Obras completas de Fígaro, Tomo 2 - 16

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al ver por fin impreso un artículo mío en el _Observador_ del jueves,
cosa á que no estaba ya acostumbrado, me hallé en el mismo, mismísimo
caso que el cómico silbado. No presumiendo que había de imprimirse
nunca ni aun la primera parte de mi artículo, quedéme _in pectore_ con
la segunda.
He aquí la causa de su detención en publicarse; supuesto sin embargo,
que me he visto tan agradablemente sorprendido, vuelvo á hojear mi
correo, encuentro la continuación, y tal cual es allá sale la siguiente
carta del otro liberal, si no lo han mis lectores por enojo.
«Yo, señor Fígaro, con permiso del gobierno, soy liberal de padre á
hijo, porque en mi casa éste fué mal de familia. Mala herencia me
dejaron; pero sobre no haber otra, quien lo hereda no lo hurta. Á saber
yo hurtar otro gallo me cantara, y no tendría necesidad de ser hoy en
el día liberal, que antes pudiera ser lo que me diese la gana; y así
podría irme á Francia con el dinero y la maldición del público, como
tomar á mi cargo un buen destino de donde pudiera seguir haciendo de
las mías, que el dinero llama dinero.
»El hecho es que no hay nada de esto, y que en mi casa no hay más que
dos cosas: mi opinión liberal, con la cual me doy á todos los diablos,
y una silla en la cual me siento.
»Yo fuí de los primeros que tomaron las armas contra los Franceses en
tiempo de la independencia: á un mismo tiempo casi acabó la guerra y
la constitución. Entonces no extrañé yo que no me diese premio el
recién llegado; pero llegó el año 20, y por más que peroré en todos
los cafés de Madrid, por más patriotismo que lucí en listas públicas
y motines, no pude ser nunca más que empleado en loterías. Yo fuí
miliciano nacional, yo pedí regencia... yo... qué sé yo lo que hice.
Pero mi suerte era trabajar siempre para otros. En la guerra de la
independencia trabajé, como todos, para su majestad; y dejemos este
cuento, que es cuento de cuentos. En la constitución trabajé para que
se hiciesen ministros unos cuantos, y para que se hiciesen ricos otros
pocos. Ésta es la suerte de los que vamos de buena fe. Hasta en mi
empleo de loterías, al cabo, ¿qué hacía? Trabajar porque les cayese
á otros.--El año 23 se fué á Cádiz la patria, y yo me fuí con ella.
Llegué roto y descalzo: hice prodigios en el Trocadero: la cosa se
puso de pésima data, y cada pedazo de la patria tomó por donde pudo.
Pedazo hubo que no paró hasta América. Sólo yo, sin patria, que se me
había ido entre las manos, y sin empleo, que se encargó un realista
de regentar en Madrid durante mi ausencia; sin dinero, porque yo no
había hecho más que motines mientras que otros habían hecho pacotilla,
volvíme á Madrid, donde me pasé en la cárcel muy buenos meses por haber
sido liberal.--Los diez años, no hablemos de ellos. ¡Ojalá hubiera sido
emigrado! Con sólo este deseo se podrá formar idea de mi situación.
»Ocurre lo de la Granja, y viendo un resquicio por donde salvar la
patria, hágome _cristino_ de aquellos primeros que en secreto casi se
armaron en Madrid. Á poco el ministro famoso que no quería innovaciones
peligrosas, debió encontrar malo que hiciéramos la innovación de ser
_cristinos_, y salimos desterrados yo y otros pocos.
»Vuelvo del destierro á fuerza de empeños, y amanece el día 27 de
octubre. Los realistas amenazan á Madrid. Lleno de patriotismo salgo
á salvar la patria en peligro, desarmo cuantos puedo, á riesgo de mi
vida, pero pasa el peligro, ceden los rebeldes, y una autoridad á quien
presento mis trofeos me prende porque la patria no necesita de mis
servicios, y porque ando armado sin autorización. He aquí lo que es
la suerte de los hombres. Si los realistas aprietan más, soy un héroe
aquel día: cedieron pronto, y fuí un desobediente, un perturbador.
Si ellos hubieran vencido, me hubieran ahorcado. Mi partido fué más
generoso, se contentó con prenderme.
