Obras completas de Fígaro, Tomo 2 - 21

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el teatro se ofreció primer blanco á los tiros de esta que han
calificado muchos de mordaz maledicencia. Yo no sé si la humanidad bien
considerada tiene derecho á quejarse de ninguna especie de murmuración,
ni si se puede decir de ella todo el mal que se merece; pero como hay
millares de personas seudo-filantrópicas, que al defender la humanidad
parece que quieren en cierto modo indemnizarla de la desgracia de
tenerlos por individuos, no insistiré en este pensamiento. Del
llamado teatro, sin duda por antonomasia, dejéme suavemente deslizar
al verdadero teatro: á esa muchedumbre en continuo movimiento, á esa
sociedad donde sin ensayo ni previo anuncio de carteles, y donde á
veces hasta de balde y en balde se representan tantos y tan distintos
papeles.
Descendí á ella, y puedo asegurar que al cotejar este teatro con el
primero, no pudo menos de ocurrirme la idea de que era más consolador
éste que aquél: porque al fin, seamos francos, triste cosa es
contemplar en la escena la coqueta, el avaro, el ambicioso, la zelosa,
la virtud caída y vilipendiada, las intrigas incesantes, el crimen
entronizado á veces y triunfante; pero al salir de una tragedia para
entrar en la sociedad puede uno exclamar al menos: «Aquello es falso;
es pura invención; es un cuento forjado para divertirnos»; y en el
mundo es todo lo contrario; la imaginación más acalorada no llegará
nunca á abarcar la fea realidad. Un rey de la escena depone para irse
á acostar el cetro y la corona, y en el mundo el que la tiene duerme
con ella, y sueñan con ella infinitos que no la tienen. En las tablas
se puede silbar al tirano; en el mundo hay que sufrirle; allí se le va
á ver como una cosa rara, como una fiera que se enseña por dinero; en
la sociedad cada preocupación es un rey; cada hombre un tirano; y de
su cadena no hay librarse; cada individuo se constituye en eslabón de
ella; los hombres son la cadena unos de otros.
De estos dos teatros sin embargo, peor el uno que el otro, vino á
desalojarme una frase que lo ocupó todo: la política. ¿Quién hubiera
leído un ligero bosquejo de nuestras costumbres, torpe, y débilmente
trazado acaso, cuando se estaban dibujando en el gran telón de la
política escenas, si no mejores, de un interés ciertamente más próximo
y positivo? Sonó el primer arcabuz de la facción, y todos volvimos la
cara á mirar de dónde partía el tiro: en esta nueva representación,
semejante á la fantasmagórica de Mantilla, donde empieza por verse una
bruja, de la cual nace otra y otras, hasta _multiplicarse al infinito_,
vimos un faccioso primero, y luego vimos _un faccioso más_, y en pos de
él poblarse de facciosos el telón. Lanzado en mi nuevo terreno esgrimí
la pluma contra las balas, y revolviéndome á una parte y otra, di la
cara á dos enemigos; al faccioso de fuera, y al justo medio, á la
parsimonia de dentro. ¡Débiles esfuerzos! El monstruo de la política
estuvo en cinta y dió á luz lo que había mal engendrado; pero tras éste
debían venir hermanos menores, y uno de ellos, nuevo Júpiter, debía
destronar á su padre. Nació la censura, y heme aquí poco menos que
desalojado de mi última posición. Confieso francamente que no estoy
en armonía con el reglamento: respétole y desobedezco; he aquí cuanto
se puede exigir de un ciudadano: á saber, que no altere el orden; es
bueno tener entendido que en política se llama _orden_ á lo que existe,
y que se llama _desorden_ este mismo _orden_ cuando le sucede otro
_orden_ distinto; por consiguiente es perturbador el que se presenta á
luchar contra el orden existente con menos fuerzas que él; el que se
presenta con más, pasa á _restaurador_, cuando no se le quiere honrar
con el pomposo título de _libertador_. Yo nunca alteraré el orden
probablemente, porque nunca tendré la locura de creerme por mí solo más
fuerte que él: en este convencimiento, infinidad de artículos tengo
solamente rotulados, cuyo desempeño conservo para más adelante; porque
la esperanza es precisamente lo único que nunca me abandona; pero al
paso que no los escribiré, porque estoy persuadido de que me los habían
de prohibir (lo cual no es decir que me los han prohibido, sino todo
lo contrario, puesto que yo no los escribo), tengo placer en hacer
de paso esta advertencia, al refugiarme, de cuando en cuando, en el
único terreno que deja libre á mis correrías el temor de ser rechazado
en posiciones más avanzadas. Ahora bien, espero que después de esta
previa inteligencia no habrá lector que me pida lo que no puedo darle:
digo esto porque estoy convencido de que ese pretendido acierto de un
escritor depende más veces de su asunto y de la predisposición feliz
de sus lectores que de su propia habilidad. Abandonado á esta sola,
considérome débil, y escribo todavía con más miedo que poco mérito, y
no es ponderarlo poco, sin que esto tenga visos de afectada modestia.
