Obras completas de Fígaro, Tomo 2 - 05

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existencia española.--Grandes carreras de caballos habrá aquí, me
decía desde el amanecer: no faltaremos.--Perdone usted, le respondía
yo; aquí no hay carreras.--¿No gustan de correr los jóvenes de las
primeras casas? ¿No corren aquí siquiera los caballos?...--Ni siquiera
los caballos.--Iremos á caza.--Aquí no se caza: no hay dónde, ni
qué.--Iremos al paseo de coches.--No hay coches.--Bien: á una casa de
campo á pasar el día.--No hay casas de campo, no se pasa el día.--Pero
habrá juegos de mil suertes diferentes, como en toda Europa... habrá
jardines públicos donde se baile; más en pequeño, pero habrá sus
_tívolis_, sus _ranelagh_, sus _campos elíseos_... habrá algún juego
para el público.--No hay nada para el público: el público no juega.--Es
de ver la cara de los extranjeros cuando se les dice francamente que
el público español, ó no siente la necesidad interior de divertirse,
ó se divierte como los sabios (que en eso todos lo parecen) con sus
propios pensamientos: creía mi extranjero que yo quería abusar de su
credulidad, y con rostro entre desconfiado y resignado, «Paciencia,
me decía por fin: nos contentaremos con ir á los bailes que den las
casas del buen tono y las suarés...».--Paso, señor mío, le interrumpí
yo: ¿conque es bueno que le dije que no había gallinas y se me viene
pidiendo?... En Madrid no hay bailes, no hay suarés. Cada uno habla
ó reza, ó hace lo que quiere en su casa con cuatro amigos muy de
confianza, y basta.
Nada más cierto sin embargo que este tristísimo cuadro de nuestras
costumbres. Un día sólo en la semana, y eso no todo el año, se
divierten mis compatriotas: el lunes, y no necesito decir en qué: los
demás días examinemos cuál es el público recreo. Para el pueblo bajo el
día más alegre del año redúcese su diversión á calzarse las castañuelas
(digo calzarse porque en ciertas gentes las manos parecen pies), y
agitarse violentamente en medio de la calle, en corro, al desapacible
son de la agria voz y del desigual pandero. Para los elegantes todas
las corridas de caballos, las partidas de caza, las casas de campo,
todo se encierra en dos ó tres tiendas de la calle de la Montera. Allí
se pasa alegremente la mañana en contar las horas que faltan para irse
á comer, si no hay sobre todo gordas noticias de Lisboa, ó si no dan en
pasar muchos lindos talles de quien murmurar, y cuya opinión se pueda
comprometer, en cuyos casos varía mucho la cuestión y nunca falta que
hacer.--¿Qué se hace por la tarde en Madrid?--Dormir la siesta.--¿Y el
que no duerme, qué hace?--Estar despierto; nada más. Por la noche, es
verdad, hay un poco de teatro, y tiene un elegante el desahogo inocente
de venir á silbar un rato la mala voz del bufo caricato, ó á aplaudir
la linda cara de la _altra prima donna_; pero ni se proporciona tampoco
todos los días, ni se divierte en esto sino un muy reducido número
de personas, las cuales, entre paréntesis, son siempre las mismas, y
forman un pueblo chico de costumbres extranjeras, embutido dentro de
otro grande de costumbres patrias, como un cucurucho menor metido en un
cucurucho mayor.
En cuanto á la pobre clase media, cuyos límites van perdiéndose y
desvaneciéndose cada vez más, por arriba en la alta sociedad, en
que hay de ella no pocos intrusos, y por abajo en la capa inferior
del pueblo, que va conquistando sus usos, ésa sólo de una manera se
divierte. ¿Llegó un día de días? ¿Hubo boda? ¿Nació un niño? ¿Diéronle
un empleo al amo de la casa?, que en España ése es el grande alegrón
que hay que recibir. Sólo de un modo se solemniza. Gran coche de
alquiler, decentemente regateado; pero más gran familia: seis personas
coge el coche á lo más. Pues entra papá, entra mamá, las dos hijas, dos
amigos íntimos convidados, una prima que se apareció allí casualmente,
el cuñado, la doncella, un niño de dos años y el abuelo: la abuela no
entra porque murió el mes anterior. Ciérrase la portezuela entonces
con la misma dificultad que la tapa de un cofre apretado para un
largo viaje, y á la fonda. La esperanza de la gran comida, á que se
va aproximando el coche mal que bien, aquello de andar en alto, el
rubor de las jóvenes que van sentadas sobre los convidados, y la
ausencia sobre todo del diurno puchero alborotan á nuestra gente en tal
disposición, que desde media legua se conoce el coche que lleva á la
fonda á una familia de enhorabuena.