»Salgo, por fin, de la cárcel, y mi entusiasmo siempre en pie. Al
fin los liberales, digo para mí, hemos de ser premiados algún día.
Me presento á alistarme en las filas de la urbana, y me dicen que
habiendo perdido mis pocos bienes el año 23, no ofrezco garantías.
¡Qué bien hicieron los realistas en dejarnos sin camisa! Si nos dejan
algo hubiéramos podido armarnos contra ellos.--En el ínterin nace el
Estatuto y las leyes fundamentales. Me presento á reclamar mi destino;
pero, amigo, las leyes fundamentales no dicen nada de loterías: llévese
el diablo las invenciones modernas. Por más que he registrado crónicas
y partidas, nada he encontrado: me he convencido, pues, de que las
loterías es una innovación. Mi empleo, pues, nada tiene que ver con la
monarquía: no apoyándose mi reclamación en las leyes fundamentales, es
considerada como sin fundamento.
»Amplíase entre tanto la milicia, y al fin entro en ella. Me ofrezco á
la patria para lo de Vizcaya, creyendo hacer falta. ¡Error! Nadie hace
falta allí. Aprendo el ejercicio, y como no nos reunimos, ¿querrá usted
creer, señor Fígaro, que todavía no conozco la cara de mis compañeros?
»Pero no importa; ocurren no sé qué conspiraciones, y préndenme por
anarquista. Se indaga, se busca; lo único que se ha descubierta es que
yo he estado en la cárcel. El peligro, pues, no era para la patria,
sino para mí.
»Éste es mi estado, señor Fígaro. Con todo sigo siendo liberal: así es,
que no me llega la camisa al cuerpo.
»En atención á estos datos, suplico á usted que se sirva no dejar
dormir su pluma en ese camino de la oposición, en que ha marchado con
tanta gloria; en la inteligencia de que si usted afloja, yo y los míos
haremos correr por todas partes la voz de que se ha vendido usted al
ministerio.
»Esto no marcha, y sólo una oposición sostenida puede salvarnos.
Á ellos, pues, señor Fígaro, y dóblelos usted á sátiras si quiere
conservar el aprecio de su seguro servidor.--_El liberal progresivo, y
sin destino._»
Ésas son las dos cartas: las dos son liberales; las dos de hombres de
buena fe, que sólo desean el bien de la patria.--Si escribo en liberal,
dirán unos que estoy vendido á don Carlos. Si escribo en ministerial,
dirán otros que estoy vendido al ministerio. ¡Si al menos se supiese
quién paga mejor!
¡¡¡Gracias á Dios, por fin, que ya estamos de acuerdo; gracias á Dios
que nos entendemos!!!


LA VIDA DE MADRID

Muchas cosas me admiran en este mundo: esto prueba que mi alma debe
pertenecer á la clase vulgar, al justo medio de las almas; sólo á
las muy superiores, ó á las muy estúpidas les es dado no admirarse
de nada. Para aquéllas no hay cosa que valga algo, para éstas no hay
cosa que valga nada. Colocada la mía á igual distancia de las unas
y de las otras, confieso que vivo todo de admiración, y estoy tanto
más distante de ellas cuanto menos concibo que se pueda vivir sin
admirar. Cuando en un día de ésos, en que un insomnio prolongado, ó un
contratiempo de la víspera preparan al hombre á la meditación, me paro
á considerar el destino del mundo: cuando me veo rodando dentro de él
con mis semejantes por los espacios imaginarios, sin que sepa nadie
para qué, ni adónde; cuando veo nacer á todos para morir, y morir sólo
por haber nacido; cuando veo la verdad igualmente distante de todos los
puntos del orbe, donde se la anda buscando, y la felicidad siempre en
casa del vecino á juicio de cada uno; cuando reflexiono que no se le
ve el fin á este cuadro halagüeño, que según todas las probabilidades
tampoco tuvo principio; cuando pregunto á todos y me responde cada cual
quejándose de su suerte; cuando contemplo que la vida es un amasijo de
contradicciones, de llanto, de enfermedades, de errores, de culpas y de
arrepentimientos, me admiro de varias cosas. Primera, del gran poder
del Ser supremo, que haciendo marchar el mundo de un modo dado, ha
podido hacer que todos tengan deseos diferentes y encontrados, que no
suceda más que una sola cosa á la vez, y que todos queden descontentos.
