Obras completas de Fígaro, Tomo 2 - 26

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amigos en la esquina; los comparsas del teatro, condenados eternamente
á representar por dos reales, barbas, un pueblo numeroso entre seis
ó siete; el infinito _corbatines y almohadillas_, que está en todos
los cafés á un mismo tiempo; siempre en aquél en que usted está, y
vaya usted al que quiera; el barbero de la plazuela de la Cebada, que
abre su asiento de tijera, y del aire libre hace tienda; esa multitud
de _corredores de usura_ que viven de llevar á empeñar y desempeñar;
esos músicos del anochecer, que el calendario en una mano y los reales
nombramientos en otra, se van dando días y enhorabuenas á gentes
que no conocen; esa muchedumbre de maestros de lenguas á 30 reales
y retratistas á 70 reales; todos los habitantes y revendedores del
rastro, las prenderas, los..., ¿no son todos menudos oficios? _Esas
casamenteras de voluntades_, como las llama Quevedo..., pero no todo es
del dominio del escritor, y desgraciadamente en punto á costumbres y
menudos oficios acaso son los más picantes los que es forzoso callar:
los hay odiosos, los hay despreciables, los hay asquerosos, los hay
que ni adivinar se quisieran; pero en España ningún _oficio_ reconozco
_más á menudo_, y sirva esto de conclusión, ningún _modo de vivir que
dé menos de vivir_, que el de escribir para el público, y hacer versos
para la gloria: más menudo todavía el público que el oficio, es todo lo
más si para leerlo á usted le componen cien personas, y con respecto
á la gloria, bueno es no contar con ella, por si ella no contase con
nosotros.


LA CAZA

Los tiempos en que la caza era á un mismo tiempo la ocupación y la
diversión de nuestros reyes y nuestros nobles, quedan ya bien lejos
de nosotros: aquel sinnúmero de empleados destinados á ese ejercicio
que llenaban el palacio han desaparecido, dejando sólo tras sí algún
nombre que otro, alguna denominación, fuera en el día de su lugar. La
invención de la pólvora fué sin duda uno de los primeros golpes, casi
mortales, para la antigua manera de cazar. ¿Á qué mantener y educar
costosamente varios halcones, cuando una menuda bola de plomo puede
hacer en menos tiempo y sin precisa enseñanza el mismo camino? Las
revoluciones, que han dejado apenas á los reyes tiempo para serlo, han
venido después á dar á ese ejercicio el último golpe de cachete; los
sotos se han descuidado; las costumbres extranjeras se han introducido,
y los teatros, los bailes, los cafés, el juego, los clubs y los
periódicos han sustituido enteramente á aquella azarosa distracción.
En otros países no han sido bastantes todas esas causas á destruirla;
en Inglaterra, por ejemplo, magníficos parques, sostenidos y cuidados
con el mismo esmero que todas las cosas inglesas, ofrecen aún abundante
caza á los _gentlemen_, que dedican á sus locas batidas una estación
del año. En Alemania no es menos la afición, y en algunos otros puntos
de Europa, como en el Tirol, se encuentran en punto á caza tiradores de
sorprendente habilidad.
Entre nosotros Carlos IV ha sido el último de nuestros príncipes
cazadores; y los nobles, reflejo siempre en sus costumbres de los
reyes, han dejado morir una diversión en la cual ya no tenían á quien
remedar: en España, pues, se puede decir que hay cazadores, hay
individuos; pero no hay _caza_ propiamente dicha, y sólo en algún
rincón de provincia da todavía esta antigua afición señales de un resto
de agonizante vida.
Una de las provincias á que esto puede aplicarse con más razón es la
Extremadura: destinada la mayor parte á dehesas para pasto, sumamente
despoblada y cubierta de encinas, malezas y jarales, se puede decir que
es casi toda ella un inmenso soto: agréguese á esto que no necesitando
cultivo alguno ni laboreo la mayor parte de su terreno, gran parte
de los hombres del país no tienen más modo de vivir que constituirse
guardas de las dehesas de los señores, ó darse ellos mismos á la caza,
atropellando todos los respetos de la propiedad, que en ninguna otra
provincia está más desconocida, y haciendo la vida de los pueblos
primitivos del hombre de la naturaleza: ni agricultura todavía, ni
industria, ni comercio, ni ciencias, ni artes, ni bellas letras...,
caza para comer y cubrirse: hay poblaciones enteras esencialmente
cazadoras: la existencia y la fisonomía de estos seres son enteramente
originales.