Habiendo de parapetarme en las costumbres, la primera idea que me
ocurre es que el hábito de vivir en ellas, y la repetición diaria de
las escenas de nuestra sociedad, nos impide muchas veces pararnos
solamente á considerarlas, y casi siempre nos hace mirar como naturales
cosas que en mi sentir no debieran parecérnoslo tanto. Las tres
cuartas partes de los hombres viven de tal ó cual manera porque de
tal ó cual manera nacieron y crecieron; no es una gran razón; pero
ésta es la dificultad que hay para hacer reformas: he aquí por qué las
leyes difícilmente pueden ser otra cosa que el índice reglamentario
y obligatorio de las costumbres: he aquí por qué caducan multitud de
leyes que no se derogan: he aquí la clave de lo mucho que cuesta hacer
libre por las leyes á un pueblo esclavo por sus costumbres.
Pero nos apartamos demasiado de nuestro objeto: volvamos á él: este
hábito de la pena de muerte, reglamentada y judicialmente llevada á
cabo en los pueblos modernos con un abuso inexplicable, supuesto que la
sociedad al aplicarla no hace más que suprimir de su mismo cuerpo uno
de sus miembros, es causa de que se oiga con la mayor indiferencia el
fatídico grito que desde el amanecer resuena por las calles del gran
pueblo, y que uno de nuestros amigos acaba de poner atinadísimamente
por estribillo á un trozo de poesía romántica.
Para hacer bien por el alma
Del que van á ajusticiar.
Ese grito, precedido por la lúgubre campanilla, tan inmediata y
constantemente como sigue la llama al humo, y el alma al cuerpo; este
grito que implora la piedad religiosa en favor de una parte del ser que
va á morir, se confunde en los aires con las voces de los que venden y
revenden por las calles los géneros de alimento y de vida para los que
han de vivir aquel día. No sabemos si algún reo de muerte habrá hecho
esta singular observación, pero debe ser horrible á sus oídos el último
grito que ha de oir de la _coliflorera_ que pasa atronando las calles á
su lado.
Leída y notificada al reo la sentencia, y la última venganza que toma
de él la sociedad entera, en lucha por cierto desigual, el desgraciado
es trasladado á la capilla, en donde la religión se apodera de él como
de una presa ya segura: la justicia divina espera allí á recibirle
de manos de la humana. Horas mortales transcurren allí para él: gran
consuelo debe de ser el creer en un Dios, cuando es preciso prescindir
de los hombres, ó, por mejor decir, cuando ellos prescinden de uno.
La vanidad sin embargo se abre paso al través del corazón en tan
terrible momento, y es raro el reo que pasada la primera impresión,
en que una palidez mortal manifiesta que la sangre quiere huir y
refugiarse al centro de la vida, no trata de afectar una serenidad
pocas veces posible. Esta tiránica sociedad exige algo del hombre
hasta en el momento en que se niega entera á él; injusticia por cierto
incomprensible; pero reirá de la debilidad de su víctima. Parece que
la sociedad al exigir valor y serenidad en el reo de muerte con sus
constantes preocupaciones se hace justicia á sí misma, y extraña que no
se desprecie lo poco que ella vale y sus fallos insignificantes.
