El cuarto poder - 24

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—¡Oh, siempre estás con esa tonadilla!... Me parece que te haces la
modesta para que te regalen el oído... Demasiado sabemos todos que tú
puedes brillar como la primera... Tienes unos ojos como no hay otros...
eres esbelta, elegante, distinguida; ¿quiere usted más, mademoiselle
Huesitos?... Lo que hay, señorita, es que usted tiene más de aquí que de
aquí...
Y le puso primero el dedo en la frente y después en el sitio del
corazón.
—Cuando venga alguno que sepa interesarte de verdad, ya se verá cómo
desaparecen todas esas ideas de celibato.
Cecilia levantó los hombros y volvió a quedarse con los ojos extáticos,
rehuyendo la conversación.
Ya no salía tantas veces con su cuñado de caza. El cuidado de las niñas
reclamaba su presencia. Pero casi siempre iba a esperarle por las
tardes, unas veces sola, otras con las niñas y sus doncellas. Al partir
no se olvidaba Gonzalo de decirle por cuál camino tomaba:
—«Hoy voy hacia Naves a ver si suelto alguna liebre.—Hoy volveré por
la carretera de Nieva.—Hoy voy por el camino de Rodillero».
Estas esperas, cuando iba sola, como quiera que se alejaba de la casa,
no dejaban de ofrecer algunos peligros. Por más que Gonzalo se los
representaba, nunca quiso hacer caso. Desde niña había mostrado siempre
una extraña serenidad, nada femenina, para desafiarlos. Jamás había
creído en apariciones o en duendes, ni la sobresaltaban, hasta el punto
de turbarle la razón, los ruidos temerosos, ni siquiera los peligros
ciertos. En más de una ocasión, ante una vaca desmandada o una riña de
borrachos, cuando sus compañeras huían gritando o se desmayaban, ella
sola se mantenía firme y sosegada, juzgando con precisión el riesgo, y
evitándolo sin descomponerse. Tal cualidad había contribuído no poco a
crearle aquella fama de fría y apática que tenía dentro y fuera de casa.
Llegó el mes de abril y la familia se trasladó de nuevo a Sarrió.
Efectuáronse elecciones municipales en junio, y Gonzalo salió elegido
concejal, contra su gusto. Don Rosendo le había impuesto este
sacrificio. Ventura, desde que entró el verano, parecía más animada.
Salía con alguna frecuencia de casa, y su aparición en coche
descubierto, causaba siempre cierta sensación. La verdad es que estaba
preciosa con sus ricos trajes de luto, llegados de París. Por coquetería
debiera vestirse de negro, pues era incalculable lo que realzaba este
color el brillo nacarado de su tez, los reflejos dorados de sus
cabellos. Cuando iba los domingos a la iglesia para oir la misa de once,
que era la más concurrida, nunca dejaba de levantar su presencia un
murmullo reprimido de curiosidad en las mujeres, de admiración en los
hombres. Aquel aire de princesa que ponía fuera de sí a las señoras, era
lo que más placer causaba a los caballeros. Todos convenían en que por
su belleza y elegancia, por sus modales distinguidos, se apartaba mucho
de las demás jóvenes del pueblo, y haría lucido papel en los salones más
aristocráticos. También Venturita había convenido en ello hacía mucho
tiempo. La idea de irse a vivir a Madrid, trabajaba con ahinco en su
mente. Insinuósela a su marido; pero éste mostró gran repugnancia a
trasladarse. No era él hombre para la corte. Los deberes sociales que
allí impone la cortesía, le aburrían. Había nacido para la libertad,
para el goce que proporciona el aire libre del mar, el ejercicio
corporal, los trajes cómodos, holgados. Además, presumía muy bien que la
renta que en Sarrió les permitía vivir como los primeros, en Madrid no
bastaría a sustentarlos en el mismo pie, sobre todo, dada la inclinación
de su mujer al boato. Venturita, sin embargo, estaba tan segura de
vencer esta resistencia, que no hablaba siquiera del asunto, meditando
la época y la forma en que habían de irse.