Al dejar Mérida el conde de ***, joven de una ilustración y un talento
poco comunes en su edad, de un patriotismo que ha probado en varias
ocasiones, y de un trato superior á todo elogio, en cuya compañía había
salido de Madrid, me invitó á pasar unos días en una de sus mejores
posesiones, famosa en el país por la abundancia de caza mayor y menor
que encierra. No llevando en mi viaje ni prisa, ni objeto determinado,
siéndome del todo indiferente matar el tiempo en una dehesa, en Badajoz
y fuera de España, y costándome por otra parte algún trabajo separarme
tan pronto de una persona cuya amistad había hecho para mí de un viaje
árido un paseo delicioso, me decidí á admitir un convite que podía
proporcionarme además una ocasión de estudiar la caza y los cazadores.
No tardamos en llegar al desierto que íbamos á habitar por algunos
días: una dehesa inmensa, empotrada en medio de otras inmensas dehesas;
el suelo alfombrado de cuantas flores y yerbas de diversos y vivísimos
matices se pueden imaginar, cubierto de altísimos jarales, salpicado
de robustas encinas y hormigueando por todas partes la caza; jabalíes,
venados, ciervos, gamos, lobos, zorros, liebres, conejos, águilas,
buitres, milanos, grullas, perdices, palomas, búhos, urracas, cucos,
alondras, multitud de otras aves, aves de todas especies y colores,
todo esto junto, revuelto, y casi mezclado, volando, saltando,
corriendo, aullando, bramando, cantando, una figura humana alguna
vez; un sol de justicia dando de día color y calor al cuadro, y una
argentada luna rodeada de lucientes estrellas, dándole de noche sombras
y misterio: figúrese usted todo esto, añádale usted algún rebaño de
ovejas y cabras trepando por la colina, tal cual vaca al parecer sin
dueño, alguna yegua de un pastor seguida de sus potros, alguna mula,
algún otro cuadrúpedo que no nombraré, diversas castas de perros,
mastines, caseros y de caza, un gallinero en la cabaña de los guardas y
un arroyo de cuando en cuando poblado de ruidosas ranas, y tendrá usted
la representación perfecta de la creación.
La vivienda humana, la población más inmediata, está á dos leguas,
Ornachos, célebre en el país por sus naranjas, que pueden realmente
competir, si no en el número, en la calidad con las mejores de
Valencia, de Andalucía y de Portugal. Tanto éste como los demás pueblos
del alrededor son enteramente cazadores, lo cual no puede menos de
resultar en grave perjuicio de la misma caza, que diariamente se
disminuye, y que acabará por desaparecer del todo.
El aspecto de uno de esos hombres que viven de la caza, llamados
vulgarmente _corsarios_, no es menos original que su lenguaje. Un mal
sombrerillo gacho amarillento, curtido del polvo y del sol; una zamarra
de piel; calzón de paño burdo; polaina ó botín de cuero; sajones de
cuero pendientes de la cintura; por calzado un pedazo de piel sin
curtir, sujeto á la pierna con cordeles; una canana al rededor del
cuerpo; un morral de piel; perdigonera y polvorín de cuerno y una
escopeta sencilla, vieja, antiquísima, de cañón largo, de chispa, llena
toda de remiendos y composturas, escopeta sin embargo que ninguno de
ellos cambiaría por otra de dos cañones y pistón del mismo _Delpire_, y
escopeta que jamás les falta. Barba crecida; las pestañas y las cejas
comidas de la intemperie, las manos y la cara como las de las fieras
que persiguen, curtidas, sin pasiones, sin sentimientos, sin expresión:
seres de los montes, sus facciones parecen rayas indeterminadas
semejantes á los de la corteza de los árboles. No pregunte usted á
este hombre si hay rey ó reina en Madrid, si es carlista ó liberal;
sino, si hay caza en el monte. Después de su frugal almuerzo, el
corsario se lanza fuera de su choza alguna vez con reclamo, más
comúnmente con perro, tan fiero y tan campesino como él, y, nuevo
Robinson del monte, le recorre, le devasta, le saquea, y corre á
vender al pueblo inmediato por siete ú ocho cuartos el fruto del sudor
de un día, que él nunca come, sea por hastío, sea por remordimiento.
