Obras completas de Fígaro, Tomo 2 - 22

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Entre tanto la condesita de *** entra al segundo acto dando portazos
para que la vean; una vez sentada no se luce el vestido; los
_fashionables_ suben y bajan á los palcos: no se oye: el teatro es un
infierno: luego parece que el público se ha constipado adrede aquel
día. ¡Qué toser, señor, qué toser!
Llegó el quinto acto, y la mareta sorda empieza á manifestarse cada
vez más pronunciada: á la última puñalada el público no puede más, y
prorrumpe por todas partes en ruidosas carcajadas: los amigos defienden
el terreno; pero una llave decide la cuestión: sin duda no es la llave
con que encerraba Lope de Vega los preceptos; y cae el telón entre la
majestuosa algazara y con toda la pompa de la ignominia.
No sé qué propensión tiene la humanidad á alegrarse del mal ajeno; pero
he observado que el público sale más alegre y decidor, más risueño
y locuaz de una representación silbada: el autor entre tanto sale
confuso y renegando de un público tan atrasado: no están todavía los
españoles, dice, para esta clase de comedias: se agarra otro poco á
las intrigas, otro poco á la mala representación, y de esta suerte ya
puede presentarse al día siguiente en cualquier parte con la conciencia
limpia.
Sus amigos convienen con él, y en su ausencia se les oye decir:--Yo lo
dije; esa comedia no podía gustar; pero ¿quién se lo dice al autor?
¿Quién pone el cascabel al gato?--Yo le dije que cortara lo del padre
en el segundo acto: aquello es demasiado largo; pero se empeñó en
dejarlo.
He observado sin embargo que los amigos literatos suelen portarse
con gran generosidad; si la comedia gusta, ellos son los que como
inteligentes hacen notar los defectillos de la composición, y entonces
pasan por imparciales y rectos: si la comedia es silbada, ellos son
los que la disculpan y la elogian; saben que sus elogios no la han
de levantar, y entonces pasan por buenos amigos. En el primer caso
dicen:--Es cosa buena, ¿cómo se había de negar? No tiene más sino
aquello, y lo otro, y lo de más allá... ya se ve; las cosas no pueden
ser perfectas.
En el segundo dicen:--Señor, no es mala; pero no es para todo el mundo:
hay cosas demasiado profundas: tiene bellezas: sobre todo hay versos
muy lindos.
Pero la parte indudablemente más divertida es la de oir, acercándose
á los corrillos, los votos particulares de cada cual: éste la juzga
mala porque dura tres horas; aquél porque mueren muchos; el otro
porque hay gente de iglesia en ella; el de más allá porque se muda de
decoraciones: esotro porque infringe las reglas: los contrarios dicen
que sólo por estas circunstancias es buena. ¡Qué Babilonia, santo
Dios! ¡Qué confusión!
Al día siguiente los periódicos... Pero ¿quién es el autor? ¿Es
un principiante, un desconocido? ¡Qué nube! ¿Es algo más? ¡Qué
reticencias! ¡Qué medias palabras! ¡Qué exacto justo medio!
¡¡¡Después de todo eso, haga usted comedias!!!


LA DILIGENCIA

Cuando nos quejamos de que _esto no marcha_, y de que la España no
progresa, no hacemos más que enunciar una idea relativa: generalizada
la proposición de esa suerte es evidentemente falsa; reducida á sus
límites verdaderos, hay un gran fondo de verdad en ella.
Así como no notamos el movimiento de la tierra, porque todos vamos
envueltos en él, así no echamos de ver tampoco nuestros progresos. Sin
embargo, ciñéndonos al objeto de este artículo, recordaremos á nuestros
lectores que no hace tantos años carecíamos de multitud de ventajas,
que han ido naciendo por sí solas y colocándose en su respectivo lugar;
hijas de la época, escuelas indispensables del adelanto general del
mundo. Entre ellas, es acaso la más importante la facilitación de las
comunicaciones entre los pueblos apartados: los tiranos, generalmente
cortos de vista, no han considerado en las diligencias más que un
medio de transportar paquetes y personas de un pueblo á otro: seguros
de alcanzar con su brazo de hierro á todas partes, se han sonreído
imbécilmente al ver mudar de sitio á sus esclavos: no han considerado
que las ideas se agarran como el polvo á los paquetes y viajan también
en diligencia. Sin diligencias, sin navíos, la libertad estaría
todavía probablemente encerrada en los Estados-Unidos, la navegación
la trajo á Europa; las diligencias han coronado la obra: la rapidez
de las comunicaciones ha sido el vínculo que ha reunido á los hombres
de todos los países: verdad es que ese lazo de los liberales lo es
también de sus contrarios; pero ¿qué importa? La lucha es así general y
simultánea; sólo así puede ser decisiva.
