Obras completas de Fígaro, Tomo 2 - 08

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usted aquí, señor Fígaro, á Eduardo Priestley, humilde servidor de
usted, cuyo destino debía haber sido sin duda ser inglés, protestante
y rico, español, católico y pobre, sin que pudiese encontrar más causa
de este trastrueque que las circunstancias. Ya usted ve que la tomaron
conmigo desde pequeñito. Mi madre era mujer de rara penetración y
de ilustradas ideas. Crióme lo mejor que supo, y en darme toda la
educación que se podía dar entonces en España, consumió el poco caudal
que la dejara mi padre. Lleno yo de entusiasmo por la magistratura,
y aborreciendo la carrera militar á que querían destinarme, estudié
leyes en la universidad; pero puedo asegurar á usted que á pesar de eso
hubiera salido buen abogado, pues era raro mi talento, sobre todo para
ese estudio. Probablemente, señor Fígaro, después de haber sido gran
abogado, hubiera vestido una toga, hubiera calentado acaso una silla
ministerial, y el consejo de Castilla me hubiera recogido al fin de mis
días en su seno, donde hubiera muerto descansadamente, dejando fama
imperecedera. Las circunstancias sin embargo me lo impidieron. Había un
Napoleón en el mundo, y fué preciso que éste quisiera ser emperador, y
emplear á sus hermanos en los mejores tronos de Europa, para que yo no
fuese ni buen abogado ni mal ministro.
»Yo tenía sentimientos generosos; mis compañeros tomaron las armas
y dejaron el estudiar nuestras leyes para defenderlas, que urgía
más. ¿Qué remedio? Dejé como fray Gerundio los estudios y me metí á
predicador; es decir, me hice militar en obsequio de la patria. En la
campaña perdí mi carrera, la paciencia y un ojo; y las circunstancias
me dejaron tuerto y capitán: sabe el cielo que para ninguna de estas
dos cosas servía. Yo, señor Fígaro, era impetuoso y naturalmente
inconstante; menos servía, pues, para casado, ni nunca pensara en
serlo; pero de resultas del bombardeo de Cádiz murió mi madre, que
gozando por sus relaciones de familia de algún favor hubiera adelantado
mi carrera. Otro favor que me hicieron las circunstancias. Víme solo en
el mundo, y en ocasión en que una linda Aragonesa, hija de un diputado
á cortes de Cádiz, recogiéndome y ocultándome en su casa, cubierto de
heridas, me salvó la vida por una rara combinación de circunstancias;
caséme de honrado y agradecido, que no de enamorado, es decir, que
me casaron las circunstancias. En mi segunda carrera debiera haber
llegado á general según mis servicios, que á otros fajaron haciéndolos
muy flacos á la patria; pero era yerno de un diputado: quitáronme las
charreteras, envolviéronme en la común desgracia, y las circunstancias
me llevaron á Ceuta, adonde bien sabe Dios que yo no quería ir; allí
hice la vida de presidario y de mal casado, que cualquiera de estos dos
dogales por sí solo bastara para acabar con un hombre. Ya ve usted que
yo no tenía la culpa. ¿Quién diablos me casó? ¿Quién me hizo militar?
¿Quién me dió opiniones? En presidio no se hace carrera, pero se hace
mucho rencor. Sin embargo, salimos de presidio, y como yo era hombre
de bien contúveme; pretendí, pero como no anduve por los cafés, ni
peroré, medios que exigían entonces las circunstancias para prosperar,
no sólo no me emplearon, sino que me cantaron el _trágala_. Irritéme:
el cielo es testigo que yo no había nacido para periodista; pero las
circunstancias me pusieron la pluma en la mano: hice artículos contra
aquel gobierno; y como entonces era uno libre para pensar como el que
estaba encima, recogí varias estocadas de unos cuantos aficionados,
que se andaban haciendo motines por las calles. Ésta fué la corona
de laurel que dieron las circunstancias á mi carrera literaria.
Escapéme, y fuí á reunirme con los de la fe; dijéronme allí que las
circunstancias no permitían admitir en las filas á un hombre que había
sido marido de la hija de un diputado de las cortes de Cádiz, y no me
ahorcaron por mucho favor.