¿Por remordimiento? Precisamente: no puedo hallar otro origen á la
diferencia que el hombre establece entre matar hombres y animales que
su infinito amor propio: sin embargo, hay animales que valen más que
hombres, y hombres que deberían darse la enhorabuena si no fueran más
que animales.
Pero llega el domingo, día anhelado por los empleados de la ciudad
inmediata. ¿Es una pascua? Mejor: la batida durará tres días: el
sábado por la tarde se ensillan los caballos, se hacen provisiones,
y en marcha. Se convocan los mejores escopetas y corsarios, aquéllos
para darles _ojeos_ en competente número y cubrir todos los _puestos_,
y éstos para dirigirlos y reconocer las _manchas_ ó espesuras donde
se alberga la caza. Aquella noche se pasa al hogar al rededor de una
encina, oyendo al corsario más experimentado: él explica la caza de
la perdiz como la más divertida y honorífica: la de los conejos al
_aguardo_ es pesada, y no se puede hacer sino á la madrugada y á la
caída de la tarde: en tiempo de su cría, la mejor es la _chilla_:
la _mancha_ de la _tristeza_, que cae al oriente, es la mejor para
liebres; en otro _manchón_ hay venado ó _cochino_; pero ése no se
puede cazar sin gran _recoba_, y todavía no se han traído todos los
perros: él arregla los ojeos para el día siguiente, y asainetea en fin
su conversación con el relato útil de mil anécdotas de caza, con la
variedad de los lances de su vida.
Á la mañana con la aurora todo el mundo está alerta: los corsarios y
escopetas de pie y en rueda, hunden en un enorme caldero, después de
haberse santiguado, su cuchara de cuerno sin mango, sacan con ella
una cucharada de migas, la cual hacen pasar á la mano y de ésta á la
boca; repetida esta operación hasta apurar el caldero, todo el mundo
se dirige al sitio donde se va á dar la batalla: momento de confusión:
nadie pide parecer, cada cual da el suyo: uno pide pólvora: otro
perdigones, otro postas por si sale alguna res: en fin, se carga; los
ojeadores, precedidos de un corsario, van á tomar la vuelta de la
_mancha_ ó espesura designada, y á rodearla, en tanto que los escopetas
y cazadores, capitaneados por otro corsario inteligente, van á ocupar
con el mayor silencio los puestos á la parte contraria; allí estatuas
de sí mismos, y árboles entre otros árboles, esperan traidoramente á
las víctimas, que ahuyentadas y encaminadas á ellos por los palos y
las voces de los ojeadores, vienen á ofrecerse al tiro, no teniendo
otra salida que los puestos. Apurada una mancha se pasa á otra, y
así sucesivamente. Á media mañana se comen unas naranjas y se echa
un trago: á las tres ó las cuatro se recoge la gente á la casa, y se
devora con apetito parte de la mortandad de la mañana: con el bocado en
la boca, y con todo el calor del sol, se vuelve á la caza, se cena, se
sueña con la caza, hombres y perros, y al día siguiente se repite la
misma función.
Los escopetas y cazadores ejercitados matan; pero los aficionados
principiantes ó se sobrecogen á la salida del _bicho_ y pierden el
momento favorable, ó se mueven y hacen torcer de su camino los animales
maliciosos, ó tiran por fin demasiado pronto sin calcular el tiempo y
la distancia, el vuelo recto de la perdiz, ó torcido de la paloma; en
una palabra, no logran hacer dar á una liebre la vuelta de _campana_.
