Obras completas de Fígaro, Tomo 2 - 02

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Hallábame, como he dicho, sin saber cuál de mis notas escogería por
más inocente, y no encontraba por cierto mucho que escoger, cuando me
deparó felizmente la casualidad materia sobrada para un artículo, al
anunciarme mi criado á un joven que me quería hablar indispensablemente.
Pasó adelante el joven haciéndome una cortesía bastante zurda, como
de hombre que necesita y estudia en la fisonomía del que le ha de
favorecer sus gustos é inclinaciones, ó su humor del momento, para
conformarse prudentemente con él; y dando tormento á los tirantes y
rudos músculos de su fisonomía para adoptar una especie de careta que
desplegase á mi vista sentimientos mezclados de afecto y de deferencia,
me dijo con voz forzadamente sumisa y cariñosa:
--¿Es usted el redactor llamado Fígaro?...
--¿Qué tiene usted que mandarme?
--Vengo á pedirle un favor... ¡Cómo me gustan sus artículos de usted!
--Es claro... Si usted me necesita...
--Un favor de que depende mi vida acaso... ¡Soy un apasionado, un amigo
de usted!
--Por supuesto... siendo el favor de tanto interés para usted...
--Yo soy un joven...
--Lo presumo.
--Que quiero ser cómico, y dedicarme al teatro...
--¿Al teatro?
--Sí, señor... como el teatro está cerrado ahora...
--Es la mejor ocasión.
--Como estamos en cuaresma, y es la época de ajustar para la próxima
temporada cómica, desearía que usted me recomendase...
--¡Bravo empeño!--¿Á quién?
--Al ayuntamiento.
--¡Hola! ¿Ajusta el ayuntamiento?
--Es decir, á la empresa.
--¡Ah! ¿Ajusta la empresa?
--Le diré á usted... según algunos, esto no se sabe... pero... para
cuando se sepa.
--En ese caso no tiene usted prisa, porque nadie la tiene...
--Sin embargo, como yo quiero ser cómico...
--Cierto. ¿Y qué sabe usted? ¿Qué ha estudiado usted?
--¿Cómo?, ¿se necesita saber algo?
--No; para ser actor, ciertamente, no necesita usted saber cosa mayor...
--Por eso; yo no quisiera singularizarme; siempre es malo entrar con
pie en una corporación.
--Ya le entiendo á usted: usted quisiera ser cómico aquí, y así será
preciso examinarle por la pauta del país. ¿Sabe usted el castellano?
--Lo que usted ve... para hablar, las gentes me entienden...
--Pero la gramática, y la propiedad, y...
--No, señor, no.
--Bien, ¡eso es muy bueno! Pero sabrá usted desgraciadamente el latín,
y habrá estudiado humanidades, bellas letras...
--Perdone usted.
--Sabrá de memoria los poetas clásicos, y los comprenderá, y podrá
verter sus ideas en las tablas.
--Perdone usted, señor. Nada, nada. ¡Tan poco favor me hace usted! Que
me caiga muerto aquí si he leído una sola línea de eso, ni he oído
hablar tampoco... mire usted...
--No jure usted. ¿Sabe usted pronunciar con afectación todas las letras
de una palabra, y decir unas voces por otras, _actitud_ por _aptitud_,
y _aptitud_ por _actitud_, _diferiencia_ por _diferencia_, _háyamos_
por _hayamos_, _dracmático_ por _dramático_, y otras semejantes?
--Sí, señor, sí, todo eso digo yo.
--Perfectamente; me parece que sirve usted para el caso.
--¿Aprendió usted historia?
--No, señor; no sé lo que es.
--Por consiguiente, no sabrá usted lo que son trajes, ni épocas, ni
caracteres históricos...
--Nada, nada, no, señor.
--Perfectamente.
--Le diré á usted... en cuanto á trajes, ya sé que en siendo muy
antiguo siempre á la romana.
--Esto es: aunque sea griego el asunto.
--Sí, señor: si no es tan antiguo, á la antigua francesa ó á la antigua
española: según... ropilla, trusas, capacete, acuchillados, etc. Si es
más moderno ó del día, levita á la Utrilla en los calaveras, y polvos,
casacón y media en los padres.
--¡Ah!, ¡ah! Muy bien.
--Además, eso en el ensayo general se le pregunta al galán ó á la dama,
según el sexo de cada uno que lo pregunta, y conforme á lo que ellos
tienen en sus arcas, así...
