Obras completas de Fígaro, Tomo 2 - 24

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sólo las dos cabezas, en una extensión regular, se conservan puras é
intactas: remendado lo demás á trechos, ora por los godos, ora por los
árabes, la distinta forma de los espolones, el color de la piedra y su
diversa labor, revelan las fechas de las composturas: la más moderna es
la mayor, y se hizo á costa de los tributos rendidos por los pueblos
de cincuenta leguas á la redonda. Nuestras pobres piedras, unidas con
hierro y argamasa, declaran toda la debilidad de nuestros medios, al
lado de los pedruscos romanos, cuya única trabazón consiste en su
colocación, y que durarán todavía más que las nuestras.
Perdíase mi fantasía en la investigación de los tiempos: romano ya
enteramente, figurábaseme ver el dios tutelar del río, que, levantando
la espalda colosal, repelía indignado la mísera traba que la moderna
arquitectura osaba enlazar á la antigua sobre sus ondas, cuando la voz
de mi _cicerone_, semejante á un aire colado, me sacó de mi estupor,
y volviéndome hacia un nicho de ladrillo levantado sobre el trozo más
romano del puente, en el cual se divisaba una pequeña é informe efigie
de yeso, me dijo:
--Éste, señor, es san Antonio.
--¡Muy poderosa es una religión, exclamé, cayendo de más alto que la
catarata del Niágara, que ha podido colocar esa efigie de yeso sobre
este puente romano! ¡El agua se ha llevado los dioses; sus piedras han
durado más que ellos; y nuestro yeso dura más que ellos y sus piedras!
Dos acueductos magníficos enriquecían de aguas á Mérida: otro moderno
parece elevado entre los antiguos como una parodia de piedra, como
una insolencia, como un insulto y una befa hecha al poder caído: sin
embargo, las ruinas son las triunfantes; arcos colosales y gigantes
asombran la vista: allí todo es obra del hombre, que ha hecho hasta la
piedra; no son ya trozos cortados de una cantería: el hombre ha cogido
la tierra y el guijo, lo ha amasado entre sus manos como harina, y ha
hecho una mole indestructible, una argamasa compacta, á la cual el
tiempo ha dado la última mano, prestándole al mismo tiempo color, y
sobre la cual salta en pedazos el pico de hierro: el poder del hombre
se estrella en su propia obra.
Uno de los dos acueductos romanos parecía no tener otro objeto que
formar un gran depósito de aguas destinado á una _naumaquia_, gran
diversión de un gran pueblo, para quien era sólo obra del deseo el
crear un mar en medio de la tierra.
--Éste es, me dijo gravemente mi _cicerone_ al llegar á la naumaquia,
casi terraplenada por el tiempo, éste es el baño de los moros.
--Gracias, buen hombre, le respondí lleno de agradecimiento. ¿Y como
cuántos moros cabrían en este baño?, le pregunté.
--¡Ui! ¡Figúrese usted!, me dijo con aire de respeto y voz solemne,
como aterrado del número de los moros, y de la capacidad del baño.
El trozo mejor conservado es el circo; las ruinas han designado el
terreno sin embargo, elevándolo sobre su antiguo nivel hasta el
punto de enterrar varias de las puertas que le daban entrada; pero
se distinguen todavía enteras muchas de las divisiones destinadas á
las fieras y á los reos y atletas; la gradería, perfectamente buena á
trechos, parece acabarse de desocupar, y cree uno oir el crujido de las
clámides y las togas barriendo los escalones.
--Ésta era, me dijo mi _cicerone_, la plaza de los toros; por allí
salía el toro, me añadió, indicándome una puerta medio terraplenada, y
por aquí, concluyó en voz baja y misteriosa, enseñándome la jaula de
una fiera, entraban el viático cuando el toro hería á alguno de muerte.
Una ruidosa carcajada que no fuí dueño de contener resonó por el ancho
y destrozado circo, y pasamos á ver el anfiteatro, peor conservado,
el hipódromo, apenas reconocible por la meta, y de allí nos dirigimos
hacia la _vía romana_, vulgo en el país _calzada romana_; aquí
es tradición que debe de haber muchos sepulcros: se han hallado
efectivamente algunos. Sabida es la costumbre de los romanos de colocar
los sepulcros á orillas de los caminos, por la cual ellos solían en sus
epitafios dirigir la palabra á los pasajeros.