»No pudiendo vivir como realista, fuíme á Francia, donde en calidad de
liberal me colocaron en un depósito, con seis cuartos al día. Vino por
fin la amnistía, señor Fígaro. ¡Eh! Gracias á una reina clemente, ya
no hay colores, ya no hay partidos. Ahora me emplearán, digo yo para
mí; tengo talento, mis luces son conocidas, soy útil... Pero, ¡ay!,
señor Fígaro, ya no tengo madre, ya no tengo mujer, ya no tengo dinero,
ya no tengo amigos; las circunstancias de mi vida me han impedido
adquirir relaciones. Si llegara á hacerme visible para el poder,
acaso lograría: sus intenciones son las mejores del mundo; mas ¿cómo
abrirme paso por entre la nube de porteros y ujieres que parapetan y
defienden la llegada á los destinos? Las solicitudes que se presentan
solas son papeles mojados. ¡Hay tantos que piden por pedir! ¡Hay
tantos que niegan por negar!--Cien memoriales he dado, otras tantas
espaldas he visto.--Deje usted; veremos si estas circunstancias se
fijan, me dicen los unos.--Espere usted, me responden los otros: hay
tantos pretendientes en estas circunstancias.--Pero, señor, replico
yo, también es preciso vivir en estas circunstancias. ¿Y no hay
circunstancias para los que logran?
»Ésta es, señor Fígaro, mi posición: ó yo no entiendo las
circunstancias, ó soy el hombre más desdichado del mundo. El hijo del
Inglés, el que debía haber sido rico, magistrado, literato, general,
hombre ajeno de opiniones, acabará probablemente sus tres carreras
distintas en un solo hospital verdadero, merced á las circunstancias;
al mismo tiempo que otros que no nacieron para nada, y que han tenido
realmente todas las opiniones posibles, anduvieron, andan y andarán
siempre levantados en zancos por esas mismas circunstancias.--De usted,
señor Fígaro.--_Eduardo de Priestley, ó el hombre de circunstancias._»
No puedo menos de contestar al señor de Priestley que el daño suyo
estuvo, si hemos de hablar vulgarmente, en nacer desgraciado, mal que
no tiene remedio: si hemos de raciocinar, en traer siempre trocadas
las circunstancias, en no saber que mientras haya hombres la verdadera
circunstancia es intrigar; estar bien emparentado; lucir más de lo
que se tiene; mentir más de lo que sabe; calumniar al que no puede
responder; abusar de la buena fe; escribir en favor, y no en contra
del que manda; tener una opinión muy marcada, aunque por dentro se
desprecien todas, procurando que esa opinión que se tenga sea siempre
la que haya de vencer, y vociferarla en tiempo y lugar oportunos;
conocer á los hombres; mirarlos de puertas adentro como instrumentos, y
tratarlos como amigos; cultivar la amistad de las bellas, como terreno
productivo; rasarse á tiempo, y no por honradez, gratitud ni otras
ilusiones; no enamorarse sino de dientes afuera, y eso de las cosas que
puedan servir...
Pero, santo Dios, gritará un rígido moralista, ¡qué cuadro!
¡¡¡Maquiavélicos principios!!!--Fígaro no dice que sean buenos, señor
moralista; pero tampoco Fígaro hizo el mundo como es, ni lo ha de
enmendar, ni á variar el corazón humano alcanzarán todas las sentencias
posibles. Las circunstancias hacen á los hombres hábiles lo que ellos
quieren ser, y pueden con los hombres débiles; los hombres fuertes
las hacen á su placer, ó tomándolas como vienen sábenlas convertir en
su provecho. ¿Qué son por consiguiente las circunstancias? Lo mismo
que la fortuna: palabras vacías de sentido con que trata el hombre de
descargar en seres ideales la responsabilidad de sus desatinos; las más
veces, nada. Casi siempre el talento es todo.


REPRESENTACIÓN
DE LA COMEDIA ORIGINAL EN TRES ACTOS Y EN VERSO TITULADA
UN TERCERO EN DISCORDIA
DE
DON MANUEL BRETÓN DE LOS HERREROS

Una comedia nueva del aplaudido autor de _Á Madrid me vuelvo_ y de la
_Marcela_ no podía menos de llamar la pública expectación, y aun de
prevenirla favorablemente.
