Obras completas de Fígaro, Tomo 2 - 25

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después de haber dado unos cuantos palos á derecha é izquierda: en
las máscaras suele mover también su zipizape: en viendo una figura
antipática, dice: _aquel hombre me carga_; se va para él, y le aplica
un bofetón: de diez hombres que reciban bofetón, los nueve se quedan
tranquilamente con él, pero si alguno quiere devolverle, hay desafío;
la suerte decide entonces, porque el _calavera_ es valiente: éste es
el difícil de mirar: tiene un duelo hoy con uno que le miró de frente,
mañana con uno que le miró de soslayo, y al día siguiente lo tendrá con
otro que no le mire: éste es el que suele ir á las casas públicas con
ánimo de no pagar: éste es el que talla y apunta con furor; es jugador,
griego nato, y gran billarista además. En una palabra, éste es el
venenoso, el _calavera-plaga_: los demás divierten; éste mata.
Dos líneas más allá de éste está otra casta, que nosotros rehusaremos
desde luego; el _calavera-tramposo_, ó trapalón, el que hace deudas,
el parásito, el que comete á veces picardías, el que empresta para no
devolver, el que vive á costa de todo el mundo, etc., etc.: pero éstos
no son verdaderamente calaveras; son indignos de este nombre: ésos son
los que desacreditan el oficio, y por ellos pierden los demás. No los
reconocemos.
Sólo tres clases hemos conocido más detestables que ésta: la primera
es común en el día, y como al describirla habríamos de rozarnos con
materias muy delicadas, y para nosotros respetables, no haremos más que
indicarla. Queremos hablar del _calavera-cura_. Vuelvo á pedir perdón;
pero ¿quién no conoce en el día algún sacerdote de ésos que queriendo
pasar por hombres despreocupados, y limpiarse de la fama de carlistas,
dan en el extremo opuesto; de ésos que para exagerar su liberalismo
y su ilustración empiezan por llorar su ministerio; á quienes se ve
siempre al rededor del tapete y de las bellas en bailes y en teatros,
y en todo paraje profano, vestidos siempre y hablando mundanamente;
que hacen alarde de?... Pero nuestros lectores nos comprenden. Este
_calavera_ es detestable, porque el cura liberal y despreocupado debe
ser el más timorato de Dios, y el mejor morigerado. No creer en Dios y
decirse su ministro, ó creer en él y faltarle descaradamente, son la
hipocresía ó el crimen más hediondos. Vale más ser cura carlista de
buena fe.
La segunda de estas aborrecibles castas es el _viejo-calavera_,
planta como la caña, hueca y árida con hojas verdes. No necesitamos
describirla, ni dar las razones de nuestro fallo. Recuerde el lector
esos viejos que conocerá, un decrépito que persigue á las bellas, y
se roza entre ellas como se arrastra un caracol entre las flores,
llenándolas de baba; un viejo sin orden, sin casa, sin método... el
joven al fin tiene delante de sí tiempo para la enmienda y disculpa en
la sangre ardiente que corre por sus venas; el _viejo-calavera_ es la
torre antigua y cuarteada que amenaza sepultar en su ruina la planta
inocente que nace á sus pies; sin embargo, éste es el único á quien
cuadraría el nombre de _calavera_.
La tercera, en fin, es la _mujer-calavera_. La mujer con _poca
aprehensión_, y que prescinde del primer mérito de su sexo, de ese
miedo á todo, que tanto la hermosea, cesa de ser mujer para ser hombre;
es la confusión de los sexos, el único hermafrodita de la naturaleza;
¿qué deja para nosotros? La mujer, reprimiendo sus pasiones, puede ser
desgraciada, pero no le es lícito ser _calavera_. Cuanto es interesante
la primera, tanto es despreciable la segunda.
Después del _calavera-temerón_ hablaremos del _seudo-calavera_. Éste es
aquél que sin gracia, sin ingenio, sin viveza y sin valor verdadero, se
esfuerza para pasar por _calavera_: es género bastardo, y pudiérasele
llamar por lo pesado y lo enfadoso el _calavera-mosca. Rien n'est beau
que le vrai_, ha dicho Boileau, y en esta sentencia se encierra toda la
crítica de esa apócrifa casta.