En tan críticos instantes, sin embargo, rara vez desmiente cada cual
su vida entera y su educación; cada cual obedece á sus preocupaciones
hasta en el momento de ir á desnudarse de ellas para siempre. El
hombre abyecto, sin educación, sin principios, que ha sucumbido
siempre ciegamente á su instinto, á su necesidad, que robó y mató
maquinalmente, muere maquinalmente. Oyó un eco sordo de religión en
sus primeros años, y este eco sordo, que no comprende, resuena en la
capilla, en sus oídos, y pasa maquinalmente á sus labios. Falto de
lo que se llama en el mundo honor, no hace esfuerzo para disimular
su temor, y muere muerto. El hombre verdaderamente religioso vuelve
sinceramente su corazón á Dios, y éste es todo lo menos infeliz que
puede el que lo es por última vez. El hombre educado á medias, que
ensordeció á la voz del deber y de la religión, pero en quien estos
gérmenes existen, vuelve de la continua afectación de despreocupado en
que vivió, y duda entonces y tiembla. Los que el mundo llama impíos
y ateos, los que se han formado una religión acomodaticia, ó las han
desechado todas para siempre, no deben ver nada al dejar el mundo. Por
último, el entusiasmo político hace veces casi siempre de valor: y en
esos reos, en quienes una opinión es la preocupación dominante, se han
visto las muertes más serenas.
Llegada la hora fatal entonan todos los presos de la cárcel, compañeros
de destino del sentenciado, y sus sucesores acaso, una salve en un
compás monótono, y que contrasta singularmente con las jácaras y coplas
populares, inmorales é irreligiosas, que momentos antes componían
juntamente con las preces de la religión el ruido de los patios y
calabozos del espantoso edificio. El que hoy canta esa salve se la oirá
cantar mañana.
En seguida, la cofradía vulgarmente dicha de la Paz y Caridad recibe
al reo, que vestido de una túnica y un bonete amarillos, es trasladado
atado de pies y manos sobre un animal, que sin duda por ser el más útil
y paciente, es el más despreciado, y la marcha fúnebre comienza.
Un pueblo entero obstruye ya las calles del tránsito. Las ventanas y
balcones están coronados de espectadores sin fin, que se pisan, se
apiñan, y se agrupan para devorar con la vista el último dolor del
hombre.--¿Qué espera esa multitud? diría un extranjero que desconociese
las costumbres. ¿Es un rey el que va á pasar; ese ser coronado, que
es todo un espectáculo para un pueblo? ¿Es un día solemne? ¿Es una
pública festividad? ¿Qué hacen ociosos esos artesanos? ¿Qué curiosea
esta nación?--Nada de eso. Ese pueblo de hombres va á ver morir
á un hombre.--¿Dónde va?--¿Quién es?--¡Pobrecillo!--Merecido lo
tiene.--¡Ay! si va muerto ya.--¿Va sereno?--¡Qué entero va!
He aquí las preguntas y expresiones que se oyen resonar en derredor.
Numerosos piquetes de infantería y caballería esperan en torno del
patíbulo. He notado que en semejante acto siempre hay alguna corrida:
el terror que la situación del momento imprime en los ánimos causa la
mitad del desorden: la otra mitad es obra de la tropa que va á poner
orden. ¡Siempre bayonetas en todas partes! ¿Cuándo veremos una sociedad
sin bayonetas? ¡No se puede vivir sin instrumento de muerte! Esto no
hace por cierto el elogio de la sociedad ni del hombre.
No sé por qué al llegar siempre á la plazuela de la Cebada mis
ideas toman una tintura singular de melancolía, de indignación y de
desprecio. No quiero entrar en la cuestión tan debatida del derecho que
puede tener la sociedad de mutilarse á sí propia: siempre resultaría
ser el derecho de la fuerza, y mientras no haya otro mejor en el
mundo, ¿qué loco se atrevería á rebatir ése? Pienso sólo en la sangre
inocente que ha manchado la plazuela; en la que manchará todavía. ¡Un
ser que como el hombre no puede vivir sin matar, tiene la osadía, la
incomprensible vanidad de presumirse perfecto!
Un tablado se levanta en un lado de la plazuela: la tablazón desnuda
manifiesta que el reo no es noble. ¿Qué quiere decir un reo noble? ¿Qué
quiere decir garrote vil? Quiere decir indudablemente que no hay idea
positiva ni sublime que el hombre no impregne de ridiculeces.
