Obras completas de Fígaro, Tomo 2 - 29

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De lo que puedes vivir seguro es de que esas multas no se aplican á
pago de censores; seis meses hace que están los pobrecitos echando
rúbricas día y noche como en barbecho en cuanto papel les cae debajo,
sin ver la cara de un rey en una mala moneda: eso parte el corazón.
Digo, si fuese gente interesada como muchos creen; vale Dios que no
necesitan ellos que nadie les dé un maravedí por atajar el paso á
la licencia. Hombre hay que con tan buen fin daría dinero encima de
lo suyo, si censor ó no censor hubiera aquí hombre que lo tuviera;
aun harán más probablemente, que será dejar parte del sueldo, que no
cobran, para el donativo voluntario, á que obligan ahora á todo el
mundo, con cuyos auxilios va la guerra que vuela. Es lo que muchos
dicen: ya quisieran ver á lo menos lo que dan, para formar una idea
de lo que deberían tomar. Sueldo, Dios le dé, pero rúbricas no
faltan. Censor conozco yo á quien le presentaron en un mismo día la
cuenta de su lavandera y el contrato matrimonial de su hija, y en la
primera puso: _imprímase_; y en el segundo: _no puede correr, por ser
contra las prerrogativas del altar y del trono, y encerrar alusiones
inmorales_. Y tenía razón, porque al matrimonio se sigue lo que tú
sabes, cosa por cierto inmoral y hasta fea en cuanto á ornato.
Chanzas aparte; no es el mío, que es hombre en verdad racional si los
hay, y de él estoy tan contento que el día que me lo quiten, como es de
presumir, me arrancan un pedazo del alma y el cuerpo todo entero, que á
fuerza de verdades alimento.
Dejemos á un lado esas boberías de la libertad de imprenta, que se
parece al dinero en lo indispensable, y en lo filosóficamente que sin
la una y sin el otro vamos trampeando.
Ya sabrás en París los asesinatos del santuario de Hort: hicieron eco
en Barcelona, y hubo allí la de Dios es Cristo. Muchos liberales se
afligieron, y yo también me afligí; ¡vaya!, pero no precisamente en
cuanto liberal, sino en cuanto hombre. Une estos que llaman atentados,
y que realmente lo son, con los de los conventos, y remontándote más
arriba con los del 17 de julio, de triste recordación para los frailes
de Madrid, yo te diré una cosa.
Cuando yo veo á los principales pueblos de una nación alzarse
tumultuosamente, y á pesar de las guarniciones y de la guardia
nacional, y del poder del gobierno, atropellar el orden y propasarse
á excesos lamentables en distantes puntos, en épocas diversas, y á
despecho de los sentimentales sermones de los periódicos, difícilmente
me atrevo á juzgarlos con ligereza: mientras mayores son los excesos,
más increíble el olvido de las leyes y más fuerte la insurrección,
más me empeño en buscarles una causa; ni en el orden físico ni en el
moral comprendo que lo poco pueda más que lo mucho: no comprendo que
pueda suceder nada que no sea natural, y para mí natural y justo son
sinónimos. De donde infiero que una insurrección triunfante es cosa tan
natural como la erupción de un volcán, por perjudicial que parezca. Una
causa no es una defensa, pero es una disculpa, desde el momento en que
se me conceda que una causa dada ha de tener forzosamente un efecto.
Ahora bien. ¿En dónde ve el pueblo español su principal peligro, el
más inminente? En el poder dejado por una tolerancia mal entendida,
y por muy largo espacio, al partido carlista; en la importancia que
de resultas de la indulgencia y de un desprecio inoportuno ha tomado
la guerra civil. ¿No veía en los conventos otros tantos focos de esa
guerra, en cada fraile un enemigo, en cada carlista preso un reo
de estado tolerado? ¿No procedía del poder de esos mismos enemigos
dominantes siglos enteros en España, la larga acumulación de un antiguo
rencor jamás desahogado? ¿Qué mucho, pues, que la sociedad acometida
en masa, en masa se defienda? ¿Qué mucho que no pudiendo ahogar de una
vez al enemigo entre sus brazos, se arroje sobre la fracción más débil
de él que tiene más cerca y á su disposición? Sólo puede ser generoso
el que es ya vencedor: si al gobierno le es dado juzgar y condenar
legalmente, es porque está fuera de combate, porque representa á la
justicia imparcial. Pero se pretende que de dos atletas en la fuerza
de la pelea, el uno continúe su victoria hasta acabar con su enemigo,
y que éste se contente con decirle: «¡¡¡Espérate, no me mates, que
voy á dar parte á la justicia, que es de mi partido, para que ella te
ahorque!!!»