Dejando por fin á un lado otras varias, cuyas diferencias estriban
principalmente en matices y en medias tintas, pero que en realidad se
refieren á las castas madres de que hemos hablado, concluiremos nuestro
cuadro en un ligero bosquejo de la más delicada y exquisita, es decir,
del _calavera de buen tono_.
El _calavera de buen tono_ es el tipo de la civilización, el emblema
del siglo XIX. Perteneciendo á la primera clase de la sociedad,
ó debiendo á su mérito y á su carácter la introducción en ella,
ha recibido una educación esmerada; dibuja con primor y toca un
instrumento: filarmónico nato, dirige el aplauso en la ópera, y le
dirige siempre á la más graciosa, ó á la más sentimental: más de
una mala cantatriz le es deudora de su boga: se ríe de los actores
españoles y acaudilla las silbas contra el verso: sus carcajadas se
oyen en el teatro á larga distancia: por el sonido se le encuentra:
reside en la luneta al principio del espectáculo, donde entra tarde en
el paso más crítico, y del cual se va temprano: reconoce los palcos,
donde habla muy alto, y rara noche se olvida de aparecer un momento por
la _tertulia_ á asestar su doble anteojo á la banda opuesta, maneja
bien las armas y se bate á menudo, semejante en eso al _temerón_,
pero siempre con fortuna y á primera sangre: sus duelos rematan en
almuerzo, y son siempre por poca cosa. Monta á caballo y atropella con
gracia á la gente de á pie: habla el francés, el inglés y el italiano:
saluda en una lengua, contesta en otra, cita en las tres: sabe casi
de memoria á Paul de Kock, ha leído á Walter Scott, á D'Arlincourt, á
Cooper, no ignora á Voltaire, cita á Pigault-Lebrun, mienta á Ariosto,
y habla con desenfado de los poetas y del teatro. Baila bien y baila
siempre. Cuenta anécdotas picantes, le suceden cosas raras, habla de
prisa, y tiene _salidas_. Todo el mundo sabe lo que es tener _salidas_.
Las suyas se cuentan por todas partes; siempre son originales: en
los casos en que él se ha visto, sólo él hubiera hecho, hubiera
respondido aquello. Cuando ha dicho una gracia, tiene el singular tino
de marcharse inmediatamente: esto prueba gran conocimiento: la última
impresión es la mejor de esta suerte, y todos pueden quedar riendo y
diciendo además de él: _¡Qué cabeza! ¡Es mucho fulano!_
No tiene formalidad, ni vuelve visitas, ni cumple palabras; pero de él
es de quien se dice: _¡Cosas de fulano!_ y el hombre que llega á tener
_cosas_ es libre, es independiente. Niéguesenos, pues, ahora que se
necesita talento y buen juicio para ser _calavera_. Cuando otro falta á
una mujer, cuando otro es insolente, él es sólo atrevido, amable; las
bellas que se enfadarían con otro, se contentan con decirle á él: _¡No
sea usted loco! ¡Qué calavera! ¿Cuándo ha de sentar usted la cabeza?_
Cuando se concede que un hombre está loco, ¿cómo es posible enfadarse
con él? Sería preciso ser más loca todavía.
Dichoso aquél á quien llaman las mujeres _calavera_, porque el bello
sexo gusta sobremanera de toda especie de fama; es preciso conocerle,
fijarle, probar á sentarle, es una obra de caridad. El _calavera de
buen tono_ es, pues, el adorno primero del siglo, el que anima un
círculo, el cupido de las damas, _l'enfant gâté_ de la sociedad y de
las hermosas.