Mientras estas reflexiones han vagado por mi imaginación, el reo ha
llegado al patíbulo: en el día no son ya tres palos de que pende la
vida del hombre; es un palo solo: esta diferencia esencial de la horca
al garrote me recordaba la fábula de los Carneros de Casti, á quienes
su amo proponía, no si debían morir, sino si debían morir cocidos ó
asados. Sonreíame todavía de este pequeño recuerdo, cuando las cabezas
de todos, vueltas al lugar de la escena, me pusieron delante que había
llegado el momento de la catástrofe: el que sólo había robado acaso á
la sociedad, iba á ser muerto por ella: la sociedad también da ciento
por uno: si había hecho mal matando á otro, la sociedad iba á hacer
bien matándole á él. Un mal se iba á remediar con dos. El reo se sentó
por fin. ¡Horrible asiento! Miré el reloj: las doce y diez minutos:
el hombre vivía aún... De allí á un momento una lúgubre campanada de
San Millán, semejante al estruendo de las puertas de la eternidad que
se abrían, resonó por la plazuela: el hombre no existía ya: todavía
no eran las doce y once minutos.--«La sociedad, exclamé, estará
satisfecha: ya ha muerto un hombre».


UNA PRIMERA REPRESENTACIÓN

En los tiempos de Iriarte y de Moratín, de Comella y del abate
Cladera, cuando divididas las pandillas literarias se asestaban de
librería á librería, de corral á corral, las burlas y los epigramas,
la primera representación de una comedia (entonces todas eran comedias
ó tragedias) era el mayor acontecimiento de la España. El buen pueblo
madrileño, á cuyos oídos no habían llegado aún, ó de cuya memoria
se habían borrado las encontradas voces de _tiranía_ y _libertad_,
hacía entonces la vista gorda sobre el gobierno. Su majestad cazaba
en los bosques del Pardo, ó reventaba mulas en la trabajosa cuesta de
la Granja; en la corte se intrigaba, poco más ó menos como ahora, si
bien con un tanto más de hipocresía; los ministros colocaban á sus
parientes y á los de sus amigos; esto ha variado completamente; la
clase media iba á la oficina; entonces un empleo era cosa segura, una
suerte hecha; y el honrado, el heroico pueblo iba á los toros á llamar
_bribón_ á boca llena á Pepe-hillo y Pedro Romero cuando el toro no se
quería dejar matar á la primera. Entonces no había más guerra civil que
los famosos bandos y parcialidades de _chorizos_ y _polacos_. No se
sospechaba siquiera que podía haber más derecho que el de tirar varias
cáscaras de melón á un _morcillero_, y el de acompañar la silla de
manos de la Rita Luna, de vuelta á su casa desde el teatro, lloviendo
dulces sobre ella. En aquellos tiempos de tiranía y de inquisición
había sin embargo más libertad; y no se nos tome esto en cuenta de
paradojas, porque al fin se sabía por donde podía venir la tempestad,
y el que entonces la pagaba era por poco avisado. En respetando al
rey, y á Dios, respeto que consistía más bien en no acordarse de ambas
majestades, que en otra cosa, podía usted vivir seguro sin carta de
seguridad, y viajar sin pasaporte. Si usted quería escribir, imprimía
y vendía cuanto á las mientes se le viniese, y ahí están si no las
obras de Saavedra, las del mismo Comella, las de Iriarte, las de
Moratín, las poesías de Quintana, que escritas en nuestros días no
podrían probablemente ver en muchos años la luz pública. Entonces ni
había espías, ni menos policía: no le ahorcaban á usted hoy por liberal
y mañana por carlista, ni al día siguiente por ambas cosas: tampoco
había esta comezón que nos consume de ilustración y prosperidad: el que
tenía un sueldo se tenía por bastante ilustrado, y el que se divertía
alegremente se creía todo lo próspero posible. Y esto pesado en la
balanza de las compensaciones es algo sin duda.
Había otra ventaja, á saber, que si no quería usted cavar la tierra,
ni servir al rey en las armas, cosas ambas un si es no es incómodas;
si no quería usted quemarse las cejas sobre los libros de leyes ó
de medicina; si no tenía usted ramo ninguno de rentas donde meter
la cabeza, ni hermana bonita, ni mujer amable, ni madre que lo
hubiese sido; si no podía usted ser paje de bolsa de algún ministro ó
consejero, decía usted que tenía una estupenda vocación; vistiendo el
tosco sayal tenía usted su vida asegurada, y dejando los estudios, como
fray Gerundio, se metía usted á predicador. El oficio en el día parece
también haber perdido algunas de sus ventajas.
