Obras completas de Fígaro, Tomo 2 - 28

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dirás, _de esperanza, que de eso los hacen los demás_. Y yo también los
haría, amigo mío. ¡Así la tuviera!
Agrega á las razones dadas en favor de las cartas, que es ramo también
arreglado, que te da ganas de ponerte á escribirlas sólo porque te las
lleven á cualquier parte, y sobre todo desde la real orden de 8 de
enero, la cual está tan clara, que no parece sino que la han discutido
en Cortes, y dice así, por ver si tú la entiendes.

MINISTERIO DE LA GOBERNACIÓN DEL REINO.
_Real orden._
«Excmo. Sr.: Enterada S. M. la reina gobernadora del oficio de V. E. de
29 de diciembre último, ha tenido á bien resolver que mediante haber
cesado el riesgo que ofrecía la carretera de Aragón á Barcelona, y
no ser tampoco grande el que presenta la que va desde aquella ciudad
á Valencia, se despache la correspondencia pública de Barcelona por
ambas carreras, hasta que libre de todo peligro el camino de Aragón,
sea éste el solo conducto de comunicación entre Madrid y Barcelona;
siendo la voluntad de S. M. cuide V. E. de que se anuncie esta
disposición temporal en _la Gaceta_. Dios, etc. Madrid, 8 de enero de
1836.--Heros.--Excmo. Sr. director general de Correos».
Es decir que mediante á que ya no hay riesgo de Aragón á Barcelona,
se despache por ahí la correspondencia, hasta que no haya peligro.
Más claro, señor, que ya no hay riesgo; ya no hay más que peligro.
Luego llama _temporal_ á esta disposición, y efectivamente no es mal
chubasco; más que real orden parece granizada de palabras; á no ser que
la llame así por no llamarla espiritual, y por corresponder más bien
al cuerpo que al alma los asuntos de esta carretera. Concluye la real
orden con un _Dios_, etc., que no he podido dar en lo que significa,
aunque presumo que el que la puso acabó diciendo, _Dios me asista_, ó
_Dios me entiende_, ó _Dios sobre todo_, pues que su divina Majestad es
capaz de dar cumplimiento á tan extraordinaria resolución. Por donde se
ve que es más digno de lástima de lo que parece el señor director de
correos, pues no sólo ha de dirigir sus cartas á cada uno, sino que ha
de entender al ministerio; á no ser que sus excelencias se entiendan
por bajo de cuerda de otra manera más explícita, y guarden sólo para el
público ese lenguaje anfibológico.
Es lo peor que en 16 de enero, ocho días después, no estábamos más
adelantados en punto á estilo de reales órdenes, porque su majestad
por real decreto de dicho día promueve á don Francisco Javier Uriarte
y Borja á la dignidad de capitán general de la armada, «sin aumento
alguno de goce, á que generosamente renuncia Uriarte en atención á las
presentes circunstancias». Convengo en que las presentes circunstancias
no son para muchos goces; pero también es gran lástima que desde el
16 de enero no pueda gozar el señor de Uriarte sino precisamente lo
mismo que gozara hasta aquél día, y que haya de tener tan en el fiel la
balanza de sus penas y placeres. Es decir que si al día siguiente del
real decreto le hubieran dado al señor Uriarte una buena noticia, como
por ejemplo la disolución del Estamento, debería haberse mirado mucho
en gozar de aquella satisfacción que debería naturalmente caberle,
porque ése sería aumento de goce, supuesto que en su vida habrá tenido
otro igual antes del 16 de enero.
¿No sería bueno que para mejorar la suerte del señor Uriarte, y aun la
del director de Correos, se comenzasen á emplear en los ministerios
gentes que supiesen ya leer por lo menos y escribir?
Pero estarás impaciente por saber el objeto de esta segunda carta; te
habrá chocado el rótulo que en cabeza le he puesto, «_¡Buenas noches!_,
dirás, ¡cuando estoy yo esperando un nuevo día y el progreso y difusión
de las luces en cada noticia que de la patria recibo!» Quiérote sacar
de confusiones. Las _buenas noches_ que te doy no son para ti; no es
ahí, sino aquí, donde nos hemos quedado á oscuras. ¿Ves claras ahora
las _buenas noches_? ¿Tampoco? Manos pues á la obra, y escucha, que hay
que tomarlo de más arriba.