Hace pocos años, si le ocurría á usted hacer un viaje, empresa que se
acometía entonces sólo por motivos muy poderosos, era forzoso recorrer
todo Madrid, preguntando de posada en posada por medios de transporte.
Éstos se dividían entonces en coches de colleras, en galeras, en
carromatos, tal cual tartana y acémilas. En la celeridad no había
diferencia ninguna: no se concebía cómo podía un hombre apartarse de un
punto en un solo día más de seis ó siete leguas; aun así era preciso
contar con el tiempo y con la colocación de las ventas: esto, más que
viajar, era irse asomando al país, como quien teme que se le acabe
el mundo al dar un paso más de lo absolutamente indispensable. En
los coches viajaban sólo los poderosos: las galeras eran el carruaje
de la clase acomodada; viajaban en ellas los empleados que iban á
tomar posesión de su destino, los corregidores que mudaban de vara:
los carromatos y las acémilas estaban reservadas á las mujeres de
militares, á los estudiantes, á los predicadores cuyo convento no les
proporcionaba mula propia. Las demás gentes no viajaban; y semejantes
los hombres á los troncos, allí donde nacían, allí morían. Cada cual
sabía que había otros pueblos que el suyo en el mundo, á fuerza de fe;
pero viajar por instrucción y por curiosidad, ir á París sobre todo,
eso ya suponía un hombre superior, extraordinario, osado, capaz de
todo: la marcha era una hazaña, la vuelta una solemnidad: y el viajero,
al divisar la venta del Espíritu Santo, exclamaba estupefacto: «¡Qué
grande es el mundo!» Al llegar á París después de dos meses de medir la
tierra con los pies, hubiera podido exclamar con más razón: «¡Qué corto
es el año!»
Á su vuelta, ¡qué de gentes le esperaban, y se apiñaban á su alrededor
para cerciorarse de si había efectivamente París, de si se iba y se
venía, de si era en fin, aquel mismo el que había ido, y no su ánima
que volvía sola! Se miraba con admiración el sombrero, los anteojos, el
baúl, los guantes, la cosa más diminuta que venía de París. Se tocaba,
se manoseaba, y todavía parecía imposible. ¡Ha ido á París! ¡ha vuelto
de París!!! ¡Jesús!!!
Los tiempos han cambiado extraordinariamente: dos emigraciones
numerosas han enseñado á todo el mundo el camino de París y Londres.
Como quien hace lo más, hace lo menos, ya el viajar por el interior
es una pura bagatela, y hemos dado en el extremo opuesto: en el día
se mira con asombro al que no ha estado en París; es un punto menos
que ridículo. ¿Quién será él, se dice, cuando no ha estado en ninguna
parte? Y efectivamente, por poco liberal que uno sea, ó está uno en la
emigración, ó de vuelta de ella, ó disponiéndose para otra: el liberal
es el símbolo del movimiento perpetuo, es el mar con su eterno flujo y
reflujo. Y no sé cómo se lo componen los absolutistas; pero para ellos
no se han establecido las diligencias; ellos esperan siempre á pie
firme la vuelta de su Mesías; en una palabra, siempre son de casa; este
partido no tiene más movimiento que el del caracol; toda la diferencia
está en tener la cabeza fuera ó dentro de la concha. Á propósito, ¿la
tiene ahora dentro ó fuera?