Por nuestros escritos conocerán nuestros lectores que no debimos
alcanzar esos tiempos bienaventurados. Pero ¿quién no es hijo de
alguien en el mundo? ¿Quién no ha tenido padres que se lo cuenten?
Entonces en el teatro se escuchaban pocas silbas, y el ilustrado
público, menos descontentadizo, era á la par más indulgente. Lo que por
aquellos tiempos podía ser una _primera representación_, lo ignoramos
completamente; y como no nos proponemos pintar las costumbres de
nuestros padres, sino las nuestras, no nos aflige en verdad demasiado
esta ignorancia.
En el día una primera representación es una cosa importantísima para
el autor de..., ¿de que diremos? Es tal la confusión de los títulos
y de las obras, que no sabemos cómo generalizar la proposición. En
primer lugar hay lo que se llama _comedia antigua_, bajo cuyo rótulo
general se comprenden todas las obras dramáticas anteriores á Comella;
de capa y espada, de intriga, de gracioso, de figurón, etc., etc.; hay
en segundo el drama, dicho melodrama, que fecha de nuestro interregno
literario, traducción de la _Porte Saint-Martin_ como _el Valle del
torrente_, _el Mudo de Arpenas_, etc., etc.: hay el drama sentimental
y terrorífico, hermano mayor del anterior, igualmente traducción, como
_la Huérfana de Bruselas_; hay después la comedia dicha clásica de
Molière y Moratín, con su versito asonantado ó su prosa casera; hay la
tragedia clásica, ora traducción, ora original, con sus versos pomposos
y su correspondiente hojarasca de metáforas y pensamientos sublimes de
sangre real: hay la piececita de costumbres, sin costumbres, traducción
de Scribe: insulsa á veces, graciosita á ratos, ingeniosa por aquí y
por allí; hay el drama histórico, crónica puesta en verso, ó prosa
poética, con sus trajes de la época y sus decoraciones _ad hoc_, y al
uso de todos los tiempos: hay, por fin, si no me dejo nada olvidado, el
drama romántico, nuevo, original, cosa nunca hecha ni oída, cometa que
aparece por primera vez en el sistema literario con su cola y sus colas
de sangre y de mortandad, el único verdadero; descubrimiento escondido
á todos los siglos y reservado sólo á los Colones del siglo XIX. En una
palabra, la naturaleza en las tablas, la luz, la verdad, la libertad en
literatura, el derecho del hombre reconocido, la ley sin ley.
He aquí que el autor ha dado la última mano á lo que sea: ya lo ha
cercenado la censura decentemente; ya la empresa se ha convencido de
que se puede representar, y de que acaso es cosa buena.
Entonces los periodistas, amigos del autor, saben por casualidad la
próxima representación, y en todos los periódicos se lee, entre las
noticias de facciosos derrotados completamente, la cláusula que sigue:
«Se nos ha asegurado ó sabemos (el _sabemos_ no se aventura todos
los días) que se va á poner en escena un drama nuevo en el teatro
de... (por lo regular del Príncipe). Se nos ha dicho que es de un
autor conocido ya _ventajosamente_ por obras literarias de un mérito
incontestable. Deben desempeñar los principales papeles nuestra célebre
señora Rodríguez y el señor Latorre. La empresa no ha perdonado medio
alguno para ponerlo en escena con toda aquella brillantez que requiere
su argumento; y tenemos _fundados motivos_ (la amistad, nadie ha dicho
que no sea un motivo, ni menos que no sea fundado) para asegurar
que el éxito corresponderá á las esperanzas, y que por fin el teatro
español, etc., etc.», y así sucesivamente.
Luego que el público ha leído esto, es preciso ir al café del Príncipe:
allí se da razón de quién es el autor, de cómo se ha hecho la comedia,
de por qué la ha hecho, de que tiene varias alusiones sumamente
picantes, lo cual se dice al oído: el café del Príncipe, en fin, es el
memorialista, el valenciano del teatro.
¿Ha visto usted eso del drama que trae _la Revista_?--¿Qué drama es
ése?--No sé.--Sí, hombre, si es aquél que estaba componiendo...--¡Ah!,
sí. ¡Hombre, debe ser bueno!--Preciso.--¿Cómo se titula?--¡FULANO!--¿Á
secas?--No sé si tiene otro título.--Es regular.--¿Cuántos
actos?--Cinco creo.--No son actos, dice otro.--¿Cómo?, ¿no son
actos?--Sí, son actos, pero... yo no sé.--¡Ah!, sí.--¿Y muere mucha
gente?--¡Por fuerza!, dicen que es bueno.