Un suceso vino a turbar en cierto modo la vida de la familia Belinchón.
Gonzalo fué nombrado inopinadamente alcalde de Sarrió, por mediación del
duque de Tornos. Su primera idea fué rechazar aquel nombramiento,
presentar alguna excusa; pero cayeron sobre él don Rosendo y todos sus
amigos, poniendo tanto empeño y calor en que aceptase, que no tuvo más
remedio que hacerlo. A los del Saloncillo les iba muchísimo en ello.
Verdad que se vieron defraudados, pues el nuevo alcalde no quiso de
ningún modo poner al aire los cimientos de las casas de sus enemigos,
como había hecho Maza, ni cometer otra porción de tropelías que le
exigían. En el mes de septiembre, cuando terminó la temporada de baños,
que en la villa era animada, y comenzaba en el campo la de la caza,
Gonzalo se trasladó con la familia a Tejada. Las niñas se ponían aquí
muy buenas y él se divertía extremadamente. Por otra parte, no dejaban
grandes recreos tampoco en Sarrió. Algo le estorbaba su cargo de alcalde
para este traslado; pero convino con sus compañeros de municipio en
venir todos los días, o por lo menos con mucha frecuencia. El trayecto
se recorría en carruaje en menos de media hora. No obstante, don Rosendo
dejó abierta la casa de Sarrió para que Gonzalo y él pudiesen comer y
dormir allí siempre que quisieran. Venturita, pensando en marcharse a
Madrid la próxima primavera, no puso obstáculo a los planes de su
marido.
Mucho se alegró éste de haber tomado aquella resolución cuando supo que
el duque de Tornos pensaba venir el próximo mes de octubre, alegando
que con la vida de Madrid habían vuelto a exacerbarse sus padecimientos,
casi extintos mientras permaneció en Sarrió. Porque allá, en el fondo
del alma, y sin querer confesárselo, nuestro joven sentía la mordedura
de los celos. Cuantas reflexiones se hacía y argumentos poderosos a sí
mismo se presentaba para tranquilizarse, no bastaban a arrancárselos del
pecho. Había pensado, mientras el Duque estuvo por allá, que ya nunca
más se acordaría de aquel rincón. La noticia de su venida fué, pues,
para él, una contrariedad, si no un disgusto serio. Y, en efecto, hacia
últimos de octubre, no tuvo más remedio que ir a esperarle a Lancia, en
compañía de su suegro y de otra porción de señores, todos socios del
Saloncillo. El nombramiento de alcalde a su favor, había constituído al
magnate en protector decidido de este partido. Alojóse con su secretario
en la fonda de la Estrella, y comenzó a hacer la vida de ejercicio que
tan bien le sentaba, según decía (y así era la verdad). Muchos días
buenos salía de pesca o de paseo; otros iba de caza o montaba a caballo.
Esta vez no había traído más que dos, uno de tiro para un tílburi, y
otro magnífico de silla. El secretario, cuando iba de paseo, montaba en
uno que don Rosendo había puesto a su disposición.
Con la familia de éste mantenía cordiales relaciones; pero sólo había
ido a Tejada tres veces en quince días. Como Ventura y Cecilia solían
venir a Sarrió a menudo, aquí las veía y hablaba, por más que huía de
acompañarlas públicamente. Gonzalo, desde que llegara, leía asiduamente
_El Joven Sarriense_, que se publicaba ya tres veces a la semana, lo
mismo que _El Faro_. Lo leía para apaciguar un poco la inquietud que
sentía. Porque siempre estaba temiendo alguna gacetilla injuriosa como
la que tanto le había hecho padecer el verano anterior. En los primeros
números, después de la llegada del magnate, _El Joven_, francamente
hostil ya a él, se contentaba con ridiculizarle bajo nombres
transparentes, como pintor y pescador, y hasta como hombre político,
insinuando la idea de que el Duque era un personaje desprestigiado de
Madrid, rechazado por la corte y sin influencia con el Gobierno. Sacó a
luz algunas anécdotas de su vida, en que no hacía muy honroso papel, y
hasta la emprendió con sus trajes y corbatas, no perdonando medio para
hacer reir a su costa. Don Jaime no leía tal papelucho; pero habiéndole
indicado Peña algo de lo que decía contra él, sonrió malévolamente y
escribió al gobernador de la provincia pidiéndole que aprovechase el
primer pretexto para suprimirle. Los del Saloncillo sabían de esta carta
y esperaban con ansia y fruición el golpe.