Nosotros, al heredar las frases hechas y las locuciones enteras de
su lenguaje, sin heredar sus costumbres, hemos tenido que hacer
metafóricas sus expresiones propias; así, cuando hablemos de las
cenizas de un muerto, que nosotros no quemamos, y cuando en un epitafio
apostrofamos un viajero que no ha de ver á orillas del camino nuestro
sepulcro, cometemos según los hablistas una belleza, llamada figura
retórica, y según mi entender una tontería, que pudiera llamarse _decir
una cosa por otra_.
Á la parte opuesta de Mérida suélense encontrar sepulcros de niños, á
juzgar por sus dimensiones.
El arco de Trajano colocado en el centro de la actual población está en
buen estado, y lo que me asombró fué encontrar en dos nichos laterales
de su parte interior dos estatuas de mármol blanco, de un trabajo
acabado y del gusto griego más puro, considerablemente maltratadas, en
verdad, pero muy capaces de lucir como dos trozos antiguos de primer
orden: y digo que esto me asombró por dos razones: primera, porque
en Madrid creo haber visto un museo de escultura extraordinariamente
pobre; segunda, porque la posteridad de los romanos se advierte en
acabar de desmoronar á pedradas la obra de algún Fidias del imperio.
Á un tiro de bala de Mérida existe una capilla dedicada á santa Olalla,
patrona de la que fué _colonia romana_, llamada _el hornillo de la
Santa_, por haber sido martirizada allí: está construida con fragmentos
de un templo de Marte: el viajero no se cansa de admirar los relieves,
los trozos de columnas: aquel pequeño monumento se me representaba
un hombre de una estatura colosal, á quien el tiempo y los achaques
hubiesen encorvado y reducido á la altura de un enano. Dentro se ve ó
se adivina la efigie de santa Olalla, y en la portada de la ermita se
lee en letras gruesas la inscripción siguiente:
MARTI SACRUM
VETILLA PACULLI
La idea que este contraste presenta, imagínela el lector; estas letras
parecen haber sido de bronce, pero habiendo saltado el metal, sólo ha
quedado el hueco de ellas, y éste hace el mismo efecto que el cóncavo
vacío de los ojos de una calavera.
En la ciudad hay otros restos de igual importancia; entre ellos es de
citar la casa del conde de los Corvos, construida de moderno ladrillo y
cal, entre los huecos que han dejado las magníficas y desmesuradamente
altas columnas de un templo de Diana, de pie todavía y empotradas
en ella; el conjunto presenta la disforme idea de un vivo atado á un
cadáver; aquella suma de dos épocas tan encontradas forma un verdadero
matrimonio, en que los consortes parecen estar riñendo continuamente.
El _conventual_ es otra ruina, pero más moderna; colocado á la cabeza
del puente, ofrece el aspecto de un edificio grandioso, y sus murallas
siguen largo trecho la dirección del río; parece haber sido una
fortaleza gótica; posteriormente perteneció á los templarios, y se
arruinuó en poder de los caballeros de Santiago.
Sobre una alta columna romana, que se levanta en medio de una plaza,
domina una efigie de santa Olalla mirando al oriente. Al llegar aquí
y concluir nuestro paseo, se acercó á mí mi _cicerone_, y me dijo con
notable fervor:--Repare usted, señor: ésta es otra vez santa Olalla: yo
no me acuerdo qué año hubo en Mérida una peste muy mortífera; la santa
miraba entonces á poniente; hiciéronle grandes rogativas, y una mañana
amaneció vuelta al oriente y cesó la peste; desde entonces mira á esa
parte, y ya no se teme la peste en Mérida.
Efectivamente, parece que desde entonces no ha vuelto ningún azote de
esa especie á afligir á la antigua colonia romana, si se exceptúa el
cólera; y ése, todo el mundo sabe que no es peste: con lo cual queda en
pie la tradición, y la santa siempre vuelta.
No concluiré este artículo, por largo que sea ya, sin hacer mención del
último descubrimiento que ha llamado la atención de los meridenses,
si se puede hablar así de unos hombres que viven entre sus ruinas tan
ignorantes de ellas como los búhos y vencejos que en su compañía las
habitan.
