Obras completas de Fígaro, Tomo 2 - 06

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No hubo más remedio que buscar el fiador: ya daba mi amigo la mudanza á
todos los diablos. Venciéronse por fin las dificultades; ya cogió las
llaves, y cogió al celador, y cogió el padrón, y cogió... ¿qué había
de coger por último?, el cielo con las manos, lectores míos. Comenzó
la mudanza: el sofá no cupo por la escalera; fué preciso izarle por
el balcón, y en el camino rompió los cristales del cuarto principal,
los tiestos del segundo, y al llegar al tercero, una de sus propias
patas, que era precisamente la que le había estorbado; si se hubiera
roto al principio, pleito por menos; fué preciso pagar los daños: el
bufete entró como taco en escopeta, haciendo más allá la pared á fuerza
de rascarle el yeso con las esquinas: la cama del matrimonio tuvo que
quedarse en la sala, porque fué imposible meterla en la alcoba; el
hermano de mi amigo, que es tan alto como toda la casa, se levantó un
chichón, en vez de levantar la cabeza, con el techo que estaba hombre
en medio con el piso. En fin, mal que bien, estuvo ya la casa adornada;
pero ¡oh desgracia!, mi amigo tiene un suegro sumamente gordo: verdad
es que es monstruoso; y es hombre que ha menester dos billetes en
la diligencia para viajar: como á éste no se le podía romper pata
como al sofá, no hubo forma de meterlo en casa. ¿Qué medió en este
conflicto? ¿Reñir con él y separarse porque no cabe en casa?, no es
decente.--¿Meterlo por el balcón?, no es para todos los días. ¡Santo
Dios!, ¡que no se hagan las casas en el día para los hombres gordos!
En una palabra, desde ayer están los trastos dentro: mi amigo en la
escalera mesándose los cabellos, luchando entre la casa nueva y el amor
filial; y el viejo en la calle esperando, ó á perder carnes, ó á ganar
casa.


REPRESENTACIÓN
DE
LA FONDA, Ó LA PRISIÓN DE ROCHESTER
Y DE
LAS ACEITUNAS
Ó UNA DESGRACIA DE FEDERICO II
Comedias en un acto

Era tiempo de peste en Cádiz, y daba su parte á la autoridad un
sargento que estaba de facción en Puerta de tierra, diciendo en los
términos siguientes: «Sin novedad: hoy han salido por esta puerta
veinte muertos con sus respectivos cadáveres. Sargento fulano».--Eso
mismo decimos hoy nosotros al público al darle parte de las dos
funciones nuevas que acabamos de ver desaprobadas con tanta razón por
el auditorio. «Sin novedad: se han representado en este teatro dos
comedias con sus respectivas silbas:» que silbas y comedias son cosas
ya tan inseparables como cadáver y muerto.
Pero vamos á la primera cosa que se representó en esta funesta noche.
Casóse un labrador, y proponíase tener muchos hijos; tantos que le
pareció venir allí de molde un libro de memorias, donde pudiera ir
apuntando sus nombres y no confundirse él, ni confundirlos jamás.
Encuadernó, pues, su libro en blanco, é iba apuntando así: «Hijos del
labrador Antón Antúnez: el primer hijo no fué hijo sino hija».
Lo mismo decimos nosotros: comedias del 24: la primera comedia, no
fué comedia, sino farsa. Júzguelo sino el lector. El caso ocurre en
Londres en tiempo de no sé qué príncipe, que acaba de desterrar á su
favorito el conde de Rochester, por ciertas sátiras que el señor conde
se ha tomado la libertad de escribir en mala hora, en peor sazón, y en
aciago día. El conde, que es hombre taimado, así se cuida de cumplir
su destierro como de adorar el zancarrón de Mahoma. El príncipe le
destierra; pero él no se da por desterrado. Todo lo contrario; quédase
el conde escondido; y ¿dónde les parece á ustedes que se esconde? En
alguna guardilla ó sótano, en algún... nada de eso: escóndese en medio
de una fonda pública que ha arrendado y beneficia en persona: ¿quién
le ha de conocer allí? En las fondas de Londres no se conoce á nadie.