Volviendo empero á nuestras diligencias, no entraré en la explicación
minuciosa y poco importante para el público de las causas que me
hicieron estar no hace muchos días en el patio de la casa de postas,
donde se efectúa la salida de las diligencias llamadas _reales_, sin
duda por lo que tienen de efectivas. No sé qué tienen las diligencias
de común con su majestad; una empresa particular las dirige, el público
las llena y las sostiene. La misma duda tengo con respecto á los
_billares_; pero como si hubiera yo de extender ahora en el papel todas
mis dudas no haría gran diligencia en el artículo de hoy, prescindiré
de digresiones, y diré en último resultado, que ora fuese á despedir á
un amigo, ora fuese á recibirle, ora en fin con cualquier otro objeto,
yo me hallaba en el patio de las diligencias.
No es fácil imaginar qué multitud de ideas sugiere el patio de las
diligencias: yo por mi parte me he convencido que es uno de los teatros
más vastos que puede presentar la sociedad moderna al escritor de
costumbres.
Todo es allí materiales, pero hechos ya y elaborados: no hay sino
ver y coger. Á la entrada le llama á usted ya la atención un pequeño
aviso que advierte pegado en un poste, que nadie puede entrar en el
establecimiento público sino los viajeros, los mozos que traen sus
fardos, los dependientes y las personas que vienen á despedir ó recibir
á los viajeros: es decir, que allí sólo puede entrar todo el mundo. Al
lado numerosas y largas tarifas indican las líneas, los itinerarios,
los precios: aconsejaremos sin embargo á cualquiera que reproduzca,
al ver las listas impresas, la pregunta de aquel palurdo que iba á
entrar años pasados en el botánico con chaqueta y palo, y á quien un
dependiente decía:--No se puede pasar en ese traje: ¿no ve el cartel
puesto de ayer?--Sí, señor, contestó el palurdo, pero... ¿eso rige
todavía?
Lea, pues, el curioso las tarifas y pregunte luego: verá cómo no hay
carruajes para muchas de las líneas indicadas; pero no se desconsuele,
le dirán la razón. «¡¡¡Como los facciosos están por ahí, y por allí, y
por más allá!!!» Esto siempre satisface: verá además cómo los precios
no son los mismos que cita el aviso; en una palabra, si el curioso
quiere proceder por orden, pregunte y lea después, y si quiere atajar,
pregunte y no lea. La mejor tarifa es un dependiente; podrá suceder que
no haya quien dé razón; pero en ese caso puede volver á otra hora, ó no
volver si no quiere.
El patio comienza á llenarse de viajeros y de sus familias y amigos:
los unos se distinguen fácilmente de los otros. Los viajeros entran
despacio: como muy enterados de la hora, están ya como en su casa:
los que vienen á despedirlos, si no han venido con ellos, entran de
prisa y preguntando: «¿Ha marchado ya la diligencia? Ah, no; aquí está
todavía». Los primeros tienen capa ó capote, aunque haga calor; echarpe
al cuello y gorro griego ó gorra si son hombres: si son mujeres gorro
ó papalina, y un enorme ridículo; allí va el pañuelo, el abanico, el
dinero, el pasaporte, el vaso de camino, las llaves, ¡qué más sé yo!
Los acompañantes, portadores de menos aparato, se presentan vestidos de
ciudad, á la ligera.
Á la derecha del patio se divisa una pequeña habitación; agrupados
allí los viajeros al lado de sus equipajes, piensan el último momento
de su estancia en la población: media hora falta sólo: una niña, ¡qué
joven, qué interesante!, apoyada la mejilla en la mano, parece exhalar
la vida por los ojos cuajados en lágrimas: á su lado el objeto de sus
miradas procura consolarla, oprimiendo acaso por última vez su lindo
pie, su trémula mano... «Vamos, niña, dice la madre, robusta é impávida
matrona, á quien nadie oprime nada, y cuya despedida no es la primera
ni la última, ¿á qué vienen esos llantos? No parece sino que nos vamos
del mundo».