--¡Bravo!
--Porque ellos suelen saberlo.
--¿Y cómo presentará usted un carácter histórico?
--Mire usted: el papel lo dirá, y luego como el muerto no se ha de
tomar el trabajo de resucitar sólo para desmentirle á uno... además que
gran parte del público suele estar tan enterado como nosotros...
--¡Ah! ya... usted sirve para el ejercicio. La figura es la que no...
--No es gran cosa; pero eso no es esencial.
--¿Y de educación, de modales y usos de sociedad? ¿á qué altura se
halla usted?
--Mal; porque si va á decir verdad, yo soy pobrecillo: yo era
escribiente en una mala administración; me echaron por holgazán, y me
quiero meter cómico, porque se me figura á mí que es oficio en que no
hay nada que hacer...
--Y tiene usted razón.
--Todo lo hace el apunte, y... por consiguiente no conozco esos señores
usos de sociedad que usted dice, ni nunca traté ninguno de ellos.
--Ni conocerá usted el mundo, ni el corazón humano.
--Escasamente.
--¿Y cómo representará usted tantos caracteres distintos?
--Le diré á usted: si hago de rey, de príncipe ó de magnate, ahuecaré
la voz, miraré por encima del hombro á mis compañeros, mandaré con
mucho imperio...
--Sin embargo, en el mundo esos personajes suelen ser muy afables y
corteses, y como están acostumbrados, desde que nacen, á ser obedecidos
á la menor indicación, mandan poco y sin dar gritos...
--Sí, pero ¡ya ve usted! en el teatro es otra cosa.
--Ya me hago cargo.
--Por ejemplo, si hago un papel de juez, aunque esté delante de señoras
ó en casa ajena, no me quitaré el sombrero, porque en el teatro la
justicia está dispensada de tener crianza; daré fuertes golpes en el
tablado con mi bastón de borlas, y pondré cara de caballo, como si los
jueces no tuviesen entrañas...
--No se puede hacer más.
--Si hago de delincuente, me haré el perseguido, porque en el teatro
todos los reos son inocentes.
--Muy bien.
--Si hago un papel de pícaro, que ahora están en boga, cejas arqueadas,
cara pálida, voz ronca, ojos atravesados, aire misterioso, apartes
melodramáticos... Si hago un calavera, muchos brincos y zapatetas,
carreritas de pies y lengua, vueltas rápidas y habla ligera... Si hago
un barba, andaré á compás, como un juego de escarpias, me temblarán
siempre las manos como perlático ó descoyuntado; y aunque el papel no
apunte más de cincuenta años, haré del tarato y decrépito, y apoyaré
mucho la voz con intención marcada en la moraleja, como quien dice á
los espectadores: «allá va esto para ustedes».
--¿Tiene usted grandes calvas para los barbas?
--¡Oh! disformes; tengo una que me coge desde las narices hasta el
colodrillo; bien que ésta la reservo para las grandes solemnidades.
Pero aun para diario tengo otras, tales que no se me ve la cara con
ellas.
--¿Y los graciosos?
--Esto es lo más fácil: estiraré mucho la pata, daré grandes voces,
haré con la cara y el cuerpo todos los raros visajes y estupendas
contorsiones que alcance, y saldré vestido de arlequín...
--Usted hará furor.
--¡Vaya si haré! Se morirá el público de risa, y se hundirá la casa á
aplausos. Y especialmente, en toda clase de papeles, diré directamente
al público todos los apartes, monólogos, gracias y parlamentos de
intención ó lucimiento que en mi parte se presenten.
--¿Y memoria?
--No es cosa la que tengo; y aun ésa no la aprovecho, porque no me
gusta el estudio. Además que eso es cuenta del apuntador. Si se
descuida se le lanzan de vez en cuando un par de miradas terribles,
como diciendo al público: ¡Ven ustedes qué hombre!
--Esto es; de modo que el apuntador vaya tirando del papel como de una
carreta, y sacándole á usted la relación del cuerpo como una cinta. De
esa manera, y hablando él altito, tiene el público el placer de oir á
un mismo tiempo dos ejemplares de un mismo papel.
--Sí, señor; y, en fin, cuando uno no sabe su relación se dice
cualquier tontería, y el público se la ríe. ¡Es tan guapo el público!