Esto parece una paradoja; pero el hecho es que un constable encargado
de prender al desterrado, y que lleva sobre sí todas sus señas, le ve,
le habla, y no le conoce. Entre tanto el príncipe, que está cansado de
los pesados cargos del gobierno, ó que acaso ha encontrado alguna mosca
en la sopa y anda torcido con su cocinero, coge la capa y el sombrero,
y vase á comer á la fonda como si fueran los días de su mujer. ¿Y á
qué fonda ha de ir el príncipe? á la misma que ha arrendado Rochester.
El príncipe acaba de comer, y como había de tomar café para despejarse
la cabeza, se pone á hacer versos, como chico que acaba su plana,
porque el príncipe es poeta, por más que parezca imposible. Acaba su
composición éste, que deberá ser alguna anacreóntica, y consulta á un
muchacho de paja y cebada de la fonda, que hace también versos. En
tanto Rochester soborna al ayuda de cámara del príncipe, el cual no
hace versos, pero hace cuanto le mandan, que es mucho mejor. De allí
á poco viene el constable y quiere prender al príncipe creyéndole
Rochester. El príncipe, temblando que le lleven á la cárcel y le den
azotes por haber hecho novillos de su oficio de gobernar y haber traído
la vida del hombre malo comiendo de figón en figón, imagina la idea
de darle al constable un papel con su firma, donde está el perdón del
conde. Éste, que anda á caza de descuidos por este estilo, atrapa el
papel, y con esta superchería queda perdonado. En celebridad se casa
la muchacha de la fonda con el mancebo de los versos, porque ya hemos
dicho que en esta farsa todos son poetas menos el autor. Casada la
chica, perdonado el conde, se acaba la comedia y empieza la silba.
Seguía la apuntación del labrador Antón Antúnez, y decía: «El segundo
hijo murió al nacer, por lo cual no fué hijo ni hija». La segunda
comedia, pues, fué todo mentira: ni fué cierta ni verosímil. Federico
de Prusia acaba de ser derrotado por los Rusos, gente descomunal ya
desde aquellos tiempos, y se echa á buscar solo y de incógnito casa de
huéspedes por los pueblos de la comarca. Llega á uno donde meten mucho
ruido un pleito sobre unas aceitunas (que por lo malas deben de ser
de la fonda de Rochester arriba expresada). Un sargento prusiano dejó
al partir para la guerra, ocho años antes, un barril de aceitunas en
depósito á un vecino del pueblo, pero dejó también oculta en el barril
una suma de dinero. El taimado depositario le vuelve á su regreso las
aceitunas, mas no las monedas. En el momento en que acaba de llegar
Federico, ha sentenciado el pleito en favor del infiel depositario un
majadero, es decir, un alcalde del pueblo. El rey, que está desocupado,
ya que no pudo ganar la batalla, se empeña en ganar el pleito: un
muchacho que es muchacha, y á quien le sucede lo mismo que al hijo de
Antón Antúnez, porque le representa la señora Castillo vestida de
hombre, da en conocer la falsedad del depositario al notar que las
aceitunas son frescas, cosa imposible llevando ocho años de depósito;
lo cual es una prueba convincente de que anduvo en las aceitunas la
mano del gato, ó la del depositario, que galos y depositarios se van
allá. El rey, pues, hace justicia seca, entre polvo y polvo, porque
Federico tomaba mucho tabaco; y castigado el vicio, y recompensada la
virtud, y dicha la moraleja, de la cual se deduce que es muy peligroso
cambiar las aceitunas cuando se trata de robar, y comenzada de nuevo la
batalla, que suena en el teatro á vejigas reventadas, y descubierto el
rey, y quedándose sólo en majadero el que era antes majadero y alcalde
todo junto, cae la cortina; lo que comunicamos al público para su
satisfacción. Aquí vuelve á empezar el estribillo de la silba con que
rematan ahora todas las piezas.
¿Dónde hemos leído nosotros que poseía el teatro tantas comedias nuevas
para la próxima temporada cómica? Por la cruz que tenemos á cuestas con
este teatro, no lo creemos, y no lo creemos porque recordamos cierto
caso que queremos contar á nuestros lectores, ya que con tanta comezón
de contar nos encontramos hoy. Reñían un andaluz y otro andaluz, el
uno más feo que el otro, y echábanse á la cara mil denuestos, cuando
cansado ya el uno del mucho vocear, y del no decirse nada en limpio,
empínase en las puntas de los pies, y dícele á su adversario:--Pero
¿qué habla usted ahí, compadre?, si todo el mundo sabe que usted es
hombre de dos caras. Á lo que repuso el menos feo, no bien lo hubo
oído:--Amigo, siento mucho no poder decir á usted otro tanto.--¿Y por
qué?, diga usted, preguntó el feo.--Porque si usted tuviera otra cara,
repuso el chulo, no le veríamos nunca ésa que trae hoy.