Es el único que ve el mundo y sus cosas en su verdadero punto de
vista: desprecia el dinero, le juega, le pierde, le debe; pero siempre
noblemente y en gran cantidad: trata, frecuenta, quiere á alguna
bailarina ó á alguna operista; pero amores volanderos, mariposa ligera
vuela de flor en flor. Tiene algún amor sentimental, y no está nunca
sin intrigas, pero intrigas de peligro y consecuencia: es el terror de
los padres y de los maridos. Sabe que, semejante á la moneda, sólo toma
su valor de su curso y circulación, y por consiguiente no se adhiere á
una mujer sino el tiempo necesario para que se sepa. Una vez satisfecha
la vanidad, ¿qué podría hacer de ella? El estancarse sería perecer; se
creería falta de recursos ó de mérito su constancia. Cuando su boga
decae, la reanima con algún escándalo ligero; un escándalo es para la
fama y la fortuna del _calavera_ un leño seco en la lumbre: una hermosa
ligeramente comprometida, un marido batido en duelo, son sus despachos
y su pasaporte: todas le obsequian, le pretenden, se le disputan. Una
mujer arruinada por él, es un mérito contraído para con las demás. El
hombre no _calavera_, el hombre de _talento y juicio_ se enamora, y por
consiguiente es víctima de las mujeres: por el contrario las mujeres
son las víctimas del _calavera_. Dígasenos ahora si el hombre de
_talento y juicio_ no es un necio á su lado.
El fin de éste es la edad misma; una posición social nueva, un
empleo distinguido, una boda ventajosa, ponen término honroso á sus
inocentes travesuras. Semejante entonces al sol en su ocaso, se retira
majestuosamente, dejando, si se casa, su puesto á otros, que vengan en
él á la sociedad ofendida, y cobren en el nuevo marido, á veces, con
crecidos intereses las letras que él contra sus antecesores girara.
Sólo una observación general haremos antes de concluir nuestro artículo
acerca de lo que se llama en el mundo vulgarmente _calaveradas_. Nos
parece que éstas se juzgan siempre por los resultados: por consiguiente
á veces una línea imperceptible divide únicamente al _calavera_ del
_genio_, y la suerte caprichosa los separa ó los confunde en una para
siempre. Supóngase que Cristóbal Colón perece víctima del furor de su
gente antes de encontrar el nuevo mundo, y que Napoleón es fusilado
de vuelta de Egipto, como acaso merecía: la intentona de aquél y la
insubordinación de éste hubieran pasado por dos _calaveradas_, y ellos
no hubieran sido más que dos _calaveras_. Por el contrario, en el día
están sentados en gran libro como dos _grandes hombres, dos genios_.
Tal es el modo de juzgar de los hombres; sin embargo, eso se aprecia,
eso sirve muchas veces de regla. ¿Y por qué?... Porque tal es la
_opinión pública_.


MODOS DE VIVIR
QUE NO DAN DE VIVIR
OFICIOS MENUDOS

Considerando detenidamente la construcción moral de un gran pueblo,
se puede observar que lo que se llama _profesiones conocidas_ ó
_carreras_, no es lo que sostiene la gran muchedumbre: descártense
los abogados y los médicos, cuyo oficio es vivir de los disparates y
excesos de los demás: los curas, que fundan su vida temporal sobre la
espiritual de los fieles: los militares, que venden la suya con la
expresa condición de matar á los otros: los comerciantes, que reducen
hasta los sentimientos y pasiones á valores de bolsa: los nacidos
propietarios, que viven de heredar: los artistas, únicos que dan
trabajo por dinero, etc., etc.: y todavía quedará una multitud inmensa
que no existirá de ninguna de esas cosas, y que sin embargo existirá:
su número en los pueblos grandes es crecido, y esta clase de gentes no
pudieran sentar sus reales en ninguna otra parte: necesitan el ruido
y el movimiento, y viven, como el pobre del Evangelio, de las migajas
que caen de la mesa del rico. Para ellos hay una rara superabundancia
de pequeños oficios, los cuales, no pudiendo sufragar por sus cortas
ganancias á la manutención de una familia, son más bien _pretextos de
existencia_ que verdaderos oficios: en una palabra, _modos de vivir
que no dan de vivir_: los que los profesan son no obstante como las
últimas ruedas de una máquina, que sin tener á primera vista grande
importancia, rotas ó separadas del conjunto paralizan el movimiento.
Estos seres marchan siempre á la cola de las pequeñas necesidades de
una gran población, y suelen desempeñar diferentes cargos, según el
año, la estación, la hora del día. Esos mismos que en noviembre venden
ruedos ó zapatillas de orillo, en julio venden horchata: en verano
son bañeros del Manzanares: en invierno cafeteros ambulantes: los que
venden agua en agosto, vendían en carnaval cartas y garbanzos de pega,
y en navidades motes nuevos para damas y galanes.