En esta composición dramática como en la _Marcela_, se ha propuesto el
poeta, no censurar un defecto ridículo determinado, no ridiculizar un
vicio feo ó una pasión denigrante, no un objeto moral circunscrito y
de general aplicación. Un cuadro bien presentado, en que se reúnen á
formar el conjunto varios caracteres sacados de la sociedad, hábilmente
colocados en contraste, parece haber sido la idea del autor.
En la _Marcela_ es una mujer amable, cuya peligrosa amabilidad da
esperanzas á tres amantes igualmente indignos de su alto cariño. En
_Un tercero en discordia_ es una joven perseguida también por tres
amadores; los caracteres nuevos que presenta esta composición dramática
son los de los dos amantes más importunos de Luciana. El uno es un
joven en demasía desconfiado del cariño y fidelidad de su amada; en una
palabra, un hombre zeloso: el segundo es un necio por el contrario
harto confiado en el amor de una mujer que no le ha dicho siquiera
que le ama, pero de cuyo cariño cree poder estar seguro; en una
palabra, un presuntuoso. _Un tercero en discordia_ que ni es zeloso,
ni presuntuoso, sino un tipo de la perfección social, un amante que
ama sin prisa, sin mal humor nunca, que jamás confía en que es amado,
que nunca exige nada, impasible, eterno, imagen del no movimiento y de
la no acción, es el justo medio presentado en este carrusel amatorio.
Á los ojos de una mujer sentimental, exaltada, romántica, de pasiones
vivas, pudiera no parecer don Rodrigo el más perfecto ni el más amante;
pero á los ojos de una muchacha bastante fría, como el autor nos la
pinta, bien educada, y de suyo sosegada, no hay duda que don Rodrigo
debe ser el amante preferido, el esposo. El padre de la niña es un buen
hombre, que tiene más de tonto que de otra cosa, de estos que hablan
con las manos, que escriben la conversación, conforme la van haciendo,
en el pecho de su interlocutor, que le desabotonan el chaleco, y le
quitan el lazo de la corbata, etc. Una ama de gobierno vieja, de éstas
que hacen oficio de todo en las casas, regañona y entrometida en los
intereses de la familia, es el quinto y último personaje de la comedia.
De esta construcción del plan se infiere que el contraste que
presentan el zeloso y el confiado ha de dar lugar á escenas cómicas:
así es; rasgos hay felicísimos que revelan el poeta dramático. El
confiado, traduciendo todos los desaires y desprecios por disimulo
ó enojo amoroso, es sumamente cómico y lindamente imaginado: el
zeloso, por el contrario, tratando de luchar inútilmente á cada paso
con su indómita pasión y exaltándose á la vista sola de un papel
cualquiera, después de haber jurado la enmienda, excita la risa de
la buena comedia. Aquí notaremos la habilidad del poeta. El confiado
no necesitaba ser correspondido; de esta manera era más ridículo,
y así lo ha hecho el autor; el zeloso, por el contrario, no podía
desarrollar su carácter sin haber recibido pruebas muy grandes de
amor: así que, el autor ha hecho que Luciana le correspondiese en un
principio. Verdad es que de aquí nace un gravísimo inconveniente: á
saber, que la misma Luciana que tutea al zeloso en el primer acto y le
corresponde indudablemente, se halla ya en el tercero, es decir, en
horas, tan convencida y fastidiada de la importunidad de su amante,
que se echa, sin verter una lágrima siquiera, en brazos del justo
medio don Rodrigo. Diríamos que éste pudiera ser el inconveniente de
la rigorosa unidad de tiempo, y diríamos que una mujer que se dice
enamorada de un hombre no lo deja por zeloso (porque éste es acaso el
carácter que menos choca á la pasión), sino después por lo menos de
haber sufrido mucho y de haber llorado más; diríamos que generalmente
se observa que los amores más duraderos son aquéllos en que uno de los
dos amantes es extraordinariamente zeloso, y añadiríamos que no es el
destino de los amores arrebatados el acabarse pronto, sino el acabarse
mal. Pero el talento del autor ha previsto todas estas objeciones, y
nos ha presentado desde luego una de esas muchachas que no sienten ni
padecen: que entran en el mundo con un temperamento indiferente, y por
consiguiente que se guían en su elección por su propia conveniencia, y
nunca á ciegas: de ésas que encuentra usted donde quiera, que empiezan
á corresponder á un amante por hacer algo, por el gusto de tener
amante, por cualquier cosa, y que al volver de una esquina le dejan
plantado con todo su amor, y toman otro: mujeres, en fin, muy buenas,
muy perfectas, muy impasibles. En este género, Luciana y Marcela son
admirables, son dos modelos.
