El cuarto poder - 23

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desgracia, nuestros enemigos buscan el más pequeño pretexto para
mortificarnos y sacarnos a la vergüenza... Se ha publicado ya una
gacetilla que hiere de un modo escandaloso a mi yerno... y esto no lo
puedo consentir.
Doña Paula había ido perdiendo su cortedad a medida que hablaba. Las
últimas palabras las pronunció con energía. A la faz terrosa del Duque
había acudido un poco de color. Por la cabeza debieron pasarle ideas
graves y tristes; pero en realidad no le pasó más que la siguiente:
«Esta mujer me está dando una lección».
—Siento mucho, señora—dijo con expresión soberbia,—haber ocasionado a
ustedes un disgusto... Pero estoy tan acostumbrado a que el público se
fije en mis actos y los comente a su gusto, que esas habladurías y esas
gacetillas de que usted acaba de hablarme, no me causan la más mínima
molestia. Los pequeños se vengan de la superioridad de los grandes,
murmurando de ellos. Es ley eterna que no se debe contrariar.
—Todo eso está muy bien, señor Duque. A un personaje tan alto como
usted, no pueden llegar las murmuraciones del pueblo... Pero a nosotros
es muy distinto. No estamos colocados en esa altura y las malas lenguas,
crea usted que nos hacen muchísimo daño...—respondió doña Paula con
inocencia que resultaba profundamente irónica.
El Duque algo impaciente, jugando nerviosamente con el gorro que tenía
en la mano, replicó:
—Repito que lo siento mucho, señora. Si hubiera sabido que mis
inocentes atenciones con su hija pudieran interpretarse tan
malignamente, me hubiera guardado bien de prodigárselas... En adelante
procuraré ser más cauto... Pero, ¡Dios mío!—añadió riendo.—¿Cómo es
posible figurarse que un hombre de mis años pueda mirar a una niña como
Ventura, sino con ojos paternales?
Allá en el fondo, sentíase halagado de aquella suposición.
—¡Oh! señor Duque, los hombres de la posición de usted, no son nunca
viejos. El brillo atrae mucho a las mujeres... Por eso no basta que
usted se reprima en adelante y sea prudente. Es necesario quitar al
mundo todo pretexto para murmurarnos...
El Duque se puso repentinamente pálido. Vaciló unos instantes, y dijo al
cabo:
—Saliendo yo de esta casa, ¿verdad?
—Ese era el favor que venía a pedirle—dijo ella sin levantar los ojos,
con entonación humilde.
Don Jaime se puso aún más pálido. Dió una vuelta por la estancia
arrugando con mano crispada el gorro turco, dejó escapar una risita
sarcástica, y volviendo a plantarse delante de doña Paula, dijo con
burlona arrogancia:
—¿De modo, señora, que me echa usted de su casa?
—¿Yo, señor Duque?... ¡Qué idea!... Lo que quiero únicamente es
devolver la calma a mis hijos, y evitar un choque...
—¿Qué choque?—preguntó el Duque, por cuyos amortiguados ojos pasó un
relámpago siniestro.
Doña Paula adivinó un peligro para su yerno, y se apresuró a enmendar la
imprudencia.
—El choque de mi hijo político con los canallas que pretenden
insultarle... Mire usted, Duque; si toma a mal la súplica que acabo de
hacerle, se equivocará mucho... Nosotros estamos tan honrados con su
estancia en nuestra casa, que nada nos ha causado tanto orgullo como esa
preferencia... Mi marido la ha solicitado con empeño, y ha recibido gran
alegría cuando supo que usted había aceptado su invitación... ¿Cómo
puede nadie figurarse que yo no me encuentre satisfecha teniendo en mi
casa a una persona tan elevada, yo que soy una pobre mujer del pueblo,
hija de un marinero, nieta de un sereno, a quien toda la villa llama la
Serena, como llamaron a mi madre y a mi abuela?... Verdad que si hubiera
sido hace algunos años, estaría más orgullosa... Los desengaños, las
tristezas, van labrando la soberbia... Pero de todos modos estoy muy
contenta, y sólo el temor a los grandes disgustos que pueden venir a mis
hijos, me ha obligado a dar este paso... que usted me perdonará...