El pueblo no es el gobierno; es más fuerte que él, cuando éste no
comprende y satisface sus necesidades; y prueba de ello es que lleva
á cabo sus atentados sin que aquél los pueda prever ni impedir. No
es esto alabar los atentados, sino decir los inconvenientes de las
revueltas, y que por malos que parezcan son naturales, como es malo,
pero natural, que un río atajado por diques, inferiores á él, se
salga irritado de su madre é inunde la campiña que debiera fertilizar
mansamente.
Nota aquí una cosa. Quien pudo hace un año dar salida conveniente á
ese río no lo supo hacer, y cuando llega la avenida, se queja del
río. Quéjese de su torpeza, que no calculó antes de poner los diques
la fuerza que el agua traería. El gobierno no supo á tiempo contentar
á los pueblos y dar salida legal á su justo enojo, y su sucesor, que
heredó la culpa, se queja ¿de qué?, ¡¡¡de que los pueblos no son de
cartón, como uno y otro creyeron!!!
Recorre la historia: en ella aprenderás que un asesino nunca puede ser
justo; pero cuando no es uno, cuando no es una facción, cuando son los
pueblos enteros los que asesinan, rara vez dejan de obrar naturalmente.
Que no fueron entre nosotros cuatro malévolos, mal pudiera negarlo el
gobierno mismo, pues á haberlo sido, ¿cómo no hubiera estado en su
mano sujetarlos? De donde infiero que los desórdenes del pueblo, ó son
naturales y justos cuando el gobierno no los puede contener, ó son
culpa del gobierno cuando puede y no sabe, ó no quiere. Argumento sin
contestación.
Pero eso sí, vivimos en el tiempo de la legalidad. Los principales
motores fueron presos y trasladados á Canarias. Por supuesto, me
dirás, previa formación de causa y la competente condenación de los
tribunales. Claro está. ¿Cómo querías tú que un gobierno, que se queja
de los excesos del pueblo, vaya él á cometerlos? ¿Un gobierno, que
no puede como el pueblo disculparse con la seducción y la irritación
de las pasiones, había de atropellar las leyes, de que es guardián
y ejecutor, con la misma facilidad que ese pueblo á quien castiga
por haberlas atropellado? ¿Pues no ves que si el gobierno hubiera
atropellado las leyes para castigar los atropellos de otros, debería
haber empezado por embarcarse él para Canarias, y decir: _Marchemos
todos francamente, y yo el primero, por la senda de presidio?_ Vaya,
Andrés, que eso ni suponerse puede, y si te cuentan que tal caso ha
sucedido, puedes decir que el que lo cuente es un malévolo de ésos que
traen la anarquía en el bolsillo. Diría el gobierno y diría bien: «Yo
no hice tal cosa, y si la hiciera, ¿qué diferencia habría entre los
atentados del pueblo y los míos? Porque en fin, mientras que la ley no
le ha declarado reo, el condenado es asesinado: en ese caso no habría
entre mi atentado y el del pueblo más que una diferencia, á saber: que
el pueblo asesinó malamente carlistas y yo asesino malamente liberales».
Asesinatos por asesinatos, ya que los ha de haber, estoy por los del
pueblo.
Puedes estar seguro de que hay causa; y si no se les ha formado, es
porque andamos de prisa, ó por mejor decir, lo que ha ido á Canarias no
ha sido una cadena de culpables, sino una comisión artística compuesta
de liberales, que van á costa del gobierno á acabar de descubrir
aquellas islas, y escribir una memoria de las alturas del globo, y á
dar testimonio al mundo sobre todo de la altura á que estamos, tomando
el meridiano del pico de Tenerife.