¿Nos permitirá el autor que no convengamos con él en una cosa? El
calor, sin duda, de su imaginación poética le lleva á formarse á
veces una sociedad ideal, donde sólo considera virtudes y vicios,
perfecciones y defectos personificados, y situaciones posibles de
efecto; esto le aparta de la pintura verdadera de la sociedad en que
vivimos: queremos decir, que tanto en la _Marcela_ como en ésta, los
desenlaces no nos parecen naturales. Al fin, en _Marcela_, no hay otro
inconveniente contra los usos sociales que el declarar en público á
sus amantes lo que sólo puede uno oir en particular; porque si una
mujer tiene derecho á no corresponder á un hombre, no le tiene para
ponerle en ridículo sólo porque la ama. En _Un tercero en discordia_
es menos verosímil, porque al fin, si una mujer es tan imprudente que
despide en público á sus amantes, ¿qué pueden hacer éstos con una
señora sino respetarla? Pero Luciana encarga á su elegido, lo cual es
poco delicado, que desengañe á los otros: don Rodrigo lo admite, aunque
obligado, y los dos sufren. Esta última parte es la imposible, y en
corazones bien puestos sólo de una manera puede desenlazarse. Por otra
parte, el señor Bretón insiste en colocar siempre á las mujeres en una
posición en que no están en el día en nuestra sociedad: no son ya las
reinas del torneo, como en los siglos medios: nadie se sujeta á esos
jurados, á esas competencias: más; el hombre desama á la mujer, como la
mujer al hombre, y en esto felizmente somos iguales. Todo hombre bien
educado es deferente con las señoras; pero las señoras no están por eso
exentas de guardar consideraciones al sexo fuerte: la sociabilidad es
recíproca. Mucho sentiríamos que no fuese el autor de nuestra opinión.
Acabaremos este rápido juicio con una observación. En nada brilla más
el singular talento poético del señor Bretón, que en la sencillez de
sus planes; en todas sus comedias se conoce que hace estudio y gala
de forjar un plan sumamente sencillo; poca ó ninguna acción, poco ó
ningún artificio. Esto es sólo concedido al talento, y al talento
superior. Una comedia llena de incidentes que cualquiera inventa, es
fácil de hacerla pasar á un público á quien siempre cautivan el interés
y la curiosidad.
El señor Bretón desprecia estos triviales recursos, y sostiene y lleva
á puerto feliz entre la continua risa del auditorio, y de aplauso en
aplauso, una comedia apoyada principalmente en la pintura de algunos
caracteres cómicos, en la viveza y chiste del diálogo, en la pureza,
fluidez y armonía de su fácil versificación. En estas dotes no tiene
rival, si bien puede tenerlos en cuanto á intención, profundidad ó
filosofía.
Alguna palabra exótica tildaríamos en _Un tercero en discordia_; pero
¿qué son esos pequeñísimos lunares en una comedia que ha sido muy
reída, y que han coronado los aplausos del auditorio? Damos el parabién
al señor Bretón por este nuevo lauro adquirido, y nos le damos á
nosotros mismos.