Cavando un labrador su corral, encontró recientemente debajo de su
miserable casa el pavimento de una habitación, indudablemente romana,
hecho de un precioso mosaico, en el cual asombra tanto la obra de
la apariencia como el lujo que revela. Piedrecitas iguales de media
pulgada de diámetro, y de colores hábilmente combinados, forman figuras
simbólicas, cuya inteligencia no es fácil; algunas tienen un carácter
egipcio, lo cual puede hacer sospechar si habrá pertenecido la casa
á algún sacerdote ó arúspice; á la cabeza de la pieza se descubre,
pero no se descifra, una inscripción en letras latinas, y á los dos
lados parece prolongarse el precioso mosaico á otras habitaciones no
descubiertas todavía.
La autoridad de Mérida parece haber dado parte convenientemente al
gobierno; pero no habiéndose dispuesto nada todavía, el dueño de la
casa reclama que se le deje usar de su terreno como mejor le convenga,
ó que se le compre; en el ínterin, no habiendo fondos destinados
á continuar esta importante excavación, y habiendo quedado á la
intemperie el pavimento descubierto hasta la presente, el polvo, el
agua llovediza y el desmoronamiento de la tierra circunstante, echa á
perder diariamente el peregrino hallazgo, lleno ya de quebraduras y
lagunas; sin embargo, bastaría una cantidad muy pequeña para construir
un cobertizo y comprar la choza, ya que no fuese para continuar la
excavación.
Mérida, la antigua _Emerita-Augusta_, posesora de tantos tesoros
numismáticos, olvidada de ellos, y olvidada ella misma, es en el día
una población de cortísima importancia; puéblanla apenas mil vecinos,
y de su grandeza pasada sólo le quedan suntuosas ruinas y orgullosos
recuerdos. Después de haber saludado á las unas con supersticioso
respeto, y de haber enlazado los otros con vanidad al nombre español
que llevo, proseguí mi viaje, lleno de aquella impresión sublime y
melancólica que deja en el ánimo por largo espacio la contemplación
filosófica de las grandezas humanas, y de la nada de que salieron,
para volver á entrar en ella más tarde ó más temprano.


LOS CALAVERAS
ARTÍCULO PRIMERO

Es cosa que daría que hacer á los etimologistas y á los anatómicos
de lenguas el averiguar el origen de la voz calavera en su acepción
figurada, puesto que la propia no puede tener otro sentido que la
designación del cráneo de un muerto, ya vacío y descarnado. Yo no
recuerdo haber visto empleada esta voz, como sustantivo masculino, en
ninguno de nuestros autores antiguos, y esto prueba que esta acepción
picaresca es de uso moderno. La especie sin embargo de seres á que
se aplica ha sido de todos los tiempos. El famoso Alcibíades era el
_calavera_ más perfecto de Atenas: el célebre filósofo que arrojó sus
tesoros al mar, no hizo en eso más que una _calaverada_, á mi entender
de muy mal gusto: César, marido de todas las mujeres de Roma, hubiera
pasado en el día por un excelente _calavera_: Marco Antonio echando
á Cleopatra por contrapeso en la balanza del destino del imperio, no
podía ser más que un _calavera_; en una palabra, la suerte de más
de un pueblo se ha decidido á veces por una simple _calaverada_. Si
la historia, en vez de escribirse como un índice de los crímenes de
los reyes y una crónica de unas cuantas familias, se escribiera con
esta especie de filosofía, como un cuadro de costumbres privadas, se
vería probada aquella verdad; y muchos de los importantes trastornos
que han cambiado la faz del mundo, á los cuales han solido achacar
grandes causas los políticos, encontrarían una clave de muy verosímil y
sencilla explicación en las _calaveradas_.
Dejando aparte la antigüedad (por más mérito que les añada, puesto que
hay muchas gentes que no tienen otro), y volviendo á la etimología de
la voz, confieso que no encuentro qué relación puede existir entre un
_calavera_ y una _calaverada_. ¡Cuánto exceso de vida no supone el
primero! ¡Cuánta ausencia de ella no supone la segunda! Si se quiere
decir que hay un punto de similitud entre el vacío del uno y de la
otra, no tardaremos en demostrar que es un error. Aun concediendo que
las cabezas se dividan en vacías y en llenas, y que la ausencia del
talento y del juicio se refiera á la primera clase, espero que por mi
artículo se convencerá cualquiera de que para pocas cosas se necesita
más talento y buen juicio que para ser _calavera_.