¡Gustará!, dicen en otro corrillo.--Hombre, eso como este público
es así... yo no me atrevería... pero mi opinión es que ó debe
alborotar, ó le tiran los bancos.--¡Hola!--No hay medio. Hay cosas
atrevidas; ¡pero qué escenas! Figúrese usted que hay uno que es hijo
de otro.--¡Oiga!--Pero el hijo está enamorado... Deje usted: yo no me
acuerdo si es el hijo ó el padre el que está enamorado. Es igual. El
caso es que luego se descubre que la madre no es madre: no; el padre
es el que no es padre; pero hay un veneno, y luego viene el otro, y
el hijo ó la madre matan al padre ó al hijo.--¡Hombre! Eso debe ser
de mucho efecto.--¡Ya lo creo! Y hay una tempestad y una decoración
oscura, tétrica, romántica... en fin, con decirle á usted que la dama,
ayer en el ensayo no podía seguir hablando.--¡[¡¡¡]Ui!!!!
Si la cosa es por otro estilo, aunque ahora no hay cosas por otro
estilo:--Es bonita, dicen, sólo que es pesada; pero á mí me hizo reir
mucho cuando la leí; es clásica por supuesto; pero no hay acción; no
sucede nada.
El autor entre tanto se las promete felices, porque en los ensayos han
convenido los actores (que son muy inteligentes) que hay una escena
que levanta del asiento: sólo se teme que el galán, que ha creído que
el papel no es para su carácter, porque no es de bastante bulto, le
haga con tibieza: y el segundo gracioso no ha entendido una palabra
del suyo: no hay forma de hacérselo entender. Por otra parte, una dama
está un poquillo ofendida porque la protagonista, que nació demasiado
pronto, tiene más años de los que ella quiere aparentar. Y los segundos
papeles están en malas manos, porque como aquí no hay actores...
Esto, sin embargo, los ensayos siguen su curso natural: el autor se
consume porque los actores principales no dicen su papel en el ensayo,
sino que lo rezan entre dientes.--Un poco más energía, se atreve á
decir el autor, en ademán de pedir perdón.--No tenga usted cuidado,
le responden: á la noche verá usted.--Con esto apenas se atreve á
hacer nuevas advertencias; si las hace, suele atraerse alguna risilla
escondida; verdad es que á veces el autor suele entender de representar
menos todavía que el actor.
--¿Qué saco yo en la cabeza?, le pregunta una joven. ¿Diadema?--No
es necesario.--Como soy...--No importa, se va usted á acostar cuando
sucede el lance.--Es verdad.
--Y yo, ¿qué saco en las piernas?--La época, el calzón ajustado, pie y
brazo acuchillados.--Es que no tengo.--Sí tienes, dice un compañero, el
calzón que te sirvió para Dido.--Ya; pero eso debe ser otra época.--No
importa; le pones cuatro lazos, y es eso.
--Yo saco peluca rubia, dice el gracioso.--¿Por qué rubia?--No tengo
más que rubias; todas las hacen rubias.--Bien; así como así la escena
es en Francia.--¡Ah!, ¡entonces!... los Franceses son rubios.--¿Y
calva, por supuesto?--No, hombre, no: si no tiene usted más que
cincuenta años.--Es que todas mis pelucas tienen calva.--Entonces saque
usted lo que usted quiera.
Yo necesito un retrato, ¿qué saco?, dice otro.--No, un medallón:
cualquiera cosa: desde fuera no se ve.
Arreglado ya lo que cada uno saca, se conviene en que las decoraciones
harán efecto, porque se han anunciado como nuevas: la del pabellón
de _la Expiación_, en poniéndole cuatro retratos, es romántica
enteramente, y si se añaden unas armas, no digo nada; un gabinete de la
edad media; la de tal otra comedia en abriéndole dos puertas laterales,
y en cerrándole la ventana, es el cuarto de la dama.