Un militar que va solo examina curiosamente las compañeras de viaje;
en su aire determinado se conoce que ha viajado y conoce á fondo todas
las ventajas de la presión de una diligencia. Sabe que en diligencia
el amor sobre todo hace mucho camino en pocas horas. La naturaleza en
los viajes, desnuda de las consideraciones de la sociedad, y muchas
veces del pudor, hijo del conocimiento de las personas, queda sola y
triunfa por lo regular. ¿Cómo no adherirse á la persona á quien nunca
se ha visto, á quien nunca se volverá acaso á ver, que no le conoce á
uno, que no vive en su círculo, que no puede hablar ni desacreditar,
y con quien se va encerrado dentro de un cajón dos, tres días con sus
noches? Luego parece que la sociedad no está allí: una diligencia viene
á ser para los dos sexos una isla desierta; y en las islas desiertas
no sería precisamente donde tendríamos que sufrir más desaires de
la belleza. Por otra parte, ¡qué franqueza tan natural no tiene que
establecerse entre los viajeros!, ¡qué multitud de ocasiones de
prestarse mutuos servicios!, ¡cuántas veces al día se pierde un guante,
se cae un pañuelo, se deja olvidado algo en el coche ó en la posada!,
¡cuántas veces hay que dar la mano para bajar ó subir! Hasta el rápido
movimiento de la diligencia parece un aviso secreto de lo rápida que
pasa la vida, de lo precioso que es el tiempo; todo debe ir de prisa
en diligencia. Una salida de un pueblo deja siempre cierta tristeza
que no es natural al hombre: sabido es que nunca está el corazón más
dispuesto á recibir impresiones que cuando está triste: los amigos, los
parientes que quedan atrás dejan un vacío inmenso. ¡Ah!, ¡la naturaleza
es enemiga del vacío!
Nuestro militar sabe todo esto; pero sabe también que toda regla
tiene excepciones, y que la edad de quince años es la edad de las
excepciones; pasa, pues, rápidamente al lado de la niña con una
sonrisa, mitad burlesca, mitad compasiva.--Pobre niña, dice entre
dientes: lo que es la poca edad: si pensará que no se aprecian las
caras bonitas más que en Madrid: el tiempo le enseñará que es moneda
corriente en todos países.
Una bella parece despedirse de un hombre de unos cuarenta años: el
militar fija el lente: ella es la que parte; hay lágrimas, sí; pero
¿cuándo no lloran las mujeres?; las lágrimas por sí solas no quieren
decir nada; luego hay cierta diferencia entre éstas y las de la niña:
una sonrisa de satisfacción se dibuja en los labios del militar. Entre
las ternezas de despedida se deslizan algunas frases, que no son reñir
enteramente, pero poco menos: hay cierta frialdad, cierto dominio en el
hombre. ¡Ah!, es su marido.--Se puede querer mucho á su marido, dice el
militar para sí, y hacer un viaje divertido.
--¡Voto va!, ya ha marchado, entra gritando un original cuyos
bolsillos vienen llenos de salchichón para el camino, de frasquetes
ensogados, de petacas, de gorros de dormir, de pañuelos, de chismes
de encender... ¡Ah!, ¡ah!, éste es un verdadero viajero: su mujer
le acosa á preguntas:--¿Se ha olvidado el pastel?--No, aquí le
traigo.--¿Tabaco?--No, aquí está.--¿El gorro?--En este bolsillo.--¿El
pasaporte?--En este otro.
Su exclamación al entrar no carece de fundamento; faltan sólo minutos,
y no se divisa disposición alguna de viaje. La calma de los mayorales
y zagales contrasta singularmente con la prisa y la impaciencia que se
nota en las menores acciones de los viajeros; pero es de advertir que
éstos al ponerse en camino alteran el orden de su vida para hacer una
cosa extraordinaria; el mayoral y el zagal por el contrario hacen lo de
todos los días.
Por fin, se adelanta la diligencia, se aplica la escalera á sus
costados, y la vaca recibe en su seno los paquetes: en menos de un
minuto está dispuesta la carga, y salen los caballos lentamente á
colocarse en su puesto. Es de ver la impasibilidad del conductor á las
repetidas solicitudes de los viajeros.--Á ver, esa maleta; que vaya
donde se pueda sacar.--Que no se moje ese baúl.--Encima ese saco de
noche.--Cuidado con la sombrerera.--Ese paquete, que es cosa delicada.
Todo lo oye, lo toma, lo encajona, á nadie responde; es un tirano en
sus dominios.--La hoja, señores, ¿tienen ustedes todos sus pasaportes?
¿Están todos? Al coche, al coche.
El patio de las diligencias es á un cementerio lo que el sueño á la
muerte, no hay más diferencia que la ausencia y el sueño pueden no ser
para siempre; no les comprende el terrible _voi ch'intrate lasciate
ogni speranza_, de Dante.