Hay entre nosotros unos pocos hombres que andan jugando á la gallina
ciega con nuestra felicidad, y que tienen el raro tino de hacer siempre
las cosas al revés. Estos tales habían leído ya el año 12 los escritos
del siglo pasado, y se habían hecho ellos solos liberales, que no había
más que pedir. Oyeron el grito de independencia nacional, y dijeron
para su sayo: «_¡Oiga!, la España se ha ilustrado_»; con lo cual no
tuvieron duda en que se podía dar una constitución, y diéronse una
especie de código, sagrado, respetable siempre como paladión que fué de
nuestra independencia y cuna de nuestra libertad, pero cuya bondad no
hubo de ser muy comprendida por los pueblos todos, realmente atrasados
para tanta mejora, pues que en cuanto se presentó el amo de casa hubo
día de sábado, y quedó el suelo limpio de innovaciones. Los hombres de
que te voy hablando dijeron: «Esto ha sido una traición, y otra vez
sucederá mejor». Esperaron, y el año 20 helos aquí que tornan á poner
la mesa y los mismos manjares sobre ella, porque el apetito, decían,
era el mismo. Pero van y vienen días; van y vienen franceses, viene y
se va la constitución, y vienen y se van nuestros hombres otra vez. Ya
en medio de los tres años entró en reflexión alguno de ellos, y dijo
para sí empezando á escarmentar: «Acaso no está la España bastante
ilustrada, y no tiene su estómago tanto apetito como yo le había
supuesto; no será malo sustituir las Cámaras á la Constitución». Pero
el tercero en discordia decidió la cuestión, y mientras que aquéllas
y éstas se andaban representando la comedia de _¿Quién ha de mandar
en casa?_, se adjudicó él á sí mismo la parte del león de la fábula.
Nuestros hombres pasaron diez años en el extranjero, y aquéllos de
quienes te voy hablando, en lugar de decir esta vez como dijeron la
primera: _Esto ha sido traición_, que entonces hubieran acertado,
dijeron: _Está visto, la España no está ilustrada_. La cosa es clara;
malograda la intentona dos veces, era preciso inferir una de dos cosas:
_ó los gobernantes ó los gobernados no sirven para el paso_. Alguien
que hubiese sido modesto hubiera dicho: _¿Si seremos unos torpes?_ Pero
nuestros hombres dijeron: _Ellos son unos sandios_. Y pusieron de nuevo
la masa: Pero esta vez, añadieron, no os hemos de ahitar, porque si el
año 12 no teníais apetito, si el año 23 dejasteis hundirse el banquete,
¿cómo podréis digerirlo el 34?» Rara consecuencia: yo hubiera sacado
precisamente la contraria; porque algo habíamos de haber adelantado del
año 12 al 20 y del 23 al 34. De suerte que ellos, que habían andado
demasiado cuando los demás estaban parados, comenzaron á pararse cuando
los demás empezamos á andar.
Figúrate, amigo mío, que eres sastre, y que le haces á un niño de siete
años un uniforme de consejero: ¡claro está que ha de venirle ancho!;
tú, sastre, entonces, dices: «Vea usted, ¡qué niño tan torpe!, le hago
un uniforme de consejero, tan hermoso y tan bordado, y al muy necio no
le viene».
Coges el uniforme, desprecias al niño y te vas. Á los siete ú ocho
años vuelves con el mismo uniforme, y el niño tiene quince. «¿Ancho
todavía?, exclamas; esto no se puede aguantar; si el uniforme está lo
mismo, ¿cómo no le viene? Está visto que este muchacho no sirve para
consejero, es un sandio». Vuélveste á tu taller, y escarmentado de las
pasadas experiencias hácesle una bonita envoltura, y vuelves con tu
lío debajo del brazo á los diez años, y entonces el muchacho tiene ya
veinte y cinco. «¡Qué diantres!, gritas asombrado, este muchacho es el
diablo, ¡tampoco le viene la envoltura! ¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!, pues, señor,
es investible»; y coges y le dejas en cueros.
¡Vive Dios, señor sastre, qué consecuencia y qué tijera!!
He aquí, amigo mío, la historia de España desde el año 12 hasta el
34, más clara que la del padre Duchesne, traducida por el padre Isla.