Si hay comparsas se arma una disputa sobre si se deben afeitar ó no; si
tienen que afeitarse es preciso que se les den dos reales más; ¿se han
de poner limpios de balde? Para conciliar el efecto con la economía,
se convienen en que los cuatro que han de salir delante se afeiten;
los que están en segundo término, ó confundidos en el grupo, pueden
ahorrarse las navajas. Si deben salir músicos, es obra de romanos
encontrarlos; porque es cosa degradante soplar en un serpentón, ó dar
porrazos á un pergamino á la vista del público; cuando van por la calle
ó de casa en casa, entonces nadie los ve.
Por fin, ha llegado la noche: merced á los anuncios de los periódicos
y de los carteles, en los cuales se previene al público que si se
tarda en los entreactos es porque hay que hacer, y que como la función
es larga, no admite intermedio ni sainete; merced á estas inocentes
estratagemas, se acaban los billetes al momento, y á la tarde están
á dos, tres duros las lunetas. El autor ha tomado los suyos, y los
amigos, que han comido con él, le tranquilizan, asegurándole que si el
drama fuera malo se lo hubieran dicho francamente en las repetidas
lecturas que se han hecho previamente en casa de éste ó de aquél. Todo
lo contrario: se han extasiado: y no es decir que no lo entiendan. El
buen ingenio anda aquel día distraído; no responde con concierto á cosa
alguna; reparte algunos apretones de manos, lo más expresivos posibles,
á cuenta de aplausos, y está muy modesto; se cura en salud; refuerza
alguna sonrisa para contestar á los muchos que llegan y le dicen
embromándole, sin temor de Dios: «Conque hoy es la silba; voy á comprar
un pito».
¡Las seis!, es preciso asistir al vestuario.--¿Qué tal estoy?--Bien:
parece usted un verdadero abate; dése usted más negro en esa mejilla;
otra raya; es usted más viejo. Usted sí que está perfectamente, señora,
y cierto que daría los mejores trozos de mi comedia por ser el galán de
ella, y hacer el papel con usted. Se me figura que está frío el segundo
galán.--¡Ah!, no; ya lo verá usted; ahora está bebiendo un poco de
ponche para calentarse.--¿Sí, eh? ¡Magnífico! No se le olvide á usted
aquel grito en aquel verso.--No se me olvida, descuide usted; aturdiré
el teatro.--Sí, un chillido sentido: como que ve usted al otro muerto.
Conque salga como en el penúltimo ensayo me contento. Alborota usted
con ese grito. ¡Á mí me estremeció usted, y soy el autor!...
--¡La orden! ¡La orden!, gritan á esta sazón.
--¿Cómo la orden?, exclama el autor asustado. ¿La han prohibido?--No,
señor, es la orden para empezar; habrá venido su alteza.
Suena una campanilla. ¡Fuera, fuera!, y salen precipitadamente de la
escena aquella multitud de pies que se ven debajo del telón.
¡Cuidado con los arrojes, señor autor!, dice un segundo apunte
cogiéndole de un brazo.--¿Qué es eso?--Nada; los arrojes son cuatro
mozos de cordel que hacen subir el telón, bajando ellos colgados de
una cuerda. Se oye un estruendo espantoso: se ha descorrido la cortina,
y el ingenio se refugia á un rincón de un palco segundo, detrás de su
familia, ó de sus amigos, á quienes mortifica durante la representación
con repetidas interrupciones. Tiene toda la sangre en la cabeza, suda
como un cavador, cierra las manos; hace gestos de desesperación cuando
se pierde un actor.--Si lo dije, si no sabe el papel.--¿Silban?--¿Qué
murmullo es ése?--Bien, bien: este aplauso ha venido muy bien ahí:
esto va bien; ese trozo tenía que hacer efecto por fuerza.--¡Bárbaros!
¿Por qué silban? Si no se puede escribir en este país: luego la están
haciendo de una manera... Yo también la silbaría.
En el auditorio son las expresiones fugitivas.--¡Vaya! Ya tenemos el
telón bajando y subiendo.--¡Bravo!, se han dejado una silla.--Mire
usted aquel comparsa. ¿Qué es aquello blanco que se le ve?--¡Hombre!,
¡en esa sala han nacido árboles!--¿Lo mató? ¡Ah!, ¡ah!, ¡oh! Si morirá
el apuntador.--Pues, señor, hasta ahora no es gran cosa.--Lo que tiene
es buenos versos.
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