En los actores se ha notado un zelo extraordinario; demasiado zelo, si
éste puede ser demasiado alguna vez. El artificio del actor consiste en
ocultar su zelo y su esfuerzo, y dominar su habilidad hasta reducirla
al punto de la verdad imitada. En el mundo no se observa nunca que
cada uno quiera hablar, andar, reir y manotear para arrancar aplausos
á los que van por la otra acera; todo esto se hace naturalmente, y el
no haberlo hecho así es el defecto general que en toda la comedia hemos
notado. ¿Podríamos decirle al actor encargado del papel del padre, sin
que se ofendiese, que cuando uno de esos hombres significativos en su
acción desabrocha á otro y le escribe en la ropa, lo hace por un efecto
de distracción, y por consiguiente lo hace como quien no hace nada,
no se ríe de su misma manía, no escribe en lo interior de la camisa,
metiéndole todo el brazo en el cuerpo, sino sólo en la solapa; no mira
las prendas que aja, sino á los ojos de su interlocutor, porque si
las mirara, las vería, le chocarían á él mismo y se avergonzaría? ¿Á
su interlocutor don Rodrigo le podríamos decir que cuando un fracaso
de ésos sucede, no se hacen extremos, sino que sólo en la cara se da
á entender, lo menos que se puede, la mortificación? ¿Llevará á mal
que le advirtamos que en la sociedad nunca se vuelve uno al público á
decirle lo que piensa, porque en la sociedad no hay público; y que en
la comedia, que es un remedo de las costumbres, no se debe declamar
como en un melodrama lleno de exclamaciones y asombros, sino hablar
naturalmente?
Al zeloso le diríamos que el deseo de marcar su papel le ha hecho
confundir alguna vez los arrebatos de un amante desconfiado con el
furor de un marido zeloso: un amante, sobre todo en los principios,
aunque tenga muchos zelos, modera algo más que un marido su genio,
porque puede perder la posesión que no ha logrado aún, y que éste tiene
ya asegurada. No se produce con dominio, sino con reconcentración;
reconviene, vilipendia, injuria, si es preciso, pero nunca habla con
los puños cerrados: las transiciones sobre todo del furor al cariño
son más marcadas. Nada más tierno y sumiso que un amante zeloso en sus
lúcidos intervalos.
Hemos dicho ya que los actores no deben acordarse de que existe
público: por tanto nos ha chocado extraordinariamente que la actriz ama
de gobierno haya hecho cortesías al público al recibir aplausos. Buena
es la política, pero á su tiempo.
Hemos notado en general que gritan demasiado algunos actores, sobre
todo cuando creen que lo que dicen debe llamar la atención. En otra
ocasión hemos dicho ya que el querer dar valor á las frases suele
quitárselo: en realidad es suponer que el público es sordo ó muy torpe;
ambas cosas son desagradables. Dolorosísimo nos es haber de encontrar
defectos; todo lo más que podemos hacer es escribir nuestra crítica
con decoro, y apoyándola siempre en razones; pero si la obligación
del actor es representar bien, la del crítico es juzgar bien é
imparcialmente. En compensación diremos con placer que hemos visto á
la par aciertos, y que, segregados los defectillos que hemos notado,
esta comedia se ha representado mejor que otras; el barba sobre todo ha
dado el color verdadero á su carácter, si se le perdona la exageración;
y los lunares de los demás actores no merecen que alarguemos este
artículo con nuevas observaciones.


REPRESENTACIÓN DE
LA MOJIGATA
COMEDIA
DE DON LEANDRO FERNÁNDEZ DE MORATÍN

Nada más temible en las conmociones políticas que las reacciones:
ellas hacen desandar á los partidos por lo común mucho más camino del
que durante su progresivo movimiento anterior lograron avanzar. La
literatura no es la que menos se ha resentido en nuestro país y en
varias épocas recientes de esta lastimosa verdad. Un nombre solo de un
hombre, envuelto en la ruina de su partido, suele bastar á proscribir
una obra inocente; al paso que la suspicacia del vencedor, rezelándose
de su misma sombra, suele hallar en las frases más indiferentes
alusiones peligrosas capaces de comprometer su seguridad. He aquí la
razón por que se ha escrito con más libertad é independencia en épocas
ciertamente mucho más atrasadas que las que nosotros hemos alcanzado.