Si tuviera el teatro buenas comedias, ¿cómo le habíamos de ver nunca
esos harapos de farsa que nos enseña?


VARIOS CARACTERES

No siempre está en mano del hombre el coordinar sus ideas y formar con
ellas una obra arreglada, con principio, medio y fin. ¿Á quién no le
habrá sucedido repetidas veces abrir un libro, leer maquinalmente y
no poder establecer entre lo escrito y su cabeza ninguna especie de
comunicación, cerrar el libro y no poderse dar cuenta de lo que ha
leído? En estos casos, que muy á menudo me suceden, suelo echar mano
del sombrero y la capa, y no pudiendo fijar mi atención en una sola
cosa trato de fijarla en todas: sálgome á la calle, éntrome por los
cafés, voyme á la Puerta del Sol, á Correos, al Museo de pinturas, á
todas partes, en fin, y en ninguna puedo decir que estoy en realidad.
Cualquiera me conocerá en estos días en que el fastidio se apodera de
mi alma, y en que no hay cosa que tenga á mis ojos color, y menos,
color agradable. En estos días llevo cara de filósofo, es decir, de mal
humor; una sonrisa amarga de indiferencia y despego á cuanto veo se
dibuja en mis labios; llevo conmigo un lente, no porque me sirva, pues
veo mejor sin él, sino para poder clavar fijamente el objeto que más
me choca, que un corto de vista tiene licencia para ser desvergonzado;
no saludo á ningún amigo ni conocido que encuentro, porque esto sería
hacer yo también un papel en la comedia de que pretendo ser únicamente
espectador, y que sólo para divertirme á mí creo por entonces que
representa el mundo entero. Mala crianza será, pero me acerco á
escuchar conversaciones de corrillos: es de advertir que cuando el
tedio me abruma con su peso, no puedo tener más que tedio. Recibo
insensible las impresiones de cuanto pasa á mi alrededor; á todas me
dejo amoldar con indiferencia y abandono; en semejantes días no hay
hermosas para mí, no hay feas, no hay amor, no hay odio.
Ésta es la razón por que me fuera imposible hacer hoy un artículo de
costumbres medianamente coordinado: si ha menester plan, si necesita
reflexión la cosa que hoy emprenda inútil me es emprenderla; conozco
que no he de poder llevarla á cabo.--Acaso encontraría, investigando
metafísicamente mi corazón, la causa que ha podido ponerme hoy en esta
extraña disposición de ánimo; pero este trabajo me cansaría, y he dicho
que no quiero hacer hoy impresiones sino recibirlas. En estos días es,
sin embargo, cuando colocado detrás de mi lente, que es entonces para
mí el vidrio de la linterna mágica, veo pasar el mundo todo delante de
mis ojos; é imparcial, ajeno de consideración que á él me ligue véole
tal cual se presenta en cada fisonomía, en cada acción que observo
indolentemente.
--¿Qué hace don Julián en ese café? Todos los días viene al dar las
cuatro: el mozo no ha menester que le hablen una palabra: apenas se ha
colocado aquél en su silla, ya tiene la cafetera encima de la mesa.
Toma, paga, y se duerme. Ésa es la principal ocupación de don Julián.
Tomar café una vez cada día.
--¿Y qué hace en el café aquel viejo? Treinta años ha que viene: todas
las tardes juega su partida de ajedrez: todas las tardes se la ven
jugar aquellos cuatro originales que tiene en derredor: ni él hace más
en la vida, ni ellos ven otra cosa. Eso es lo que se llama aislarse en
medio del mundo.
--¿Quién es aquél que cruza por aquella esquina? ¡Bello muchacho!
Pero no; conforme se acerca cuento las arrugas del rostro. ¡Ah! es
un joven de sesenta años. Á las ocho de la mañana sale vestido ya y
ceñido, prendido y ajustado: ni una mota, ni una arruga lleva el frac:
la bota es un espejo: el guante blanco como la nieve: la corbata no
hace un pliegue: el pelo rizado, mejor diremos pintado: en todos los
conciertos, en todos los bailes, en el paseo, en la luneta, erguido
siempre, bailando, coqueteando. ¿Nunca se descompone, nunca se ensucia?