Uno de estos _menudos oficios_ ha recibido últimamente un golpe
mortal con la sabia y filantrópica institución de san Bernardino; y
es gran dolor, por cierto, pues que era la introducción á los demás,
es decir el oficio de examen, y el más fácil: quiero hablar de la
candela: una numerosa turba de muchachos, que podría en todo tiempo
tranquilizar á cualquiera sobre el fin del mundo (cuyos padres es de
suponer existiesen, en atención á lo difícil que es obtener hijos
sin previos padres, pero no porque hubiese datos más positivos) se
esparcían por las calles y paseos. Todas las primeras materias, todo
el capital necesario para empezar su oficio se reducían á una mecha de
trapos, de que llevaban siempre sobre sí mismos abundante provisión:
á la luz de la filosofía, debían tener cierto valor; cuando el mundo
es todo vanidad, cuando todos los hombres dan dinero por humo, ellos
solos daban humo por dinero. Desgraciadamente un nuevo Prometeo les
ha robado el fuego para comunicársele á sus hechuras, y este menudo
oficio ha salido del gremio para entrar en el número de las profesiones
conocidas, de las instituciones sentadas y reglamentadas.
Pero con respecto á los demás, dígasenos francamente si pueden
subsistir con sus ganancias: aquel hombre negro y mal encarado, que
con la balanza rota y la alforja vieja parece, según lo maltratado,
la imagen de la justicia, y cuya profesión es dar _higos_ y _pasas_
por _hierro viejo_; el otro que siempre detrás de su acémila, y tan
inseparable de ella como alma y cuerpo, no vende nada, antes compra...
_palomina_: capitalista verdadero, coloca sus fondos, y tiene que
revender después, y ganar en su preciosa mercancía; ha de mantenerse
él y su caballería, que al fin son dos aunque parecen uno, y eso
suponiendo que no tenga más familia; el que vende _alpiste_ para
_canarios_, el que pregona _pajuelas_, etc., etc.
Pero entre todos los modos de vivir ¿qué me dice el lector de la
trapera que con un cesto en el brazo y un instrumento en la mano
recorra á la madrugada, y aun más comúnmente de noche, las calles
de la capital? Es preciso observarla atentamente. La trapera marcha
sola y silenciosa: su paso es incierto como el vuelo de la mariposa:
semejante también á la abeja, vuela de flor en flor (permítaseme
llamar así á los portales de Madrid, siquiera por figura retórica, y
en atención á que otros hacen peores figuras, que las debieran hacer
mejores). Vuela de flor en flor, como decía, sacando de cada parte sólo
el jugo que necesita: repáresela de noche; indudablemente ve como las
aves nocturnas: registra los más recónditos rincones, y donde pone el
ojo pone el gancho, parecida en esto á muchas personas de más decente
categoría que ella: su gancho es parte integrante de su persona; es en
realidad su sexto dedo, y le sirve como la trompa al elefante; dotado
de una sensibilidad y de un tacto exquisitos, palpa, desenvuelve,
encuentra; y entonces por un sentimiento simultáneo, por una relación
simpática que existe entre la voluntad de la trapera y su gancho, el
objeto útil, no bien es encontrado, ya está en el cesto. La trapera
por tanto con otra educación sería un excelente periodista y un buen
traductor de Scribe: su clase de talento es la misma: buscar, husmear,
hacer propio lo hallado; solamente mal aplicado: he ahí la diferencia.
En una noche de luna el aspecto de la trapera es imponente: alargar
el gancho, hacerlo guadaña, y al verla entrar y salir en los portales
alternativamente, parece que viene á llamar á todas las puertas,
precursora de la parca. Bajo este aspecto hace en las calles de Madrid
los oficios mismos que la calavera en la celda del religioso: invita á
la meditación, á la contemplación de la muerte, de que es viva imagen.
Bajo otros puntos de vista se puede comparar á la trapera con la
muerte: en ella vienen á nivelarse todas las jerarquías: en su cesto
vienen á ser iguales como en el sepulcro Cervantes y Avellaneda: allí
como en un cementerio, vienen á colocarse al lado los unos de los
otros: los decretos de los reyes, las quejas del desdichado, los
engaños del amor, los caprichos de la moda: allí se reúnen por única
vez las poesías, releídas, de Quintana, y las ilegibles de A. ***:
allí se codean Calderón y C. ***: allá van juntos Moratín y B. ***. La
trapera, como la muerte, _equo pulsat pede pauperum tabernas regumque
turres_. Ambas echan tierra sobre el hombre oscuro, y nada pueden
contra el ilustre: ¡de cuántos bandos ha hecho justicia la primera!,
¡de cuántos batideros la segunda!
