Obras completas de Fígaro, Tomo 2 - 19

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fin, la trajo el célebre conquistador del Trocadero el año 23, y fué
lo que nos dió en cambio y permuta de la constitución que se llevó;
prueba de que él creía que valía tanto por lo menos la policía como la
constitución.
Pues luego, si ha hecho bienes al país, no hay para qué ponerlo en
cuestión.
Á la policía debió el desgraciado Miyar su triste fin; y como ha
dicho muy bien otro orador, á la policía se debió sin duda alguna
aquella inocente treta por la cual se sonsacó de Gibraltar á un
célebre patriota para acabarlo en territorio español, con toda
nobleza y valentía. Pero ¿á qué más ejemplos?; de cuantos liberales
han muerto judicialmente asesinados en los diez años, acaso no habrá
habido uno que no haya tenido algo que agradecer á esa brillante
institución. Ahora bien, continuador el año 35 y heredero universal,
como se ha pretendido, de los diez años, mal pudiera rehusar herencia
tan legítima: así hemos visto á nuestra policía recientemente hacer
prodigios en punto á conspiraciones.
La policía se divide en política y en urbana. Y es cosa tan buena como
otra. Por la primera, supongamos que sabe usted que se habla en un
café, en una casa, ó que no se habla, pero que tiene usted un enemigo;
¿quién no tiene un enemigo? Va usted á la policía, y con contar el
caso, y con añadir que en la casa tienen pacto con _isabelinos_, y
que detrás del _viva de ordenanza_ está tapada la anarquía, hace
usted prender á su enemigo. ¿Pues no es cosa excelente? Luego, para
cualquier carrera se necesita saber algo, suponiendo que no haya favor
ó parentesco; para médico, por ejemplo, alargar la enfermedad; para
abogado, embrollar el asunto; para militar, ir á Vizcaya... para cura,
todos sabemos ya lo que se necesita saber, y por ese estilo; pero para
ser de policía, basta con no ser sordo, ¡Y es tan fácil no ser sordo!
Ahora, si fuera preciso hacerse el sordo, ya era otra cosa: era preciso
saber entonces casi tanto como para ser ministro.
Por otra parte decía un ilustre amigo nuestro, que la España se había
dividido siempre en dos clases; gentes que prenden á gentes que son
prendidas: admitida esta distinción, no se necesita preguntar si es
cosa buena la policía.
Acerca de los premios destinados á la delación, y para cuyos gastos
será sin duda gran parte de los millones del presupuesto, esto es
indispensable: primero, porque uno no ha de delatar de balde, y
segundo, porque no se cogen truchas, etc., refrán que pudiéramos
convertir en _no se cogen anarquistas_, etc. En una palabra, ó se ha
de prender, ó no se ha de prender: si se ha de prender, es preciso que
haya quien delate; y si ha de haber delatores, éstos han de comer,
porque tripas llevan pies. Por consiguiente, no sólo es cosa buena la
policía, sino también los ocho millones.
En los Estados-Unidos y en Inglaterra no hay esta policía política;
pero sabido es en primer lugar el desorden de ideas que reina en
aquellos países; allí puede uno tener la opinión que le dé la gana; por
otra parte, la libertad mal entendida tiene sus extremos, y nosotros
leyendo en el gran libro abierto de las revoluciones, como ha dicho muy
bien otro orador, debemos aprender algo en él, y no seguir las mismas
huellas de los países demasiado libres, porque vendríamos á parar al
mismo estado de prosperidad que aquellas dos naciones. La riqueza vicia
al hombre, y la prosperidad le hace orgulloso por más que digan.
La otra policía es urbana. Ésta es todavía más cosa buena que la otra.
Entre las ventajas que produce nos contentaremos con los pasaportes,
con los cuales va usted adonde quiere y adonde le dejan. Paga usted
su peseta, y ya sabe usted que tiene pasaporte. Suponga usted que á
imitación de Inglaterra no hubiera pasaportes. En verdad que no se
concibe cómo se puede ir de una parte á otra sin pasaporte: si fuera
sin caminos, sin canales, sin carruajes, sin posadas, ¡vaya!, ¡pero sin
pasaportes! Por el mismo consiguiente saca usted su carta de seguridad,
y ya está usted seguro de haberse gastado dos reales; pero en cambio
hay otro que desde que usted los tiene de menos los tiene de más. De
modo, que para éste, sobre todo la carta de seguridad es cosa buena,
tan buena por el pronto como dos reales. Hay cosas mejores, es verdad,
pero siempre es cosa buena.