¡si usted viera!
--Ya sé ¡ya!
--Vez hay que en una comedia en verso se añade un párrafo en prosa:
pues ni se enfada, ni menos lo nota. Así es que no hay nada más común
que añadir...
--¡Ya se ve, que hacen muy bien! Pues, señor, usted es cómico, y bueno.
¿Usted ha representado anteriormente?
--¡Vaya! En comedias caseras. He alborotado con el _García_ y el
_Delincuente honrado_.
--No más, no más; le digo á usted que usted será cómico. Dígame usted,
¿sabrá usted hablar mal de los poetas y despreciarlos, aunque no los
entienda; alabar las comedias por el lenguaje, aunque no sepa lo que
es, ó por el verso más que no entienda siquiera lo que es prosa?
--¿Pues no tengo de saber, señor? eso lo hace cualquiera.
--¿Sabrá usted quejarse amargamente, y entablar una querella criminal
contra el primero que se atreva á decir en letras de molde que usted no
lo hace todas las noches sobresalientemente? ¿sabrá usted decir de los
periodistas que quién son ellos para?...
--Vaya si sabré; precisamente ése es el tema nuestro de todos los días.
Mande usted otra cosa.
Al llegar aquí no pude ya contener mi gozo por más tiempo, y
arrojándome en los brazos de mi recomendado: «Venga usted acá, mancebo
generoso, exclamé todo alborozado; venga usted acá, flor y nata de la
andante comiquería: usted ha nacido en este siglo de hierro de nuestra
gloria dramática para renovar aquel siglo de oro, en que sólo comían
los hombres bellotas y pacían á su libertad por los bosques, sin la
distinción del tuyo y del mío. Usted será cómico en fin, ó se han de
olvidar las reglas que hoy rigen en el ejercicio».
Diciendo éstas y otras razones, despedí á mi candidato prometiéndole
las más eficaces recomendaciones.


YA SOY REDACTOR

¿Por qué extraña fatalidad ha de anhelar el hombre siempre lo que no
tiene? Preguntémosle á un joven barbilucio qué desea. ¿Cuándo tendré
barbas?, exclama en su interior. Nácenle las barbas, y hele allí
maldiciendo ya del barbero y de la navaja. ¿Cuándo hallaré en mi Filis
correspondencia, le grita en el fondo de su corazón un deseo innato
de amor y de ser amado? Ya oyó el sí. ¡Gozó el bien que deseaba! Y
ya maldice del amor y sus espinas. ¿Le prefiere Laura? Pues todo su
deseo se cifra en conquistar á Amira que le desprecia. ¿De qué nace
esta sed insaciable, este deseo vividor, reemplazado por otros y otros
deseos que rápidamente se suceden sin encontrar jamás sino imperfecta
satisfacción? El padre Almeida, si mal no me acuerdo, dice entre otras
cosas curiosas, y aun lo afianza, que la Providencia quiso poner en
nosotros este deseo implacable, para que nos atestiguase eternamente
que no hacemos en este mundo transitorio sino una corta peregrinación,
y que la satisfacción de nuestros deseos no está en esta vida, sino en
otra más perfecta y duradera. Así debe de ser, y cierto, que vivimos de
todas suertes agradecidos á la previsión y ardiente caridad con que el
reverendo padre nos quiso sacar de esta peregrina duda. Yo que no tengo
un ápice de metafísico, y que dejo la resolución de estos problemas á
aquéllos que tienen más noticias ciertas que yo de nuestro destino, me
ciño á decir que el deseo existe, y esto basta para mi propósito.
Yo Fígaro, soy de ello una viva prueba: no bien me había tentado
el enemigo malo, y sentí los primeros pujos de escritor público,
cuando dieron en írseme los ojos tras cada periódico que veía, y era
mi pío por mañana y noche: «¿Cuándo seré redactor de periódico?».
Figurábaseme, sí, desde luego obra de romanos el llenar y embutir con
verdades luminosas las largas columnas de un papel público; pero en
cambio era para mí de la mayor consideración el imaginarme á la cabeza
de una sección literaria, recibiendo comunicados atentos y decorosos,
viendo diariamente consignadas en indelebles caracteres de imprenta mis
propias ideas y las de mis amigos, y sin más trabajo, á mi parecer,
que el haber de contar y recontar al fin del mes los sonantes doblones
que el público desinteresado tiene la bondad de depositar en cambio de
papel en los arcones periodísticos de una empresa, luz y antorcha de la
patria, y órgano de la civilización del país.