El cesto de la trapera, en fin, es la realización, única posible, de
la fusión, que tales nos ha puesto. _El Boletín de Comercio_ y _la
Estrella_, _la Revista_ y _la Abeja_, las metáforas de Martínez de la
Rosa y las interpelaciones del conde de las Navas, todo se funde en uno
dentro del cesto de la trapera.
Así como el portador de la candela era siempre muchacho y nunca
envejecía, así la trapera no es nunca joven: nace vieja: éstos son los
dos oficios extremos de la vida, y como la Providencia, justa, destinó
á la mortificación de todo bicho otro bicho en la naturaleza, como crió
el sacre para daño de la paloma, la araña para tormento de la mosca,
la mosca para el caballo, la mujer para el hombre, y el escribano para
todo el mundo, así crió en sus altos juicios á la trapera para el
perro. Estas dos especies se aborrecen, se persiguen, se ladran, se
enganchan y se venden.
Ese ser, con todo ha de vivir, y tiene grandes necesidades, si se
considera la carrera ordinaria de su existencia anterior; la trapera
por lo regular (antes por supuesto de serlo) ha sido joven, y aun
bonita; muchacha, freía buñuelos, y su hermosura la perdió. Fea,
hubiera recorrido una carrera oscura, pero acaso holgada; hubiera
recurrido al trabajo; y éste la hubiera sostenido. Por desdicha era
bien parecida, y un chulo de la calle de Toledo se encargó en sus
verdores de hacérselo creer; perdido el tino con la lisonja, abandonó
la casa paterna (taberna muy bien acomodada), y pasó á naranjera.
El chulo no era eterno, pero una naranjera siempre es vista; un
caballerete fué de parecer de que no eran naranjas lo que debía vender,
y le compró una vez por todas todo el cesto; de allí á algún tiempo,
queriendo desasirse de ella, la aconsejó que se ayudase, y reformada ya
de trajes y costumbres, la recomendó eficazmente á una modista; nuestra
heroína tuvo diez años felices de modistilla; el pañuelo de labor en la
mano, el _fichú_ en la cabeza, y el galán detrás, recorrió las calles
y un tercio de su vida; pero cansada del trabajo, pasó á ser prima de
un procurador (de la curia), que como pariente la alhajó un cuarto;
poco después el procurador se cansó del parentesco, y le procuró una
plaza de corista en el teatro: ésta fué la época de su apogeo y de su
gloria; de señorito en señorito, de marqués en marqués, no se hablaba
sino de la hermosa corista. Pero la voz pasa, y la hermosura con ella,
y con la hermosura los galanes ricos; entonces empezó á bajar de nuevo
la escalera hasta el último piso, hasta el piso bajo; luego mudó de
barrios hasta el hospital; la vejez, por fin, vino á sorprenderla entre
las privaciones y las enfermedades; el hambre le puso el gancho en la
mano, y el cesto fué la barquilla de su naufragio. Bien dice Quintana:
¡Ay! ¡infeliz de la que nace hermosa!
Llena por consiguiente de recuerdos de grandeza, la trapera necesita
ahogarlos en algo, y por lo regular los ahoga en aguardiente. Esto
complica extraordinariamente sus gastos. Desgraciadamente, aunque
el mundo da tanto valor á los trapos, no es á los de la trapera.
Sin embargo, ¡qué de veces lleva tesoros su cesto! ¡Pero tesoros
impagables!
Ved aquel amante, que cuenta diez veces al día y otras tantas á la
noche las piedras de la calle de su querida. Amelia es cruel con él:
ni un favor, ni una distinción, alguna mirada de cuando en cuando...
algún... nada. Pero ni una contestación de su letra á sus repetidas
cartas, ni un rizo de su cabello que besar, ni un blanco cendal de
batista que humedecer con sus lágrimas. El desdichado daría la vida por
un harapo de su señora.
¡Ah!, ¡mundo de dolor y trastrueques! La trapera es más feliz.