Probada, pues, hasta la evidencia la bondad de la policía, ¿cómo
pudiéramos no agregarnos al voto de los 50 señores Procuradores que
han perdido la última votación? Poco vale por cierto nuestra opinión;
no somos desgraciadamente ni procuradores ni inviolables, pero en
cambio tendremos policía por lo menos; pagaremos en compañía de
nuestros compatriotas ocho millones para que nos averigüen nuestras
conversaciones, nuestros pensamientos, nuestros... y si algún día la
policía nos prende, como es probable, por anarquistas, exclamaremos con
justo entusiasmo: «¡Buena cárcel nos mamamos! ¡Pero buen dinero nos
cuesta!»


POR AHORA

En nuestro último artículo, en que defendíamos la policía, dejamos
ligeramente apuntado que hay _cosas buenas_ en el mundo; y probamos
hasta la evidencia, como solemos, que una de ellas es la policía. Como
no nos pasa por la imaginación que uno solo de nuestros lectores se
haya resistido á nuestras razones, tratamos de probar hoy otra verdad
más indisputable todavía, á saber: que sentado el principio de que hay
cosas buenas, hay _palabras_ que parecen _cosas_, es decir, que hay
_palabras buenas_.
Á primera vista parece que buenas deben ser todas las palabras, puesto
que sirven todas para hablar, ó sea para gastar conversación, que es el
fin que parecemos proponernos; esto es un error sin embargo, y error
grave. Palabras hay malas, profundamente malas por sí mismas, y sin
necesidad de accesorios, que forman por sí solas oración y sentido, por
más que suelan ellas no tener sentido común. Palabras que valen más
que un discurso, y que dan que discurrir; cuando uno oye por ejemplo
la palabra _conspiración_, cree estar viendo un drama entero, y aunque
no sea nada en realidad. Cuando uno oye la palabra _libertad_, sólo
ella, solita, cree uno estar oyendo una larga comedia. Cuando uno oye
la palabra _imprenta_, ¿no cree ver detrás la censura, el imposible
vencido, la cuadratura del círculo, la gran quisicosa? ¿No hay quien
ve en ella el abismo, la anarquía, aquel qué sé yo, que nadie sabe
explicar ni comprender? Cada una de estas palabras son verdaderas
linternas mágicas: el mundo todo pasa al través de ellas. Una vez
encendidas todo se ve dentro.
Estas palabras que encierran por sí solas una significación entera y
determinada son malas generalmente: las buenas son aquéllas que no
dicen nada por sí, como por ejemplo: _prosperidad_, _ilustración_,
_justicia_, _regeneración_, _siglo_, _luces_, _responsabilidad_,
_marchar_, _progreso_, _reforma_, etc., etc. Éstas no tienen un sentido
fijo y decisivo: hay quien las entiende de un modo, hay quien las
entiende de otro, hay, por fin, quien no las entiende de ninguno. Éstas
son buenas, porque, blandas como cera, adáptanse á todas las figuras:
éstas son, en fin, el alimento de toda conversación. Con ellas no hay
discurso que no se pueda sostener, no hay cosa que no se pueda probar,
no hay pueblo á quien no se pueda convencer. Éstas son las palabras que
parecen cosas.
Ahora bien, cuando dos de estas palabras insignificantes y maleables
se llegan á encontrar en el camino una de otra, únense al momento y
se combinan por una rara afinidad filológica; y entonces no toman
por eso mayor sentido; todo lo contrario, juntas suelen querer decir
menos todavía que separadas: entonces estas palabras buenas suelen
convertirse en lo que vulgarmente llamamos _buenas palabras_.
He aquí las reflexiones que teníamos presentes al sentar en el papel
el titulillo de este artículo. Nadie nos negará que la palabra _por_
quiere decir poco cuando va sola; pues de la palabra _ahora_, no
decimos nada. He aquí, pues, dos palabras excelentes, y combínense como
se combinen. Júntese el _por_ con el _que_, y resultará el _porqué_.