Don Jaime dió otro paseo por la sala, se detuvo en el medio a meditar
unos instantes, y concluyó por hacer un gesto de desdén con los labios,
levantando al mismo tiempo los hombros. Luego vino hacia doña Paula y le
preguntó:
—¿Su marido tiene conocimiento del paso que usted acaba de dar?
—No, señor..., y me alegraría de que pudiera arreglarse todo sin que él
se enterase...
—Perfectamente. Hoy mismo quedará usted complacida.
—¡Oh, señor Duque! Mil gracias... Usted sabrá perdonar...—exclamó
levantándose y extendiendo hacia él las manos.
El magnate se limitó a inclinarse profundamente sin contestar.
—Le suplico que no me guarde rencor...
—Lo que acabamos de hablar quedará secreto entre nosotros. Buscaremos
medio de que nadie sospeche el motivo de mi marcha. Procure usted
desempeñar bien su papel. Yo respondo del mío.
Doña Paula salió de la estancia escoltada por el Duque, que la despidió
a la puerta con una exagerada y silenciosa reverencia.
Al llegar a la escalera la angustiada señora, respiró con libertad.
Aunque fuese a costa de aquellas penosas emociones, se alegraba
vivamente de haber arreglado el asunto sin escándalo y sin peligro. Y
con pie ligero, ella que ordinariamente se arrastraba ya para andar, a
causa de su dolencia, fué a comunicar a Gonzalo el resultado de la
visita.
A la hora de almorzar el Duque manifestó que había recibido carta de uno
de sus hijos en que le noticiaba que vendría a pasar el mes de
septiembre con él a Sarrió. Probablemente vendría también su hermano el
marqués del Riego. Con este motivo expresó su resolución de tomar
habitaciones en la fonda. Al instante fué contrariada con gran calor por
don Rosendo, con el apoyo de su esposa. Venturita se había puesto
pálida. Miraba al Duque de un modo particular. Gonzalo, con los ojos
bajos, el rostro sombrío, comía en silencio mientras se disputaba. A
pesar de todas las razones que don Rosendo alegó para retenerle,
haciéndole presente que la casa era capaz para recibir a los nuevos
huéspedes, el disgusto que a él y toda su familia iba a ocasionarles
aquella tan inopinada marcha, etc., etc., el Duque se mostró inflexible.
Respondía con la misma sonrisa protectora a cuanto se le manifestaba, y
repetía sin cesar frases de agradecimiento y amistad.
Convencido al fin de que era inútil insistir, el insigne cuanto
atribulado don Rosendo, fué con el mismo Duque y su secretario a ver las
habitaciones de la fonda de la Estrella, la única decente que había en
la villa. Alquilaron todo el piso principal. Al día siguiente se
trasladó el magnate, a pesar de las vivas representaciones de su huésped
para que se quedase al menos mientras no llegasen los otros.
Sorprendió vivamente a la población aquel traslado. Preguntóse la causa;
y aunque don Rosendo informó cumplidamente a todo el mundo de lo que
había acaecido, no pudo evitarse que quedase en el espíritu del público
alguna duda o sospecha de que las cosas no habían pasado enteramente
como Belinchón las relataba. Particularmente sus enemigos recibieron
gran alegría. Se dedicaron con afán a descifrar aquel enigma, pensando,
no sin razón, que los del Saloncillo ya no podrían utilizar la fuerza
del Duque para combatirles. En los dos meses y pico que éste llevaba de
permanencia en Sarrió, los amigos de don Rosendo habían conseguido que
prosperase en el juzgado una denuncia contra el alcalde, previa la venia
del gobernador de la provincia; habían logrado «tumbar» al administrador
de Correos que era del Camarote, y que se resolviese en favor suyo «el
problema del matadero». Los amigos de Maza, que andaban cabizbajos y
abatidos, recibieron la noticia como una mosca, próxima a morir en el
otoño, recibe un tardío rayo de sol. ¡Santo Dios qué calurosos
comentarios aquella noche en el Camarote! ¡Cuánta conjetura! La alegría
chispeaba en todos los ojos. Abríanse las narices olfateando la caída de
los del Saloncillo, y su próxima y definitiva victoria. _El Joven
Sarriense_ publicó en su primer número la siguiente lacónica, pero
endemoniada gacetilla: «El lunes se ha trasladado a las habitaciones del
piso principal de la fonda de la Estrella el Excelentísimo señor duque
de Tornos, conde de Buenavista, que estaba hospedado en casa de don
Rosendo Belinchón. Damos al egregio Duque la más cumplida enhorabuena».