Tres años seguidos he tenido la desgracia de comer de fonda en Madrid,
y en el día sólo el deseo de observar las variaciones que en nuestras
costumbres se verifican con más rapidez de lo que algunos piensan, ó
el deseo de pasar un rato con amigos, pueden obligarme á semejante
despropósito. No hace mucho sin embargo que un conocido mío me quiso
arrastrar fuera de mi casa á la hora de comer.--Vamos á comer á la
fonda.--Gracias; mejor quiero no comer.--Comeremos bien; iremos á
Genyeis: es la mejor fonda.--Linda fonda: es preciso comer de seis ó
siete duros para no comer mal. ¿Qué aliciente hay allí para ese precio?
Las salas son bien feas: el adorno ninguno: ni una alfombra, ni un
mueble elegante, ni un criado decente, ni un servicio de lujo, ni un
espejo, ni una chimenea, ni una estufa en invierno, ni agua de nieve
en verano, ni... ni burdeos, ni champagne... Porque no es burdeos el
valdepeñas, por más raíz de lirio que se le eche.--Iremos á los _Dos
Amigos_.--Tendremos que salirnos á la calle á comer, ó á la escalera,
ó llevar una cerilla en el bolsillo para vernos las caras en la sala
larga.--Á cualquiera otra parte. Crea usted que hoy nos van á dar bien
de comer.--¿Quiere usted que le diga yo lo que nos darán en cualquier
fonda adonde vayamos? Mire usted, nos darán en primer lugar mantel y
servilletas puercas, vasos puercos, platos puercos y mozos puercos:
sacarán las cucharas del bolsillo, donde están con las puntas de
los cigarros; nos darán luego una sopa que llaman de yerbas, y que
no podría acertar á tener nombre más alusivo; estofado de vaca á la
italiana, que es cosa nueva; ternera mechada, que es cosa de todos
los días; vino de la fuente; aceitunas magulladas; frito de sesos y
manos de carnero, hechos aquéllos y éstas á fuerza de pan: una polla
que se dejaron otros ayer, y unos postres que nos dejaremos nosotros
para mañana.--Y también nos llevarán poco dinero, que aquí se come
barato.--Pero mucha paciencia, amigo mío, que aquí se aguanta mucho.
No hubo sin embargo remedio: mi amigo no daba cuartel, y estaba visto
que tenía capricho de comer mal un día. Fué preciso, pues, acompañarle,
é íbamos á entrar en los _Dos Amigos_, cuando llamó nuestra atención
un gran letrero nuevo que en la misma calle de Alcalá y sobre las
ruinas del antiguo figón de Perona dice: _Fonda del Comercio_.--¿Fonda
nueva?--Vamos á ver. En cuanto al local, no les da el naipe á
los fondistas para escoger local; en cuanto al adorno, nos cogen
acostumbrados á no pagarnos de apariencias; nosotros decimos: ¡como
haya que comer, aunque sea en el suelo! Por consiguiente nada nuevo en
este punto en la fonda nueva.
Choconos sin embargo la diferencia de las caras de ahora, y que hace
medio año se veían en aquella casa. Vimos elegantes, y diónos esto
excelente idea. Realmente hubimos de confesar que la fonda nueva es la
mejor; pero es preciso acordarnos de que la Fontana era también la
mejor cuando se instaló: ésta será, pues, otra Fontana dentro de un par
de meses. La variedad que hoy en platos se encuentra cederá á la fuerza
de las circunstancias; lo que nunca podrá perder será el servicio: la
fonda nueva no reducirá nunca el número de sus mozos, porque es difícil
reducir lo poco; se ha adoptado en ella el principio admitido en todas:
un mozo para cada sala, y una sala para cada veinte mesas.