Concluida la batida se suman las piezas, se reúnen las tropas, se
cruzan apuestas sobre el número de vencejos que matarán en el pueblo
en el día siguiente: hay quien se atreve á matar con bala, de doce
nueve: se suceden las burlas y los denuestos entre los peritos y los
pobres aficionados se muerden los labios de despecho, y se vuelven á
la ciudad con una insolación ó un tabardillo, la piel tostada, y con
la perspectiva ante los ojos de los sarcasmos y de las chanzas de las
damas que los esperan con impaciencia para vengarse de la soledad en
que las ha dejado una diversión que por lo regular aborrecen como una
rival que les roba sus víctimas y adoradores.
El cazador generalmente es infatigable: á la larga le sucede siempre
alguna avería, ó pierde un ojo ó un dedo, ó se rompe un brazo, y
diariamente por lo regular se hiere y se estropea bregando entre la
maleza: el sol y el aire, el agua y el frío le combaten; los peligros
le cercan; pero todo ello es nada á sus ojos. Haya que matar, y
vamos viviendo. En eso se parece al militar y al médico. Hay cierta
felicidad en su vida envidiable para aquéllos que no comprenden todas
sus delicias. Desnudo de ambición y de otras pasiones mundanas, nada
le impide satisfacer la suya, porque la afición á la caza es como el
amor, que donde está ha de dominar. Es como ciertas enfermedades que
se apoderan hasta de los huesos del enfermo: el cazador es todo caza.
Una puerta cerrada de golpe es un tiro para él: en medio de su frenesí
su podenco mismo entre las matas es un zorro: un compañero que bulle
entre la jara es un ciervo: y el burro del ganadero que corre espantado
de los tiros entre las encinas, recibe más de una vez una posta que se
le dispara, haciéndole los honores de jabalí. La escopeta es el amigo
del cazador, amigo hasta en faltarle alguna vez: su amigo perro es su
querida, su compañera, su mujer. En cuanto á las ventajas apelamos á
todo cazador viudo. La verdad, ¿cuál cuesta menos? ¿cuál vale más?
Se entiende que estas circunstancias sólo corresponden al verdadero
cazador, al cazador de batida, de ninguna manera al cazador de Madrid,
que equipado de los pies á la cabeza de instrumentos de caza, seguido
de dos podencos y dos galgos, sale al amanecer del domingo, por la
puerta de Atocha, con su hermosa escopeta debajo del brazo y su gorra
de visera reluciente, asusta á los gorriones de la pradera del Canal,
y se vuelve molido y sudado al anochecer, después de haber tenido que
comprar algún conejo y una caña de alondras para
Volver, como suele el conde á casa
De Toledo, vencedor.
Este simulacro de cazador le ha descrito ya mejor que pudiera yo
hacerlo mi antecesor _el Curioso Parlante_, y le dejaré por lo tanto
descansar sobre sus comprados laureles.
Después de haber sufrirlo á la intemperie ratos que hubieran sido muy
pesados á no haberlos aligerado la compañía del conde, y de habernos
ocupado seriamente unos cuantos días en matar aquellos animales, que
ni nos hacían daño, ni nos estorbaban ni podían oponernos resistencia
(si bien á mí me podía tocar muy poca parte de culpabilidad y de
remordimiento), me despedí de mi amigo, proponiéndome no volver á
probar mis fuerzas en un ejercicio para el cual sin duda no debo de
haber nacido, y que reclamará, como todas las habilidades del mundo, su
poco de vocación, que yo no tengo, y su mucho de perseverancia, de que
yo no me siento capaz.


IMPRESIONES DE UN VIAJE
ÚLTIMA OJEADA SOBRE EXTREMADURA--DESPEDIDA Á LA PATRIA

Por fin, debía dejar la España, pero bien como el que se separa de una
querida á quien ha debido por mucho tiempo su felicidad, no podía menos
de volver frecuentemente la cabeza para dar una última ojeada á esta
patria donde había empezado á vivir, porque en ella había empezado á
sentir.
Uno de los puntos que antes de mi partida se ofrecieron á mi vista
fué Alange, pueblecillo situado á la falda de una colina, y en una
posición sumamente pintoresca: esta villa, que dista pocas leguas de
Mérida, posee una antigüedad sumamente curiosa: un baño romano de
forma circular y enteramente subterráneo, cuya agua nace allí mismo,
y se mantiene en el propio estado en que debía de estar en tiempo de
los procónsules; recibe su luz de arriba, y los habitantes, no menos
instruidos en arqueología que los Meridenses, le llaman también el
_baño de los Moros_. (Véase nuestro artículo sobre antigüedades de
Mérida.)