Este indigno comentario tuvo dos días enfermo al nobilísimo Belinchón,
pasados los cuales mandó sus padrinos a Maza. Pero éste contestó que
mientras estuviese constituído en autoridad no podía batirse. Cuando
dejase de estarlo ya vería si le convenía cruzar las armas con
«semejante mamarracho». Como los padrinos contestasen en mal tono, les
amenazó con llevarlos a la cárcel, y hubieron de retirarse.
El duque de Tornos siguió visitando de vez en cuando la casa de don
Rosendo y dejándose acompañar por éste y sus amigos siempre que salía a
la calle. En la apariencia, la amistad entre ellos seguía inalterable.
La poca gente imparcial que había en Sarrió iba creyendo que no había
misterio alguno en su traslación y que todo era imaginaciones ridículas
de los del Camarote, a quienes cegaba el deseo de vencer a sus
contrarios. Sin embargo, pasaban los días, había entrado ya septiembre,
y ni el hijo ni el hermano del magnate acababan de llegar. Este había
mejorado muchísimo de salud en Sarrió, según decía a cuantos se le
acercaban. Hizo traer de Madrid coche y caballos y compró una bonita
balandra para pescar. Parecía disponerse a pasar todavía algunos meses
en la villa.
En sus relaciones exteriores con la familia Belinchón, esto es, cuando
se encontraba con ella en público, observaba una conducta delicada y
afectuosa, como personas a quienes debía muchas atenciones. Con
Venturita no se autorizaba tantas familiaridades, pero no dejaba de
hablarla en el teatro o en el paseo de un modo cariñoso. Así hacía
perder la pista a los que buscaban la causa de su salida de la casa.
Doña Paula estaba muy satisfecha de esta conducta. El mismo Gonzalo,
comprendiendo que no se le podía exigir más, se mostraba con él atento y
cortés. La tranquilidad había vuelto a renacer entre los jóvenes
esposos. Venturita, después de unos días en que no cambió con su marido
palabra alguna y aparecía pálida y ceñuda, herida, sin duda, por la
violencia que éste había desplegado en la escena que hemos descrito,
volvió a ser lo que antes, alegre y decidora unas veces, colérica y
caprichosa otras, siempre de palabra aguzada y sarcástica. Notó, sin
embargo, Gonzalo cierta amabilidad y deferencia inusitadas en ella. Lo
achacó al deseo de borrar el recuerdo de aquel pasajero, pero muy
peligroso disgusto que habían tenido.
Y así continuaron deslizándose los días serenos en la casa de don
Rosendo, sólo turbados por los altibajos que la enfermedad de doña Paula
sufría. Tan pronto estaba en pie como en la cama. Salía en coche a dar
largos paseos con Cecilia o con Ventura, y solía llevar a su nieta
Cecilita, en quien adoraba. Don Rufo hablaba de la necesidad de
trasladarse a otro clima, a otro país más elevado sobre el nivel del
mar, donde el aire tuviese menos presión. Y don Rosendo, aunque con
repugnancia, pues el pensamiento de exterminar a sus contrarios y hacer
de una vez la felicidad de su villa natal, le perseguía sin cesar, iba
entrando por la idea y trazando vagamente planes útiles y grandiosos
como todos los suyos. Flotaba en su imaginación el proyecto feliz de
trasladar _El Faro de Sarrió_ a Madrid y hacerlo diario con el título de
_El Faro de las Provincias_. Defender los intereses morales y materiales
de las provincias, sostener su vida autonómica, independiente, frente a
la acción y poderío absorbentes de la capital, «foco de inmundicia que
envenenaba la savia de la nación y secaba todos sus veneros de riqueza».
¡Qué grande y noble pensamiento!
A fines de octubre, Gonzalo fué a Lancia con una comisión de su suegro.
Se trataba de persuadir a un banquero de aquella población, para que no
enajenase las acciones que tenía, en un embarcadero de Sarrió, a cierto
individuo del Camarote, como se decía. En todo caso, que se las cediese
por el mismo precio a don Rosendo. Hacía ya dos días que estaba allá. Al
tercero por la tarde, cerca de la hora del obscurecer, se le ocurrió a
doña Paula subir a hacer una visita a su hija Ventura, que desde el
traslado del Duque había vuelto a ocupar el piso segundo. Muy rara vez
subía ya la buena señora la escalerilla de caracol. Pero aquel día se
sentía más ágil, más desahogada del pecho. Quiso probar sus fuerzas y
darse a sí misma una prueba de que estaba mejor.