Dejemos aparte las causas y concausas felices ó desgraciadas que de
vicisitud en vicisitud me han conducido al auge de periodista: lo uno
porque al público no le importarán probablemente, y lo otro porque
á mí mismo podría serme acaso más difícil de lo que á primera vista
parece el designarlas. El hecho es que me acosté una noche autor de
folletos y de comedias ajenas, y amanecí periodista: miréme de alto
abajo, sorteando un espejo que á la sazón tenía, no tan grande como mi
persona, que es hacer el elogio de su pequeñez, y dime á escudriñar
detenidamente si alguna alteración notable se habría verificado en
mi físico; pero por fortuna eché de ver que como no fuese en la
parte moral, lo que es en la exterior y palpable, tan persona es un
periodista como un autor de folletos. _Ya soy redactor_, exclamé
alborozado, y echéme á fraguar artículos, bien determinado á triturar
en el mortero de mi crítica cuanto malandrín literario me saliese al
camino en territorio de mi jurisdicción. Pero ¡ay de mí! insensato, que
chasco sobre chasco, vivo hoy tan desengañado de periodista como de
autor de comedias. Diré brevemente lo que me aconteció, sin descubrir
por otra parte los recursos ocultos que mueven la gran máquina de un
periódico, ni romper el velo del prestigio que cubre nuestros altares,
que eso fuera sobrado é inoportuno desinterés; y juzgue el lector si no
es preferible vivir tranquilamente suscrito á un periódico, que haberle
sabia y precipitadamente de componer.
¡Señor Fígaro! un artículo de teatros.--¿De teatros? Voy allá.--Yo
escribo para el público, y el público, digo para mí, merece la verdad:
el teatro, pues, no es teatro: la comedia es ridícula: el actor A. es
malo, y la actriz H. es peor. ¡Santo cielo! Nunca hubiera pensado en
abrir mi boca para hablar de teatros. Comunicado á renglón seguido en
mi papel y en todos los contemporáneos, en que el autor de la comedia
dice que es excelente, y el articulista un _acéfalo_: se conjuran los
actores, cierran la puerta del teatro á mis comedias para lo sucesivo,
y ponen el grito en los cielos. ¿Quién es el fatuo que nos critica?
¡¡¡Pícaro traductor, ladrón, pedante!!! ¿Y esto logra el pobre amigo de
la verdad y de la ilustración? ¡Oh qué placer el de ser redactor!
Precipítome huyendo del teatro en la literatura. Un señorón encopetado
acaba de publicar una obra indigesta. «Señor redactor, me dice en una
carta seductora, confío en el talento de usted y en nuestra amistad, de
que le tengo dadas bastantes pruebas (por desgracia suele ser verdad),
que hará un juicio crítico de mi obra, imparcial (imparcial llama él
á un juicio que le alabe), y espero á usted á comer para que juntos
departamos acerca de algunas ideas que convendría indicar, etc., etc».
Resista usted á estas indirectas, y opte usted entre la ingratitud y la
mentira. Ambos vicios tienen sus acerbos detractores, y unos ú otros
se han de ensangrentar en el triste Fígaro. ¡Oh qué placer el de ser
redactor!
¡Bueno! Traduciré noticias; al trabajo; corto mi pluma, desenvuelvo
el inmenso papel extranjero; ahí van tres columnas.--¿Tres
columnas he dicho? Al día siguiente las busco en la Revista, pero
inútilmente.--Señor director, ¿qué se hicieron mis columnas?--¡Calle
usted, me responde, ahí están; no han servido: esta noticia es
inoportuna; es arriesgada: la otra no conviene; aquella de más allá es
insignificante; estotra es buena, pero está mal traducida!--Considere
usted que es preciso hacer ese trabajo en horas, replico lleno de
entusiasmo; el hombre llega á cansarse...--Si usted es hombre que se
cansa alguna vez, no sirve usted para periódicos...--Me dolía ya la
cabeza...--Al buen periodista nunca le debe doler la cabeza...--¡Oh qué
placer el de ser redactor!