Al fin la envenenada flecha que tanto temía Gonzalo, vino a clavársele
en el corazón. No fué una gacetilla, sino un cuento que figuraba pasar
en Escocia, donde bajo nombres ingleses, salían a relucir él, su esposa,
el Duque, don Rosendo y otras personas conocidas, para vejarlas y
ponerlas atrozmente en ridículo. Entre otras cosas, se decía que
mientras el _sheriff_ (él, sin duda alguna) cumplía con extremado celo
los deberes de su cargo, lord Trollope (el Duque) cumplía por él los
deberes de esposo cerca de su bella mitad. Gonzalo sintió el mismo
escalofrío de dolor y de ira que la vez pasada. Pero ahora, aleccionado,
se propuso dominarse, cerciorarse de si aquella maligna insinuación
tenía algún fundamento, y si por desgracia esto sucediese, tomar una
venganza cumplida, y que fuese sonada. Gran trabajo le costó disimular
la emoción que le embargaba. No estaba avezado a ocultar sus
sentimientos. Mas el vivo deseo de salir de dudas, le ayudó
poderosamente. Lo único que se notó en su casa fué que andaba un poco
más triste y distraído. Se dedicó durante algunos días a observar a su
esposa, no perderla de vista un instante; pero nada encontró que pudiera
dar pábulo a sus sospechas. Al mismo tiempo, estudiaba si el Duque podía
avistarse con ella y de qué manera. El resultado de sus investigaciones
fué que sólo cuando él venía a las sesiones del ayuntamiento, podía
darse esto caso. De día, sumamente difícil, porque no era el Duque
persona que pudiera pasar inadvertida. Fijóse, por tanto, en las horas
de la noche, cuando él se quedaba a dormir en la villa.
Resolvió saber de una vez la verdad. Para ello, anunció con dos días de
anticipación a la familia, que el viernes debía dormir en Sarrió, a
causa de una sesión del ayuntamiento, que presumía había de ser
borrascosa. De nada menos se trataba que del nombramiento de uno de los
dos médicos del partido, que la corporación municipal pagaba. Los de
Maza tenían su candidato y los de don Rosendo también. La lucha estaba
empeñadísima, no por razón de los votos, que estaban perfectamente
contados de antemano, sino porque los del Camarote, que habían de
resultar vencidos, tenían preparada una zancadilla parlamentaria, para
inutilizar al candidato de sus enemigos, por faltarle algunos meses de
práctica, para llenar el tiempo que el municipio había impuesto como
condición a los pretendientes.
El día de la gran prueba, Gonzalo estuvo muy agitado. Había tratado de
inquirir con disimulo, si algún criado de la casa estaba comprometido, o
por lo menos sabía algo. Nada encontró tampoco que lo hiciera presumir.
Almorzó sin apetito. En cuanto tomó café mandó enganchar y se fué en
compañía de su suegro. La sesión del ayuntamiento duró hasta las diez de
la noche. A esa hora se retiró a casa y don Rosendo también, el cual
encontraba a su yerno harto distraído y preocupado. Gonzalo se
disculpaba diciendo que le irritaba mucho la bilis la conducta de los
amigos de Maza. Fuéronse a dormir. A eso de las once, cuando todo estaba
en silencio, nuestro joven salió sigilosamente de casa y emprendió a pie
por el camino de Tejada. La noche estaba nublada, pero no muy obscura.