Se suceden los últimos abrazos, se renuevan los últimos apretones de
manos; los hombres tienen vergüenza de llorar y se reprimen, y las
mujeres lloran sin vergüenza.
--Vamos, señores, repite el conductor: y todo el mundo se coloca. La
niña, anegada en lágrimas, cae entre su madre y un viejo achacoso que
va á tomar las aguas: la bella casada entre una actriz que va á las
provincias, y que lleva sobre las rodillas una gran caja de cartón
con sus preciosidades de reina y princesa, y una vieja monstruosa que
lleva encima un perro faldero, que ladra y muerde por el pronto como
si viese al aguador, y que hará probablemente algunas otras gracias
por el camino. El militar se arroja de mal humor en el cabriolé,
entre un francés que le pregunta: «¿Tendremos ladrones?», y un fraile
corpulento, que con arreglo á su voto de humildad y de penitencia, va
á viajar en estos carruajes tan incómodos. La rotonda va ocupada por
el hombre de las provisiones: una robusta señora que lleva un niño de
pecho y un bambino de cuatro años, que salta sobre sus piernas para
asomarse de continuo á la ventanilla; una vieja verde, llena de años
y de lazos, que arregla entre las piernas del suculento viajero una
caja de un loro, é hinca el codo para colocarse en el costado de un
abogado, el cual hace un gesto, y vista la mala compañía en que va,
trata de acomodarse para dormir, como si fuera ya juez. Empaquetado
todo el mundo se confunden en el aire los ladridos del perrito, la tos
del fraile, el llanto de la criatura; las preguntas del francés, los
chillidos del bambino, que arrea los caballos desde la ventanilla, los
sollozos de la niña, los juramentos del militar, las palabras enseñadas
del loro, y multitud de frases de despedida.--Á Dios--hasta la
vuelta--tantas cosas á Pepe:--envíame el papel que se ha olvidado--que
escribas en llegando.--Buen viaje.
Por fin suena el agudo rechinido del látigo, la mole inmensa se
conmueve, y estremeciendo el empedrado, se emprende el viaje, semejante
en la calle á una casa que se desprendiese de las demás con todos sus
trastos é inquilinos á buscar otra ciudad en donde empotrarse de nuevo.


EL DUELO

Muy incrédulo sería preciso ser para negar que estamos en el siglo de
las luces y de la más extremada civilización: el hombre ha dado ya
con la verdad, y la razón más severa preside á todas las acciones y
costumbres de la generación del año 1835.
Dejaremos á un lado, por no ser hoy de nuestro asunto, la perfección
á que se ha llegado en punto á religión y á política, dos cosas
esencialísimas en nuestra manera actual de existir, y á que los pueblos
dan toda la importancia que indudablemente se merecen. En el primero no
tenemos preocupación ninguna, no abrigamos el más mínimo error; cuando
decimos con orgullo que el hombre es el ser más perfecto, la hechura
más acabada de la creación, sólo añadimos á las verdades reconocidas
otra verdad más innegable todavía. Hacemos muy bien en tener vanidad.
Si hemos adelantado en política, dígalo la estabilidad que alcanzamos,
la fijación de nuestras ideas y principios: no sólo sabemos ya cuál es
el buen gobierno, el único bueno, el verdadero secreto para constituir
y conservar una sociedad bien organizada, sino que lo sabemos
establecer y lo gozamos con toda paz y tranquilidad. Acerca de sus
bases estamos todos acordes, y es tal nuestra ilustración, que una vez
reconocida la verdad y el interés político de la sociedad, toda guerra
civil, toda discordia viene á ser imposible entre nosotros; así es que
no las hay. Que hubiese guerra en los tiempos bárbaros y de atraso, en
los cuales era preciso valerse hasta de la fuerza para hacer conocer
al hombre cuál era el Dios á quien había de adorar, ó el rey á quien
había de servir... nada más natural. Ignorantes entonces los más, y
poco ilustrados, no fijadas sus ideas sobre ninguna cosa, forzoso era
que fuese presa de multitud de ambiciosos, cuyos intereses estaban
encontrados. Empero ahora, en el siglo de la ilustración, es cosa
bien difícil que haya una guerra en el mundo. Así es que no las hay.