¿Qué secreto posee? ¿No le crece nunca la barba? Jamás. Es sólo de
extrañar que vaya solo; ó acaba de dejar algunas señoras, ó va á
buscarlas. Las hablará de la ópera, del figurín, de lo mal que bailó
el solo Gasparito; ésta es la existencia del viejo verde: miradle
contraerse y revolcarse en su vanidad al lado de una hermosa: ¿es una
serpiente que se roza contra un árbol? No; el viejo verde al lado de
las bellas es una oruga que se desliza por entre las rosas.
--¿Han visto ustedes unas caras paradas, unos ojos mudos, unos
corbatines siempre iguales, un vestido regular y uniforme, unos cuerpos
ni elegantes ni mal vestidos, unos brazos que se balancean monótonos,
siempre con la regularidad y compás de las aspas de un molino? ¿Saben
ustedes que los hombres de esas señas hablen nunca nada que pueda ser
referido, escriban nada que deba ser leído, hagan una acción digna de
ser imitada? No; ésos son oficinistas ó propietarios. Se levantan,
fuman, dicen palabras, dan pasos, saludan, entran, salen, se ríen
(éstos nunca lloran), son hombres entre otros hombres. En una palabra,
duermen despiertos.
--¿Cómo hace aquel original para llevar hace diez años el mismo frac,
abrochado siempre del mismo modo, los mismos guantes, el mismo pañuelo
blanco al cuello con el mismo lazo, el mismo pantalón, la misma postura
de sombrero?... ¿No se desnuda ese hombre? ¿No envejece? Ése es el
judío errante.
--¿De qué habla don Cosme? Lo diré: don Cosme viene de la calle de la
Paz: allí acude todos los días á las ocho de la mañana: alarga una
mano á la banasta de los periódicos: es un parroquiano á la lectura
de papeles á cuarto. Hoy la Revista, mañana el _Boletín_... Gran
noticioso. Ése sabe siempre á punto fijo, de muy buena tinta, los
pormenores de la última batalla: sabe si don Miguel está en Coimbra,
en Lisboa ó en Badajoz: entiende muy bien la marcha de Nicolás, que
así llama él con franqueza al autócrata ruso. Suele sucederle luego
que los que él supuso entrar vencedores en un punto, entraron en él
prisioneros; pero todo es entrar. Estos hombres hablan siempre al oído:
contraen la costumbre de suponerse espiados por las grandes cosas que
creen decir: de resultas, si le encuentran á usted, le dirá al oído muy
secretamente: «Buenos días; beso á usted la mano».
--¿Hay nada más torpe en estos hombres amigos de usted que le ven
parado en una calle, y no conocen que cuando está usted parado es que
no quiere andar, que cuando está callado es que no quiere hablar?
--¡Dios me libre de un hombre amable! No iré á su casa, porque me
convidará. No le encontraré en la calle, porque vendrá á mí con los
brazos abiertos aunque me haya visto ayer; se enganchará de mí,
me preguntará de mi salud, de mis hijos, de mis comedias, de mis
artículos, de mis... Pero líbreme, aunque sea el diablo, de una mujer
amable; nunca sabré si me quiere ó si me estima, si es bien criada ó
tierna, si... ¡Válgame Dios! y líbreme, aunque sea el diablo, de una
mujer amable: ésa me volvería loco.
--Oigan ustedes á don Lucas Mentirola. Ése viene siempre de donde
sucede algo. ¿Ha habido fuego? «Vengo de allí: hace estragos
horrorosos».--¿Ha llegado el tenor nuevo? «Sí, responde, le acabo de
dar un abrazo: viene gordo, y su voz es un portento; le hice entrar
en un portal y cantar un rato... por mí lo hizo. Es gran muchachón,
rubio, alto, ¡extranjero!» Al otro día se sabe que el tenor no ha
llegado, y si ha llegado es chiquito, negro, bizco...--¿Está malo algún
sujeto marcado? «Hoy está mejor, dice; se ha reído mucho conmigo;
una hora he estado con él». Luego se averigua que el que tanto se ha
reído estaba ya enterrado.--¿Quién es aquel botarate?--¿Aquél?: un
monstruo; aquél se prevale de la bondad, del candor de la casa donde
le reciben; hay una mujer hermosa; nada la dice; sin embargo afecta
ir á la casa á horas de franqueza; la acompaña al Prado; en baile ó
sarao donde está ella está él; siempre al lado de la hermosa, siempre
baila con ella; cuando ella no le ve, finge mirarla con zelos de algún
otro; afecta disimulo, que en realidad no puede existir, pues nada hay
que disimular. ¿Se retiran? Siempre da el brazo á la hermosa. Ella en
tanto, á quien nada dice, que nada nota en él de galanteo, está bien
lejos de creer que el público malicioso no habla de otra cosa sino
de sus amores con fulanito. Fulanito tiene amor propio, no amor. Se
contenta con que las gentes crean que es feliz; para él no hay otro
modo de serlo. ¡Qué horrible carácter! ¡Qué triste buena fe la de su
víctima que no lo conoce!