Dejémonos de fárrago, yo no sirvo para él. Vaya un artículo profundo;
ojeo el Say y el Smith; de economía política será. «Grande artículo, me
dice el editor, pero, amigo Fígaro, no vuelva usted á hacer otro.--¿Por
qué?--Porque esto es matarme el periódico. ¿Quién quiere usted que le
lea, si no es jocoso, ni mordaz, ni superficial? Si tiene además cinco
columnas... todos se me han quejado; nada de artículos científicos,
porque nadie los lee. Perderá usted su trabajo.--¡Oh qué placer el de
ser redactor!
--Encárguese usted de revisar los artículos comunicados, y sobre todo
las composiciones poéticas de circunstancias...--Ay, señor editor, pero
habrá que leerlas...--Preciso, señor Fígaro...--Ay, señor editor, mejor
quiero rezar diez rosarios de quince dieces...--¡Señor Fígaro!...--¡Oh
qué placer el de ser redactor!
Política y más política. ¿Qué otro recurso me queda? Verdad es
que de política no entiendo una palabra. ¿Pero en qué niñerías me
paro? ¡Si seré yo el primero que escriba política sin saberla!
Manos á la obra; junto palabras y digo: conferencias, protocolos,
derechos, representación, monarquía, legitimidad, notas, usurpación,
cámaras, cortes, centralizar, naciones, felicidad, paz, ilusos,
incautos, seducción, tranquilidad, guerra, beligerantes, armisticio,
contraproyecto, adhesión, borrascas políticas, fuerzas, unidad,
gobernantes, máximas, sistemas, desquiciadores, revolución, orden,
centros, izquierda, modificación, bill, reformas, etc., etc. Ya
hice mi artículo, pero ¡oh cielos! El editor me llama.--Señor
Fígaro, usted trata de comprometerme con las ideas que propala en
ese artículo...--¿Yo propalo ideas, señor editor? Crea usted que
es sin saberlo. ¿Conque tanta malicia tiene?...--Si usted no tiene
pulso...--Perdone usted; yo no creí que mi sistema político era tan...
yo lo hice jugando...--Pues si nos para perjuicio, usted será el
responsable...--¿Yo, señor editor? ¡Oh qué placer el de ser redactor!
¡Oh, si esto fuese todo, y si sólo fuera uno responsable, pobre Fígaro,
de lo que escribe! Pero, ¡ah!, tocamos á otro inconveniente; supongo
yo que no apareció el autor necio, ni el actor ofendido, ni disgustó
el artículo, sino que todo fué dicha en él. ¿Quién me responde de
que algún maldito yerro de imprenta no me hará decir disparate sobre
disparate? ¿Quién me dice que no se pondrá _Camellos_ donde yo puse
_Comellas_, _torner_ donde escribí yo _Forner_, _ritómico_ donde
_rítmico_, y otros de la misma familia? ¿Será preciso imprimir yo
mismo mis artículos? ¡Oh qué placer el de ser redactor! ¡Santo cielo!
¿Y yo deseaba ser periodista? Confieso como hombre débil, lector mío,
que nunca supe lo que quise; juzga tú por el largo cuento de mis
infortunios periodísticos, que mucho procuré abreviarte, si puedo y
debo con sobrada razón exclamar ahora que ya lo soy: ¡Oh qué placer el
de ser redactor!