También te habrán contado posteriormente otra pequeña arbitrariedad
ejecutada oficialmente en una vieja, en virtud de un _cúmplase_ de un
héroe. ¡Dios nos libre de caer en manos de héroes! Sólo te diré que á
lo menos en Barcelona tuvieron que acometer una fortaleza y exponerse
á ser rechazados. Bueno es remontarse á las causas de las cosas, al
tronco, y no á las ramas. Es así que la primera causa de que existen
facciosos fueron las madres que los parieron; ergo quitando de en medio
á las madres; lo que queda. Los teólogos dicen: _sublata causa tollitur
efectus_. Es lástima que no haya vivido el abuelo, porque mientras
más arriba más seguro es el golpe. Pero hemos tenido que contentarnos
con la madre. Está probado que así como Sansón tenía la fuerza en el
pelo, los facciosos tienen el veneno en la madre, que viene á ser
la hiel de ellos; en quitándosela se vuelven como malvas: así lo ha
probado la experiencia, porque de resultas el otro no ha fusilado
más que á treinta. ¿Quién sabe los que hubiera fusilado si hubiera
tenido madre todavía? Luego, las mujeres son las que están impidiendo
la felicidad de España, y hasta que no acabemos con ellas no hay que
pensar en tener tranquilidad. En cuanto á las hermanas, como estaban
casadas con guardias nacionales, les tocaba fusilar la mitad á los de
allá, y la otra mitad á los de acá; pero nosotros, más desprendidos,
no quisimos perdonar ni la mitad que nos tocaba, y lo fusilamos todo.
¡Bienaventurados en tiempos de héroes los incluseros, porque ellos no
tienen padre ni madre que les fusilen!
Pasadas estas etiquetas de recíproca cortesía, dieron en correr voces
de que el ejército estaba descontento, y que la guerra de Navarra
no iba lo ligera que debía. Felizmente para todos, algunos amigos
tuyos y míos, que así saben mover la pluma como esgrimir la espada,
enderezaron la opinión en artículos luminosos, probando lo que ninguno
debía tener olvidado, que las guerras civiles son largas, á pesar de
todos los programas del mundo; que éstos son por el contrario los que
tienen corta vida; que así las civiles como las demás se sostienen con
dinero y con soldados; que un gobierno en lucha con una facción pierde
más cuando pierde una batalla, que adelanta cuando la gana, y que una
derrota nuestra nos quita más honra que gloria da á la facción; que por
lo tanto es fuerza no aventurarse sino á ciencia cierta; que la guerra
no se hace en el ministerio, sino en Vizcaya; que de real orden se
llevan y se traen jueces, se envían buques á Canarias, y se conquistan
votos, pero de real orden no se ganan batallas; que algunos descalabros
nuestros han sido debidos á reales órdenes; que para hacer la guerra
se necesita un plan; que para tener plan es preciso que el general
sólo sea responsable; y que Córdoba, en fin, sin que haya necesidad
de llamarle héroe, tiene un plan, el cual es forzoso dejarle llevar á
cabo, siquiera porque no ha habido hasta ahora otro mejor que el suyo.
Tales razones no convencieron, fué bien acogida la representación del
ejército, y si bien ninguno de los que hablaban fué á dar su brazo en
vez de su voto, al fin no se admitió la dimisión, y sigue el general, y
su plan, y la guerra de Navarra, en el mejor estado posible.
Mientras todo esto pasaba echáronse encima las _próximas elecciones_,
hoy ya pasadas, y porque digo se echaron encima, no vayas á pensar
alguna tontería. Dijeron muchos si habría amaños ó si no habría
amaños; que se escribió largo y se intrigó más. Lo primero solo
prueba cultura en el país, lo segundo arguye talento. ¡Vaya usted á
impedir que hablen las gentes! Para que no fuesen las elecciones muy
populares bastante amaño era ya la propia ley electoral, en virtud de
la cual debían elegir los electores nombrados por los ayuntamientos y
los mayores contribuyentes. No hay cosa para elegir como las muchas
talegas: una talega difícilmente se equivoca; dos talegas siempre
aciertan, y muchas talegas juntas hacen maravillas. Ellas han podido
decir á su procurador por boca de los mayores contribuyentes la famosa
fórmula aragonesa: «Nos, que cada una de nos valemos tanto como vos, y
todas juntas mucho más que vos, os hacemos procurador».