La colocación de este baño hace presumir que los Romanos debieron de
conocer las virtudes de las aguas termales de Alange. En el día son
todavía muy recomendadas, y hace pocos años se ha construido en el
centro de un vergel espesísimo de naranjos á la entrada de la población
una casa de baños, donde los enfermos, ó las personas que se bañan por
gusto, pueden permanecer alojados y asistidos decentemente durante
la temporada. El agua sale caliente, pero no se nota en su sabor, ni
en su olor, ninguna diferencia esencial del agua común. Los naturales
me refirieron una de sus primeras virtudes populares. Los arroyos y
pequeñas charcas que se forman en el país de las aguas llovedizas,
crían infinitas sanguijuelas, las cuales se introducen muchas veces en
la boca de las caballerías y las desangran: en tales casos parece que
con sólo llevar el animal, acometido mal su grado del régimen brusista,
al manantial termal y hacerle beber del agua, los bichos sanguinarios
sueltan la presa y dejan libre al paciente. En una nación donde hay
tanta sanguijuela, que como la de Horacio no se separa de su empleo,
_nisi plena cruoris_, no parece inútil la publicación de este sencillo
modo de hacerles soltar la presa. Sólo es de temer que no haya en todo
Alange agua bastante para empezar.
Este pueblo, de fundación árabe, posee además en lo alto de un cerro
eminente los restos de un castillo moro, y á sus pies corre el
Matuchel, riachuelo ó torrente notable por la abundancia de adelfas que
coronan sus márgenes.
Considerada la Extremadura históricamente ofrece al viajero multitud de
recuerdos importantes y patrióticos, y hace un papel muy principal en
nuestras conquistas del nuevo mundo; de ella salieron la mayor parte
de nuestros héroes conquistadores. Hernán Cortés reconoce por patria á
Medellín y Pizarro á Trujillo. Este último pueblo conserva un carácter
severo de antigüedad que llama la atención del viajero; los restos de
sus murallas, y multitud de edificios particulares repartidos por toda
la población, tienen un sello venerable de vejez para el artista que
sabe leer la historia de los pueblos y descifrar en sus monumentos el
carácter de cada época.
Pero considerada la Extremadura como país moderno en sus adelantos y en
sus costumbres, es acaso la provincia más atrasada de España, y de las
que más interés ofrecen al pasajero.
Si se exceptúa la Vera de Plasencia y algún otro punto, como
Villafranca, en que se cultiva bastante la viña y el olivo, la
agricultura es casi nula en Extremadura. La riqueza agrícola de la
provincia consiste en sus inmensos yermos, en sus praderas y encinares,
destinados á pastos de toda clase de ganados. Antes de la guerra de la
independencia y del decaimiento de la cabaña española, las dehesas eran
un manantial de riqueza para el país, y sobre esa base se han acumulado
fortunas colosales. Aún en el día, produciendo más la tierra de las
dehesas que la puesta á labor, fácilmente se concibe que la provincia
debe de ser sumamente despoblada; y reasumida la poca riqueza en unos
cuantos señores ó capitalistas, resulta una desigualdad inmensa en
la división de la propiedad. El sistema de las dehesas es sumamente
favorable además á la caza, de suerte que el pobre no halla más recurso
que ser guarda de una posesión, cuando tiene favor para ello, ó darse á
aquel ejercicio. Así es que hay pueblos enteros que se mantienen como
las sociedades primitivas, y que están á dos dedos del estado de la
naturaleza: ejercen su profesión así en los terrenos de los _propios_
como en los de pertenencia particular: en ninguna provincia puede estar
más desconocido el derecho de propiedad.
El hombre del pueblo de Extremadura es indolente, perezoso, hijo de
su clima, y en extremo sobrio. Pero franco y veraz, á la par que
obsequioso y desinteresado. Se ocupa poco de intereses políticos, y
encerrado en su vida oscura, no se presta á las turbulencias. Animada
en el día la provincia del mejor espíritu por la buena causa, si no
hará gran peso en la balanza liberal, tampoco ofrecerá un foco ni un
asilo á los traidores.