Siempre se ha dicho que el _porqué_ de las cosas es inaveriguable; por
consiguiente no quiere decir nada. Póngase el _ahora_ en _oración_, y
digamos, por ejemplo: «¿Qué hay ahora? ¿Qué se hace ahora?» Nada. Ambas
son, pues, palabras nulas, y buenas por consiguiente. Combínense ahora
juntas y digamos: _por ahora_, y se verá el efecto peregrino de la suma
de todas las nulidades.
Pocas palabras hay tan buenas, tan útiles en el día, tan en boga;
pocas palabras buenas que puedan tan fácilmente convertirse en _buenas
palabras_. ¿Á qué nos contesta usted con el _por ahora_? Es la espada
de Alejandro, que corta todo nudo gordiano; es la panacea universal
que templa todos los dolores. Buena jornada habíamos echado, si no
pudiéramos contestar á todo: _Por ahora_.
¿Cuánto no suaviza esta frase toda mala contestación? Por mejor decir,
no hay con ella mala contestación posible, y todo aquél que sepa lo que
es una repulsa seca, sabrá apreciar cuánto valen las buenas palabras.
Son el vino que se mezcla con el agua para quitarle su crudeza.
Ejemplo. _No_, quiere decir que _no_. Pero si en vez de decir _no_,
dice usted _por ahora no_, aunque usted quiera decir lo mismo, si habla
usted sobre todo con un tonto, como suele suceder, ha dicho usted una
gran cosa. ¿Y qué cuesta decir dos palabras más?
Convencidos hombres muy ilustrados de esta verdad, ¿cómo pudieran no
usarlas continuamente?
Lluevan sobre ellos en buen hora demandas y peticiones, renuévese la
tabla de los derechos, clamen por todas partes tribuna y periódicos por
la libertad de imprenta; no le responderán á usted con un no seco, sino
que _por ahora no conviene_. Pida usted más garantías; abogue usted
por una verdadera seguridad individual; porque tal ó cual estado es
absurdo. _Lo vemos_, responderán, y lo que es más _con dolor_; empero
_por ahora_ no es oportuno. Para que un pueblo esté bien gobernado,
para que sea feliz, es preciso que se difunda la _ilustración_;
para que un pueblo sea libre, es preciso que sepa mucho... y esté
bastantemente ilustrado... véase si no _Grecia_ y _Roma_; aquéllos
eran pueblos libres... ¡pero lo que se sabía allí!, ¡qué pueblos tan
ilustrados! ¿Qué tiene que ver la España del siglo XIX con la _Grecia_
de _Licurgo_ y la _Roma_ de _Numa_?
Venga usted á decirme que el sistema judicial no es gran cosa. Que
cada uno multa como le da la gana, y juzga como le parece. Pero eso
es _por ahora_ no más. Deje usted que llegue aquel día raro, aquel
día particular, que ha de ser el decisivo; el día, en fin, de la
oportunidad, el día que nos convenga pasarlo bien, que ese día será
otra cosa.
Que hay confusión de poderes, de palabras y de cosas; que no nos
entendemos; que es una verdadera Babel; que no andamos un paso, un solo
paso; pero eso es _por ahora_. Todavía no conviene que nos entendamos.
Es preciso buscar el momento oportuno. Pues qué, ¿no hay más que
entenderse cualquier día del año, cualquier año del siglo?
¿Y quién es el encargado, preguntarán ustedes, de conocer el momento?,
¿quién es ese sabio sagaz y penetrante, que ha de conocer cuándo nos
conviene ser iguales, ser libres, poder hablar, ser, en una palabra,
felices?, ¿dónde está la línea divisoria entre la inoportunidad y
la oportunidad?, ¿quién es el ilustrado encargado de medir nuestra
ilustración?
_Por ahora_, amigo lector, no se columbra todavía á ese sabio:
responderemos: ni nosotros hemos hecho ánimo de responder _por ahora_
á todas las preguntas, ni nos dejarán responder tampoco _por ahora_;
aunque quisiéramos. Limitándonos _por ahora_ á probar que como hay
cosas buenas entre nosotros, hay palabras que parecen cosas, y
_palabras buenas_ que nos dan por _buenas palabras_. Que las voces _por
ahora_ son las primeras de ese género, y si bien se mira, bastante
hemos dicho _por ahora_.