El móvil inmediato fué llevar a su nieta Cecilita una muñeca, cuyo
vestido desgarrado le acababa de coser la doncella. Los peldaños se le
hicieron muy altos. Al llegar a la mitad tuvo que detenerse a tomar
aliento. Cuando llegó al piso, dijo en la voz más alta que pudo:
—Cecilita, hija mía, ¿dónde estás?
—Aquí, abuelita, aquí—respondió la niña saliendo de la estancia de su
madre.
Era una criatura que aun no había cumplido los tres años, rubia como el
oro, tan habladora y espontánea, que ejercía sobre la abuela verdadera
fascinación.
—¿Qué me taes, abuelita, qué me taes?—preguntó, mirando con avidez a
doña Paula, después de haberla abrazado por las piernas con tal ímpetu,
que por poco da con ella en tierra.
—La muñeca, hermosa, que te ha arreglado la chacha.
—Muñeca no... muñeca pa Lalina... yo soy gande... yo quero un chocho.
—No tengo chochos aquí, vida mía—respondió la abuela mirándola
embelesada.
—Tene mamá chocho... Ven... dame uno.
Y la llevó por el vestido al gabinete de su madre.
Al entrar en él la niña, pareció sorprendida y echó una mirada a todas
partes. Ventura había salido a recibirlas con la sonrisa en los labios,
besando a su madre cariñosamente:
—¡Jesús, qué pinitos! ¿Cómo te has decidido?... No sé si te convendrá
subir escaleras, mamá... ¿Te sientes bien?
—No me he fatigado gran cosa. Yo creo que estoy mejor. Las pildoras de
Dehaud, me parece que me prueban bien.
—Vaya, me alegro que al fin hayamos dado con una medicina que produzca
algún efecto... ¿Quieres sentarte?
—Abuelita, dame un chocho—dijo la niña interrumpiéndoles.
—No tengo, hija mía... ¿Tienes algún caramelo, Ventura?
—No.
—Tene Jame que está aquí.
Venturita se puso horriblemente pálida.
—¿Qué Jame, niña?—preguntó doña Paula.
—Nada, nada, cualquier tontería... ¿Conque te han probado bien las
pildoras?... Si don Rufo, por más que digan, entiende... ¡Vaya si
entiende!—se apresuró a decir Ventura con voz temblorosa, la faz tan
descompuesta, que su madre la miró sorprendida.
—Jame está aquí... Tene chocho... Ven, abuelita.
La niña tiró del vestido a la señora. Esta, pálida ya también,
adivinando vagamente algo terrible, se dejó arrastrar sin saber lo que
hacía.
—¡Cecilia!—gritó Ventura con una voz extraña que jamás le había oído
su madre.
Pero la niña no hizo caso. Siguió arrastrando a su abuela hacia la
alcoba. Antes de llegar a la puerta, se presentó en ella el duque de
Tornos.
Doña Paula, ante aquella repentina aparición, se quedó un instante
clavada al suelo, el rostro blanco y aterrado, la mirada atónita.
Después cayó pesadamente al suelo, arrastrando en la caída a su nieta.
El Duque se apresuró a levantarla. Luego, ante un gesto imperioso de
Ventura, la dejó sobre el sofá y huyó.
A las voces de la joven, acudieron los criados y luego Cecilia. Se creyó
que era un síncope producido por la fatiga. Transportósela a su cama,
donde luego, merced a los cuidados de Cecilia, recobró el conocimiento.
Pero no la facultad de hablar. La infeliz señora no pudo ya articular
palabra. Así estuvo dos días, sin que los esfuerzos de don Rufo, ni los
de otro médico que llegó de Lancia, lograsen poner en movimiento aquella
lengua, que se había paralizado. Generalmente, estaba con los ojos
cerrados, exhalando leves gemidos. Sólo cuando Ventura entraba en el
cuarto los abría para clavarlos en ella con una expresión fija de
angustia y reconvención. El sacerdote a quien se llamó, se vió obligado
a confesarla por señas. Dos días después, casi a la misma hora en que
había acaecido la fatal escena, falleció la infeliz señora, que ni aun
en la hora de la muerte apartó sus ojos empañados del rostro de
Ventura.