Luego, los elegidos habían de tener doce mil reales de renta: gran
garantía de acierto: por poco que valga un real en estos tiempos, no
hay real que no valga una idea, sin contar con las muchas que hasta
ahora hemos visto que no valían un real, y con los varios casos en que
por menos de real daría uno todas sus ideas: bueno es siempre que haya
reales en el Estamento por si acaso no hubiese ideas. Tanto mejor si
hay lo uno y lo otro.
No es menos importante lo de los treinta años; no es menos simbólico ni
cabalístico el número de treinta que el de tres tan citado, y de que es
décuplo; treinta días tiene el mes, treinta minutos cada media hora,
por treinta dineros vendió Judas á un Dios, treinta años representa
la vida de un jugador, y treinta años, en fin, la capacidad de un
procurador. Muchos filósofos han creído que cuando el hombre nace, el
Ser Supremo, que esta atisbando, le sopla dentro el alma por medio del
mismo procedimiento que usa un operario en una fábrica de cristales
para dar forma á una vasija; pero eso es el alma, mas no la capacidad
y la facultad de procurar: esta tal otra quisicosa se la infunde el
Criador el día que cumple treinta años, por la mañanita temprano, así
como la aptitud legal y la mayoría se la comunica á los veinte y cinco.
Oh tú, Andrés, que no los has cumplido, está con cuidado el día que
los hayas de cumplir, y escríbeme para mi gobierno lo que sientas en
ese día: dime por dónde entra la capacidad, y hacia dónde se coloca en
tu persona: prevenido de esa suerte de los síntomas que la anuncian
podré yo hacer á la mía, el día que me baje, el recibimiento que se
debe á tan ilustre huésped. ¿Cuándo tendremos treinta años? Aquel día
seremos ya unos hombrecitos.
Bien ha habido hombres que han discurrido antes de los treinta años,
pero ésos son fenómenos portentosos, raros ejemplos de no vista
precocidad; y en cuanto á Pitt y otros de su especie, ministros ya
mucho antes, ni siquiera es posible considerarlos como monstruos de
naturaleza; es fuerza inferir error de cálculo y mala fe en la de
bautismo.
El haber nacido en la provincia, ó tener en ella arraigo, no es de
menos importancia, si recordamos que las primeras impresiones se
graban para siempre en la cabeza del niño, y deciden de lo que ha de
ser después cuando grande: ni es posible que un hombre conozca su
provincia, y se interese por ella, si no ha nacido por allí cerca.
Puede suceder que una provincia tenga más confianza en la reputación,
en el saber de un forastero; pero páselo en paciencia la buena de la
provincia, que más pasó Cristo por ella.
Dicen sin embargo que todos los electores no han tenido presentes todas
esas verdades; así que, unos procuradores no han nacido, otros no
tienen la renta, ¡qué sé yo! Esto tiene compostura habiendo comisión de
poderes, y en todo caso se aplica la renta de unos á otros, como hacen
los buenos cristianos con los méritos de nuestro Señor Jesucristo,
que valen mucho más que las rentas; y así poniendo de aquí y quitando
de allí tengo para mí que se ha de remediar. Y aun yo diría más. Don
Juan Álvarez Mendizábal fué elegido por ejemplo por Barcelona, siendo
natural de Cádiz, y no habiendo residido en Cataluña. Decían: «Pero
no tiene nada suyo en Cataluña, sino los electores:» ¿pues eso no es
tener?, ¿no valen tanto por lo menos los electores como una casa, ó una
tapia, ó unas cuantas fanegas de pan llevar? ¡Sino que poniéndose á
hablar las gentes!...
Por lo demás es sabido que el gobierno no ha influido absolutamente
nada en las elecciones, y desde luego se dijo que eran á pedir de boca.
Para que formes una idea, han salido elegidos los sugestos siguientes:
Por Barcelona, como llevo dicho, don Juan Álvarez Mendizábal.
Por Cádiz, don Juan Álvarez Mendizábal.
Por Gerona, don Juan Álvarez Mendizábal.
Por Granada, don Juan Álvarez Mendizábal.
Por Madrid, don Juan Álvarez Mendizábal.
Por Málaga, don Juan Álvarez Mendizábal.
Por Pontevedra, don Juan Álvarez Mendizábal, etc., etc., etc.
Que es el cuento de pasó una cabra, y volvió y pasó otra, y volvió á
tornar y á pasar otra cabra, y así sucesivamente.
