; tú puedes ser lo
que te dé la gana. Añade á eso que libertad completa no la hay en el
mundo, que eso es un disparate. Así es, que cuando yo digo que somos
libres, no quiero yo decir por eso que podemos ser libres á banderas
desplegadas y salir diciendo por las calles: «¡Viva la libertad!» ú
otros despropósitos de esta especie; ni que podemos dar en tierra con
los empleados de Calomarde que quedan en su destino, lo cual tampoco
sería justo, porque yo no creo que porque los haya empleado éste ú
aquél dejen por eso de necesitar un sueldo. ¡Pobrecillos! Nada de eso:
quiero decir que podemos gritar en días solemnes: «¡Viva el Estatuto!»,
y podemos estarnos cada uno en su casa, y callar á todo siempre y
cuando nos dé la gana. Si esto no es libertad, venga Dios y véalo. Lo
mismo es esto que lo que acerca de la libertad de imprenta me añades.
¿Y quién duda que tenemos libertad de imprenta? Que quieres imprimir
una esquela de convite; más, una esquela de muerte; más todavía, una
tarjeta con todo tu nombre y tu apellido, bien especificado: nadie
te lo estorba. Ahí verás cuán equivocados vivís, y cuán peligroso es
creerse de los informes que da cualquiera. Que eres poeta, y que llega
un día de su Majestad y haces una oda: allí puedes alabar todo lo
que pasa, y puedes decir que todo va bien en buenos ó malos versos,
que toda esa libertad te dejan. Y también puedes decirlo en prosa, y
puedes no decirlo de ninguna manera, si eres hombre de sentido común,
y nadie se mete contigo. Que quieres publicar un periódico, nada más
fácil. Vas, y ¿qué haces? Lo primero reúnes seis mil reales de renta,
que esto en España todos nacen con ellos, y si no los encuentras á
la vuelta de una esquina. Lo segundo, entregas veinte mil reales en
depósito: que no los tienes; también los encuentras al momento. Aquí
todo el mundo te convida con una talega á primera vista. Y estos
veinte mil reales son sagrados, como todos los depósitos, como los de
Gremios, etc., etc. El día de mañana, ó al otro, por ejemplo, te los
vuelven. Pides luego tu licencia; que te la niegan, ó que no tienes las
cualidades necesarias... no publicas tu periódico. Y está muy bien,
porque si no eres empleado de nombramiento real, ó no eres mayorazgo
de seis mil reales de renta, ó no eres abogado del colegio, que es
lo que hay que ser en España, ¿qué has de publicar en tu periódico,
sino tonterías y oscurantismo? Pero que eres apto, no por tus luces
ó tu patriotismo, sino por tus reales ó tus pedimentos del colegio
(de otra parte no), y que te dan tu licencia, te ponen tu censor
correspondiente, que te deja decir todo, por supuesto, y lluévete
suscripción encima, porque eso sí, el país es amigo de leer, y es una
viña para especulaciones, sobre todo literarias.
Rectifica, pues, amigo Silva, tus ideas con respecto á España, y cree
no sólo que vivimos bajo un régimen representativo, sino que somos
libres más que ninguna nación del mundo, y que tenemos amplia libertad
de imprenta.
Una vez convencido de estas tres bases fundamentales, tratará de
convencerte de esas otras menudísimas dudas que abrigas acerca de la
prosperidad de la España, que no le va en zaga en nada á Portugal,--_El
liberal de acá_.
_P. D._ La cuádrupla alianza sigue produciendo saludables efectos.


LO QUE NO SE PUEDE DECIR
NO SE DEBE DECIR

Hay verdades de verdades, y á imitación del _diplomático_ de Scribe
podríamos clasificarlas con mucha razón en dos: la verdad que no es
verdad, y... Dejando á un lado las muchas de esa especie que en todos
los ángulos del mundo pasan convencionalmente por lo que no son,
vamos á la verdad verdadera, que es indudablemente la contenida en el
epígrafe de este capítulo.
Una cosa aborrezco, pero de ganas, á saber, esos hombres naturalmente
turbulentos que se alimentan de oposición, á quienes ningún gobierno
les gusta, ni aun el que tenemos en el día; hombres que no dan tiempo
al tiempo, para quienes no hay ministro bueno, sobre todo desde que se
ha convencido con ellos en que Calomarde era el peor de todos; esos
hombres que quieren que las guerras no duren, que se acaben pronto las
facciones, que haya libertad de imprenta, que todos sean milicianos
urbanos... Vaya usted á saber lo que quieren esos hombres. ¿No es un
horror?