Segunda, de su gran sabiduría en hacer corta la vida. Y tercera, en
fin, y de ésta me asombro más que de las otras todavía, de ese apego
que todos tienen sin embargo á esta vida tan mala. Esto último bastaría
á confundir á un ateo, si un ateo, al serlo, no diese ya claras
muestras de no tener su cerebro organizado para el convencimiento;
porque sólo un Dios y un Dios Todopoderoso podía hacer amar una cosa
como la vida.
Esto, considerada la vida en general, donde quiera que la tomemos
por tipo; en las naciones civilizadas, en los países incultos, en
todas partes, en fin. Porque en este punto, me inclino á creer que el
hombre variará de necesidades, y se colocará en una escala más alta ó
más baja; pero en cuanto á su felicidad nada habrá adelantado. Toda
la diferencia entre el hombre ilustrado y el salvaje estará en los
términos de su conversación. Lord Wellington hablará de los whigs, el
Indio nómade hablará de las panteras; pero iguales penas le acarreará
á aquél el concluir con los primeros, que á éste el dar caza á las
segundas. La civilización le hará variar al hombre de ocupaciones y
de palabras; de suerte, es imposible. Nació víctima, y su verdugo le
persigue enseñándole el dogal, así debajo del dorado artesón, como
debajo de la rústica techumbre de ramas. Pero si se considera luego la
vida de Madrid, es preciso cerrar el entendimiento á toda reflexión
para desearla.
El joven que voy á tomar por tipo general es un muchacho de regular
entendimiento, pero que posee sin embargo más doblones que ideas, lo
cual no parecerá inverosímil si se atiende al modo que tiene la sabia
naturaleza de distribuir sus dones. En una palabra, es rico sin ser
enteramente tonto. Paseábame días pasados con él, no precisamente
porque nos estreche una grande amistad, sino porque no hay más que
dos modos de pasear, ó solo ó acompañado. La conversación de los
jóvenes más suele pecar de indiscreta que de reservada: así fué, que
á pocas preguntas y respuestas nos hallamos á la altura de lo que se
llama en el mundo franqueza, sinónimo casi siempre de imprudencia.
Preguntóme qué especie de vida hacía yo, y si estaba contento con ella.
Por mi parte pronto hube despachado: á lo primero le contesté: «Soy
periodista; paso la mayor parte del tiempo, como todo escritor público,
en escribir lo que no pienso y en hacer creer á los demás lo que no
creo. ¡Cómo sólo se puede escribir alabando! Esto es, que mi vida está
reducida á querer decir lo que otros no quieren oir». Á lo segundo, de
si estaba contento con esta vida, le contesté, que estaba por lo menos
tan resignado como lo está con irse á la gloria el que se muere.
¿Y usted?, le dije. ¿Cuál es su vida en Madrid?--Yo, me repuso, soy
muchacho de muy regular fortuna; por consiguiente no escribo. Es
decir... escribo... ayer escribí una esquela á Borrel para que me
enviase cuanto antes un pantalón de patincour que me tiene hace meses
por allá. Siempre escribe uno algo. Por lo demás, le contaré á usted.
Yo no soy amigo de levantarme tarde; á veces hasta madrugo; días hay
que á las diez ya estoy en pie. Tomo té, y alguna vez chocolate;
es preciso vivir con el país. Si á esas horas ha parecido ya algún
periódico me lo entra mi criado, después de haberle ojeado él: tiendo
la vista por encima; leo los partes, que se me figura siempre haberlos
leído ya; todos me suenan á lo mismo: entra otro, lo cojo, y es la
segunda edición del primero. Los periódicos son como los jóvenes de
Madrid, no se diferencian sino en el nombre. Cansado estoy ya de que
me digan todas las mañanas en artículos muy graves todo lo felices que
seríamos si fuésemos libres, y lo que es preciso hacer para serlo.
Tanto valdría decirle á un ciego que no hay cosa como ver.
Como á aquellas horas no tengo ganas de volverme á dormir, dejo los
periódicos: me rodeo al cuello un echarpe, me introduzco en un surtú,
y á la calle. Doy una vuelta á la Carrera de San Jerónimo, á la calle
de Carretas, del Príncipe, y de la Montera, encuentro en un palmo de
terreno á todos mis amigos que hacen otro tanto, me paro con todos
ellos, compro cigarros en un café, saludo á alguna asomada, y me vuelvo
á casa á vestir.