Si oyes decir que se abre el Estamento, di que es broma, que quien se
abre es don Juan Álvarez Mendizábal.
No habrás olvidado que los ministros de estado y de hacienda, y el
presidente del consejo, son don Juan Álvarez Mendizábal, y que los
otros ministros no son sino una manera de ser, distinta sólo en
la apariencia del don Juan Álvarez Mendizábal. Ahora figúrate el
día que el Estamento don Juan Álvarez Mendizábal pida cuentas al
ministro don Juan Álvarez Mendizábal...; aquí llaman esto un _gobierno
representativo_: sin que sea murmuración, confieso que yo llamo esto un
_hombre representativo_.
Una vez conocida la buena índole de las elecciones y la idoneidad
de esos diversos señores procuradores, ocurrió la duda de si estas
Cortes que iban á reunirse vendrían sólo para hacer una ley electoral
mejor que la que les confiere su derecho; ó si podrían constituirse
revisoras. Quiénes se agarraron á la legalidad, diciendo que esto
último sería ilegal; quiénes intentaron probar que lo de menos era la
legalidad, y que lo que importaba era la conveniencia. Por fin salimos
del atolladero, y parece que no tratarán de constituirse por varias
razones. Porque no han sido convocadas para eso. Porque siendo su
objeto principal hacer una ley electoral, en virtud de la cual puedan
convocarse luego las revisoras, es claro que los demás asuntos que á
ellas se sometan, por importantes que sean, habrán de ser subalternos
al principal. La nación tiene un cimiento, y necesita una casa: en
estas Cortes va á decidir cuáles han de ser las circunstancias del
arquitecto que se la puede hacer á su gusto. Por consiguiente, todo lo
que sea proceder á construir el que sólo está comisionado para designar
el constructor, es hacer la casa y dejar para después el arquitecto:
equivale á blanquear después de pintar; es dejar al que venga detrás el
derecho de poner en duda la validez de la construcción.
En estas disputas andábamos, cuando otro _run run_ más terrible vino
á poner nuevo espanto en nuestro corazón. He aquí que una noche corre
la voz de que se va á poner la constitución del año 12. ¡Bravo!, dije
yo: esto es lo que se llama andar camino. Aquí no se sabe multiplicar,
pero restar á las mil maravillas. Vamos á quién puede más. El año 14
vino el rey y dijo: quien de catorce quita seis, queda en ocho. Vuelvan
pues las cosas al ser y estado del año 8. El año 20 vienen los otros
y dicen: quien de veinte quita seis, queda en catorce: vuelvan las
cosas al ser y estado del año 14. El año 23 vuelve el de más arriba y
dice: quien de veinte y tres quita tres, queda en veinte; vuelvan las
cosas al ser y estado de febrero del año 20. El año 1836 asoman los
segundos, y éstos quieren restar más en grande: quien de treinta y seis
quita veinte y cuatro, queda en doce; vuelva todo al año 12. Éstos han
pujado, si se exceptúa el del Estatuto, que más picado que nadie cogió
y lo restó todo, y nos plantó en el siglo XV.
¡Diantre!, ¡si volveremos todavía á la venida de Túbal! Sepamos primero
cómo se entiende nuestro progreso. ¿Hacia dónde vamos? ¿Hacia atrás, ó
hacia adelante? Tengamos el cuento del cochero, que, montado al revés,
arreaba al coche.
Ya te lo he dicho: tejedores; tejer y destejer. Nadie vende su tela, y
nadie hace tela nueva.
Decían ellos que el volver atrás no era más que tomar carrera. ¡Dios
los bendiga, y qué larga la toman!
Vamos claros. La constitución del año 12 era gran cosa en verdad, pero
para el año 12: en el día da la maldita casualidad de que somos más
liberales que entonces: si te he de hablar ingenuamente, á mí me parece
poco.
Las circunstancias del año 12, la guerra que sosteníamos apoyada en el
fanatismo popular, y el mayor atraso de la época, exigieron concesiones
en el día no necesarias, ridículas.
En ellas hablan las Cortes en nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo
y Espíritu Santo: gran principio para una novena: buena es la devoción,
pero á su tiempo: eso es adoptar, heredar de la monarquía el derecho
divino: la sociedad puede servir á Dios en toda clase de gobiernos.