Yo no. Dios me libre. El hombre ha de ser dócil y sumiso, y cuando
está sobre todo en la clase de los súbditos, ¿qué quiere decir esa
petulancia de juzgar á los que le gobiernan? ¿No es esto la débil y
mezquina criatura pidiendo cuentas á su Criador?
La ley, señor, la ley. Clara está y terminante: impresa y todo: no
es decir que se la dan á uno de tapadillo. Ése es mi norte. Cójame
Zumalacárregui, si se me ve jamás separarme un ápice de la ley.
Quiero hacer un artículo, por ejemplo: no quiero que me lo prohíban,
aunque no sea más que por no hacer dos en vez de uno. ¿Y qué hace
usted? me dirán esos perturbadores que tienen siempre la anarquía entre
los dedos para soltársela encima al primer ministro que trasluzcan,
¿qué hace usted para que no se lo prohíban?
¡Qué he de hacer, hombres exigentes! Nada: lo que debe hacer un
escritor independiente en tiempos como éstos de independencia. Empiezo
por poner al frente de mi artículo, para que me sirva de eterno
recuerdo: «Lo que no se puede decir, no se debe decir». Sentada en el
papel esta provechosa verdad, que es la verdadera, abro el reglamento
de censura: no me pongo á criticarlo: ¡nada de eso! no me compete. Sea
reglamento ó no sea reglamento, cierro los ojos, y venero la ley, y la
bendigo que es más. Y continúo:
Artículo 12. «No permitirán los censores que se inserten en los
periódicos:
«Primero: artículos en que viertan máximas ó doctrinas que conspiren
á destruir ó alterar la religión, el respeto á los derechos y
prerrogativas del trono, el Estatuto Real, y demás leyes fundamentales
de la monarquía».
Esto dice la ley. Ahora bien: doy el caso que me ocurra una idea que
conspira á destruir la religión. La callo, no la escribo, me la como.
Éste es el modo.
No digo nada del respeto á los derechos y prerrogativas del trono,
el Estatuto, etc., etc. ¿Si les parecerá á esos hombres de oposición
que no me ocurre nada sobre esto? Pues se equivocan; ni cómo he de
impedir yo que me ocurran los mayores disparates del mundo. Ya se ve
que me ocurriría entrar en el examen de ese respeto, y que me ocurriría
investigar los fundamentos de todas las cosas más fundamentales. Pero
me llamo aparte, y digo para mí: ¿No está clara la ley? Pues punto
en boca. Es verdad que me ocurrió; pero la ley no condena ocurrencia
alguna. Ahora; en cuanto á escribirlo, ¿no fuera una necedad? No
pasaría. Callo, pues; no lo pongo, y no me lo prohíben. He aquí el
medio sencillo, sencillísimo. Los escritores, por otra parte, debemos
dar el ejemplo de la sumisión. Ó es ley, ó no es ley. Mal haya los
descontentadizos. ¡Mal haya esa funesta oposición! ¿No es buena manía
la de oponerse á todo, la de querer escribirlo todo?
Que no pasan las _sátiras_ é _invectivas_ contra la autoridad; pues
no se ponen tales sátiras ni invectivas. Que las prohíben, aunque se
_disfracen_ con _alusiones_ ó _alegorías_. Pues no se disfrazan. Así
como así ¡no parece sino que es cosa fácil inventar las tales alusiones
y alegorías!
Los _escritos injuriosos_ están en el mismo caso, aun cuando vayan con
_anagramas_ ó en otra cualquiera forma, _siempre que los censores se
convenzan de que se alude á personas determinadas_.
En hora buena; voy á escribir ya; pero llego á este párrafo y no
escribo. Que no es injurioso, que no es libelo, que no pongo anagrama.
No importa; puede convencerse el censor de que se alude, aunque no se
aluda. ¿Cómo haré, pues, que el censor no se convenza? Gran trabajo: no
escribo nada; mejor para mí; mejor para él; mejor para el gobierno: que
encuentre alusiones en lo que no escribo. He aquí, he aquí el sistema.
He aquí la gran dificultad por tierra. Desengañémonos: nada más fácil
que obedecer. Pues entonces, ¿en qué se fundan las quejas? ¡Miserables
que somos!
Los _escritos licenciosos_, por ejemplo. ¿Y qué son escritos
licenciosos? ¿Y qué son costumbres? Discurro, y á mi primera
resolución, nada escribo; más fácil es no escribir nada, que ir á
averiguarlo.