¡¡¡Mírala entrar en el portal, mírala mover el polvo!!! El amante la
maldice: durante su estancia no puede subir la escalera: por fin, sale
y el imbécil entra, despreciándola al pasar. ¡Insensato!, ésa que
desprecia lleva en su banasta, cogidos á su misma vista, el pelo que le
sobró á Amelia del peinado aquella mañana, una apuntación antigua de
la ropa dada á la lavandera, todo de su letra (la cosa más tierna del
mundo), y una gola de linón hecha pedazos... ¡Una gola!!! Y acaso el
borrador de algún billete escrito á otro amante.
Alcánzala, busca; el corazón te dirá cuáles son los afectos de tu
amada. Nada. El amante sigue pidiendo á suspiros y gemidos las tiernas
prendas, y la trapera sigue pobre su camino. Todo por no entenderse.
¡Cuántas veces pasa así nuestra felicidad á nuestro lado, sin que
nosotros la veamos!
Me he detenido, distinguiendo en mi descripción á la trapera entre
todos los demás menudos oficios, porque realmente tiene una importancia
que nadie le negará. Enlazada con el lujo y las apariencias mundanas
por la parte del trapo, é íntimamente unida con las letras y la
imprenta por la del papel, era difícil no destinarle algunos párrafos
más.
El oficio que rivaliza en importancia con el de la trapera es
indudablemente el del _zapatero de viejo_.
El zapatero de viejo hace su nido en los rincones de los portales; allí
tiene una especie de gruta, una socavación subterránea, las más veces
sin luz ni pavimento. Al rayar del alba fabrica en un abrir y cerrar
de ojos su taller en un ángulo (si no es lunes): dos tablas unidas
componen su recinto: una mala banqueta, una vasija de barro para la
lumbre, indispensablemente rota, y otra más pequeña para el agua en
que ablanda la suela, son todo su _menaje_; el cajón de las lesnas á
un lado, su delantal de cuero, un calzón de pana y medias azules, son
sus signos distintivos. Antes de extender la tienda de campaña, bebe
un trago de aguardiente, y cuelga con cuidado á la parte de afuera una
tabla, y de ella pendiente una bota inutilizada; cualquiera al verla
creería que quiere decir: «_aquí se estropean botas_».
No puede establecerse en un portal sin previo permiso de los
inquilinos; pero como regularmente es un infeliz, cuya existencia
depende de las gentes que conoce ya en el barrio, ¿quién ha de tener
el corazón tan duro para negarse á sus importunidades? La señora del
cuarto principal, compadecida, lo consiente: la del segundo, en vista
de esa primera protección, no quiere chocar con la señora condesa: los
demás inquilinos no son siquiera consultados. Así es que empiezan por
aborrecer al zapatero, y desahogan su amor propio resentido en quejas
contra las aristocráticas vecinas. Pero al cabo el encono pasa, sobre
todo considerando que desde que se ha establecido allí el zapatero á lo
menos está el portal limpio.
Una vez admitido, se agarra á la casa como una alga á las rocas; es
tan inherente á ella como un balcón ó una puerta; pero se parece á la
hiedra y á la mujer; abraza para destruir. Es la víbora abrigada en el
pecho: es el ratón dentro del queso. Por ejemplo, canta y martillea,
y parece no hacer otra cosa. ¡Error! Observa la hora á que sale el
amo, qué gente viene en su ausencia, si la señora sale periódicamente,
si va sola ó acompañada, si la niña balconea, si se abre casualmente
alguna ventanilla ó alguna puerta con tiento, cuando sube tal ó cual
caballero: ve quién ronda la calle, y desde su puesto conoce al primer
golpe de vista, por la inclinación del cuello y la distancia del
_cuyo_, el piso en que está la intriga. Aunque viejo, dice chicoleos á
toda criada que sale y entra, y se granjea por tanto su buena voluntad:
la criada es al zapatero lo que el anteojo al corto de vista: por
ella ve lo que no puede ver por sí, y reunido lo interior y exterior,
suma y lo sabe todo. ¿Se quiere saber la causa de la tardanza de todo
criado ó criada que va á un recado? ¿Hay zapatero de viejo? No hay que
preguntarla. ¿Tarda? Es que le está contando sus rarezas de usted,
tirano de la casa, y lo que con usted sufre la señora, que es una malva
la infeliz.