La mayor parte de las obras de nuestros autores que han corrido y
corren en manos de todos constantemente, no hubieran visto jamás
la luz pública si hubieran debido sujetarse por primera vez á la
censura parcial y opresora con que un partido caviloso y débil ha
tenido en nuestros tiempos cerradas las puertas del saber. Y decimos
débil, porque sabido es que tanto más tiránico es un partido, cuanto
menos fuerza moral, cuantos menos recursos físicos tiene de que
disponer. Desprovisto de fuerzas propias, va á buscarlas en las ajenas
conciencias, y teme la palabra. Sólo un gobierno fuerte y apoyado en la
pública opinión puede arrostrar la verdad, y aun buscarla: inseparable
compañero de ella, no teme la expresión de las ideas, porque indaga
las mejores y las más sanas para cimentar sobre ellas su poder
indestructible.
El teatro es acaso el ramo que más se ha resentido de estas funestas
verdades: por ellas hemos visto interceptadas malamente comedias
que respiran la más pura moral, entre ellas _la Mojigata_. Al verla
representar de nuevo en el día, no sabemos si sea más de alabar la
ilustrada providencia de un gobierno reparador que la ofrece de nuevo
á la pública expectación, que de admirar la crasa ignorancia que la
envolvió por tantos años en la ruina de una causa momentáneamente
caída. ¿Tan hipócrita es el partido que tiene por enseña el fanatismo,
que se creyó atacado en _la Mojigata_? ¡Tanto le ofende la fiel
representación de los extravíos humanos!, ¡tan ligada se halla con
ellos su existencia!
_La Mojigata_ era conocida y sabida ya de memoria de todo el mundo:
por lo tanto, si bien es indudable que tiene mérito suficiente para
llamar al teatro numerosa concurrencia, eslo también para nosotros que
ha debido á su larga prohibición la mayor parte de la importancia que
en esta ocasión se le ha dado: esto es tanto más cierto, cuanto que
estamos acostumbrados á ver sin entrada otras composiciones del mismo
Moratín escapadas de la común prohibición. Para hablar literalmente de
_la Mojigata_, necesitaríamos estar más seguros de nuestras propias
fuerzas: seríanos indispensable además dedicar á su examen un artículo
más extenso de lo que las actuales circunstancias nos permiten; porque
en el caso de que nos atreviésemos, como pudiéramos atrevernos tal
vez á hallar en ella lunares, de que no hay obra humana exenta, ¿qué
de razones no necesitaríamos acumular para contrarrestar la opinión
pública tan exclusiva cuando llega á cobijar bajo su protección un
nombre, una vez proclamado célebre? El mérito de Moratín, por otra
parte, es tan generalmente reconocido, que creemos inútil insistir en
esta ocasión en la ampliación de sus bellezas; y con respecto á sus
defectos, sólo diremos que la diferencia que existe entre los hombres
de gran talento y la medianía, es que de aquéllos se puede decir que
suelen alguna vez incurrir en faltas, y de ésta por el contrario,
que suelen alguna vez tener bellezas. Esto es todo lo que nos parece
que se puede decir con respecto á Moratín en parangón con los que
después de él han escrito comedias del mismo género en nuestro país.
Agréguese á esto una consideración: en todos los países el primero que
se ha elevado, el primer reformador ha llevado y ha debido llevar
la mejor parte de reputación, porque es preciso proceder siempre por
comparación; apenas hay en el mundo otra manera de raciocinar.
Por lo que hace á comparar á Moratín con Molière, como han pretendido
algunos hacerlo, bueno y justo es que se diga que Moratín es el Molière
español: esto sin embargo, creemos, según nuestras cortas luces, que
_la Mojigata_ no podrá sostener nunca la comparación al lado del
_Hipócrita_ de Molière, que es la comedia de éste con quien tiene más
relación; si exceptuamos el desenlace, que es infinitamente superior en
_la Mojigata_, porque pocas veces anduvo feliz Molière en desenlaces.