Buenas ganas se me pasan de injuriar á _algunos soberanos_ y _gobiernos
extranjeros_. ¿Pero no lo prohíbe la ley? Pues chitón.
Hecho mi examen de la ley, voy á ver mi artículo; con el reglamento de
censura á la vista, con la intención que me asiste, no puedo haberlo
infringido. Examino mi papel; no he escrito nada, no he hecho artículo,
es verdad. Pero en cambio he cumplido con la ley. Éste será eternamente
mi sistema; buen ciudadano, respetaré el látigo que me gobierna, y
concluiré siempre diciendo:
«Lo que no se puede decir, no se debe decir».


REVISTA DEL AÑO 1834

No sé por qué capricho extraordinario, y en oposición con mis hábitos
antiguos, el 31 de este diciembre que espira hubo de asaltarme el
sueño mucho más pronto de lo que acostumbra; no diré si fué porque
leí ese día más artículos de periódico de los que puede resistir mí
débil naturaleza, ó si fuí á alguna representación nueva, de ésas en
que el autor y los actores hacen todo lo que pueden, y en que suele
uno no poder con lo que hacen. Lo único que puedo asegurar, juzgando
por los resultados, es que reclinado en una poltrona moderna me
entregué á Morfeo con la misma seguridad y descuido que un juez en la
audiencia, ó que una autoridad no responsable en días de calamidad.
No sé el tiempo que habría transcurrido desde el momento que hice tan
completa abnegación de mí mismo, cuando se me antojó ver un anciano
venerable, que por su reloj de arena y su luz hube de reconocer por el
Tiempo; envuelto en una nube, como pudiera un majo en su capa, porque
es sabido que esta clase de visiones siempre aparecen entre nubes,
aparecía indicarme con el dedo dos puertas, una enfrente de otra, en la
una de las cuales se leía _pasado_, y en la otra _futuro_. Parecióme
entonces que salía de su seno un ser más joven que él en verdad, pero
semejante á aquellos hombres, que todos conocemos, en quienes la
decrepitud y la muerte ha seguido muy de cerca á su nacimiento. En su
frente se leía en letras gruesas 1834. Seguíanle, y fueron pasando
ante mis ojos deslumbrados, doce mancebos, en cada uno de los cuales
se veían sobre sus diversos atributos el nombre de un mes. Al pasar
cada uno de ellos ante el primer venerable personaje, que iba á acabar
con su existencia, hacíanle profundo acatamiento, lo cual me recordó á
los hombres que siempre están más comedidos con quien peor los trata.
Figuróseme que le daban cuenta exacta de su corta y efímera vida, y el
anciano iba resumiendo los datos en un gran libro lleno de borrones y
de enmiendas. «Según las mentiras que en ese libro se aciertan de lejos
á divisar, dije para mí, debe de ser el libro de la historia». Así era
efectivamente.
Pasados en revista los doce mancebos, y oídas sus revelaciones, á
tiempo que iba á poner el último el pie en el dintel de una de las dos
puertas, fué preciso escuchar la relación que, en descargo sin duda de
su conciencia, hizo al Tiempo el segundo personaje, y de la cual, si
mal no me acuerdo, hube de recoger los siguientes fragmentos.
«Al nacer, comenzó el buen viejo, que se veía morir, después de tan
corta vida, encontré al mundo poco más ó menos como mis predecesores:
reyes por todas partes mandando pueblos, pueblos por todas partes
dejándose mandar por reyes. Engaños y falsedades, donde quiera,
charlatanismo en todas partes, crédulos é ignorantes siempre erigiendo
el edificio de su poder...
Encontré á España empezando á despertar de un sueño como el de
Endimión, aparte la diferencia del número de los años. En política
un manifiesto; barrera entre el despotismo y la libertad, existía
oponiendo diques á todas las corrientes; yo le desbaraté, y la
corriente de la libertad, sin verse expedita aún, halló rendijas y
aberturas por donde penetrar é ir poco á poco fertilizando los campos.
En mis primeros momentos de vida, en tiempo de máscaras por más señas,
llamé al poder á un hombre todo esperanzas, de éstos de quienes se
dice simplemente que prometen; pero no me estaba reservado ver en mi
corta vida realizadas las promesas, y dudo que las vean mis sucesores
cumplidas. Durante mi tiempo ha nacido un monstruo, el _miedo á la
anarquía_; monstruo como el terror, pánico; él ha perseguido á mis
hijos predilectos; él ha alargado la vida á los hijos de mis diez
antepasados...