XVII
QUE GONZALO TOMA UNA GRAVE RESOLUCIÓN Y CECILIA OTRA

La familia Belinchón se refugió en Tejada para vivir a solas con su
dolor, durante algún tiempo. Doña Paula fué llorada como lo merecía, por
su magnánimo esposo. Dando tregua al espíritu progresivo y reformista
que le animaba, supo mostrarse tierno y sensible, lo cual en nada
menoscaba su gloria de publicista. Cecilia no se cansó en mucho tiempo
de llorar a su buena madre, con quien la ligaba tanto el parentesco de
la carne como el del alma. De todos sus hijos, era ésta la que más
semejanza guardaba con ella, aunque no era la preferida. El favorito,
Pablo, la sintió todo lo profundamente que él podía sentir algo en el
mundo. Es fama que, algunos días después del suceso, vió al último potro
que había comprado alcanzarse en el trote, y no le afectó gran cosa.
Pero en quien hizo sobre todo aquella repentina muerte un efecto extraño
y terrible, fué en Venturita. Tanto la impresionó, que estuvo algunos
días en la cama con fuerte calentura. Después que sanó, veíasela pálida
y triste. Contestaba distraída a lo que le decían: no salía casi nunca
del cuarto, a pesar de las instancias de su esposo. Este sentimiento tan
vivo como inesperado fué para él una prueba de lo que Cecilia y doña
Paula sostenían siempre; esto es, que Venturita era loca, caprichosa y
altiva, pero buena en el fondo. Algo se mitigó con tal consideración el
sincero dolor que experimentó por la muerte de su madre política. El
último y maternal servicio que la buena señora le prestara, había puesto
el sello al cariño que, con su conducta prudente y afectuosa, había
sabido inspirarle.
El duque de Tornos se volvió a Madrid, poco después de la desgracia
sobrevenida a sus amigos. Desde allá se escribía con don Rosendo, a
quien obligó con más de un servicio en la lucha sin tregua que mantenía
contra sus enemigos los del Camarote. Estos servicios fueron coronados,
después de algún tiempo, por una gran cruz de Isabel la Católica. Al
mismo tiempo que el diploma, le remitía el magnate una placa de
brillantes, cuyo valor no bajaba de veinte mil reales. Puede cualquiera
imaginarse la emoción y la gratitud de don Rosendo, al recibir aquella
honrosísima distinción. Como en Sarrió nadie poseía una gran cruz, se
vió precisado a ir a Lancia, para que un caballero de la orden llevase a
cabo la ceremonia de ceñirle la banda. Y así que se vió caballero, él,
que profesaba cierto desprecio metafísico a las religiones positivas,
aprovechó una procesión de la parroquia para llevar el farol, con la
hermosa placa en el pecho y la banda por encima del frac. Los amigos de
Maza tragaron mucha hiel. Después la vomitaron, no sólo en su tertulia
del Camarote, sino en el periódico, donde, en serio y en burla, vejaron
de un modo repugnante al glorioso fundador del _Faro de Sarrió_. En
algunas cáusticas, feroces gacetillas, se estaba viendo al bilioso
alcalde con la pluma en la mano. Don Rosendo, por vez primera en su
vida, leyó aquellas diatribas sin conmoverse, con un desdén sincero. Y
es que, cuando se ha llegado a la cima de las sociedades humanas, deben
parecer las amenazas de los pigmeos más curiosas que ofensivas.
Venturita salió, con este motivo, de su letargo sombrío. Habíase
realizado uno de los sueños que más acariciaba. Tomó parte en la alegría
y triunfo de su padre, y empezó a dejarse ver algunos días en la villa,
siempre en carruaje, por supuesto. Creció su orgullo y aquella
languidez señorial, imponente, que hacía morir de envidia y de rabia a
las señoras y señoritas de la villa, quienes se vengaban de su desprecio
llamándola, en sus horas de murmuración, «la princesa del Bacalao». La
muerte de su madre, a quien todo el mundo había conocido en Sarrió
artesana, «con pañuelo atado atrás», como allí se decía, contribuyó
tanto como la gran cruz de su padre a elevar el nivel social de la
familia, a aristocratizarla, por decirlo así. Ventura, con su desdeñoso
porte, con sus riquísimos vestidos, con la frialdad despreciativa con
que trataba a sus conocidas, vengaba lindamente a aquella pobre mujer, a
quien las señoras de Sarrió tanto habían hecho sufrir en vida.