¿Está malo el día?, el capote de barragán: á casa de la marquesa hasta
las dos; á casa de la condesa hasta las tres; á tal otra casa hasta las
cuatro: en todas partes voy dejando la misma conversación; en donde
entro oigo hablar mal de la casa de donde vengo, y de la otra adonde
voy: ésta es toda la conversación de Madrid.
¿Está el día regular? Á la calle de la Montera. Á ver á La Gallarde ó á
Tomás. Dos horas, tres horas, según. Mina, los facciosos, la que pasa,
el sufrimiento y las esperanzas.
¿Está muy bueno el día? Á caballo. De la puerta de Atocha á la de
Recoletos, de la de Recoletos á la de Atocha. Andado y desandado
este camino muchas veces, una vuelta á pie. Á comer á Genieys, ó al
Comercio: alguna vez en mi casa; las más fuera de ella.
¿Acabé de comer? Á Solito. Allí dos horas, dos cigarros, y dos amigos.
Se hace una segunda edición de la conversación de la calle de la
Montera. ¡Oh!, y felizmente esta semana no ha faltado materia. Un poco
se ha ponderado, otro poco se ha... Pero en fin, en un país donde no se
hace nada, sea lícito al menos hablar.
--¿Qué se da en el teatro?, dice uno.
--Aquí: 1.° sinfonía; 2.º pieza del célebre Scribe; 3.º sinfonía; 4.º
pieza nueva del fecundo Scribe; 5.° sinfonía; 6.º baile nacional; 7.º
la comedia nueva en dos actos, traducida también del ingenioso Scribe;
8.º sinfonía; 9.º...
--Basta, basta; ¡santo Dios!
--Pero, chico, ¿qué lees ahí?, si ése es el Diario de ayer.
--Hombre, parece el de todos los días.
--Sí, aquí es _Guillermo_ hoy.
--_¿Guillermo?_ ¡Oh, si fuera ayer! ¿Y allá?
--Allá es el teatro de la Cruz. Cualquier cosa.
--Á mí me toca el turno aquí. ¿Sabe usted lo que es tocar el turno?
--Sí, sí, respondo á mi compañero de paseo; á mí también me suele tocar
el turno.
Pues bien, subo al palco un rato. Acabado el teatro, si no es noche de
sociedad, al café otra vez á disputar un poco de tiempo al dueño. Luego
á ninguna parte. Si es noche de sociedad, á vestirme; gran tualeta.
Á casa de E... Bonita sociedad; muy bonita. Ello sí, las mismas de
la sociedad de la víspera, y del lunes, y de... y las mismas de las
visitas de la mañana, del Prado, y del teatro, y... pero lo bueno,
nunca se cansa uno de verlo.
--¿Y qué hace usted en la sociedad?
--Nada; entro en la sala; paso al gabinete; vuelvo á la sala; entro al
ecarté; vuelvo á entrar en la sala; vuelvo á salir al gabinete; vuelvo
á entrar en el ecarté...
--¿Y luego?
--Luego á casa, y ¡buenas noches!
Ésta es la vida que de sí me contó mi amigo. Después de leerla y
de releerla, figurándome que no he ofendido á nadie, y que á nadie
retrato en ella, é inclinándome casi á creer que por ésta no tendré
ningún desafío, aunque necios conozco yo para todo, trasládola á la
consideración de los que tienen apego á la vida.


BAILE DE MÁSCARAS
BILLETES POR EMBARGO

Desgraciadamente para la empresa de teatros, que no se cansa de hacer
en obsequio del público todos los sacrificios que están al alcance
de una especulación que con tantas dificultades tiene que luchar, el
tiempo no ha favorecido la entrada del segundo. Sólo á esta causa
podemos achacar la poca concurrencia, si es que no se quiere seguir la
opinión de los que aseguran que no es Madrid pueblo que pueda resistir
tres meses de carnaval. Acaso han empezado los bailes demasiado pronto,
si bien nosotros tenemos entendido que para embromarse y engañarse los
hombres unos á otros todos los meses son buenos. Sea de esto lo que
quiera, el hecho es que el teatro del Príncipe ha presentado, sobre
todo en este segundo baile, en que se han procurado corregir los leves
defectos notados en el primero, un aspecto de lujo y de hermosura
poco común en bailes de esta especie; y es de esperar que el sentido
común venza por fin la resistencia que ideas ridículas de intempestiva
aristocracia parecen oponer todavía entre nosotros á la igualdad y
publicidad que reina en esta diversión, aun en tiempos en que dicen
que la libertad tiende sus alas protectoras sobre todas las clases
indistintamente.