LITERATURA
POESÍAS DE DON JUAN BAUTISTA ALONSO

Los hombres son raros en verdad. De cuatro veces tres no se entienden
unos á otros; y de tres cuatro no se entienden á sí mismos. Diría
uno oyendo ese prolongado clamor que pide libertad de imprenta
diariamente: «Éste es el país de la imprenta, de los libros... de los
periódicos...». Solemne chasco se llevaría quien tales consecuencias
dedujese. Es preciso entendernos: ese clamor de libertad de imprenta,
tan continuo, tan incesante, tan justo, puede tener dos principios:
puede considerarse como un derecho meramente político reclamado por
un pueblo víctima, que hace el último esfuerzo para romper la cadena;
y puede mirarse también como un órgano meramente literario, exigido
por un pueblo ansioso de ilustración. En el primer caso la imprenta
es el baluarte de la libertad civil, en el segundo el paladión de los
conocimientos humanos. Desgraciadamente, si se contempla despacio el
cuadro de nuestra ilustración científica, literaria y artística, esta
ansia de libertad de imprenta no se puede achacar á la cooperación de
ambos principios reunidos, cooperación que sería la perfección; no. Es
preciso contentarse con reconocerle la primera causa por origen; y esto
pinta bastante nuestra situación. Pedimos libertad de imprenta, no para
lucirnos, sino para quejarnos, como anda buscando la voz para gritar el
que abrumado por una horrible y miedosa pesadilla, tiene embargada el
habla por el sueño. Busquemos en España desgraciados y oprimidos, ¿pero
literatos?
Á estas tristes reflexiones da lugar cada publicación original que
levanta la cabeza de cuando en cuando, mostrándose, como á hurtadillas,
entre nosotros. Es la voz que resuena en el desierto: ni un eco hay
que responda, ni un oído que la albergue, ni un pueblo que la escuche.
Montes de arena, hoy aquí, mañana allí: y un huracán violento. Nada más.
Si bien luce algún ingenio todavía de cuando en cuando, nuestra
literatura sin embargo no es más que un gran brasero apagado, entre
cuyas cenizas brilla aún pálida y oscilante tal cual chispa rezagada.
Nuestro siglo de oro ha pasado ya, y nuestro siglo XIX no ha llegado
todavía.
En poesía estamos aún á la altura de los arroyuelos murmuradores, de la
tórtola triste, de la palomita de Filis, de Batilo y Menalcas, de las
delicias de la vida pastoril, del caramillo y del recental, de la leche
y de la miel, y otras fantasmagorías por este estilo. En nuestra poesía
á lo menos no se hallará malicia; todo es pura inocencia. Ningún rumbo
nuevo, ningún resorte no usado. Convengamos en que el poeta del año
35, encenagado en esta sociedad envejecida, amalgama de oropeles y de
costumbres perdidas; presa él mismo de pasioncillas endebles, saliendo
de la fonda ó del billar, de la ópera ó del sarao, y á la vuelta de
esto empeñado en oir desde su bufete el cefirillo suave que juega
enamorado y malicioso por entre las hebras de oro ó de ébano de Filis,
y pintando á la Gesner la deliciosa vida del otero (invadido por los
facciosos), es un ser ridículamente hipócrita, ó furiosamente atrasado.
¿Qué significa escribir cosas que no cree ni el que las escribe, ni el
que las lee?
Empero no quisiéramos que se interpretara en mal del libro que
analizamos esta serie de reflexiones generales, que tienden sólo á
probar, no el atraso particular de tal ó cual poeta, sino el general
atraso de nuestra poesía. Mal pudiéramos por otra parte acriminar á
nadie de seguir demasiado estrictamente el camino más trillado; no
todos tienen espíritu suficiente para sacudir las cadenas de la rutina;
ni la antigua escuela que nos abruma aún por todas partes con su
acompasada monotonía nos permite otra cosa. Antes de inventar nos es
forzoso olvidar, y ésta es una doble tarea de que no son todos capaces;
acaso cuando le ocurre á cada cual olvidar, es tarde ya para él. Todo
va despacio entre nosotros, ¿por qué ha de ir de prisa sólo la poesía?
Colocándonos, pues, en la época á que corresponden estas poesías,
examinemos el libro en venta, no ya comparando á nuestro autor con
lord Byron ó Lamartine, puesto que su género es tan distinto que
difícilmente se le pudieran hallar puntos de contacto.