Por lo demás no deja de ofrecer un cuadro divertido para el observador
oscuro el aspecto de una fonda. Si á su entrada hay ya una familia en
los postres, ¿qué efecto le hace al que entra frío y sereno el ruido
y la algazara de aquella gente toda alborotada porque ha comido? ¡Qué
miserable es el hombre! ¿De qué se ríen tanto? ¿Han dicho alguna
gracia? No, señor; se ríen de que han comido, y la parte física del
hombro triunfa de la moral, de la sublime; que no debiera estar tan
alegre sólo por haber comido.--Allí está la familia que trajo el
coche... ¡¡¡Apartemos la vista y tapemos los oídos por no ver, por no
oir!!!
Aquel joven que entra venía á comer de medio duro; pero se encontró
con veinte conocidos en una mesa inmediata: dejóse coger también por
la negra honrilla, y sólo por los testigos pide de á duro. Si como son
conocidos fuera una mujer á quien quisiera conquistar, la que en otra
mesa comiera, hubiera pedido de á doblón: á pocos amigos que encuentre,
el infeliz se arruina. ¡Necio rubor de no ser rico! ¡Mal entendida
vergüenza de no ser calavera!
¿Y aquél otro? Aquél recorre todos los días á una misma hora varias
fondas: aparenta buscar á alguien: en efecto, algo busca; ya lo
encontró; allí hay conocidos suyos: á ellos derecho: primera frase
suya:--¡Hombre! ¿Ustedes por aquí?--Coma usted con nosotros, le
responden todos.--Excúsase al principio; pero si había de comer
solo... un amigo á quien esperaba no viene... Vaya, comeré con ustedes,
dice por fin, y se sienta. ¡Cuán ajenos estaban sus convidadores de
creer que habían de comer con él! Él sin embargo sabía desde la víspera
que había de comer con ellos: les oyó convenir en la hora, y es hombre
que come los más días de oídas, y algunos por haber oído.
¿Qué pareja es la que sin mirar á un lado ni á otro pide un cuarto al
mozo y?... Pero es preciso marcharnos, mi amigo y yo hemos concluido
de comer: cierta curiosidad nos lleva á pasar por delante de la
puerta entornada donde ha entrado á comer sin testigos aquel oscuro
matrimonio... sí; duda... Una pequeña parada que hacemos alarma á los
que no quieren ser oídos, y un portazo dado con todo el mal humor
propio de un misántropo nos advierte nuestra indiscreción y nuestra
impertinencia. Paciencia, salgo diciendo: todo no se puede observar
en este mundo; algo ha de quedar oscuro en un cuadro: sea esto lo que
quede en negro en este artículo de costumbres de la _Revista española_.


POESÍAS
DE
DON FRANCISCO MARTÍNEZ DE LA ROSA

Es tan conocido el mérito del autor de esta nueva colección poética,
son tan justamente apreciados en España y fuera de ella los varios
ensayos didácticos y composiciones dramáticas que en anteriores tomos
ha publicado, que no es mucho que entremos con respeto y miedo á
juzgar al que puede juzgar á los demás. El justo criterio, el gusto
depurado son las dotes que más brillan en sus escritos; pero no
contento el señor Martínez de la Rosa con haber indicado el camino
que deben trillar los que á la gloria inmortal de poetas aspiren,
nos quiere dar el ejemplo al lado de la admonición. Harta empresa es
ésa para un solo hombre. No presta el cielo al mismo tiempo la fría
severidad del crítico y la ardiente imaginación del vate, y mal pudiera
prestarlas sin contradecir sus propias leyes. Si alguna vez, pues,
se ven ambas calidades reunidas puede reputarse fenómeno. Recorramos
la lista de los primeros poetas; no hallaremos en ésa á los grandes
didácticos: preceptos será lo que en sus obras encontraremos, preceptos
de inspiración; rara vez preceptistas. Homero, Virgilio, Anacreonte,
Píndaro, Taso, Millón, etc., etc., se contentaron con la parte que les
tocó; verdad es que les tocó lo más, porque nunca harán los preceptos
un poeta. Recorramos por otra parte las obras de los grandes maestros
del arte. Aristóteles hubiera probado á entonar la trompa épica; en
balde hubiera ensayado á observar sus mismas reglas. Longino, que tan
bien entendió el sublime, no hubiera dado nunca con él. El severo
Boileau quiso pulsar la lira, y Apolo la rompió en sus débiles manos;
toda su oda á la toma de Namor puede darse por el peor concepto de
su arte poética. La Harpe dió modelos; pero modelos de escuela. En
una palabra, la cabeza puede aventajarse en el hombre, pero es por
lo regular á costa del corazón. Dos nombres colosales, que son los
que más acaso á la perfección en distintos géneros se han acercado,
pudieran citarse como poderosas excepciones de nuestro aserto: Horacio
y Voltaire. Esto sin embargo podría ser objeto de larga discusión en
que no podemos entrar ahora; en ella aparecería tal vez que el Horacio
del arte poética y de las sátiras no es el Horacio de las odas, que el
Voltaire prosista es infinitamente superior al Voltaire autor cómico,
trágico y épico.