Se pasó el invierno en Tejada, un invierno crudo, como pocos lo habían
sido. A temporadas llovió mucho, y esto hacía imposible el salir de
casa. Otras veces heló cruelmente. El cielo se mantenía sereno, pero los
campos, por la mañana, aparecían blancos, con una escarcha de medio dedo
de grueso. En ocasiones también nevó abundantemente. Todos estos
fenómenos meteorológicos tienen sus encantos en la aldea para el que
sabe hallarlos. Gonzalo había nacido para vivir feliz en medio de las
fluctuaciones de la Naturaleza. Si helaba, levantábase de madrugada y
dejaba atónitos a los de casa saliendo al corredor en mangas de camisa,
lavándose todo el cuerpo con el agua que se hacía sacar de las pilas de
mármol, después de roto el hielo. Luego, se vestía con un ligero traje
de caza, tomaba la escopeta, y emprendía famosas, descomunales correrías
de seis y ocho leguas, sin que nadie le oyera jamás quejarse de
cansancio. Si nevaba, se ponía el impermeable, las botas altas y la
gorra de pelo, y salía a matar palomas torcaces o gachas por las
cercanías de la posesión. Más de una vez tiene caído en cisternas
atacadas de nieve, logrando salir, gracias solamente a su vigor
extraordinario. Cuando llovía no había más remedio que quedarse en casa.
Pero aun entonces ofrecía la aldea placeres desconocidos en la villa.
Aquel lavado de los árboles y plantas era grato a los ojos. El verde
obscuro de las coníferas, después de algunos días de lluvia, adquiría
tonos claros merced a los retoños que apuntaban en la cima de las ramas;
en cambio la escarcha los marchitaba instantáneamente. Las hojas de las
magnolias brillaban como cristales, y en aquella atmósfera acuosa los
colores, los matices de la naturaleza cambiaban sin cesar, los contornos
de los árboles y las montañas se desvaían con suavidad exquisita. Y la
misma monotonía del agua al caer constantemente sobre los árboles con
triste rumor, engendra una soñolencia feliz, no exenta de voluptuosidad
para los que nada tienen que hacer fuera de casa, y encuentran en ella
las comodidades y refinamientos que la civilización proporciona a los
ricos. Era grato escuchar el _pío, pío_ de los ateridos gorriones,
guareciéndose por centenares en una washingtonia que había cerca de
casa, como en una gran pajarera: era grato ir a dar de comer a los
animalitos exóticos que don Rosendo tenía en su finca, salvando en
almadreñas la distancia que separaba sus cobertizos de la casa: era
grato también quedarse adormecido en una butaca al pie de la chimenea
con el cigarro en la boca y la botellita de ron delante, mientras
Cecilia leía un cuento interesante o algunos versos sonoros y
armoniosos.
Don Rosendo y Pablo se iban todos los días invariablemente a Sarrió
después de almorzar y venían a la hora de comer. El uno se ocupaba en
encauzar la opinión pública por los derroteros del progreso moral y
material, con mengua de los «reptiles que se arrastraban por el cieno,
impotentes para elevarse un instante a la región de las ideas,
escupiendo su veneno a todo el que sobresale por la inteligencia o por
la virtud». Excusado es decir quiénes eran estos reptiles a los que don
Rosendo aludía con frecuencia en sus artículos. El otro, tratando de
inclinar siempre los ojos y el corazón de cuantas forasteras hermosas
llegaban a la villa, hacia su adorable persona. Alguna mañana salía con
su cuñado de caza; pero observando que la intemperie atezaba su rostro,
dejó casi por completo este ejercicio. Por otra parte, Piscis era
enemigo nato de él. Para este inteligente centauro holgaba todo en la
tierra menos los caballos.
En las horas de la tarde, cuando llovía, si Ventura estaba de buen
humor, jugaba con Cecilia y Gonzalo al tresillo. Si no, jugaban los dos
últimos al _tute_ mano a mano con las niñas sentadas en sus regazos
respectivos, las cuales les molestaban a cada momento llevando sus
manecitas a los naipes. Ambos eran de buena pasta y se contentaban con
apartárselas suavemente.