Me parece que habrás entendido cuál es la envoltura, y excuso decirte
quién es el sastre. Ahora que nos podíamos empezar á vestir nos viene
con la envoltura, y porque no nos asienta dice que somos unos brutos.
Mal acomodada, en fin, esta vestimenta, que nos lía de pies y manos, y
sin siquiera andadores, reúnense los Estamentos del siglo XV arreglados
á las necesidades del siglo XIX, esto es, la envoltura con faldones
y corbata; y pasamos largos meses haciendo una comedia de capa y
espada, que no ha sido otra cosa todo el año 35, según lo mezclado de
la intriga, lo enredado del embrollo, los velos que se han corrido
y descorrido, las entradas y salidas, las mutaciones de escena, los
encuentros por las calles, las tapadas que han implorado nuestro favor,
y lo exquisito de los conceptos sin que puedan olvidarse las largas
relaciones de dama y galán, que sólo para lucirse los actores se han
estudiado y se han dicho.
Pero cansado el público de tan largos parlamentos, y de ver todavía tan
oscuro el desenlace, ilumina una noche la Península con conventos; al
resplandor de los sublimes flameros no ve cosa que le estorbe sino el
ministerio, y pide por junto su caída.
Un hombre nuevo es llamado á deshacer la facción y á rehacer la nación;
se necesitan recursos por una parte, y el hombre nuevo encuentra
recursos. Pero para rehacer la nación es preciso empezar por deshacer
lo que encuentra mal hecho. ¡Triste suerte, que hayamos de pasar un año
en deshacer el error de un día! Nueva Penélope, la España no hace sino
tejer y destejer.
Júntanse en esto las Cortes. «¡Gracias á Dios, dirás, que tenemos
quien ilustre la materia!» El trono habla á las Cortes, y las Cortes
contestan al discurso del trono. Hasta aquí no hay cuestión de
gabinete, es sólo cuestión de buena crianza. El uno dice: _Servidor
de usted_; y el otro contesta: _Muy señor mío_. No es decir esto, sin
embargo, que no baya transcurrido casi un mes en debatir y dilucidar si
el uno podía decir á su riesgo y peligro el primer cumplimiento, y si
podría el otro en consecuencia responder con el segundo. Pero al fin se
convino, se decidió que no había peligro ni por una ni otra parte en
decirse los mencionados piropos.
En seguida el ministerio abriga dudas acerca de si tiene ó no tiene
la confianza de la nación, que le acaba de confiar el poder. Y va y lo
pregunta al apoderado de la nación, cuyo apoderado conviene consigo
mismo en que no es tal apoderado, supuesto que la ley electoral, por la
cual existe, es provisional y defectuosa, y no pudo dar por resultado
la expresión de la voluntad de la nación; lo cual es tan cierto, que
esa misma representación nacional, que no es representación nacional,
va á hacer ella en virtud de sus poderes, que no son poderes, otra
ley electoral que dé por resultado la expresión nacional. Pero has de
saber que en estos gobiernos representativos queda destruido el antiguo
refrán que dice: _que nadie da lo que no tiene_, más claro, con un
ejemplo, en ellos una vela apagada puede encender otra vela. ¿Lo ves
claro ahora? Pues sin embargo, el ministro puesto por la nación, le
pregunta al tal apoderado de la nación, si la nación tiene confianza
en él. Es decir que yo mayordomo tuyo y puesto por ti, le pregunto
á tu ayuda de cámara si me da licencia de que te siga sirviendo de
mayordomo. Ya ves que el paso es natural. ¡Ventajas inmensas todas de
haber hecho las cosas á medias, cuando hubo coyuntura de hacerlas por
entero! ¡Suerte precisa de un pueblo que se empeña en que le den lo que
no se da, lo que sólo se toma! Porque el que da no puede menos de ser
legal, y la legalidad repugna toda innovación.
Felizmente como le había de haber dado al apoderado por decir que no,
dióle por decir que sí, y tuvimos _voto de confianza_.
Dióse de paso otro empujón á la cosa pública, y púsose por fin el
nombre de _guardia nacional_ á lo que el año pasado no se podía llamar
así sino con manifiesto peligro. Ya te lo he dicho, _tejer y destejer_.