DON CÁNDIDO BUENAFÉ
ó
EL CAMINO DE LA GLORIA

Don Cándido Buenafé es un excelente sujeto, de éstos de quienes solemos
decir con envidiable conmiseración: «Es un infeliz». Empleado desde
pequeño en un ramo de no mucha importancia, es todo lo más si sabe
leer la Gaceta, y redactar, con mala sintaxis y peor ortografía, algún
oficio sobrecargado de fórmulas y traslados, ó hacer un extracto largo
de algún expediente corto; pero en medio de su escasa ciencia, es
bastante modesto para desear que su hijo Tomasito sepa más que él,
para lo cual no le es necesario felizmente extraordinarios esfuerzos
ni sacrificios. En el tiempo de la libertad de la imprenta, leía ó
devoraba don Cándido los muchos papeles públicos que veían la luz,
y llegó á formar alta idea de todo hombre capaz de escribir para el
público; cosa que él vea por consiguiente en letra de molde, tiene para
él una autoridad irrecusable, porque cuando ve que hay quien se toma
la pena de imprimirla, mecanismo de que no tiene idea alguna, dice
para sí: ¡sabido se lo tendrá! Por lo tanto era de buena fe liberal
en los años nulos, porque acababa de leer y exclamaba: tiene razón; y
después ha sido realista de buena fe en los años válidos, porque lee
la Gaceta y exclama: ¡ya se ve! que dicen bien. Un partidario de este
temple es una alhaja impagable para toda especie de gobiernos mientras
haya imprenta; y más si añadimos que cree como en su salvación en los
partes de los encuentros y escaramuzas que en los papeles públicos
suelen venir consignados, y se extasía de placer cuando se encuentra
con aquello de que: «de los enemigos murieron tantos centenares de
hombres, y nosotros no hemos tenido más que un contuso y algún sargento
desmayado», ó cosa semejante. «Daría yo, dice algunas veces, la mitad
de mi sueldo por poder escribir un artículo de esos retumbantes de
política. ¡Voto va!, ¡qué hombres ésos, y qué talentos! ¡Y cómo le
convencen á uno con sus discursos! ¡Media vida diera yo, y la mitad
de la otra media porque mi hijo Tomasito pudiera el día de mañana
hacer otro tanto!». Llevado de esta idea ha hecho aprender latín al
muchacho, y en el día le ha dado un maestro de francés, porque dice
que en sabiendo francés ya se sabe todo lo que hay que saber; y que él
conoce á no pocos sabios de campanillas en esta tierra que no saben
otra cosa. Como dos meses llevaría el angelito, que tiene á la sazón
catorce años, de traducir mal y leer peor el _Calypso se trouvait
inconsolable du départ d'Ulysse_, cuando me lo trajo una mañana su
papá, y ambos á dos me hicieron una visita, cuyos interesantes detalles
no quiero en ninguna manera perdonar á mis curiosos lectores.
«Señor Fígaro, me dijo don Cándido abrazándome, aquí le presento á
usted á mi hijo Tomás, el que sabe latín; usted no ignora que yo le
crío para literato; ya que yo no pueda serlo, que lo sea él y saque de
la oscuridad á su familia. ¡Ay, señor Fígaro, como yo le vea famoso,
muero contento!» Hízome á esta sazón Tomasito una cortesía tan zurda
que no pude menos de fundar grandes esperanzas en sus disposiciones
literarias. Su exterior y sus palabras estaban en armonía con las de
casi todos los jóvenes del día; díjome que era verdad que no tenía
sino catorce años; pero que él conocía el mundo y el corazón humano,
_comme ma poche_; que todas las mujeres eran iguales, que estaba muy
escarmentado, y que á él no le engañaba nadie; que Voltaire era mucho
hombre, y que con nada se había reído más que con el _compère Mathieu_,
porque su papá, deseoso de su ilustración, le dejaba leer cuanto libro
en sus manos caía. En cuanto á política me añadió: «Yo y Chateaubriand
pensamos de un mismo modo»; y á renglón seguido me habló de los pueblos
y de las revoluciones como pudiera de sus amigos de la escuela.
Confieso que se me figuró el muchacho esa fruta que suelen vender en
Madrid, que arrancada verde aún del árbol, y madurada por el traqueteo
y la prisa del viaje, tiene todo el exterior de la pasada madurez,
sin haber tenido nunca la lozanía ni el sabor de la juventud y de la
sazón. «Los muchachos del ilustrado siglo XIX, dije para mí, llegan á
viejos sin haber sido nunca jóvenes». Sentáronse mis amigos, el viejo
joven y el joven viejo, y sacó don Cándido de su faltriquera un legajo
abultado:
--Dos objetos tiene esta visita, me dijo: primero, para que Tomasito se
vaya soltando en el francés, le he dicho que traduzca una comedia; hala
traducido, y aquí se la traigo á usted.
--¡Hola!
--Sí, señor: algunas cosillas ha dejado en blanco, porque no tiene allí
más diccionario que el de Sobrino... y...
--Sí...
--Usted tendrá la bondad de enmendar lo que no le parezca bien; y como
usted entiende eso de darla al teatro... y las diligencias que hay que
practicar...
--¡Ah! ¿Usted quiere que se represente?
--Sin duda... le diré á usted: el dinerillo que saque es para él...
--Sí, señor, dijo el muchacho, y papá me ha prometido hacerme un
vestido negro para cuando acabe una tragedia excelente que estoy
haciendo...
--¡Tragedia!