En beneficio del señor don Francisco Martínez pueden sólo resultar
estas breves observaciones, á que la lectura grata de su libro da
lugar. Nadie puede dudar del alto puesto que entre los preceptistas
ocupa; y de su talento poético no seremos ciertamente nosotros los
que dudemos. Y no decimos tampoco que el señor Martínez es poeta
porque creamos que otros lo duden, sino porque en decirlo gozamos y en
repetirlo, nosotros sobre todo, que juzgaremos al autor con sus mismas
leyes, y que abundamos afortunadamente en sentadas opiniones suyas.
Sentimiento, intención, es lo que buscamos en el poeta: sentimiento,
intención, encontramos en el señor Martínez de la Rosa, «No remontemos,
dice el autor en su prólogo, tan desacordadamente el concepto y la
frase que cueste trasudores el entendernos». «No recuerdo un solo rasgo
sublime, dice en otra parte, en cualquiera lengua que sea, que no esté
expresado con sencillez». Esta idea, adoptada por nuestro poeta y tan
bien seguida en su _Edipo_; esta imitación de la griega sencillez
es la que distingue sus obras poéticas de las demás de su época: la
oscura ampulosidad es una montaña que abruma nuestra poesía, nada más
necesario que el que se resuelvan los jóvenes en fin á segregar del
fruto precioso el lujurioso pámpano que le ahoga. No es la palabra lo
sublime; séalo el pensamiento; parta derecho al corazón; apodérese de
él, y la palabra lo será también. «Hágase la luz, dijo Dios, y fué la
luz». Nada hay escrito más sublime, nada sin embargo menos ampuloso.
Oigamos otra expresión grande y sencilla. Muere una mujer, y exclama
su amiga: «¡Conque ésta es la primera noche que vas á pasar en la
tierra!» ¡Qué apostrofe hay más enérgico! ¡Qué formas sin embargo
más sencillas! Todas las palabras son sublimes cuando la pasión las
emplea. Siguiendo estos principios, es difícil ser á veces más poeta
que el autor de esta colección. Hay ternura en sus composiciones,
sentimiento en sus versos, profundidad á veces, dulce y melancólica
filosofía. Bien quisiéramos citar algunos trozos de los que han
señoreado en su lectura nuestro corazón. Pero el público se hará con
estas poesías, y citar fragmentos fuera imponernos la difícil tarea
de la elección. Respondemos que serán leídas con placer por los que
abriguen sentimiento; con entusiasmo por los que recibieron del cielo
la sensibilidad como primera condición de su existencia.
Una cosa confesaremos á nuestro pesar: uno de los géneros á que
más lugar ha dado en su tomo el señor Martínez de la Rosa ha sido
un género desgastado ya; un género en que tanto y tan bueno se ha
escrito, que es harto difícil sobresalir en él. No es decir esto que
sus composiciones ligeras no puedan competir con las de Anacreonte,
con las de Gesner, con las de Meléndez; pero la tendencia del siglo
es otra: si las sociedades nacientes alimentan su imaginación con
composiciones ligeras, las sociedades gastadas necesitan sensaciones
más fuertes. Acaso en esto lleve el poeta ventaja á la sociedad en que
vive; acaso las causas de la decadencia de este género no hacen favor á
los adelantos de la civilización; pero no por eso es menos cierto que
buscamos más bien en el día la importante y profunda inspiración de
Lamartine, y hasta la desconsoladora filosofía de Byron que la ligera y
fugitiva impresión de Anacreonte.
Los versificadores que sólo hacer versos saben, mas no sentirlos,
podrán tachar de poco robustos algunos del autor; nosotros, aunque
conocemos la necesaria cooperación de la más completa armonía posible
en la poesía, pasamos ligeramente sobre ese reproche, y siempre daremos
la preferencia en todo caso á las ideas.