—Quieta, Cecilita, quieta, que si le enseñas mis cartas a tu tía, me va
a ganar.
—No hagas caso, monina, tira por ellas—decía la joven riendo.
Hasta que concluían por entregárselas, quedándose ambos arrobados
mirándolas hacer castilletes, ayudándolas ellos mismos con grave
atención, mientras la lluvia azotaba los cristales pintados de las
ventanas chinescas y los maderos de haya chisporroteaban en la chimenea.
Las niñas comían antes que la familia. Era importante ocupación para
Cecilia hacerles plato, anudarles la servilleta, servirles agua y
vigilar «que no hiciesen cochinetas». Gonzalo, cuando estaba en casa,
presenciaba con deleite la refacción: se mantenía en pie como un magiar
detrás de las sillas de sus hijas. Después, era preciso llevarlas a la
cama. Cecilia cogía una en brazos, Gonzalo la otra, y las llevaban al
cuarto de aquélla, donde ambas dormían. La tarea de desnudarlas era
complicada y entretenida. Gonzalo, a pesar de su musculatura de toro,
poseía tanta delicadeza como una mujer para desatar las cintas y mover
sus cuerpecitos a un lado y a otro sin lastimarlas. A menudo las manos
de los cuñados se tropezaban. Cecilia retiraba la suya prontamente. Una
leve nube sombría cruzaba rápidamente por su risueño semblante. Gonzalo
no advertía nada. Cuando ya estaban acostadas, escuchaban sonriendo las
inocentes oraciones que _tiita_ hacía repetir a Cecilia. Paulina aun no
sabía elevar su entendimiento al Ser Supremo, y hasta se rebelaba para
hacer la señal de la cruz. Mientras se dormían, papá y _tiita_ habían de
estar bien pegaditos a las camas sin moverse. Si mantenían conversación
entre sí, las niñas se agitaban y tardaban mucho más en conciliar el
sueño. Así que procuraban guardar silencio, o cambiar solamente palabras
sueltas en voz baja. Cecilita no podía dormirse sin tener cogida una
oreja de su tía. Contra este capricho protestaba a menudo Gonzalo; todos
los días hablaba de quitárselo; pero su cuñada no hacía caso; ella misma
se inclinaba sobre la almohada para que la niña lo satisficiese. Gonzalo
se quedaba algunas veces dormido sobre la de Paulina, sobre todo cuando
había ido de caza. Al despertar, veía frente a sí el rostro pálido y
dulce de su cuñada, con los ojos muy abiertos, mirando con fijeza al
vacío.
—¿En qué piensas, Huesitos?—le preguntaba restregando los suyos.
La joven salía de su éxtasis estremeciéndose, y sonreía bondadosamente.
—No lo sé yo misma... En nada.
—¿No tienes algún quebradero de cabeza?—le dijo una noche levantándose
y cogiéndola afectuosamente la barba.
—Bah, ¿qué quebraderos de cabeza quieres que tenga en esta
aldea?—respondió Cecilia poniéndose colorada, y retirando el rostro.
—Puedes tenerlo en Sarrió.
—¿Y había de ser tan ingrato que no viniera a verme en los meses que
hace que aquí estamos?... Ya te he dicho que yo me quedo para vestir
santos—añadió sonriendo.
—No puede ser eso—replicó con calor el joven,—¡no puede ser! Sería
un delito de lesa humanidad que te quedases soltera. Tú has nacido para
casada... No tienes más aficiones que la de arreglar la casa, cuidar a
los niños, coser, limpiar... Serás una _perfecta casada_, como la
describe Fr. Luis de León. No puede tolerarse que pudiendo hacer la
felicidad de cualquier hombre, te empeñes en ser una solterona... Mira
que son muy antipáticas...
No sabemos lo que Cecilia pensó en aquel momento; pero bien pudo ser una
cosa semejante a ésta:—«Sí; he podido hacer la felicidad de todos...
menos la tuya».
Alargó con un gesto de indiferencia los labios y respondió:
—¡Qué le vamos a hacer! Esas cualidades las tienen todas las mujeres
que no son bonitas. Las que pueden brillar, se ocupan de sus trajes, y
tienen razón.
Había en estas palabras una ironía triste, desgarradora, que Gonzalo no
pudo menos de sentir en el corazón.
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