El tomo del señor Alonso se compone de _odas_, según la antigua
clasificación, y bajo este rótulo se encierran verdaderos _discursos_,
más ó menos filosóficos, elegíacos ó pindáricos, en que el poeta
desarrolla buena porción de dotes aventajadísimas: consta el volumen
además de romances, de sonetos, de letrillas, anacreónticas y canciones.
La colección del señor Alonso comienza con una oda titulada: _Que la
instrucción es la mejor y la más durable de las riquezas_. Sin convenir
de ninguna manera en este principio, encontramos en la tal composición
buen juicio, y esa misma instrucción que el autor llama riqueza, y que
nosotros, menos poetas sin duda, llamaremos sólo instrucción á secas.
La oda elegíaca que sigue está salpicada de poesía por todas partes:
es á la muerte de una joven hermosa recién casada. Imágenes atrevidas,
símiles felicísimos, sentimiento alguna vez. Después de haber dicho que
Cintia á su Delio mira
Y entre sus brazos sonriendo espira.
añade el poeta Alonso:
Así en oscuro templo,
Donde el silencio sepulcral domina,
La agonizante lámpara vislumbra
Sus moribundos trémulos reflejos,
Mientras su luz se ahuyenta
En desiguales partes soñolienta;
Y al consumir oculta
Entre las sombras de la negra noche,
Último resto del fulgor dudoso,
El tibio germen de su triste vida,
Fugaz vigor adquiere
Y súbita creciendo alumbra y muere.
Quítensele á esas estrofas algún adjetivo inútil, y cierta oscuridad
que resulta de la violenta colocación del tercer verso de la segunda, y
es un rasgo de primer orden.
Como imitación de san Juan de la Cruz, la oda á la profesión religiosa
de la señorita madrileña tiene todo el mérito de hallarse bien tomado
el tono de esta clase de composiciones: hay unción, hay aquel dialecto
figurado y simbólico que han usado todos los poetas de este género.
Dice el poeta á la muerte de una niña:
Impune hiere el bárbaro asesino,
Y tranquilo se goza en sangre humana
Retiñendo el puñal de muerte lleno;
Y asesinando vive
Alumbrándole el sol, que alumbra al bueno.
Esta estrofa parece de Cienfuegos; su mismo atrevimiento, su novedad,
su amargura misma.
Parécenos sin embargo que el género filosófico no es el sol de
Austerlitz para el señor de Alonso: le comparáramos de buena gana en
esta circunstancia con Meléndez, de quien las odas y los discursos,
salvo alguna excepción como el de _las artes y las estrellas_, no son
lo que le da inmortalidad.
El género del señor Alonso es el género mismo de Meléndez, el bucólico;
tiene composiciones enteras dignas de Batilo, sabe revestirse
perfectamente del candor pastoril, de aquel dialecto juguetón, de aquel
tono que huele á tomillo, según la feliz expresión de un académico, que
también hay académicos felices en ocurrencias.
Iremos á la fuente
Y allí la sed fogosa apagaremos
En su fresca corriente,
Y el bien que nos debemos
Sin miedo y sin testigos gozaremos.
............................................
¿Á qué envidiar cortadas
Las frutas en los cestos cortesanos,
Si aquí penden colgadas
En árboles galanos
Que desde el suelo alcanzarán las manos?
He aquí al poeta en su terreno. Cuando se entrega á su verdadera
inspiración, nada huelga en él, nada le falta. Ya no hay aquella
dureza, aquella confusión de epítetos superabundantes, aquella especie
de oscuridad, aquella afectada profundidad, aquel lujo pampanoso de
poesía y de ruido que se advierte en sus primeras composiciones. Las
dos estrofas citadas son un modelo; es difícil hacer nada más acabado
que la segunda, felicísima imitación de Virgilio.
¿Cómo no citar aquí, cual la reina del tomo, la composición á la _vida
feliz_, desempeñada en primorosas quintillas? Es de lo mejor que hay
escrito en castellano, y en cualquiera lengua. ¡Qué sencillez tan
elocuente!, ¡qué giros tan castizos, tan elegantes!, ¡qué verdad, qué
pureza, qué encanto singular! Júzguela el lector por sí mismo, y una
vez leído ese lindo rasgo de poesía, le aconsejamos que, en lugar de
pasar á leer ninguna otra composición, la vuelva á leer segunda vez, y
no salga de ella jamás.