Por tanto, el haber querido dar un aire de apodo y de vilipendio á
los _calaveras_ es una injusticia de la lengua y de los hombres que
acertaron á darle los primeros ese giro malicioso: yo por mí rehúso esa
voz; confieso que quisiera darle una nobleza, un sentido favorable,
un carácter de dignidad que desgraciadamente no tiene, y así sólo la
usaré, porque no teniendo otra á mano, y encontrando esa establecida,
aquellos mismos cuya causa defiendo se harán cargo de lo difícil
que me sería darme á entender valiéndome para designarlos de una
palabra nueva; ellos mismos no se reconocerían, y no reconociéndolos
seguramente el público tampoco, vendría á ser inútil la descripción que
de ellos voy á hacer.
Todos tenemos algo de _calaveras_, más ó menos. ¿Quién no hace locuras
y disparates alguna vez en su vida? ¿Quién no ha hecho versos, quién no
ha creído en alguna mujer, quién no se ha dado malos ratos algún día
por ella, quién no ha prestado dinero, quién no ha debido, quién no ha
abandonado alguna cosa que le importase por otra que le gustase, quién
no se casa en fin?... Todos lo somos; pero así como no se llama locos
sino á aquéllos cuya locura no está en armonía con la de los más, así
sólo se llama _calaveras_ á aquéllos cuya serie de acciones continuadas
son diferentes de las que los otros tuvieran en iguales casos.
El _calavera_ se divide y subdivide hasta lo infinito, y es difícil
encontrar en la naturaleza una especie que presente al observador mayor
número de castas distintas: tienen todas empero un tipo común de donde
parten, y en rigor sólo dos son las calidades esenciales que determinan
su ser, y que las reúnen en una sola especie: en ellas se reconoce al
_calavera_, de cualquier casta que sea.
1.°. El _calavera_ debe tener por base de su ser lo que se llama
_talento natural_ por unos; _despejo_ por otros; _viveza_ por los más:
entiéndase esto bien; _talento natural_: es decir, no cultivado. Esto
se explica: toda clase de estudio profundo, ó de extensa instrucción,
sería lastre demasiado pesado que se opondría á esa ligereza, que es
una de sus más amables calidades.
2.°. El _calavera_ debe tener lo que se llama en el mundo _poca
aprehensión_. No se interprete esto tampoco en mal sentido. Todo lo
contrario. Esta _poca aprehensión_ es aquella indiferencia filosófica
con que considera _el qué dirán_ el que no hace más que cosas
naturales, el que no hace cosas vergonzosas. Se reduce á arrostrar en
todas nuestras acciones la publicidad, á vivir ante los otros, más
para ellos que para uno mismo. El _calavera_ es un hombre público
cuyos actos todos pasan por el tamiz de la opinión, saliendo de él
más depurados. Es un espectáculo cuyo telón está siempre descorrido;
quítensele los espectadores, y á Dios teatro. Sabido es que con mucha
aprehensión no hay teatro.
El _talento natural_, pues, y la _poca aprehensión_, son las dos
cualidades distintas de la especie: sin ellas no se da _calavera_. Un
tonto, un timorato del _qué dirán_, no lo serán jamás. Sería tiempo
perdido.
El _calavera_ se divide en _silvestre_ y _doméstico_.
El _calavera silvestre_ es hombre de la plebe, sin educación ninguna y
sin modales; es el capataz del barrio, tiene honores de jaque, habla
andaluz; su conversación va salpicada de chistes; enciende un cigarro
en otro, escupe por el colmillo; convida siempre, y nadie paga donde
está él; es chulo nato: dos cosas son indispensables á su existencia:
la querida, que es manola, condición _sine qua non_, y la navaja, que
es grande; por un quítame allá esas pajas le da honrosa sepultura en
un cuerpo humano. Sus manos siempre están ocupadas: ó empaqueta el
cigarro, ó saca la navaja, ó tercia la capa, ó se cala el chapeo, ó
se aprieta la faja, ó vibra el garrote: siempre está haciendo algo.