Sólo una cosa encontramos notable y digna de ser al público referida
en estos bailes de teatro hasta ahora; cosa que contaremos, pero como
es conocido el cuidado que siempre en nuestros artículos ponemos de
huir de toda inculpación de personalidad, y como por repetidas órdenes,
instrucciones censoriales y reglamentos, todavía vigentes, no le es
permitido á la libertad de imprenta decir todo lo que piensa, la
contaremos sencillamente, y sin darle color, con la natural malignidad
que suelen encontrar en nuestros escritos los benévolos lectores. Al
referir un hecho, sucedido en Madrid, en estos tiempos y á vista de
todo el que lo haya querido ver, no podemos hacernos culpables de nada;
si la cosa hace reir por sí, no estará la malicia en nosotros, sino en
la cosa.
Sabido es, y ojalá no lo fuera, que el excelentísimo ayuntamiento
tiene en cada teatro de esta ilustrada capital de esta renegada patria,
un palco, palco que por más señas vale por dos; localidad que en la
contrata del gobierno con el empresario de teatros ha sido conservada
para el uso de los señores capitulares.
Llegada sin embargo la época de los bailes de máscaras parece que el
señor corregidor de esta muy heroica villa pasó al empresario un bando,
ó sea instrucción, relativa á varias medidas de policía interior de
estas funciones, en la cual no dejó de tocarse la grave cuestión de
si los señores capitulares, cuyo número parece montar á setenta y
cinco, deberían ó no tener entrada á las funciones. Pareció indudable
que tenían derecho á su palco, pero no tan indudable que lo tuviesen
igualmente á entrar en el salón y disfrutar en él y en las demás
localidades dispuestas ad hoc por el empresario, á fuerza de dinero
suyo. El empresario creyó cumplir con lo que la justicia exigía dando
pase á los señores setenta y cinco para su palco; pero no satisfaciendo
esto á dichos señores setenta y cinco, parece que se recrecieron
disturbios y reyertas de graves consecuencias para la república.
Nuestro corregidor, cuya ilustración sería difícil poner en duda,
ofició al empresario para que se diesen á los setenta y cinco señores
otros tantos billetes, es decir, setenta y cinco. Pero montando setenta
y cinco billetes, á razón de 23 reales por cada uno, á la cantidad de
1885 reales de vellón, desfalco notable en la entrada de cada noche, y
pudiendo estos billetes ser luego regalados y no servir aun para su uso
primitivo, dado caso que éste fuese de justicia, el empresario no sólo
se negó á darlos, sino que elevó la cuestión al señor gobernador civil,
y con ánimo, según creemos, de seguirlo elevando en todo caso hasta la
última potencia posible, y de no ceder de su derecho sino á la fuerza.
En tan apuradas circunstancias, yendo y viniendo días, llegábase el
día del baile, y en el ínterin que se decidía si los señores setenta
y cinco capitulares, por representar la villa de Madrid, la cual ha
cedido en una contrata particular los teatros á una empresa, deben
disfrutar ó no gratis de todas las funciones que en el local puede
dar la empresa, incluso alumbrado, alfombra, mesas de juego, ambigú y
demás; en el ínterin, repetimos, que esto se decidía, se presentó en
el despacho de los billetes el alguacil mayor, con su correspondiente
escribano y demás alguaciles menores, y embargó dichos setenta y cinco
billetes, para dichos setenta y cinco capitulares, previa la competente
protesta del despachador de ceder á la fuerza, y el competente recibo
del competente escribano. Ignoramos cuáles puedan ser las decisiones
ulteriores que sobre esta cuestión, que pudiéramos llamar de los
setenta y cinco, recaigan, ni es esto de nuestra incumbencia, ni nos
adelantaremos á dar nuestro voto en el particular, si bien nadie ha
dicho que no lo podemos tener como cada vecino de esta villa, á quien
representan los setenta y cinco capitulares.