--Sí, señor, en once cuadros... ya sabe usted que en París no se hacen
ya esas obras en actos... sino en cuadros...
--Es una tragedia romántica. El clasicismo es la muerte del genio, como
usted sabe... ¿Le parece á usted que se podrá representar?
--¿Y qué inconveniente ha de haber?
--Le diré á usted, interrumpió don Cándido, tiene dada ya una comedia
de costumbres.
--Con perdón de usted, se apresuró á decir Tomasito: cuando la hice no
había leído á Víctor Hugo: ni tenía los conocimientos que tengo en el
día...
--¡Ay! ya.
--Pues mi hijo dió esa comedia, y verá usted lo que sucedió, á mi
entender. Entregámosla á un sujeto que corre con recibir las comedias:
dijo que era corriente; y que la enviaría á la censura: la envió, pues.
--Papá, perdone usted, primero se perdió...
--Cierto... se perdió, y nunca se pudo encontrar, y hubo que sacar otra
copia, y pasó á censura.
--Papá, perdone usted; que antes fué al corregimiento.
--Es verdad: fué al corregimiento, y de allí... pasó después á la
censura eclesiástica; por más señas que fué á un excelente padre, y
en un momento, esto es, en un par de meses, la despachó: volvió al
corregimiento y fué de allí á la censura política: en una palabra, ello
es que en menos de medio año salió prohibida.
--¡Prohibida!
--Sí, señor, y yo no sé á la verdad... porque mi comedia...
--Diga usted que hicieron bien, señor Fígaro: ¡¡¡éste escribe siempre
con una intención!!! lo que ha mamado en sus libros... baste con
decirle á usted que su madre se moría de risa al leerla, y yo lloraba
de gozo... hubo que rehacerla... y por fin se logró que pasara la nueva.
--¡Hola!
--Pero aguarde usted: como los señores que dirigen la cosa no están
muy allá que digamos en eso de comedias, la hubieron de enviar á un
cómico que dicen que es hombre que lo entiende, y tiene gran mano en
las compañías: éste dijo que no valía cosa, y todo fué, según yo pude
averiguar, porque no tenía él un buen papel para lucirse: recogimos la
comedia, y éste le puso un papel que era lo que había que ver; volvió y
dijo que tampoco valía nada, y fué, según me dijeron, porque el papel
era muy largo y él no debe de tener muchas ganas de trabajar. Dímosla
al otro teatro, mas allí contestaron que ellos no eran menos que los
del otro coliseo, y que no tomaban sobras: á fuerza, sin embargo, de
emplear más empeños que para lograr una prebenda, se consiguió una
orden á rajatabla de los señores que estaban á la cabeza del teatro;
pero ya era tema: una actriz, sobre si la habían dado el papel de
segunda siendo ella la primera, se puso mala la víspera; otro actor,
también por etiquetas y rencillas, armó una intriga de todos los
diablos: se pagó gente para el efecto, y si una noche se representó,
una noche se silbó...
--¡Se silbó!
--¡Ya ve usted!, intrigas.
--¡Picardía!
--Conque yo quisiera que no sucediese otro tanto con la traducción
ésta y la tragedia. El segundo objeto que nos trae es el de que usted
le dirija, dándole algunos consejos á mi Tomasito, porque yo ya le he
dicho que no debe limitarse al teatro... que el campo de la literatura
es muy vasto, y que el templo de la fama tiene muchas puertas.
--Dice usted muy bien, señor don Cándido. Aquí recapacité, coordiné
mis ideas un momento, y de la manera que el lector va á ver, enderecé
poco más ó menos á mi joven cliente por la vía de la gloria literaria,
á la cual, si él sigue y observa mi reglamento, temprano ó tarde debe
sin duda llegar. Supongo, dije por último, dirigiéndome á mi Tomasito,
que usted no querrá abarcar honra y provecho: esas estupendas rarezas
que por acá nos vienen contando los viajeros de los Walter Scott, los
Casimir Delavigne, los Lamartine, los Scribe y los Víctor Hugo, de
los cuales el que menos tiene, amén de su correspondiente gloria, su
palacio donde se da la vida de un príncipe, son cosas de por allá y
extravagancias que sólo suceden en Francia y en Inglaterra: verdad es
que no tenemos tampoco hombres de aquel temple, pero si los hubiera
sucedería probablemente lo mismo.
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