Sin embargo, una representación nacional ha venido á sentarse en
los escaños públicos de dos estamentos, que he venerado, y en cuya
naturaleza antico-moderna no he hecho alto. Lo he tomado como me lo han
dado. La posteridad no dirá que no he sido filósofo: todo lo contrario:
he tomado las cosas conforme han venido: he visto abolido el voto
de Santiago, pequeño paso, y como éste otros tan menudos que ni los
recuerdo. Grande, nada he visto sino la paciencia. He visto celebrarse
un gran tratado diplomático: no he visto sus resultados.
Encontré á mi advenimiento algunos facciosos: al morir me hallo en el
apuro del que muere muy rico, en este particular; no sé los que dejo.
He mirado estrellarse en las provincias reputaciones antiguas, como la
espuma del mar en las rocas.
Una calamidad tan espantosa como ésa ha hecho y hará por mucho tiempo
memorable mi existencia; un azote del cielo ha devastado el suelo. El
cólera-morbo se ha llevado lo que ha perdonado la guerra civil.
En punto á ciencias no he visto nada: en literatura, he visto una ó dos
producciones nuevas; he visto dos dramas históricos, de que no sé si
hablarán tanto como yo mis sucesores.
En artes tampoco he visto gran cosa. El año 34 será célebre por sus
calamidades; nadie empero le verá jamás en el libro de los adelantos
humanos para España; es de temer que no sea yo el último á quien se
haga ese reproche.
Al dejar mi corto reinado, déjolo peor que lo encontré, y ojalá que el
remedio estuviera tan cerca como mi fin. Debo advertir que he vivido
amordazado, y que muero todavía sin voz. Por eso me fuera imposible
decir cuanto he visto; pero sólo declararé que me hubiera estado mejor
haber nacido ciego.
Mi fin se acerca por momentos. ¡Ojalá que mis sucesores puedan dar
mejor cuenta de sus días, ojalá que no vean tantos como yo perdidos, ó
manchados!»
Al decir estas últimas palabras, abriéronse de repente entrambas
puertas con nunca oído estrépito. El Tiempo extendió su hoz destructora
sobre las trece cabezas, y se hundieron rápidamente en el interior
del _pasado_, que volvió á cerrarse en el mismo instante. La puerta
de lo _futuro_ se abrió entonces... un velo denso me impidió ver su
interior distintamente... en aquel punto doce terribles campanadas
me indicaron las doce de la noche, desperté y aún vi dos cosas entre
sueños: un enorme letrero en la puerta de lo _futuro_, que empezaba á
desaparecer á mis ojos despiertos, el cual decía: «año 1835». La cosa
segunda que vi fué que al hacer este sueño no había hecho más que un
plagio imprudente á un escritor de más mérito que yo. Di las gracias
á Jouy, me acabé de despertar, y me preparé á ver en el próximo y
naciente 1835 un segunda edición de los errores de 1834. Ojalá que la
experiencia desmienta mi funesto pronóstico.


LA SOCIEDAD

Es cosa generalmente reconocida que el hombre es _animal social_, y yo,
que no concibo que las cosas puedan ser sino del modo que son, yo, que
no creo que pueda suceder sino lo que sucede, no trato por consiguiente
de negarlo. Puesto que vive en sociedad, social es sin duda. No pienso
adherirme á la opinión de los escritores mal humorados que han querido
probar que el hombre habla por una aberración, que su verdadera
posición es la de los cuatro pies, y que comete un grave error en
buscar y fabricarse todo género de comodidades, cuando pudiera pasar
pendiente de las bellotas de una encina el mes, por ejemplo, en que
vivimos. Hanse apoyado para fundar semejante opinión en que la sociedad
le roba parte de su libertad, si no toda; pero tanto valdría decir que
el frío no es cosa natural, porque incomoda. Lo más que concederemos
á los abogados de la vida salvaje es que la sociedad es de todas
las necesidades de la vida la peor: eso sí. Ésta es una desgracia,
pero en el mundo feliz que habitamos casi todas las desgracias son
verdad: razón por la cual nos admiramos siempre que vemos tantas
investigaciones para buscar ésta. Á nuestro modo de ver no hay nada más
fácil que encontrarla: allí donde está el mal, allí está la verdad. Lo
malo es lo cierto. Sólo los bienes son ilusión.
Ahora bien; convencidos de que todo lo malo es natural y verdad, no nos
costará gran trabajo probar que la sociedad es natural, y que el hombre
nació por consiguiente social; no pudiendo impugnar la sociedad, no nos
queda otro recurso que pintarla.