En unos cuantos meses no hemos hecho sino destruir nombres nuevos para
llegar á los viejos: destejer; de _fomento_ á _interior_, de _interior_
á _gobernación_, de _subdelegado_ á _gobernador civil_; ya llegaremos
á _jefes políticos_; de _Estamentos_ á _Cortes revisoras_, y ya
llegaremos á _constituyentes_ y á _constitucionales_. En unos cuantos
meses han perdido las palabras _guardia nacional_ todo el veneno
que tenían; puestas en prensa, como han estado, lo han escurrido.
Semejantes en eso al vino, que nuevo hace daño, y embotellado y
guardado se vuelve mejor. Por el contrario, las palabras _milicia
urbana_ perdieron su fuerza y se malearon, semejantes también al vino,
que expuesto al aire libre se agria y se desvirtúa.
Después de haber conseguido desandar ese trozo de camino, vamos á la
ley electoral; que ya no sé con qué comparártela, porque, sea dicho con
respeto, no sé á qué se parece. En primer lugar el ministro, picado
sin duda de la generosidad del Estamento que le acababa de conceder su
voto de confianza, no quiere ser menos, y le da el suyo al Estamento
con tres proyectos adjuntos, el suyo, el de la mayoría, y el de la
menoría de la comisión, diciendo que no es cuestión de gabinete, y que
adopta lo que el Estamento decida. Confianza por confianza. Se adopta
la totalidad. ¡Gran victoria, parecida á otra moderna que no quiero
nombrar, y que también se volvió toda principio! _¿Qué importa?_, dice
la oposición. En los artículos te aguardo. En el todo están de acuerdo;
en lo que no están de acuerdo es en las partes que componen ese todo;
pero por lo demás, ¡qué bobería! El encabezamiento, la fecha, el oficio
de remisión, todo está bien. Es decir: «Yo te regalo una capa hecha,
sólo que no quiero que gastes de ella ni el paño, ni los embozos, ni el
cuello, ni las hechuras». Ahora, abrígate tú como puedas, que al fin yo
te regalo la capa.
Contarte, querido amigo, los pasos de la discusión es obra superior
á mis fuerzas, y decirte en quién estuvo la culpa y nombrarte al que
por falta de práctica parlamentaria dejó que su enemigo se adelantase
á tomar la mejor posición, es superior á mi voluntad; por tanto te
aconsejo que eches mano de las sesiones de cortes, y te las leas de
cabo á rabo, y si llegas á entender claro en el asunto, te aconsejo
también que te des la enhorabuena, y te tengas en la sucesivo por
hombre de talento.
¿Quieres que te diga lo que yo he sacado en limpio, por ende verás que
soy un pobre hombre? Ya yo me lo presumía, pero nunca creí quedarme á
oscuras con tantas luminarias; porgue decía yo para mí: para que se
entienda una cosa habrá de bastar ó que el que trata de averiguarla
no sea lerdo, ó que el que la explica sea muy avisado. Nada de eso, y
juzga si el pobre Fígaro es lerdo, cuando no ha sacado en limpio sino:
Que la elección directa es la más liberal; que el ministerio es
liberal, y quería lo mismo que quisiese el Estamento, siempre que lo
que quisiese el Estamento fuese lo mismo que él quería. Que ha habido
una comisión y dos proyectos en ella, y que el ministro quería lo mismo
que la comisión, que quería dos cosas distintas, y que el Estamento,
que no quería ni al ministro ni á la comisión. Que la oposición en el
Estamento era de hombres retrógrados que abogaban por el progreso,
y que querían la elección directa como la más liberal, ellos que
eran los menos liberales; que el ministro, que hacía de ministerio,
y la comisión, que hacía de las suyas, eran hombres progresivos que
abogaban por el retroceso, y que querían la elección indirecta como
la menos liberal, ellos que eran los más liberales; que los más
liberales querían que se efectuase la elección por provincias, y los
menos liberales por partidos; que hay cincuenta y tantas provincias
y doscientos y tantos partidos en España; que las provincias son más
liberales, á pesar de que los más liberales son los partidos, etc.,
etc.; y he entendido, en fin, que ni los he entendido, ni se entienden,
ni ya nunca nos entenderemos.