Se le conoce á larga distancia, y es bueno dejarle pasar como al
jabalí. ¡Ay del que mire á su Dulcinea! ¡Ay del que la tropiece! Si es
hombre de levita, sobre todo, si es señorito delicado, más le valiera
no haber nacido. Con esa especie está á matar, y la mayor parte de
sus calaveradas recaen sobre ella; se perece por asustar á uno, por
desplumar á otro. El _calavera silvestre_ es el gato del _lechuguino_:
así es que éste le ve con terror; de quimera en quimera, de _qué se me
da á mí_ en _qué se me da á mí_, para en la cárcel; á veces en presidio
¡pero esto último es raro: se diferencia esencialmente del ladrón en su
condición generosa: da y no recibe; puede ser homicida, nunca asesino.
Este _calavera_ es esencialmente español.
El _calavera doméstico_ admite diferentes grados de civilización, y
su cuna, su edad, su profesión, su dinero le subdividen después en
diversas castas. Las principales son las siguientes:
El _calavera-lampiño_ tiene catorce ó quince años, lo más diez y ocho.
Sus padres no pudieron nunca hacer carrera con él: le metieron en el
colegio para quitársele de encima, y hubieron de sacarle porque no
dejaba allí cosa con cosa. Mientras que sus compañeros más laboriosos
devoraban los libros para entenderlos, él los despedazaba para hacer
balitas de papel, las cuales arrojaba disimuladamente y con singular
tino á las narices del maestro. Á pesar de eso, el día de examen el
talento profundo y tímido se cortaba, y nuestro audaz muchacho repetía
con osadía las cuatro voces tercas que había recogido aquí y allí, y
se llevaba el premio. Su carácter resuelto ejercía predominio sobre la
multitud, y capitaneaba por lo regular las pandillas y los partidos.
Despreciador de los bienes mundanos, su sombrero, que le servía de
blanco ó de pelota, se distinguía de los demás sombreros como él de los
demás jóvenes.
En carnaval era el que ponía las mazas á todo el mundo, y aun las manos
encima si tenían la torpeza de enfadarse; si era descubierto hacía
pasar á otro por el culpable, ó sufría en el último caso la pena con
valor, y riéndose todavía del feliz éxito de su travesura. Es decir que
el _calavera_, como todo el que ha de ser algo en el mundo, comienza á
descubrir desde su más tierna edad el germen que encierra. El número de
sus hazañas era infinito. Un maestro había perdido unos anteojos, que
se habían encontrado en su faltriquera: el rapé de otro había pasado
al chocolate de sus compañeros, ó á las narices de los gatos, que
recorrían bufando los corredores con gran risa de los más juiciosos; la
peluca del maestro de matemáticas había quedado un día enganchada en un
sillón, al levantarse el pobre Euclides, con notable perturbación de un
problema que estaba por resolver. Aquel día no se despejó más incógnita
que la calva del buen señor.
Fuera ya del colegio, se trató de sujetarlo en casa y se le puso
bajo llave, pero á la mañana siguiente se encontraron colgadas las
sábanas de la ventana; el pájaro había volado; y como sus padres se
convencieron de que no había forma de contenerle, convinieron en
que era preciso dejarle. De aquí fecha la libertad del _lampiño_.
Es el más pesado, el más incómodo: careciendo todavía de barba y de
reputación, necesita hacer dobles esfuerzos para llamar la pública
atención; privado él de medios, le es forzoso afectarlos. Es risa oirle
hablar de las mujeres como un hombre ya maduro; sacar el reloj como si
tuviera que hacer; contar todas sus acciones del día como si pudieran
importarle á alguien, pero con despejo, con soltura, con aire cansado y
corrido.