NADIE PASE SIN HABLAR AL PORTERO
ó
LOS VIAJEROS EN VITORIA

¿Por qué no ha de tener España su portero, cuando no hay casa
medianamente grande que no tenga el suyo? En Francia eran antiguamente
los suizos los que se encargaban de esta comisión; en España parece
que la toman sobre sí algunos vizcaínos. Y efectivamente, si nadie ha
de pasar hasta hablar con el portero, ¿cuándo pasarán los de allende
si se han de entender con un vizcaíno? El hecho es, que desde París
á Madrid no había antes más inconveniente que vencer que 365 leguas,
las landas de Burdeos y el registro de la puerta de Fuencarral. Pero
hete aquí que una mañana se levantan unos cuantos alaveses (Dios los
perdone) con humor de discurrir, caen en la cuenta de que están en la
mitad del camino de París á Madrid, como si dijéramos estorbando, y
hete que exclaman:--Pues qué, ¿no hay más que venir y pasar? _Nadie
pase sin hablar al portero._ De entonces acá cada alavés de aquéllos es
un portero, y Vitoria es un cucurucho tumbado en medio del camino de
Francia: todo el que viene entra; pero hacia la parte de acá está el
fondo del cucurucho, y fuerza es romperle para pasar.
Pero no ocupemos á nuestros lectores con inútiles digresiones.
Amaneció en Vitoria y en Álava uno de los primeros días del corriente,
y amanecía poco más ó menos como en los demás países del mundo; es
decir, que se empezaba á ver claro, digámoslo así, por aquellas
provincias, cuando una nubecilla de ligero polvo anunció en la carrera
de Francia la precipitada carrera de algún carruaje procedente de la
vecina nación. Dos importantes viajeros, francés el uno, español el
otro, envuelto éste en su capa, y aquél en su capote, venían dentro.
El primero hacía castillos en España, y el segundo los hacía en el
aire, porque venían echando cuentas acerca del día y hora en que llegar
debían á la villa de Madrid, leal y coronada (sea dicho con permiso del
padre Vaca). Llegó el veloz carruaje á las puertas de Vitoria, y una
voz estentórea, de éstas que salen de un cuerpo bien nutrido, intimó
la orden de detener á los ilusos viajeros.--¡Hola!, ¡eh!, dijo la voz,
nadie pase.--¡Nadie pase!, repitió el español.--_¿Son ladrones?_,
dijo el francés.--No, señor, repuso el español asomándose, _son de
la aduana_. Pero ¿cuál fué su admiración cuando sacando la cabeza
del empolvado carruaje, echó la vista sobre un corpulento religioso,
que era el que toda aquella bulla metía? Dudoso todavía el viajero,
extendía la vista por el horizonte por ver si descubría alguno del
resguardo; pero sólo vió otro padre al lado y otro más allá, y ciento
más, repartidos aquí y allí como los árboles en un paseo.--¡Santo
Dios!, exclamó: ¡cochero! este hombre ha equivocado el camino; ¿nos ha
traído usted al yermo ó á España?--Señor, dijo el cochero, si Álava
está en España, en España debemos estar.--Vaya, poca conversación,
dijo el padre, cansado ya de admiraciones y asombros: conmigo es con
quien se las ha de haber usted, señor viajero.--¡Con usted, padre!