¿Me has entendido, Andrés? Bueno: pues ahora sabrás que de resultas
amaneció un día y se votó todo eso: abstuviéronse diez señores de
votar, lo cual hace tal vez el elogio de su conciencia; sin duda no
estaban todavía más ilustrados que yo, y se perdió la votación, todo
por cinco votos, que han venido á ser las cinco llagas, Andrés mío, de
este pobre cuerpo crucificado: viniendo á ser también por lo tanto en
sus partes cuestión de gabinete, la que en su todo no era sino cuestión
de escalera abajo.
Con esto, amigo, y para que nos entendiéramos, se tomó la determinación
de hacer callar al Estamento, que si no estaría hablando todavía,
quedándonos todos el 27 de enero á oscuras de Estamento, y de Cortes,
y de ley electoral, con la rara circunstancia de que la nación estaba
deseando que la disolvieran, y el pueblo es el primero que ha dado la
enhorabuena al gobierno por haberlo enviado á pasear. Y sin embargo ha
hecho bien y ha tenido razón. ¡Ahí verás tú lo que son anomalías!
En efecto, el trono, usando de su prerrogativa, dijo á cada cual en
lengua castellana lo que mi tocayo dice en cierta parte: _Buona sera,
don Basilio, presto andate a riposar_; y ya á la hora de ésta deben de
ir por esos caminos los señores procuradores á poner en claro para sus
comitentes la ley electoral, que así acertarán los unos á entenderla,
como los otros á explicarla.
Pero al día siguiente, querido amigo, y cuando creíamos los amigos del
ministerio que iba á dar un _golpe de estado_, sustituyendo á la ley
provisional agregada al Estatuto, otra ley provisional, en la cual
podía decir _ni quito ni pongo rey, pues no es aquélla fundamental, y
tan ministro soy yo como el padre mismo del Estatuto_, nos encontramos
con una _Gaceta_ extraordinaria que dice que se reunirán nuevas Cortes
el 22 de marzo, mas no _revisoras_ ni _constituyentes_, sino sólo
para hacer dos meses después lo que éstas debían haber hecho dos
meses antes. Á ver si lo entiendes: el ministro dijo, al llegar al
artículo que levantó la polvareda: «No me le toquéis, porque de no ser
la elección por provincias, habré de tardar dos meses más, y entonces
no puedo cumplir mi promesa, porque estoy de prisa». Respondieron las
Cortes: «Abajo el artículo»; parece natural creer que el ministro va
á echar por el atajo y decir: «No me ahorráis los dos meses; pues en
atención á la urgencia, yo me los ahorro»; no, señor, sino que dice:
«Me embarazáis dos meses, y os disuelvo para que dentro de esos dos
meses veamos si otras Cortes mejores me los ayudan á saltar». En ese
caso, pues, ¿para qué disolverlas? Aguantar los dos meses, pues que por
todos lados se presentan, y así no serán más que dos; porque si las
otras Cortes vienen diciendo erre que erre, entonces serán cuatro en
vez de dos.
De suerte que yo por el pronto sólo veo clara una cosa; y es que
para el 22 de marzo se reunirán de nuevo en Madrid otras Cortes, uno
de cuyos Estamentos será elegido por los electores que elijan los
ayuntamientos y mayores contribuyentes; que sus individuos deberán
tener doce mil reales de renta, treinta años, y haber nacido ó estar
arraigados en la provincia, según el Estatuto. Que estas tales Cortes
oirán otro discurso de la corona, y volverán á contestarle; que se
volverá á poner sobre la mesa la ley electoral, en atención á que
es preciso hacer una nueva, pues que la actual, por la cual van á
ser elegidos esos mismos que harán la otra, no vale nada. Que para
entonces es probable que empecemos á entendernos, porque es de suponer
que Tarragona, Granada y Asturias, no han de reelegir exactamente
á todos sus poderhabientes; que se discutirá luego el proyecto de
libertad de imprenta, el de responsabilidad ministerial; _y demás
objetos importantes que el bien público reclame_; que para entonces
seguramente no tendremos facción, porque estarán al caer los seis
meses de la promesa, ó no tendremos ministerio, porque estará caído si
no la cumple; que en eso se pasará la primavera y el verano;, que para
el otoño se pondrá en vigor la nueva ley electoral; y que mucho antes
del día del juicio veremos las Cortes _revisoras_ que engendrarán las
_constituyentes_; y que..., y en fin, que se acabará el mundo, algún
día, si hemos de creer las sagradas escrituras, las cuales añaden
hablando de eso, que nuestro Señor Jesucristo vendrá á juzgar á los
vivos y á los muertos; de los muertos no digo nada, pero ¡vive Dios que
si yo fuera quien hubiese de juzgar, ya los vivos estarían juzgados!