Concluiremos dando el parabién al señor Martínez de la Rosa por su
nueva publicación, y deseando que la juventud estudiosa saque tanto
partido de su ejemplo como de las lecciones con que en sus obras
anteriores ha sabido hacerse el órgano del buen gusto, y el honor de su
patria, que colocará su nombre en la corta lista de los que en el día
pueden retribuirla gloria sólida é imperecedera.


LAS CASAS NUEVAS

«La constancia es el recurso de los feos, dice la célebre Ninon de
Lenclos en sus lindas cartas al marqués de Sévigné; las personas de
mérito, que saben por donde quiera han de encontrar ojos que se prenden
de ellas, no se curan de conservar la prenda conquistada; los feos,
los necios, los que viven seguros de que difícilmente podrán encontrar
quien llene el vacío de su corazón, se adhieren al amor, que una vez
por acaso encontraron, como las ostras á las peñas que en el mar las
sostienen y alimentan.
ȃstos son generalmente los que temerosos de perder el bien, que
conocen no merecer, preconizan la constancia, la erigen en virtud, y
hacen con ella el tormento de una vida que deben llenar la variedad y
la sucesión de sensaciones tan vivas como diferentes».
Aquella máxima de coqueta, al parecer ligera, si no es siempre cierta,
porque no á todos les es dado el poder ser inconstantes, es sin
embargo profunda y filosófica, y aun puede, fuera del amor, encontrar
más de una exacta aplicación. Pero mi propósito no es hundirme en
consideraciones metafísicas acerca del amor; tengamos lástima al que le
ha dejado tomar incremento en su corazón, y pasemos como sobre ascuas
sobre tan quisquilloso argumento. El hecho es que no tenía yo la edad
todavía de querer ni de ser querido, cuando entre otras varias obras
francesas que en mis manos cayeron, hacía ya un papel muy principal
la de la famosa cortesana citada. Chocóme aquella máxima, y fuese
pueril vanidad, fuese temor de que por apocado me tuviesen, adoptéla
por regla general de mis aficiones. Tuve que luchar en un principio
con la costumbre, que es en el hombre hija de la pereza y madre de
la constancia. El hombre efectivamente se contenta muchas veces con
las cosas tales cuales las encuentra, por no darse á buscar otras,
como se figura acaso difícil encontrarlas; una vez resignado por
pereza, se aficiona por costumbre á lo que tiene y le rodea; y una vez
acostumbrado, tiene la bondad de llamar constancia á lo que es en él
casi naturaleza. Pero yo luché, y al cabo de poco tiempo de ese empeño
en cerrar mi corazón á las aficiones que pudieran llegar á dominarle,
agregado esto á la necesidad de viajar y variar de objetos, en que
las revoluciones del principio del siglo habían puesto á mi familia,
lograron hacer de mí el ser más veleidoso que ha nacido. Pesándome de
ver á las mismas gentes todos los días, no hay amigo que me dure una
semana; no hay tertulia adonde pueda concurrir un mes entero; no hay
hermosa que me lo parezca todos los días, ni fea que no me encante
una vez siquiera al mes: esto me hace disfrutar de inmensas ventajas,
porque sólo se puede soportar á las gentes los quince primeros días
que se las conoce. ¡Qué de atenciones en ellas! ¡Qué de sinceros
ofrecimientos! ¿Pasaron aquéllos? ¿Se intimó la amistad? ¡Á Dios!, como
ya de cualquier modo tienen cumplido con usted; todos son desaires,
todas crudas y acedas respuestas. Pesándome de comer siempre los mismos
alimentos, hoy como á la francesa, mañana á la inglesa, un día ceno y
otro meriendo; ni tengo horas fijas, ni hago comida con concierto. Y
esto tiene la ventaja de predisponerme para el cólera. Pesándome de
hablar siempre en español, tengo amigos franceses sólo para hablar en
francés una hora al día: me trato con los operistas para hablar una vez
á la semana en italiano: aprendí griego por conocer una lengua que no
habla nadie; y sufro las impertinencias de un inglés, á quien trato,
por darme á entender en el idioma en que decía Carlos V que hablaría á
los pájaros. Pesándome de que me llamen todos los días desde el año 9
en que nací, por el mismo apellido, cien veces dejé aquél con que vine
al mundo, y ora fuí el _Duende satírico_, ora el _Pobrecito hablador_,
ora el _Bachiller Munguía_, ora _Andrés Niporesas_, ora _Fígaro_,
ora... y qué sé yo los muchos nombres que me quedarán aún que tomar
en los muchos años que, Dios mediante, tengo hecho propósito de vivir
en este bajo suelo; porque si alguna cosa hay que no me canse es el
vivir; y si he de decir la verdad, consiste esto en que á fuerza de
meditar he venido á conocer que sólo viviendo podré seguir variando.