Por la mañana madrugó porque tenía una cita: á las diez se vino á
encargar el billete para la ópera, porque hoy daría cien onzas por
un billete; no puede faltar. ¡Estas mujeres le hacen á uno hacer
tantos disparates! Á media mañana se fué al billar; aunque hijo
de familia no come nunca en casa; entra en el café metiendo mucho
ruido, su duro es el que más suena; sus bienes se reducen á algunas
monedas que debe de vez en cuando á la generosidad de su mamá, ó de
su hermana, pero los luce sobremanera. El billar es su elemento; los
intervalos que le deja libre el juego suéleselos ocupar cierta clase
de mujeres, únicas que pueden hacerle cara todavía, y en cuyo trato
toma sus peregrinos conocimientos acerca del corazón femenino. Á veces
el _calavera-lampiño_ se finge malo para darse importancia; y si
puede estarlo de veras mejor; entonces está de enhorabuena. Empieza
asimismo á fumar, es más cigarro que hombre, jura y perjura y habla
detestablemente; su boca es una sentina, si bien tal vez con chiste.
Va por la calle deseando que alguien le tropiece; y cuando no lo hace
nadie, tropieza él á alguno; su honor entonces está comprometido, y
hay de fijo un desafío; si éste acaba mal, y si mete ruido, en aquel
mismo punto empieza á tomar importancia; y entrando en otra casta,
como la oruga que se torna mariposa, deja de ser _calavera-lampiño_.
Sus padres, que ven por fin decididamente que no hay forma de hacerle
abogado, le hacen meritorio; pero como no asiste á la oficina, como
bosqueja en ella las caricaturas de los jefes, porque tiene el instinto
del dibujo, se muda de bisiesto y se trata de hacerlo militar: en
cuanto está declarado irremisiblemente mala cabeza se le busca una
charretera, y si se encuentra ya es un hombre hecho.
Aquí empieza el _calavera-temerón_, que es el gran calavera. Pero
nuestro artículo ha crecido debajo de la pluma más de lo que hubiéramos
querido, y de aquélla que para un periódico convendría: ¡tan fecunda
es la materia! Por tanto nuestros lectores nos concederán algún ligero
descanso, y remitirán al número siguiente su curiosidad si alguna
tienen.


LOS CALAVERAS
ARTÍCULO SEGUNDO Y CONCLUSIÓN

Quedábamos al fin de nuestro artículo anterior en el
_calavera-temerón_. Éste se divide en paisano y militar; si el influjo
no fué bastante para lograr su charretera (porque alguna vez ocurre
que las charreteras se dan por influjo), entonces es paisano; pero no
existe entre uno y otro más que la diferencia del uniforme. Verdad es
que es muy esencial, y más importante de lo que parece: el uniforme ya
es la mitad. Es decir, que el paisano necesita hacer dobles esfuerzos
para darse á conocer; es una casa pública sin muestra; es preciso
saber que existe para entrar en ella. Pero por un contraste singular
el _calavera-temerón_, una vez militar, afecta no llevar el uniforme,
viste de paisano, salvo el bigote; sin embargo, si se examina el modo
suelto que tiene de llevar el frac ó la levita, se puede decir que
hasta este traje es uniforme en él. Falta la plata y el oro, pero queda
el despejo y la marcialidad, y eso se trasluce siempre; no hay paño
bastante negro ni tupido que le ahogue.
El _calavera-temerón_ tiene indispensablemente, ó ha tenido alguna
temporada una cerbatana, en la cual adquiere singular tino. Colocado en
alguna tienda de la calle de la Montera, se parapeta detrás de dos ó
tres amigos, que fingen discurrir seriamente.
--Aquel viejo que viene allí: ¡mírale que serio viene!--Sí; al de la
casaca verde, ¡va bueno!--Dejad, dejad. ¡Pum!, en el sombrero. Seguid
hablando y no miréis.
Efectivamente, el sombrero del buen hombre produjo un sonido seco: el
acometido se para, se quita el sombrero, lo examina.
--¡Ahora!, dice la turba. ¡Pum!, otra en la calva.--El viejo da un
salto y echa una mano á la calva; mira á todas partes... nada.
--¡Está bueno!, dice por fin, poniéndose el sombrero; algún
pillastre... bien podía irse á divertir...
--¡Pobre señor!, dice entonces el _calavera_, acercándosele; ¿le han
dado á usted?, es una desvergüenza... ¿pero le han hecho á usted mal?...
--No, señor, felizmente.
--¿Quiere usted algo?
--Tantas gracias.