Como modelo de facilidad en la versificación, las _Quejas del Moro_ es
romance inimitable; y en punto á romances, aunque son buenos el retrato
de Rosana, el del cumpleaños de la señora doña María de los Dolores
Armijo de Cambronero, el de Anfriso á Dalmiro, campea sobre todos
el de _el Consejo_. Es todo un romance y todo un consejo. ¡Qué pura
intención!, ¡qué verdad!, ¡qué noble indignación contra el seductor
Fabio!, ¡qué interés tan noble por la inocente Elisa!, ¡cómo corre la
pluma en él!, ¡cómo se desahoga la vena del poeta!
Fácilmente conocerá el lector que ya puestos á citar, citaríamos de
buen talante infinitas bellezas más por ese mismo estilo que brillan
en la colección; con tanto más placer, cuanto que amigos del poeta,
quisiéramos no vernos obligados á poner al lado del elogio conquistado
la merecida crítica. Pero conocemos demasiado al señor Alonso y sus
severos principios de virtud, para ofenderle con una parcialidad
indigna del escritor público. Al notar los defectos de su obra, como
lo hemos hecho, repetiremos su axioma: _Amicus Plato, sed magis amica
veritas_.
En resumen, el señor de Alonso tiene en general el mérito de ser
original, y en estos tiempos no es poco. No se puede comparar con
Rioja, con Herrera, con Garcilaso; no es precisamente Meléndez, ni
Cienfuegos; no es Quintana; no es... es un poeta _sui generis_; el
señor Alonso es Alonso. Es superior, como hemos dicho, en el género
bucólico. Su versificación es en general buena, casi siempre armoniosa.
No es muy correcto, y esto no porque le creamos incapaz de corrección;
pero ha hecho mal en no pulirse más, como él mismo dice en su prólogo,
por falta de _humor y de paciencia_. Hubiera podido expurgar algún
tanto sus poesías, suprimir alguna composición, y acortar muchas. Poeta
franco y libre, suelta la rienda á su inspiración y escribe demasiado.
El talento no ha de servir para saberlo y decirlo todo, sino para
saber lo que se ha de decir de lo que se sabe. Esa superabundancia de
vena suele dañar al efecto, desliendo demasiado ideas que, ligeramente
apuntadas, resaltarían doble; porque en las artes de imaginación suele
querer decir de más lo que se dice de menos. Manifiesta instrucción
y filosofía, si no abusara á veces de la primera, y si no afectase
demasiado la segunda. Conoce su lengua, y aun creemos que pueda deber
al cultivo de la poesía esas disposiciones oratorias que hemos oído
elogiar en él aplicadas al foro.
Damos el parabién al señor Alonso por los laureles que acumula sobre
su cabeza con la publicación de sus poesías, y nos le damos á nosotros
mismos por haber tenido ocasión de hacer pública justicia al mérito del
señor Alonso.


CARTA DE FÍGARO
Á SU ANTIGUO CORRESPONSAL

Ya se ve que te escribo poco, amigo mío; pero ¿qué quieres? me he
propuesto no escribirte sino cuando suceda por acá alguna cosa buena,
cuando haya alguna buena noticia, ó cuando las novedades que ocurran
sean tan grandes que valgan la pena de escribir sobre ellas cuatro
párrafos de sustancia y de gusto. Cosa buena no ocurre, ni viene buena
noticia de ninguna parte; y por lo que hace á novedades, todas las de
por acá son viejas. Á mí se me figura siempre que he visto ya en otra
parte todas nuestras novedades; y debe de consistir en que las unas son
plagios, las otras imitaciones, y las demás repeticiones de nosotros
mismos. Siempre vamos por el mismo camino, y, lo que es peor, al mismo
paraje. Hay sin embargo quien asegura que esta vez no vamos por ningún
camino, ni á ninguna parte; si esto fuese cierto, ya sería el caso muy
diferente.
Me preguntas ¿qué era eso que andábamos buscando aquí y que no se
encontraba? Por esas señas apenas sé lo que me quieres decir. Todo...