Y he aquí, amigo mío (en tanto que descubrimos el del ministerio),
descubierto el secreto de la oposición, y explicada un tanto la
anomalía de como querían los menos liberales el método más liberal, á
saber, porque era el más largo, sin contar con el rodeo que nos hacen
dar sus señorías, que por mucho tiempo reposen, ya que tan completa y
oportunamente les damos todos las _Buenas noches_.
Concluiré diciéndote, que hasta la presente estamos tan á buenas
noches de ministros como de Estamentos (pues los señores Próceres, sin
comerlo ni beberlo, también han callado todos á un tiempo, que era como
hablaban, sin que por eso dijesen entonces más que ahora).
El de la guerra está en su elemento: estos días se andaba buscando uno
para estado, ó para hacienda, como quieras entenderlo, pero vaya usted
á saber dónde estará metido: con respecto al de marina, ya oirías que
se trataba de hacer ministro de marina al señor de Galiano, á causa de
que habla muy bien; pero como el ministro ha cortado la conversación,
dudo mucho que insistan en eso: su excelencia se quedaría hablando con
las olas, y diciéndoles el _quos ego_ de Virgilio, y por cierto que
lo aprecio demasiado para desearle que le hagan ministro. De todas
suertes, no debe de admirar en ese ramo la tardanza, porque así pueden
andar buscando ministro para la marina, como marina para el ministro.
Hay quien añadía si el de la gobernación ha de mudarse; pero te aseguro
que lo tiemblo, porque si cada ministro ha de traer consigo, como ha
sucedido hasta ahora, un nombre nuevo y un nuevo reglamento para ese
dichoso ramo tan desgobernado, no ganamos para memoria y para membretes
impresos.
Sigilo y más sigilo, si he de seguirte escribiendo, no me suceda algún
chasco; y en el ínterin que te vuelvo á escribir, que será pronto,
recibe las _Buenas noches_ de tu amigo--_Fígaro_.


DIOS NOS ASISTA
TERCERA CARTA DE FÍGARO Á SU CORRESPONSAL EN PARÍS

Después de mi segunda carta, fecha de 30 de enero, esperé largo
tiempo para escribirte, querido Andrés, que ocurriesen cosas dignas
de contarse. Pensarás que han ocurrido efectivamente: yo no sé si
ha sucedido algo; paréceme otras que no. Pero si no ha sucedido,
seguramente que va á suceder, y por si saliera falsa mí conjetura no
quiero fiar á la contingencia de los acontecimientos la continuación de
nuestra correspondencia. Allá va otra carta á buena cuenta.
Como te referí, cerráronse los Estamentos y quedamos á buenas noches.
La primera novedad que dió que hablar en aquellos días fué, que, según
pareció después, le quedaba algo que decir al señor Perpiñá. ¿Y qué
dirás que hizo? va, coge, y cree que tenemos libertad de imprenta:
el buen señor es por lo visto incapaz de pensar mal de nadie, y como
de cierto tiempo á esta parte no ha habido ministro que no se haya
proclamado abogado de la libertad de imprenta, aunque por el estilo
del marido que delante de gentes animaba á su mujer á comer de los
pichones, y en quedando solos le decía enseñándole un garrote _¡ay si
los catas!_ hubo de imaginar que entre nosotros pensar y decir era todo
uno; más breve: creyó que para hablar le bastaba tener licencias de
Dios, y que por tanto no necesitaba la del gobernador civil. Al revés
me las calcé. Excusable es el señor ex-procurador, porque hace tanto
tiempo que nos están diciendo que somos libres, que á veces uno mismo
se lo llega á creer. Echa mano de un folleto, desparrama en él sus
ideas como quien siembra, y tiéndese á esperar la cosecha. ¿Pero qué
dirás que cogió? Él, nada. La autoridad fué la que cogió los folletos.
Eso sí, al día siguiente la autoridad nos probó en un artículo
comunicado que los folletos se podían coger: ya lo sabíamos, y si
no, se lo hubiéramos podido preguntar al autor. Seamos con todo
imparciales. El gobierno añadió que nosotros _no ignoramos que para
publicar un papel, sea cual fuere su tamaño, se necesita licencia_.