El Supremo Hacedor no delega facultades temporales ningunas, ni en un
soberano, ni en un congreso; la sociedad se hace ella misma por derecho
propio sus reyes y sus asambleas. Cristo vino al mundo á predicar, no
á redactar códigos. Á Dios daremos cuenta de nuestras creencias, no á
los hombres: reflexión igualmente aplicable al capítulo II, artículo
12, porque el Salvador quiso convencer, no obligar, porque no quiere
más homenajes que los voluntarios.
Ítem más: en la constitución del año 12 no está consignada la libertad
de imprenta, sino para las ideas políticas, y eso es decirle á un
hombre: _Ande usted, pero con una sola pierna_.
En cambio nos impone como ley fundamental el amor á la patria y la
obligación de ser justos y benéficos... en cambio... Andrés mío,
callemos, porque, repito, que la venero, y tengo por indigno de
un liberal poner en ridículo el paladión de nuestra independencia
nacional, y la cuna de nuestra libertad, por fácil que eso sea. Pero la
respeto, como Cristo respetó el testamento viejo, fundando el nuevo.
Veneremos el viejo código, y venga no obstante otro nuevo más adecuado
á la época.
Parécense los hombres del año 12, amigo Andrés, al cura que no sabía
leer más que en su breviario: ó mejor al gastrónomo en Vista-Alegre,
que viendo su mesa puesta, pugna por sentarse á ella en cuanto le dejan
un momento libre, en cuanto ve un resquicio por donde acercarse á la
mesa. El caso es el mismo: todos les hacemos cumplimientos, pero no
les dejamos sentarse. Unas veces se lo impidió el poseedor don Pascual
de la Rivera, otras los mozos de su fábrica... Convengo en que es una
desesperación; pero culpen, no á nosotros, sino á ellos mismos, que
tantas veces se dejaron interrumpir antes de llegar el bocado á la boca.
Aténgome á su artículo, que dice:
«La nación española es libre é independiente, y no es ni puede ser
patrimonio de ninguna familia, ni persona».
Esto digo yo: entre á gobernar, no éste ni aquél, sino todo el que se
sienta con fuerzas, todo el que dé pruebas de idoneidad. Basta de
ensayos. Á eso nos responden ellos: «¿Y dónde están esos hombres?»
¿Dónde han de estar? En la calle, esperando á que acaben de bailar los
señores mayores, para entrar ellos en el baile.
«¿Cómo no salen esos hombres?», añaden. ¿Cómo han de salir? De
Calomarde acá, ¿qué protección, qué ley electoral ha llamado á los
hombres nuevos para darles entrada en la república? Cuenta sin embargo
con ella, y llámelos la ley presto: ¡¡¡déjese entrar legalmente á los
hombres del año 1836, ó se entrarán ellos de rondón!!!
En conclusión, hombres nuevos para cosas nuevas: en tiempos turbulentos
hombres fuertes sobre todo, en quienes no esté cansada la vida, en
quienes haya ilusiones todavía, hombres que se paguen de gloria, y en
quien arda una noble ambición y arrojo constante contra el peligro.
«¿Qué saben los jóvenes?», exclaman. Lo que ustedes nos han enseñado,
les responderemos, más lo que en ustedes hemos escarmentado, más lo
que seguimos aprendiendo. ¡Y qué eran ustedes el año 12! Nosotros
fundaremos nuestro orgullo en ser sus sucesores, en aprovechar sus
lecciones, en coronar la obra que empezaron. Nosotros no rehusamos su
mérito; no rehúsen ellos nuestra idoneidad, que el árbol joven es la
esperanza del jardinero, si el viejo ya le da sombra.
Según el miedo que tienen de que la juventud entre en los puestos, no
parece sino que es posible hacerlo peor que ellos.
Para el año 1836 la única constitución posible es la constitución de
1836.