Y si las hubiera sería en defensa de derechos positivos, de intereses
materiales, no de un apellido, no del nombre de un ídolo. La prueba de
esto mismo es bien fácil de encontrar. Esa poca de guerra, _que empieza
ahora_, en nuestras provincias, es indudablemente por derechos claros
y bien entendidos: sobre todo, si alguno de los partidos contendientes
pudiese ir á ciegas en la lid, é ignorar lo que defiende, no sería
ciertamente el partido más ilustrado, es decir, el liberal. Éste bien
sabe por lo que pelea; pelea por lo que tiene, por lo que le han
concedido, por lo que él ha conquistado.
En un siglo en que ya se ven las cosas tan claras, y en que ya no es
fácil abusar de nadie, en el siglo de las luces, una de las cosas sobre
que está más fijada la pública opinión, es el honor, quisicosa que, _en
el sentido que en el día le damos_, no se encuentra nombrada en ninguna
lengua antigua. Hijo este _honor_ de la edad media y de la confluencia
de los Godos y los Árabes, se ha ido comprendiendo y perfeccionando á
tal grado, á la par de la civilización, que en el día no hay una sola
persona que no tenga su honor á su manera: todo el mundo tiene honor.
En los tiempos antiguos, tiempos de confusión y de barbarie, el que
faltando á otro abusaba de cualquier superioridad que le daban las
circunstancias ó su atrevimiento, se infamaba á sí mismo, y sin hablar
tanto de honor quedaba deshonrado. Ahora es enteramente al revés.
Si una persona baja ó mal intencionada le falta á usted, usted es
el infamado. ¿Le dan á usted un bofetón? Todo el mundo le desprecia
á usted, no al que le dió. ¿Le faltan á usted su mujer, su hija, su
querida? Ya no tiene usted honor. ¿Le roban á usted? Usted robado queda
pobre, y por consiguiente deshonrado. El que le robó, que quedó rico,
es un hombre de honor. Va en el coche de usted y es un hombre decente,
caballero. Usted se quedó á pie, es usted gente ordinaria, canalla.
¡Milagros todos de la ilustración!
En la historia antigua no se ve un solo ejemplo de un duelo. Agamenón
injuria á Aquilea, y Aquiles se encierra en su tienda, pero no le pide
satisfacción: Alcibíades alza el palo sobre Temístocles, y el gran
Temístocles, según una expresión de nuestra moderna civilización, queda
como un cobarde.
El duelo, en medio de la duración del mundo, es una invención de ayer:
cerca de seis mil años se ha tardado en comprender que cuando uno se
porta mal con otro, le queda siempre un medio de enmendar el daño que
le ha hecho, y este medio es matarle. El hombre es lento en todos sus
adelantos, y si bien camina indudablemente hacia la verdad, suele
tardar en encontrarla.
Pero una vez hallado el desafío, se apresuraron los reyes y los
pueblos, visto que era cosa buena, á erigirlo en ley, y por espacio
de muchos siglos no hubo entre caballeros otra forma de enjuiciar y
sentenciar el combate. El muerto, el caído era el culpable siempre en
aquellos tiempos: la cosa no ha cambiado por cierto. Siguiendo, empero,
el curso de nuestros adelantos, se fueron haciendo cabida los jueces en
la sociedad, se levantó el edificio de los tribunales con su séquito de
escribanos, notarios, autos, fiscales y abogados, que dura todavía y
parece tener larga vida, y se convino en que los _juicios de Dios_ (así
se había llamado á los desafíos jurídicos, merced al empeño de mezclar
constantemente á Dios en nuestras pequeñeces) eran cosa mala. Los
reyes entonces alzaron la voz en nombre del Altísimo, y dijeron á los
pueblos: «No más juicios de Dios; en lo sucesivo nosotros juzgaremos».