¡Y cómo si lo sabemos! Pluguiera al cielo que nos fuese dado
ignorarlo. Es como si te pusieras en camino y te asaltasen ladrones,
y te quejases, y te respondiese el ladrón:--_¿Pues no sabe que hay
ladrones?_ y repusieras tú:--_¡Cómo no debiera haberlos!_--y te
tornasen á replicar:--_¡Pero cómo los hay!_--que sería el cuento de
nunca acabar y de tener razón el ladrón, es decir, el más fuerte.
Sólo en una cosa me divirtió el gobierno: en decir que sentía como el
que más que así sucediese; eso prueba que estaba de buen humor, señal
de que la cosa iba bien. Es la del verdugo, que te pide perdón antes
de ahorcarte; si fuese siquiera después probara arrepentimiento. Yo le
diría: «¿Y quién le pone á vuestra señoría un puñal al pecho para que
sea verdugo, si el oficio no le agrada?»
Lo peor del caso fué que el folleto no tenía más cosa buena que el
ser corto; mas como tuvo los honores de la persecución, vino á leerlo
todo el mundo; perjuicio para el gobierno, que lo había recogido;
más perjuicio aún para el autor, que lo había escrito, y á quien la
autoridad logró desacreditar, dando á su producción la mejor especie
de publicidad; y mayor que para nadie para el público, que tuvo que
echárselo á pechos en aquellos días en que no se hablaba de otra cosa.
Punto en el folleto, que es cosa antigua. Á pocos días ocurrió otra
friolera, si en estos tiempos es lícito llamar friolera á la cantidad
de dos mil reales. Giró el lance sobre la misma libertad de imprenta,
sobre si un párrafo del _español_ tenía al pie un garabato ó si no lo
tenía, sobre si se había invertido el orden, y si lo había leído el
censor antes que el público ó el público antes que el censor. Pareció
no haberlo leído en su vida el censor: se consultó el libro de los
oráculos, por apodo reglamento, y éste respondió en términos bastante
claros:
Y para casos tales,
Que pague el editor dos mil reales.
Figúrate qué golpe para el gobierno, y más lloviendo sobre mojado.
¡Él que como arriba dejamos dicho siente tanto estas cosas! Éstos son
golpes, amigo, que acaban con un gobierno sensible; así es que yo lo
veo y no lo veo.
Á mí me da qué hacer la libertad de imprenta: yo soy el único á quien
da qué hacer, pero en fin me da. Habla la reina, y se hace lenguas
de la libertad de imprenta; hablan los ministros, y para ellos no hay
altar donde ponerla; hablan también (esto no es pulla) los próceres, y
convienen en que es la base; abren la boca los procuradores, y procuran
por ella como por las niñas de sus ojos; hablan los periódicos, y
hártanla de piropos. Y hablo yo y digo, como don Basilio en la ópera de
mi tocayo: «_¿Á quién engañamos pues aquí?_», ¿quién diantres impide
que la establezcan? Alguno hay que habla de mala fe, y deben de ser el
pueblo, los Estamentos y los periódicos, porque en cuanto al gobierno,
¿cómo dudar de él, cáspita, siendo tan patriota?
Me podrás decir que á pesar de cuanto llevo escrito hay libertad de
imprenta, sólo que está cara, como bocado delicado que es. Cierto; por
dos mil reales te puedes dar un hartazgo; por cuatro mil dos hartazgos,
y así progresivamente hasta la cantidad de tres hartazgos, porque en
llegando á ese número simbólico, como le llama Dupuis, mueres de un
causón. Yo pienso usar de ese medio, y darme algún día hasta dos: los
primeros doscientos duros que yo vea reunidos, los tengo ya destinados
á un día de asueto. Es lo malo que si me recogen antes de que me lean,
habré pagado caro el placer de un monólogo escrito; pero siempre me
queda el recurso de aprenderlo antes de coro, y de irlo diciendo á
mis amigos, los cuales son tantos que vendrá á ser como imprimirlo.
Por fortuna no está previsto en el reglamento el caso de que uno se
sirva de imprenta á sí mismo. Sólo me detendría el temor de causar una
desazón al gobierno, quien al tomar los ejemplares y los cuatrocientos,
bien sé yo que se le había de caer la lágrima tan gorda.
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