Por último, y vengamos al asunto, pesándome de vivir todos los días en
una misma casa, la vista de un cuarto desalquilado hace en mi ánimo
el mismo efecto que produce la picadura del pez en el corazón del
anhelante pescador que le tiende el cebo. Corro á mí casa, pongo en
movimiento á mi familia, hágome la ilusión de que emprendo un viaje,
y de cuartel en cuartel, de calle en calle, de manzana en manzana,
y hasta de piso en piso, recorro alegremente y reconozco los más
recónditos escondrijos y rincones de esta populosa ciudad. Si la casa
es grande: «¡Qué hermosura!, exclamo; esto es vivir con desahogo, esto
es hijo y magnificencia». Si es chica: «Gracias á Dios, me digo, que
salí de esos eternos caserones que nunca bastan muebles para ellos;
ésta es á lo menos recogida, reducida, propia, en fin, del hombre tan
reducido también y limitado». Si es cuarto bajo: «No tiene escalera,
digo, y el hombre no ha nacido para vivir en las estrellas». Si es
alto el piso: «¡Bendito sea Dios, qué claridad, qué ventilación, y qué
pureza de aires!» Si es caro: «¿Qué importa?, lo primero es tener buena
habitación». Si es barato: «Mejor; con eso emplearé en galas lo que
había de invertir en mi vivienda».
Nadie, pues, más feliz que yo, porque en cuanto á las habladurías y
murmuraciones del mundo perecedero, así me cuido de ellas como de ir
á la Meca. Pero es el caso que tengo un amigo que es de esos hombres
que se dejan impresionar fácilmente por la última persona que oyen,
de esos caracteres débiles, flojos, apáticos, irresolutos, de reata,
en fin, que componen el mayor número en este mundo, que nacieron por
consiguiente para obedecer, callar y ser constantemente víctimas, y
cuya debilidad es la más firme columna de los fuertes.
Oyóme este amigo las reflexiones que anteceden, y vean ustedes á mi
hombre descontento ya con cuanto le rodea: ya que no lo puede mudar
todo, quiere cuando menos mudar de casa, y hetele buscando conmigo
papeles en los balcones de barrio en barrio, porque ésta es muy de
antiguo la señal que distingue las habitaciones alquilables de esta
capital, sin que yo haya podido dar hasta ahora con el origen de
esta conocida costumbre, ni menos con la de poner los papeles en
las esquinas de los balcones cuando la casa es sólo alquilable para
huéspedes.
Las casas antiguas, dijimos, que van desapareciendo de Madrid
rapidísimamente, están reducidas á una ó dos enormes piezas y muchos
callejones interminables; son demasiado grandes; son oscuras por lo
general á causa de su mala repartición y combinación de entradas,
salidas, puertas y ventanas.
Dirigímonos, pues, á ver las casas nuevas; ésas que surgen de la
noche á la mañana por todas las calles de Madrid; ésas que tienen más
balcones que ladrillos, y más pisos que balcones; ésas por medio de
las cuales se agrupa la población de esta coronada villa, se apiña,
se sobrepone y se aleja de Madrid, no por las puertas, sino por
arriba, como se marcha el chocolate de una chocolatera olvidada sobre
las brasas. La población que se va colocando sobre los límites que
encerraron á nuestros abuelos, me hace el efecto del helado que se
eleva fuera de la copa de los sorbetes. El caso es el mismo: la copa es
pequeña y el contenido mucho.