Una idea te diría, si no la hubieras de contar; y sólo á ti te la
diría, porque ellos la tomarán á personalidad, si de ella hiciese
un artículo, y sabe Dios que no lo digo por tal. Mucho venero á los
hombres de otra época, Andrés mío; mucho saben, sobre todo en no
hablándose de gobernar, para lo cual ya nos han manifestado repetidas
veces hasta donde rayan: mucho saben, y tanto que no sólo no los
lanzaría yo de la república, sino que los guardara muy guardados como
guardaban los romanos los libros sibilinos, para consultarlos con el
mayor respeto: de ellos armaría una biblioteca viva, donde vueltos de
espaldas en muy pulidos estantes, leyese el estudioso encima _Fulano,
de Economía Política_; _Mengano, de Reformas Constitucionales_;
_Zutano, de la Guerra de la Independencia_; _Perengano, de Metáforas y
del Espíritu del Siglo_, etc., etc.; de suerte que no hubiese más que
volverlos y ojearlos en un apuro, cuidando mucho de quitarles antes
y después el polvo, y de tornarlos á volver hasta otra duda, como
pergaminos preciosos.
Ahí verás tú si los respeto, y si los tengo en estima.
Hasta aquí de la constitución y de los hombres del año 12. Pasó el
susto, y la noticia, como habrás visto, no tuvo consecuencia. Sin duda
el ruido que metió fué el último cumplimiento de despedida que nos hizo.
No ganamos para sustos. Posteriormente se cruzaron de palabras el
pueblo de Valencia y su capitán general. Éste tomó una porción de
providencias, entre otras las de Villadiego; con cuyo ingenioso
arbitrio no le pudieron haber los valencianos, que es decir que ha
podido más que ellos, que se ha burlado de ellos. Tiene mucho talento.
Buen chasco se han llevado. Así, así: á los alborotadores hay que
jugarles esas pasadas; con eso escarmientan. Á buen seguro que si Basa
hubiera hecho otro tanto, no le hubieran deshecho á él, y el pueblo de
Barcelona se hubiera llevado el mismo chasco que el de Valencia. ¿No
queréis capitán general? Pues tomad capitán general. ¿No te figuras tú
al pueblo de Valencia buscando á su capitán general por todas partes,
como quien busca una sanguijuela extraviada, y él trota que trota para
Madrid? Á mí me hace morir de risa. Es lo que él dice: «¿Pues qué,
querían ustedes que me mataran?» ¿Qué habíamos de querer?
Conque ahora está aquí bueno, gordo y tranquilo; no ha sido poca
fortuna el poderlo contar.
En Zaragoza fué por otro estilo: salieron unos carlistas sentenciados
á qué sé yo qué bobería: se levantó el pueblo, sitió á los jueces, y
dieron en quererlos juzgar. Al maestro cuchillada. Pero no les da el
naipe para esos pasajes á los jueces de Zaragoza, como á los capitanes
generales de Valencia.
Entre tanto el ministerio de gracia y justicia sigue siempre de
mudanza, y hace bien, porque el juez que no da fruto en una tierra, lo
da en otra. El juez ha de ser como el zapato, hecho al pie; por eso el
que no le viene bien al uno, le viene al otro.
Para eso el de la gobernación no se mete con nadie, ni habla mal de
nadie. Es un excelente señor; á su oficina y no más. Da lástima hacerle
daño, y sería completo si se le volviese _C_ la _H_ de su apellido;
pero llámalo _h_.
En cuanto al de la guerra nadie sabe una palabra de él.
En mi última te pintaba en globo la confusión que en el Estamento y
fuera de él había causado la ley electoral, y te añadía:
«Yo por el pronto sólo veo clara una cosa, y es que para el 22 de marzo
se reunirán de nuevo en Madrid otras Cortes... que para entonces es
probable que empecemos á entendernos... y que seguramente no tendremos
facción, porque estarán al caer los seis meses de la promesa, ó no
tendremos ministerio, si no la cumple, porque estará caído, etc.».
De todas esas profecías sólo en la primera acerté; porque en cuanto á
entendernos da gusto. Unos dicen que Mendizábal es el primer hombre
del mundo; otros que no es tal, sino el último; que el primero es
Istúriz y Galiano; te advierto que éste son dos: otros que ni Istúriz
ni Mendizábal: no sé qué te diga: quién asegura que esto puede durar
unos quince días, quién defiende que durará más que un constipado
mal curado: éste no ve más que el prestigio que tiene todavía en
las provincias, el cual no se destruye tan fácilmente, sobre todo
cuando no deja de tener algún fundamento; aquél no atiende más que al
descrédito en que ha caído en sus corros y cafés, y cree que toda la
nación puede juzgarle con igual talento, y tan de cerca como él. Éstos
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