La industria no existe más adelantada que la agricultura: alguna
fábrica de cordelería, de cinta, de paño burdo, de bayeta, de sombreros
y de curtidos (sobre todo en Zafra) para el consumo del país, son
las únicas excepciones á la regla general: por lo demás tampoco sus
habitantes echan mucho de menos sus productos; las casas, míseramente
alhajadas, no admiten superfluidad ninguna: si se exceptúan las pocas
habitaciones de algunas personas de dinero y gusto, que en los pueblos
principales hacen venir de fuera á gran costa cuanto necesitan, se
puede asegurar que la vivienda de un extremeño es una verdadera posada,
donde el cristiano no puede menos de tener presente que hace en esta
vida una simple peregrinación, y no una estancia.
Una vez conocido el estado de la agricultura y de la industria, fácil
es deducir de cuán poca importancia será el comercio. Encerrada entre
Castilla la Nueva, Portugal y Andalucía, sin ríos navegables, sin
canales, sin más caminos que los indispensables para no ser una isla en
medio de España, sin carruajes, ni medios de conducción, ¿quién podría
traer á una provincia despoblada, y acostumbrada á carecer de todo, sus
productos, en cambio de los cuales sólo puede ofrecer á la exportación
alguna lana (porque es sabido que los más de los ganados que gozan
sus pastos no son extremeños), algún aceite que envía al Alentejo,
algún cáñamo, miel, cera, piaras de cerdos y embuchados hechos de
este precioso animal? El comercio de importación es casi nulo; y la
exportación se podría reducir á la que se hace de ganados en la feria
famosa de Trujillo, y á la que practican sus célebres choriceros en los
mercados de Madrid. En el mismo Badajoz está muy expuesto el viajero
á no encontrar nada de lo que necesite; si desgraciadamente no lleva
consigo cuanto puede hacerle falta, ni encontrará un sombrero de buena
calidad, ni calzado bien hecho, ni un sastre regular, ni unos guantes,
en fin, cosidos en la capital. Algunas producciones excelentes de
su suelo, como son las frutas, entre las cuales se distinguen las
naranjas, el melón y la sandía, sólo pueden servir al consumo del país.
La carrera de Madrid á Badajoz, principal camino de Extremadura, es una
de las más descuidadas é inseguras de España. En primer lugar no hay
carruajes; una endeble empresa sostiene la comunicación por medio de
galeras mensajerías aceleradas, que andan sesenta leguas en cinco días;
es decir, que para llegar más pronto el mejor medio es apearse. Por
otra parte son tales, que galeras por galeras, se les pudieran preferir
las de los forzados; sólo de quince en quince días sale una especie de
_coche-góndola_ con honores de diligencia. Servida además esta empresa
por criados medianamente selváticos é insolentes, no ofrece al pasajero
los mayores atractivos; añádase á esto que por economía, ó por otras
causas difíciles de penetrar, durante todo el viaje paran sus carruajes
en la posada peor de todo pueblo donde hay más de una.
En segundo lugar esas posadas, fieles á nuestras antiguas tradiciones,
son por el estilo de la que nos pinta Moratín en una de sus comedias;
todas las de la carrera rivalizan en miseria y desagrado, excepto la de
Navalcarnero, que es peor y campea sola sin émulos ni rivales por su
rara originalidad y su desmantelamiento; entiéndase que hablo sólo de
la que pertenece á la empresa de las mensajerías; habrá otras mejores
tal vez; no es difícil.