¿Y qué puede tener que mandarme su reverencia? Mire que yo vengo
confesado desde Bayona, y de allá aquí maldito si tuvimos ocasión de
pecar, ni aun venialmente, mi compañero y yo, como no sea pecado viajar
por estas tierras.--Calle, dijo el padre, y mejor para su alma. En
nombre del Padre, y del Hijo...--¡Ay Dios mío! exclamó el viajero,
erizados los cabellos, que han creído en este pueblo que traemos los
malos y nos conjuran.--Y del Espíritu Santo, prosiguió el padre;
apéense, y hablaremos.--Aquí empezaron á aparecerse algunos facciosos y
alborotados, con un Carlos V cada uno en el sombrero por escarapela.
Nada entendía á todo esto el francés del diálogo; pero bien presumía
que podía ser negocio de puertas. Apeáronse, pues, y no bien hubo visto
el francés á los padres interrogadores,--¡Cáspita!, dijo en su lengua,
que no sé cómo lo dijo, y ¡qué uniforme tan incómodo traen en España
las gentes del resguardo, y qué sanos están, y qué bien portados! Nunca
hubiera hablado en su lengua el pobre francés.--¡Contrabando!, clamó el
uno; contrabando, clamó otro; y contrabando fué repitiéndose de fila en
fila. Bien como cuando cae una gota de agua en el aceite hirviendo de
una sartén puesta á la lumbre, álzase el líquido hervidor, y bulle, y
salta, y levanta llama, y chilla, y chisporrotea, y cae en el hogar, y
alborota la lumbre, y subleva la ceniza, espelúznase el gato inmediato
que descansando junto al rescoldo dormía, quémanse los chicos, y la
casa es un infierno; así se alborotó, y quemó, y se espeluznó y chilló
la retahíla de aquel resguardo de nueva especie, compuesto de facciosos
y de padres, al caer entre ellos la primera palabra francesa del
extranjero desdichado.
--Mejor es ahorcarle, decía uno, y servía el español al francés de
truchimán.--¡Cómo ha de ser mejor!, exclamaba el infeliz.--Conforme,
reponía uno, veremos.--¿Qué hemos de ver, clamaba otra voz, sino que es
francés?
Calmóse, en fin, la zalagarda; metiéronlos con los equipajes en una
casa, y el español creía que soñaba y que luchaba con una de aquellas
pesadillas en que uno se figura haber caído en poder de osos, ó en el
país de los caballos, ó Houinboins, como Gulliver.
Figúrese el lector una sala llena de cofres y maletas, provisiones
de comer, barriles de escabeche y botellas, repartidas aquí y allí,
como suelen verse en las muestras de las lonjas de ultramarinos. ¡Ya
se ve!, era la intendencia. Dos monacillos hacían en la antesala con
dos voluntarios facciosos el servicio que suelen hacer los porteros
de estrado en ciertas casas, y un robusto sacristán, que debía ser el
portero de golpe, los introdujo. Varios carlistas y padres registraban
allí las maletas, que no parecía sino que buscaban pecados por entre
los pliegues de las camisas, y otros varios viajeros, tan asombrados
como los nuestros, se hacían cruces como si vieran al diablo. Allá en
un bufete, un padre más reverendo que los demás, comenzó á interrogar á
los recién llegados.
--¿Quién es usted?, le dijo al francés, y el francés, callado, que no
entendía. Pidiósele entonces el pasaporte.
--¡Pues! francés, dijo el padre. ¿Quién ha dado este pasaporte?
--Su majestad Luis Felipe, rey de los Franceses.
--¿Quién es ese rey? Nosotros no conocemos á la Francia, ni á ese don
Luis. Por consiguiente, este papel no vale. ¡¡¡Mire usted, añadió entre
dientes, si no habrá algún sacerdote en todo París que pueda dar un
pasaporte, y no que nos vienen ahora con papeles mojados!!!
--¿Á qué viene usted?
--Á estudiar este hermoso país, contestó el francés con aquella
afabilidad tan natural en el que está debajo.
--¿Á estudiar?, ¿eh? Apunte usted, secretario: estas gentes vienen á
estudiar: me parece que los enviaremos al tribunal de Logroño...
--¿Qué trae usted en la maleta? Libros... pues... _Recherches sur...
al sur_, ¿eh?, este _Recherches_ será algún autor de marina: algún
herejote. Vayan los libros á la lumbre. ¿Qué más? ¡Ahí una partida de
relojes, á ver... _London_... ése será el nombre del autor. ¿Qué es
esto?