El zapatero sabe lo que se come en cada cuarto, y á qué hora. Ve salir
al empleado en rentas por la mañana, disfrazado con la capa vieja, que
va á la plaza en persona, no porque no tenga criada, sino porque el
sueldo da para estar servido, pero no para estar sisado. En fin, no se
mueve una mosca en la manzana sin que el buen hombre la vea: es una
red la que tiende sobre todo el vecindario, de la cual nadie escapa.
Para darle más extensión, es siempre casado, y la mujer se encarga de
otro menudo oficio: como casada no puede servir, es decir, de criada,
pero sirve de lo que se llama _asistenta_; es conocida por tal en
el barrio: ¿se despidió una criada demasiado bruscamente y sin dar
lugar al reemplazo? Se llama á la mujer del zapatero. ¿Hay un convite
que necesita aumento de brazos en otra parte? ¿Hay que dar de prisa
y corriendo ropa á lavar, á coser, á planchar, mil recados, en fin,
extraordinarios? La mujer del zapatero, el zapatero.
Por la noche el marido y la mujer se reúnen y hacen fondo común de
hablillas; ella da cuenta de lo que ha recogido su policía, y él sobre
cualquier friolera le pega una paliza, y hasta el día siguiente. Esto
necesita explicación: los artesanos en general no se embriagan más que
el domingo y el lunes, algún día entre semana, las pascuas, los días de
santificar, y por este estilo: el zapatero de viejo es el único que se
embriaga todos los días: ésta es la clave de la paliza diaria: el vino
que en otros se sube á la cabeza, en el zapatero de viejo se sube á las
espaldas de la mujer: es decir, que se trasiega.
Este hermoso matrimonio tiene numerosos hijos que enredan en el portal,
ó sirven de pequeños nudos á la gran red pescadora.
Si tiene usted hija, mujer, hermana ó acreedores, no viva usted en
casa de zapatero de viejo. Usted al salir le dirá: _Observe usted
quién entra y quién sale de mi casa_. Á la vuelta ya sabe quién debe
sólo decir que ha estado, _ó habrá salido un momento fuera, y como no
haya sido en aquel momento_... Usted le da un par de reales por la
fidelidad. Par de reales que sumados con la peseta que le ha dado el
que no quiere que se diga que entró, forma la cantidad de seis reales.
El zapatero es hombre de revolución, despreocupado, superior á las
preocupaciones vulgares, y come tranquilamente á dos carrillos.
En otro cuarto es la niña la que produce: el galán no puede entrar en
la casa, y es preciso que alguien entregue las cartas: el zapatero es
hombre de bien, y por tanto no hay inconveniente: el zapatero puede
además franquear su cuarto, puede... ¡qué sé yo qué puede el zapatero!
Por otra parte los acreedores, y los que persiguen á su mujer de usted,
saben por su conducto si usted ha salido, si ha vuelto, si se niega, ó
si está realmente en casa. ¡Qué multitud de atenciones no tiene sobre
sí el zapatero! Qué tino no es necesario en sus diálogos y respuestas!
¡Qué corazón tan firme para no aficionarse sino á los que más pagan!
Sin embargo, siempre que usted llega al puesto del zapatero, está
ausente; pero de allí á poco sale de la taberna de en frente, adonde ha
ido un momento á echar un trago: semejante á la araña, tiende la tela
en el portal y se retira á observar la presa al agujero.
Hay otro zapatero de viejo, ambulante, que hace su oficio de comprar
desechos... pero éste regularmente es un ladrón encubierto que se
informa de ese modo de las entradas y salidas de las casas, de... en
una palabra, no tiene comparación con nuestro zapatero.
Otra multitud de oficios menudos merecen aún una historia particular,
que les haríamos si no temiésemos fastidiar á nuestros lectores. Ese
enjambre de mozos y sirvientes que viven de las propinas, y en quienes
consiste que ninguna cosa cueste realmente lo que cuesta, sino mucho
más: la abaniquera de _abanicos de novia_ en el verano, á cuarto la
pieza; la mercadera de _torrados_ de la Ronda; el de los _tirantes
y navajas_; el cartelero que vive de estampar mi nombre y el de mis
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