Me he figurado, al fin, si me querrías hablar del ministerio. Pero si
era eso, ¿á qué tanto misterio? Ya no estamos en tiempo de Calomarde;
ahora se puede hablar claro y sin rodeos todo lo que se piensa, cuando
se piensa. Aquí se habla mal de muchos ministros, y se los nombra y
todo: á nadie han preso todavía por eso, lo cual es muy de alabar, y
prueba por lo menos que no se quieren cometer injusticias.
En punto á ministerio te diré que es cierto que hemos andado buscando
ministros. Tú sabes el cuento de Diógenes y la linterna. Poco más ó
menos se ha hecho aquí buscando un hombre. Parece que no es nada el
ser ministro. Pues es algo. Antes, ¡vaya! Pero ahora con esto de que
el ministro ha de saber hablar, y se ha de vestir limpio, y qué sé yo
cuántas cosas... Sucede que no se atreven á quitar un ministro, porque,
amigo, ¿dónde van por otro? Hombres para ministros no nacen todos los
días; y si _nacieran_, como decía muy bien el señor presidente del
consejo de ministros en una lindísima elegía,
Sólo al tocarlos yo se marchitarán,
porque ésa es la suerte de todas las cosas de nuestro país. Pero por
fin el hombre ya parece que se ha encontrado, y está provisto el
ministerio de la guerra.
Hace un año, poco más, decía el gobierno (que entonces era Cea)
que para acabar con don Carlos no se necesitaban _liberales_ ni
_innovaciones_. Pasó el tiempo, y fué preciso echar mano de _liberales_
y de _innovaciones_, lo menos que se pudo, es verdad; pero al fin fué
preciso. Que tuvimos ya nuestro poco de liberales, y nuestro poquito de
innovación; siguieron los que entraron con el mismo cantar: «Nosotros
lo acabaremos, dijeron; pero ni hace falta Mina, ni...». Pues hizo
falta _Mina_, hizo falta _Valdés_... Y hará falta todo.
Pues un espejo de lo que ha sucedido en guerra ha sido _gracia_ y
_justicia_. De renuncia en renuncia vinimos á parar en fin al señor
Dehesa. Yo no le conocía, ni tú tampoco; pero eso no prueba nada. Me
dirás á eso que tú no has dicho que pruebe algo; entonces estamos de
acuerdo. En interior ha sido otra cosa; allí no costó nada el hacer la
mudanza, si se exceptúa lo que costó decidirse á ella, y han puesto al
señor Medrano. Con respecto á sus doctrinas, bien conocidas son; no hay
sino coger los periódicos y echarse á adivinar en las sesiones que dan
los taquígrafos lo que deben haber dicho los oradores, y por ahí te
pones al corriente en un momento.
Lo que es la hacienda sigue lo mismo, y el estado _in statu quo_. La
marina sin novedad, que por cierto es lástima. La cuádrupla alianza
parece que tiene olvidada su cláusula de sacar al pretendiente del
territorio de la Península. Á eso dirán que ya han cumplido, y que lo
han sacado otra vez... No es para todos los días andar como pala de
horno, sacando y metiendo á su alteza en la Península. Que se salga
él si quiere, y si no que lo deje; lo demás no es tener maldita la
formalidad.
Los presupuestos van en boga. El Conservatorio de música no ha podido
sacar un maravedí á la nación. Primero se contentó con 600,000 reales,
luego ya pidió 400,000, después bajó hasta 80,000. Pero nada. Sin
embargo, á él se le dan dos cominos de todo eso. Anoche se cantó allí
la _Norma_, y se asegura que siguen cantando. Siempre se ha dicho que
«el español cuando canta, ó rabia ó no tiene blanca». Mira tú lo que
es: yo era de opinión de que le hubieran votado alguna friolera.
Ya vamos mudando los nombres á las cosas. En verdad que hasta ahora no
estamos más que en las calles; pero por alguna parte se ha de empezar.
Ya los mudaremos todos, si Dios quiere.
Los teatros siguen abiertos la cuaresma; eso sí, las comedias con este
régimen, ó lo que sea, pelechan. Y á propósito de comedias, te diré
que aquellos veinte y ocho carlistas que se habían cogido en la costa
cantábrica han resultado ser veinte y siete. Parece que había sido un
yerro de cuenta.
La fusión sigue en boga por todas partes: dentro de poco conseguirán
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