De necesidad parece creer que al verse el hombre solo en el mundo,
blanco inocente de la intemperie y de toda especie de carencias, trate
de unir sus esfuerzos á los de su semejante para luchar contra sus
enemigos, de los cuales el peor es la naturaleza entera; es decir, el
que no puede evitar, el que por todas partes le rodea; que busque á
su hermano (que así se llaman los hombres unos á otros por burla sin
duda) para pedirle su auxilio: de aquí podría deducirse que la sociedad
es un cambio mutuo de servicios recíprocos. Grave error, es todo lo
contrario: nadie concurre á la reunión para prestarle servicios, sino
para recibirlos de ella: es un fondo común donde acuden todos á sacar,
y donde nadie deja, sino cuando sólo puede tomar en virtud de permuta.
La sociedad es, pues, un cambio mutuo de perjuicios recíprocos. Y el
gran lazo que la sostiene es por una incomprensible contradicción
aquello mismo que parecería destinado á disolverla; es decir, el
egoísmo. Descubierto ya el estrecho vínculo que nos reúne unos á otros
en sociedad, excusado es probar dos verdades eternas, y por cierto
consoladoras, que de él se deducen: primera, que la sociedad, tal cual
es, es imperecedera, puesto que siempre nos necesitaremos unos á otros:
segunda, que es franca, sincera y movida por sentimientos generosos; y
en esto no cabe duda, puesto que siempre nos hemos de querer á nosotros
mismos más que á los otros.
Averiguar ahora si la cosa pudiera haberse arreglado de otro modo, si
el gran poder de la creación estaba en que no nos necesitásemos, y si
quien ponía por base de todo el egoísmo, podía haberle sustituido el
desprendimiento, ni es cuestión para nosotros, ni de estos tiempos, ni
de estos países.
Felizmente no se llega al conocimiento de estas tristes verdades sino
á cierto tiempo; en un principio todos somos generosos aún, francos,
amantes, amigos..... en una palabra, no somos hombres todavía; pero
á cierta edad nos acabamos de formar, y entonces ya es otra cosa:
entonces vemos por la primera vez, y amamos por la última. Entonces no
hay nada menos divertido que una diversión; y si pasada cierta edad
se ven hombres buenos todavía, esto está sin duda dispuesto así para
que ni la ventaja cortísima nos quede de tener una regla fija á que
atenernos, y con el fin de que puedan llevarse chasco hasta los más
experimentados.
Pero como no basta estar convencidos de las cosas para convencer de
ellas á los demás, inútilmente hacía yo las anteriores reflexiones
á un primo mío que quería entrar en el mundo hace tiempo, joven,
vivaracho, inexperto, y por consiguiente alegre. Criado en el colegio,
y versado en los autores clásicos, traía al mundo llena la cabeza de
las virtudes que en los poemas y comedias se encuentran. Buscaba un
Pilades; toda amante le parecía una Safo, y estaba seguro de encontrar
una Lucrecia el día que la necesitase. Desengañarle era una crueldad.
¿Por qué no había de ser feliz mi primo unos días como lo hemos sido
todos? Pero además hubiera sido imposible. Limitéme, pues, á tomar
sobre mí el cuidado de introducirle en el mundo, dejando á los demás el
desengañarle de él.
Después de haber presidido al cúmulo de pequeñeces indispensables,
al lado de las cuales nada es un corazón recto, una alma noble, ni
aun una buena figura, es decir, después de haberse proporcionado unos
cuantos fraques y cadenas, pantalones colan y mi-colan, reloj, sortijas
y media docena de onzas siempre en el bolsillo, primeras virtudes en
sociedad, introdújelo por fin en las casas de mejor tono. Un poco de
presunción, un personal excelente, suficiente atolondramiento para
no quedarse nunca sin conversación, un modo de bailar semejante al
de una persona que anda sin gana, un bonito frac, seis apuestas de
á onza en el _ecarté_, y todo el desprecio posible de las mujeres,
hablando con los hombres, le granjearon el afecto y la amistad
verdadera de todo el mundo. Es inútil decir que quedó contento de su
introducción. «Es encantadora, me dijo, la sociedad. ¡Qué alegría! ¡Qué
generosidad! ¡¡¡Ya tengo amigos, ya tengo amante!!!» Á los quince días
conocía á todo Madrid: á los veinte no hacía caso ya de su antiguo
consejero: alguna vez llegó á mis oídos que afeaba mi filosofía y mis
descabelladas ideas, como las llamaba: «Preciso es que sea muy malo
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