Sólo sí contaremos un caso que nada tiene que ver con lo que llevamos
contado, y al referir el cual protestamos contra toda alusión. Es
capítulo aparte: táchesenos, si se quiere, de confundir unas materias
con otras: en un periódico no pueden venir las materias muy separadas
aunque uno quiera; pero no se nos tache de malignos, que ésta fuera
inculpación á la cual no podríamos resistir.
El caso era que en un pueblo solía salir en un día señalado todos
los años una procesión, no sabemos á qué propósito, la cual tenía de
costumbre inmemorial designada la carrera que debía seguir. Ocurrió
un año, antes del tiempo de la procesión, tapiar é incomunicar
cierta calleja, por la cual solía pasar aquélla; y convertida ya la
calleja en callejón sin salida, fué preciso variar la carrera que la
solemnidad ambulante llevaba. Alborotóse empero el pueblo, y sobre
todo los vecinos de la calleja, que querían disfrutar del paso de la
Virgen; y tanta fué la grita y la zalagarda, que fué indispensable la
intervención del alcalde, el cual oídas las partes, que fué cosa rara,
decretó: «En atención á lo que se me ha dicho por una y otra parte, y
á pesar de estar hecha la calleja callejón sin salida, mando y ordeno
que se guarden los usos y costumbres, y que vaya la procesión por la
calleja».


LA CALAMIDAD EUROPEA[2]

Muchas y grandes han sido las calamidades con que la Providencia en sus
secretos fines quiso afligir en distintas épocas al hombre. Ya desde
un principio pudo conocer el más lego la desgracia que presidía á la
creación de este mísero globo. El que vió en los primeros tiempos que
fué preciso arrancar al hombre de su propia costilla la mujer, ó había
de tener poco olfato, ó debía ya decir para su capote (permítaseme el
anacronismo) que había de venir presto abajo nuestra felicidad. Así
fué; habló una serpiente; la mujer dió oídos al primer advenedizo,
fragilidad que desgraciadamente se ha transmitido de siglo en siglo;
cortóse la manzana del árbol del bien y del mal, que por lo visto
sólo tenía el mal para nosotros, hincóle el diente el crédulo esposo,
y vínose abajo á renglón seguido todo el edificio del primaveral
paraíso. Primera calamidad, y no la más floja. Henos aquí ya habitando
la tierra, merced á la picia del primer hombre: nace el segundo mortal,
y segunda picia: lo primero que hace es matar al tercero: he aquí una
raza maldita, y la segunda calamidad. Con tan galanos principios no
debió de ser difícil augurar los fines. El primer homicidio no debía
de ser el último. Endurécese el hombre en el mal, sucédele un vicio á
otro, un crimen abona el anterior, y pónese la cosa tan de mala data,
que cansado y arrepentido el Hacedor, lluévele encima al hombre, y
pónelo perdido. ¡Día de agua! Ni sirven ramas, ni valen altos montes.
Se abren las cataratas del cielo, derrámase el líquido abundante,
ahógase todo bicho, y he aquí la tercera calamidad.
Vuelve el hombre á poblar, y ya de aquí en adelante imposible fuera
poner orden en las calamidades. No bien sale del reciente escarmiento,
lánzase de nuevo al crimen: olvida su Dios y su religión; de nada ha
servido el diluvio; el Criador lo conoce, y vista la ineficacia del
agua, aquí prueba con Sodoma y Gomorra la virtud del fuego: igual
resultado. Allá convierte en sal al curioso. Acá confunde en Babel
las lenguas insolentes, y vuélvese la torre una cazuela de un teatro
de Madrid. Tiempo perdido. Desde entonces todos hablan y ninguno se
entiende; pero no por eso se ha mejorado nuestra condición. Caiga
agua, baje fuego, venga sal, lluevan lenguas sobre nosotros; el hombre
insolente todo lo aprovecha. Inventa barcos, y anda sobre el agua;
recoge la lumbre, y caliéntase á ella; toma la sal, y échala en el
puchero; aprende las lenguas, y corre á enseñarlas por el equitativo
estipendio de treinta reales al mes...