En tercer lugar suele haber ladrones, y entre otras curiosidades que se
van viendo por el camino (como por ejemplo el árbol en que fué ahorcado
por su misma tropa el general San Juan en una época de exaltación),
mal pudiera olvidar los dos amenos sitios que se descubren antes de
llegar á Mérida, comúnmente llamados los _confesonarios_; el _grande_
y el _chico_; nombre verdaderamente original; él solo es la mejor
pincelada con que el escritor de costumbres puede pintar á un pueblo;
nombre lleno de poesía y de misterio: nombre que vale él solo más que
una novela; nombre impregnado de un orientalismo singular, y á la vez
terrible, sublime é irónico, dado por un pueblo religioso á un asilo de
bandidos. Los confesonarios son dos hondonadas inmediatas, dos pequeños
valles dominados por todas partes y protegidos de la espesura, donde
los frígidos _confiesan_ á los pasajeros, donde los _pecados_ son el
dinero y la vida, y donde un _puñal_ hace á la vez de absolución y de
penitencia. Niéguese á nuestro pueblo la imaginación. Otros países
producen poetas. En España el pueblo es poeta.
Sobre la orilla izquierda del Guadiana, al oeste y á una legua de la
frontera de Portugal, se encuentra á Badajoz, antigua capital de la
Extremadura, y residencia de sus reyezuelos moros. Esta plaza fuerte,
cuyas fortificaciones ofrecen una rara mezcla de diversos sistemas
de fortificación, ofrece al forastero en su mayor eminencia restos
venerables de sus dominadores árabes: murallas, calles, casas, y hasta
torres enteras, revelan otros tiempos y otras costumbres al viajero. Á
la parte del río se ve el palacio llamado de Godoy.
Por lo demás Badajoz nada ofrece de curioso: ni una iglesia digna
de ser vista, ni un cuadro en ellas de mediano pincel, ni una mala
biblioteca, ni un colegio, ni un teatro, ni un paseo. No se puede
llamar paseo á los árboles nacientes del campo de San Francisco,
debidos al zelo del general Anleo, ni al campo de San Juan, pequeña
plazuela en medio de la ciudad adornada de algunos árboles y bancos:
ni teatro una especie de sala donde algunos aficionados, ó tal
cual compañía ambulante, dan de cuando en cuando sus originales
representaciones. La alameda de _Palmas_ está abandonada por mal sana
desde el cólera. El billar, el ejercicio de los urbanos en el campo de
San Roque, la retreta y dos ó tres cafés, son las distracciones de la
población. Hay una fonda llamada, si mal no me acuerdo, de _las cuatro
naciones. Menos naciones y mejor servicio_, puede uno decir al salir de
ella.
La amabilidad sin embargo y el trato fino de las personas y familias
principales de Badajoz compensan con usura las desventajas del pueblo,
y si bien carece de atractivos para detener mucho tiempo en su seno al
viajero, al mismo tiempo le es difícil á éste separarse de él sin un
profundo sentimiento de gratitud por poco que haya conocido personas de
Badajoz, y que haya tenido ocasión de recibir sus obsequios y de ser
objeto de sus atenciones.
La costumbre que en todos los pueblos se conserva de blanquear casi
diariamente las fachadas de las casas, les da un aspecto de novedad
y de limpieza singulares: no hay edificio que parezca viejo; en una
palabra, en Extremadura la casa es ser animado que se lava la cara
todos los días.
Para pasar á Portugal se sale de Badajoz por la puerta de Palmas, y se
pasa el Guadiana sobre un magnífico puente. No llamándome la atención
nada en Extremadura, me decidí por fin á partir.
Era el 27 de mayo: el sol empezaba á dorar la campiña y las altas
fortificaciones de Badajoz: al salir saludé el pabellón español, que en
celebridad del día ondeaba en la torre de Palmas. Media hora después
volví la cabeza: el pabellón ondeaba todavía: el Caya, arroyo que
divide la España del Portugal, corría mansamente á mis pies: tendí por
la última vez la vista sobre la Extremadura española: mil recuerdos
personales me asaltaron: una sonrisa de indignación y de desprecio
quiso desplegar mis labios, pero sentí oprimirse mi corazón, y una
lágrima se asomó á mis ojos.
Un minuto después la patria quedaba atrás, y arrebatado con la
velocidad del viento, como si hubiera temido que un resto de
antiguo afecto mal pagado le detuviera, ó le hiciera vacilar en su
determinación, expatriado corría los campos de Portugal. Entonces el
escritor de costumbres no observaba: el hombre era sólo el que sentía.


CUASI
PESADILLA POLÍTICA

Hay hombres que dan su nombre á su siglo, hombres privilegiados que,
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