El mérito principal de Moratín parécenos estribar más en la pintura
local de las costumbres de su época, y en el manejo de los modismos
de la lengua, que en la pintura del corazón humano; sin que por esto
queramos decir que fuese ignorante de él Moratín: la gracia de Molière
es más candorosamente cómica, y se trasluce menos al poeta; presenta
las situaciones solas, y esto basta en él para hacer reir. Moratín
ayuda á la situación con una sátira más decidida: no se contenta con
exponer el cuadro ridículo sencillamente á la vista del espectador:
echa además en la balanza para inclinarla á su favor el peso de su
propia opinión; sus gracias toman muchas veces gran parte de realce de
su mordacidad. Sea hecho este paralelo de paso con el respeto debido á
ambos ingenios peregrinos, y para decir que, por las expuestas razones,
Molière es más universal que Moratín; éste es más local; su fama por
consiguiente más perecedera é insegura.


REPRESENTACIÓN DE
EL SÍ DE LAS NIÑAS
COMEDIA
DE DON LEANDRO FERNÁNDEZ DE MORATÍN

En el día podemos decir que han desaparecido muchos de los vicios
radicales de la educación que no podían menos de indignar á los hombres
sensatos de fines del siglo pasado, y aun de principios de éste.
Rancias costumbres, preocupaciones antiguas hijas de una religión
mal entendida y del espíritu represor que ahogó en España, durante
siglos enteros, el vuelo de las ideas, habían llegado á establecer una
rutina tal en todas las cosas, que la vida entera de los individuos,
así como la marcha del gobierno, era una pauta, de la cual no era
lícito siquiera pensar en separarse. Acostumbrados á no discurrir,
á no sentir nuestros abuelos por sí mismos, no permitían discurrir
ni sentir á sus hijos. La educación escolástica de la universidad
era la única que recibían los hombres: y que si una niña salía del
convento á los veinte años para dar su mano á aquél que le designaba el
interés paternal, se decía que estaba bien criada; era bien criada si
sacrificaba su porvenir al capricho ó á la razón de estado; si abrigaba
un corazón franco y sensible, si por desgracia había osado ver más allá
que su padre en el mundo, cerrábanse las puertas del convento para
ella y había de elegir por fuerza el esposo divino que la repudiaba
ó que no la llamaba á sí por lo menos. Moratín quiso censurar este
abuso, y asunto tan digno de él no podía menos de inspirarle una gran
composición. De estas breves reflexiones se puede inferir que _el Sí
de las Niñas_ no es una de aquellas comedias de carácter, destinada
como _el Avaro_ ó _el Hipócrita_, á presentar eternamente al hombre
de todos los tiempos y países un espejo en que vea y reconozca su
extravío ó su ridícula pasión; es una verdadera comedia de época, en
una palabra, de circunstancias enteramente locales, destinada á servir
de documento histórico ó de modelo literario. En nuestro entender
es la obra maestra de Moratín y la que más títulos le granjea á la
inmortalidad. El plan está perfectamente concebido. Nada más ingenioso
y acertado que valerse para convencer al tío de la contraposición
de su mismo sobrino. Así no fuera este teniente coronel, porque por
mucha que fuese en aquel tiempo la sumisión de los inferiores en las
familias, no parece natural que un teniente coronel fuese tratado como
un chico de la escuela, ni recibiese las dos, ó las tres onzas para ser
bueno. Acaso la diferencia de las costumbres haga más chocante esta
observación en nuestros días, y nos inclinamos á creer esto, porque
confesamos que sólo con mucho miedo y desconfianza osamos encontrar
defectos á un talento tan superior. El contraste entre el carácter
maliciosamente ignorante de la vieja y el desprendido y juicioso don
Diego es perfecto. Las situaciones sobre todo del tercer acto, tan bien
preparado por los dos anteriores, que pudieran llamarse de exposición,
porque toda la comedia está encerrada en el tercer acto, son
asombrosas, y desaniman al escritor que empieza. Ésta es la ocasión de
hacer una observación esencial. Moratín ha sido el primer poeta cómico
que ha dado un carácter lacrimoso y sentimental á un género en que sus
antecesores sólo habían querido presentar la ridiculez. No sabemos si
es efecto del carácter de la época en que ha vivido Moratín, en que el
sentimiento empezaba á apoderarse del teatro, ó si es un resultado de
profundas y sabias meditaciones. Ésta es una diferencia esencial que
existe entre él y Molière. Éste habla siempre al entendimiento, y le
convence presentándole el lado risible de las cosas. Moratín escoge
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