--Relojes para un amigo relojero que tengo en Madrid.
--_De comiso_, dijo el padre, y al decir _de comiso_, cada circunstante
cogió un reloj, y metiósele en la faltriquera. Es fama que hubo alguno
que adelantó la hora del suyo para que llegase más pronto la del
refectorio.
--Pero, señor, dijo el francés, yo no los traía para usted...
--Pues nosotros los tomamos para nosotros.
--¿Está prohibido en España el saber la hora que es?, preguntó el
francés al español.
--Calle, dijo el padre, si no quiere que se le exorcice; y aquí le echó
la bendición por si acaso. Aturdido estaba el francés, y más aturdido
el español.
Habíanle entre tanto desvalijado á éste dos de los facciosos, que con
los padres estaban, hasta del bolsillo, con más de tres mil reales que
en él traía.
--¿Y usted, señor de acá?, le preguntaron de allí á poco, ¿qué es?,
¿quién es?
--Soy español y me llamo don Juan Fernández.
--Para servir á Dios, dijo el padre.
--Y á su majestad la reina nuestra señora, añadió muy complacido y
satisfecho el español.
--_Á la cárcel_, gritó una voz; _á la cárcel_, gritaron mil.
--¿Pero, señor, ¿por qué?
--¿No sabe usted, señor revolucionario, que aquí no hay más reina
que el señor don Carlos V, que felizmente gobierna la monarquía sin
oposición ninguna?
--¡Ah!, yo no sabía...
--Pues sépalo, y confiéselo, y...
--Sé y confieso, y... dijo el amedrentado dando diente con diente.
--¿Y qué pasaporte trae? También francés... Repare usted, padre
secretario, que estos pasaportes traen la fecha del año 1833. ¡Qué de
prisa han vivido estas gentes!
--¿Pues no es el año en que estamos? ¡Pesi á mí!, dijo Fernández, que
ya estaba á punto de volverse loco.
--En Vitoria, dijo enfadado el padre, dando un porrazo en la mesa,
estamos en el año 1.º de la cristiandad, y cuidado con pasarme de aquí.
--¡Santo Dios!, en el año 1.º de la cristiandad. ¿Conque todavía
no hemos nacido ninguno de los que aquí estamos?, exclamó para sí
el español. ¡Pues vive Dios que esto va largo!--Aquí se acabó de
convencer, así como el francés, de que se había vuelto loco, y lloraba
el hombre y andaba pidiendo su juicio á todos los santos del Paraíso.
Tuvieron su club secreto los facciosos y los padres, y decidiéronse
por dejar pasar á los viajeros: no dice la historia por qué; pero
se susurra que hubo quien dijo, que si bien ellos no reconocían á
Luis Felipe, ni le reconocerían jamás, podría ocurrir que quisiera
Luis Felipe venir á reconocerlos á ellos, y por quitarse de encima
la molestia de esta visita, dijeron que pasasen, mas no con sus
pasaportes, que eran nulos evidentemente por las razones dichas.
Díjoles, pues, el que hacía cabeza sin tenerla: Supuesto que ustedes
van á la revolucionaria villa de Madrid, la cual se ha sublevado contra
Álava, vayan en buen hora, y cárguenlo sobre su conciencia: el gobierno
de esta gran nación no quiere detener á nadie; pero les daremos
pasaportes válidos. Extendióseles en seguida un pasaporte en la forma
siguiente:

AÑO PRIMERO DE LA CRISTIANDAD
NOS fray Pedro Jiménez Vaca.=Concedo libre y seguro pasaporte á don
Juan Fernández, de profesión católico, apostólico y romano, que pasa á
la villa revolucionaria de Madrid á diligencias propias: deja asegurada
su conducta de catolicismo.
--Yo, además, que soy padre intendente, habilitado por la Junta suprema
de Vitoria, en nombre de su majestad el emperador Carlos V, y el
padre administrador de correos que está ahí aguardando el correo de
Madrid, para despacharlo á su modo, y el padre capitán del resguardo,
y el padre gobierno que está allí durmiendo en aquel rincón, por
quitarnos de quebraderos de cabeza con la Francia, quedamos fiadores
de la conducta de catolicismo de ustedes; y como no somos capaces de
robar á nadie, tome usted, señor Fernández, sus tres mil reales en
esas doce onzas de oro, que es la cuenta cabal: y se las dió el padre
efectivamente.
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