Después de haber dado gracias, el hombre se va alejando, volviendo poco
á poco la cabeza á ver si descubría... pero entonces el _calavera_ le
asesta su último tiro, que acierta á darle en medio de las narices,
y el hombre derrotado aprieta el paso, sin tratar ya de averiguar de
dónde procede el fuego; ya no piensa más que en alejarse. Suéltase
entonces la carcajada en el corrillo, y empiezan los comentarios sobre
el viejo, sobre el sombrero, sobre la calva, sobre el frac verde. Nada
causa más risa que la extrañeza y el enfado del pobre; sin embargo,
nada más natural.
El _calavera-temerón_ escoge á veces para su centro de operaciones la
parte interior de una persiana; este medio permite más abandono en la
risa de los amigos, y es el más oculto; el _calavera_ fino le desdeña
por poco expuesto.
Á veces se dispara la cerbatana en guerrilla; entonces se escoge por
blanco el farolillo de un escarolero, el fanal de un confitero, las
botellas de una tienda; objetos todos en que produce el barro cocido
un sonido sonoro y argentino. ¡Pim!, las ansias mortales, las agonías,
y los votos del gallego y del fabricante de merengues, son el alimento
del _calavera_.
Otras veces el _calavera_ se coloca en el confín de la acera y
fingiendo buscar el número de una casa, ve venir á uno, y andando con
la cabeza alta, arriba, abajo, á un lado, á otro, sortea todos los
movimientos del transeúnte, cerrándole por todas partes el paso á su
camino. Cuando quiere poner un término á la escena, finge tropezar con
él, y le da un pisotón; el otro entonces le dice: _perdone usted_; y el
_calavera_ se incorpora con su gente.
Á los pocos pasos, se va con los brazos abiertos á un hombre muy
formal, y ahogándole entre ellos:--Pepe, exclama, _¿cuándo has vuelto?
¡Sí, tú eres!_ Y lo mira: el hombre, todo aturdido, duda si es un
conocimiento antiguo... y tartamudea... Fingiendo entonces la mayor
sorpresa: ¡Ah!, usted perdone, dice retirándose el _calavera_: creí que
era usted un amigo mío...--No hay de qué.--Usted perdone. ¡Qué diantre!
No he visto cosa más parecida.
Si se retira á la una ó las dos de su tertulia, y pasa por una botica,
llama: el mancebo, medio dormido, se asoma á la ventanilla.--¿Quién
es?--Dígame usted, pregunta el _calavera_, ¿tendría usted espolines?
Cualquiera puede figurarse la respuesta: feliz el mancebo, si en vez de
hacerle esa sencilla pregunta, no le ocurre al _calavera_ asirle de las
narices al través de la rejilla, diciéndole:--Retírese usted; la noche
está muy fresca, y puede usted atrapar un constipado.
Otra noche llama á deshoras á una puerta.--¿Quién?, pregunta de allí á
un rato un hombre que sale al balcón medio desnudo.--Nada, contesta:
soy yo, á quien no conoce, no quería irme á mi casa sin darle á usted
las buenas noches.--¡Bribón!, ¡insolente! Si bajo...--Á ver cómo baja
usted; baje usted: usted perdería más: figúrese usted dónde estaré yo
cuando usted llegue á la calle. Conque buenas noches: sosiéguese usted,
y que usted descanse.
Claro está que el _calavera_ necesita espectadores para todas estas
escenas: sólo lo son en cuanto pueden comunicarse; por tanto el
_calavera_ cría á su alrededor constantemente una pequeña corte de
aprendices, ó de meros curiosos, que no teniendo valor ó gracia
bastante para serlo ellos mismos, se contentan con el papel de
cómplices y partícipes: éstos le miran con envidia, y son las trompetas
de su fama.
El _calavera-langosta_ se forma del anterior, y tiene el aire más
decidido, el sombrero más ladeado, la corbata más _négligé_: sus
hazañas son más serias; éste es aquél que se reúne en pandillas:
semejante á la _langosta_, de que toma nombre, tala el campo donde
cae; pero como ella no es de todos los años, tiene temporadas, y como
en el día no es de lo más en boga, pasaremos muy rápidamente sobre él.
Concurre á los bailes llamados de _candil_, donde entra sin que nadie
le presente, y donde su sola presencia difunde el terror: arma camorra,
apaga las luces, y se escurre antes de la llegada de la policía, y
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