Prohibidos los juicios de Dios, no tardaron en prohibirse los duelos;
pero si las leyes dijeron: «No os batiréis», los hombres dijeron: «No
os obedeceremos»; y un autor de muy buen criterio asegura que las
épocas de rigorosa prohibición han sido las más señaladas por el abuso
del desafío. Cuando los delitos llegan á ser de cierto bulto, no hay
pena que los reprima. Efectivamente, decir á un hombre: «No te harás
matar, pena de muerte», es provocarle á que se ría del legislador
cara á cara; es casi tan ridículo como la pena de muerte establecida
en algunos países contra el suicidio; sabia ley que determina que se
quite la vida á todo el que se mate, sin duda para su escarmiento.
Se podría hacer á propósito de esto la observación general de que sólo
se han obedecido en todos tiempos las leyes que han mandado hacer á
los hombres su gusto; las demás se han infringido y han acabado por
caducar. El lector podrá sacar de esto alguna consecuencia importante.
Efectivamente, al prohibir los duelos en distintas épocas, no se ha
hecho más que lo que haría un jardinero que tirase la fruta queriendo
acabarla; el árbol en pie todos los años volvería á darle nueva tarea.
Mientras el _honor_ siga entronizado donde se le ha puesto; mientras
la opinión pública valga algo, y mientras la ley no esté de acuerdo
con la opinión pública, el duelo será una consecuencia forzosa de esta
contradicción social. Mientras todo el mundo se ría del que se deje
injuriar impunemente, ó del que acuda á un tribunal para decir: «Me han
injuriado», será forzoso que todo agraviado elija entre la muerte y una
posición ridícula en sociedad. Para todo corazón bien puesto la duda no
puede ser de larga duración: y el mismo juez que con la ley en la mano
sentencia á pena capital al desafiado indistintamente ó al agresor,
deja acaso la pluma para tomar le espada en desagravio de una ofensa
personal.
Por otra parte, si se prescinde de la parte de preocupación más ó
menos visible ó sublime del pundonor, y si se considera en el duelo
el mero hecho de satisfacer una cuenta personal, diré francamente que
comprendo que el asesino no tenga derecho á quitar la vida á otro, por
dos razones: primera, porque se la quita contra su gusto siendo suya:
segunda, porque él no da nada en cambio.
Los duelos han tenido sus épocas y sus fases enteramente distintas: en
un principio se batían los duelistas á muerte, á todas armas, y tras
ellos sus segundos: cada injuria producía entonces una escaramuza.
Posteriormente se introdujo el duelo á primera sangre; el primero le
comprendo sin disculparle; el segundo ni le comprendo ni le disculpo;
es de todas las ridiculeces la mayor: los padrinos ó testigos han
sucedido á los segundos, y su incumbencia en el día se reduce á impedir
que su mala fe abuse del valor ó del miedo. Al arma blanca se sustituye
muchas veces la pistola, arma de cobarde, con que nada le queda
que hacer al valor sino morir; en que la destreza es infame si hay
superioridad, é inútil si hay igualdad.
La libertad empero, si no es la licencia de mi imaginación, me ha
llevado más lejos de lo que yo pretendía ir: al comenzar este artículo
no era mi objeto explorar si las sociedades modernas entienden bien el
honor, ni si esta palabra es algo; individuo de ellas y amamantado con
sus preocupaciones, no seré yo quien me ponga de parte de unas leyes
que la opinión pública repugna, ni menos de parte de una costumbre que
la razón reprueba. Confieso que pensaré siempre en este particular
como Rousseau, y los más rígidos moralistas y legisladores, y obraré
como el primer calavera de Madrid. ¡Triste lote del hombre el de la
inconsecuencia!
Mi objeto era referir simplemente un hecho de que no ha muchos meses
fuí testigo ocular; pero como yo no presencié, digámoslo así, más que
el desenlace, mis lectores me perdonarán si tomo mi relación _ab ovo_.
Mi amigo Carlos, hijo del marqués de ***, era heredero de bienes
cuantiosos, que eran en él, al revés que en el mundo, la menos
apreciable de sus circunstancias. Adorado de sus padres, que habían
empleado en su educación cuanto esmero es imaginable, Carlos se
presentó en el mundo con talento, con instrucción, con todas esas
superfluidades de primera necesidad, con una herencia capaz de
asegurar la fortuna de varias familias, con una figura á propósito para
hacer la de muchas mujeres, y con un carácter destinado á constituir la
de todo el que de él dependiese.
Pero desgraciadamente la diferencia que existe entre los necios y los
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