Muchas casas y muy lindas vimos. Mi amigo observó con razón que se
sigue en todas el método antiguo de construcción: sala, gabinete
y alcoba pegada á cualquiera de estas dos piezas; y siempre en la
misma cocina, donde se preparan los manjares, colocado inoportuna
y puercamente el sitio más desaseado de la casa. ¿No pudiera darse
otra forma de construcción á las casas, de suerte que este sitio
quedase separado de la vivienda, como en otros países lo hemos visto
constantemente observado? ¿No pudieran llegarse á desusar esos vidrios
horribles, desiguales, pequeños, unidos por plomos, generalmente
invertidos en las vidrieras? ¿No se les podrían sustituir vidrios de
mejor calidad, de más tamaño, y unidos entre sí con sutiles listones
de madera, que harían siempre mejor efecto á la vista y darían más
entrada á la luz? ¿No convendría desterrar esas pesadas maderas que
cierran los balcones, llenas de inútiles rebajos y costosas labores,
sustituyéndoles puertas ventanas de hojas más delgadas y lisas? ¿No
pudiera introducirse el uso de las comodísimas chimeneas para las casas
sobre todo más espaciosas, como se hallan adoptadas en toda Europa?
¿Tanto perderíamos en olvidar los mezquinos y miserables braseros que
nos abrasan las piernas, dejándonos frío el cuerpo y atufándonos con
el pestífero carbón, y que son restos de los sahumadores orientales
introducidos en nuestro país por los Moros? ¿Qué mal haríamos en
desterrar los canalones salientes, cuyo objeto parece ser el de reunir
sobre el pobre transeúnte, además del agua que debía naturalmente
caerle del cielo, toda la que no debía caerle, y en sustituirles los
conductos vertederos semejantes á los de Correos, pegados á la pared?
Los caseros más que al interés público consultan el suyo propio:
_aprovechemos terreno_; ése es su principio: _apiñemos gente en estas
diligencias paradas, y vivan todos como de viaje_: cada habitación es
en el día un baúl en que están las personas empaquetadas de pie, y las
cosas en la posición que requiere su naturaleza: tan apretado está
todo, que en caso de apuro todo podría viajar junto sin romperse. Las
escaleras son cerbatanas, por donde pasa la persona como la culebra que
se roza entre dos piedras para soltar su piel. Un poco más de hombre ó
un poco menos de escalera, y serán una sola cosa hombre y escalera.
Pero sigamos la historia de mi amigo. No bien hubo visto la blancura
de una de las casas nuevas, la monería de las acomodadas piececitas,
el estado de novedad de las habitaciones del piso tercero, alborózase
y: _¡este cuarto es mío!_, exclama.--Pero acabemos de ver.--Nada;
inútil, quiero casa nueva, casa nueva; no hay remedio.--De allí á
media hora estábamos ya en casa del casero. Inútil es decir que
el casero tenía mala cara; todos la tienen: es la primera cosa
que hacen en comprando casa; á lo menos tal nos parece siempre á
los inquilinos, sin que esto sea decir que no pueda ser ilusión de
óptica.--¿Qué tiene usted que mandarme?...--¿Usted es el dueño de
la casa que se está haciendo?...--Sí, señor.--Hay varios cuartos
en la casa.--Están dados.--¡Cómo!, si no están hechos...--Ahí verá
usted.--¿Pero no habría?...--Un tercero queda.--Bueno; he dicho
que quiero casa nueva.--No es tampoco de los más altos, caballero:
no tiene más que noventa y tres escalones y un tramito.--Ya se ve
que no es mucho: se baja uno á Madrid en un momento; quiero casa
nueva.--¿Pagará usted adelantado?--Hombre, ¿adelantado? Á mí nadie me
paga adelantado.--Pues déjelo usted.--¡Ah! no, eso no; bien; pagaré;
¿un mes?--Tres meses ó seis.--Pero, hombre...--Dejarlo.--No; bien,
bien; ¿cuánto renta? Es tercero y tiene pocas piezas y estrechas,
y...--Diez reales diarios; dé usted gracias que no se le pone en
doce.--¡Diez reales!--Si no acomoda...--Sí, señor, sí. ¡Cómo ha de
ser! ¡Casa nueva!--Fiador.--¿Fiador?--Y abonado.--Bueno; ¡paciencia!
Tengo amigos; el marqués de...--¿Marqués? no, no, señor.--El coronel
de...--¿Militar?, menos.--Un mayordomo de semana.--¿Tiene fuero?,
no, señor.--Pero, hombre, ¿adónde he de ir á buscar?--Ha de tener
casa abierta.--Pero si yo no me trato con taberneros, ni...--Pues
dejarlo.--¡Voto va!
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