¿Quién tendría desde entonces el vano proyecto de seguir en su curso
las calamidades del hombre? Poco antes de llegar á la tierra de
promisión, adora el becerro de oro, figura simbólica del siglo XIX,
que había de adorar el oro, aunque fuese en un becerro; en Jericó hace
añicos todos los cántaros de la provincia; en Egipto adora la cebolla,
ídolo por cierto de muy mal tono; en el Indostán tributa honores al sol
y al fuego; en la India occidental, que tenía más de occidental que de
India, adora la luna entera; más económico en Asia, adora media luna
no más; en África reverencia á los bichos ponzoñosos; en Europa rinde
culto á sus grandes ladrones y asesinos, y erige altares á sus tiranos;
aquí se hunde la Atlántida, preparando á navegantes con su hundimiento
descubrimientos fatales; ábrense volcanes por todas partes, vomitando
lumbre sobre él; las tempestades aquí, la peste allí, la guerra de
nación en nación, las preocupaciones doquiera, la mujer en todas
partes; todo es error y desgracia, todo crimen y confusión el mundo;
todo es, en fin, calamidades.
Dejemos, pues, á un lado las del mundo para ocuparnos sólo de las de
Europa.
Nace apenas la sociedad europea, y surgiendo de ella Elena, lánzase
aquélla contra el Asia en mil frágiles barquillos á llevar á las playas
troyanas el hierro y la destrucción. _Nótese que la primera calamidad
europea emanó de la importancia dada á la fidelidad de una mujer._
El adulterio, el asesinato y el incesto reciben á su vuelta á los
vencedores argivos. Cien repúblicas en seguida, ansiosas de libertad,
se aherrojan mutuamente, y un ejército de Persas viene hasta Maratón
á sembrar el luto en la sociedad europea. _Nótese que la segunda
calamidad es una intervención extranjera._
Dos bandoleros famosos, Remo y Rómulo, echan los cimientos de la ciudad
universal, que con las armas en la mano avasalla después y esclaviza
á la Europa entera. _Nótese que el principio de la tercera calamidad
fueron dos ladrones públicos._
El Norte vomita sobre el Mediodía hordas innumerables de Vándalos
y Godos, que mudan á sangre y fuego la faz de la malhadada Europa.
_Nótese que la cuarta calamidad vínole á Europa del Norte._
El hijo de Dios había descendido ya á morir en la tierra por los
hombres; una religión nueva alzaba sus bienhechoras cruces por todas
partes; más de cien hijos espúreos, saliendo del río principal, como
sangrías de licor ponzoñoso, inundan el mundo de sectas parciales:
los hijos de un innovador atrevido se arrojan de Asia á Europa con
el alfanje en la una mano y el Korán en la otra: numerosas cruzadas
se levantan por la religión, y encienden la guerra general: nuevas
sectas derraman luego la sangre alemana, y poco después la inglesa
y la francesa. La reacción, sangrienta, como la acción, establece
tribunales horribles, y cada pueblo, durante siglos enteros, aquí por
la guerra civil, allí por la conquista de otro hemisferio, es una ara
inmensa cubierta de mártires; los hombres son mitad víctimas, mitad
sacrificadores. _Obsérvese que la quinta calamidad le vino al hombre de
la preocupación religiosa, de la superstición, del fanatismo._
Sobre la sangre humeante de los _autos de fe_ nace la política, y
con ella el soñado equilibrio de los reinos; guerras de sucesión,
guerras de familia suceden á las guerras religiosas; pueblos enteros
perecen víctimas de guerras personales de sus reyes, y de etiquetas
palaciegas. _Adviértase que la sexta calamidad le vino á la Europa de
la importancia dada al apellido de sus pretendidos dueños absolutos._
Vencedores éstos contemplan como instrumentos á sus súbditos; pero
cansados al fin los pueblos, caen en la cuenta de sus derechos, y un
grito unánime de libertad resuena en el universo. La Europa le acoge,
y responde á él; se abre una lucha sangrienta de principios; una
revolución espantosa traspasa todos los límites posibles; un coloso
nace de ella á detenerla; vencido empero el coloso, la libertad vuelve
á desplegar sus alas. Desde entonces los hombres siguen vertiendo
anchos ríos de sangre para reconquistar de la rutina el derecho
más sencillo y claro de todos: su propia voluntad. _Nótese que la
sétima calamidad nos viene de haber conferido nuestros poderes sin
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