La luz de la luna se cernía al través de la capa de nubes, dejando bien
percibir los objetos a corta distancia. Caminaba con premura, apoyándose
en un grueso bastón de estoque. Además llevaba en el bolsillo un
revólver. Sentía una tristeza profunda. Aquella prueba que iba a hacer
le causaba temor y remordimientos a la vez. Si su mujer era culpable,
¡qué horrible tragedia la que se preparaba! Y si no lo era, él cometía
una bajeza sospechando de su honradez. Iba con el mismo recelo que el
ladrón que va a asaltar una casa, ocultándose detrás de las paredes de
la carretera en cuanto sentía pasos, estremeciéndose si escuchaba una
voz, por lejana que fuese. La idea de que algún conocido le viese a
aquellas horas caminando a pie, le causaba gran vergüenza, dando por
seguro que había de adivinar su intención. El aire era fresco y le
penetraba hasta los huesos, aunque rara vez había sentido frío en su
vida. Los árboles, como negros fantasmas alineados a lo largo de la
carretera, dejaban salir de sus copas blando rumor melancólico. Debajo
de uno de ellos creyó percibir un bulto que se movía y saltó a los
prados, temiendo tropezarse con alguien que le conociese. Miró por
encima de la paredilla y vió una vaca acostada rumiando tranquilamente.
Más allá, al pasar por delante de la casa de un labrador, se abrió
repentinamente una ventana y apareció el bulto de una mujer. Echó a
correr desaforadamente buscando la sombra de los árboles. A medida que
avanzaba, el corazón se le oprimía. Mil encontradas ideas batallaban en
su mente. Tan pronto recordando los deliciosos detalles de sus primeros
meses de matrimonio, las palabras dulces, las pruebas ostensibles de
amor que su mujer le diera, su mujer, cuyos defectos eran los de todas
las niñas demasiado mimadas, se ponía a imaginar que estaba bajo el
poder de una maldita alucinación, una de las mil infamias que los
enemigos de su suegro habían inventado para hacerles daño, y estaba a
punto de volverse a Sarrió y meterse nuevamente en la cama; como
apreciando y pensando los motivos que tenía para sospechar de ella,
aquella grave escena que determinó la salida del Duque de la casa de sus
suegros, su frivolidad y coquetería, la denuncia aunque embozada
persistente del periódico enemigo, se le encendía la sangre de golpe y
apretaba vivamente el paso. ¡Oh, desgraciados de ellos si era verdad!
¡Más les valía no haber nacido! Y apretaba con mano crispada el bastón
y tiraba del estoque para cerciorarse de que estaba allí pronto a
obedecerle. No se le ocurrió ni una vez acariciar el revólver.
Necesitaba a toda costa ver la sangre de los traidores.
Cuando llevaba la mitad del camino andado próximamente, sintió detrás de
sí el galope de un caballo. Sin saber por qué, le dió un vuelco terrible
el corazón. Se apresuró a saltar a los prados y aguardó con ansiedad
mirando sigilosamente por encima de la pared a que el jinete pasase. No
transcurrieron dos minutos sin que en efecto cruzase por delante de él
como un relámpago. Pudo reconocer perfectamente el magnífico caballo
alazán del Duque. A éste no pudo distinguirle porque iba envuelto en un
capote, con un gran sombrero calado hasta las narices. Pero si los ojos
no, el corazón lo vió con toda claridad. Quedó yerto, pegado al suelo.
Sintió un desfallecimiento singular en las piernas como si fuese a caer.
Mas prontamente la sangre hirvió dentro de su brioso temperamento de
atleta. Tendiéronse sus músculos acerados y saltó sin tocar con las
manos la paredilla de seis pies que cerraba la finca. Cayó en medio de
la carretera. Sin detenerse un punto, emprendió una carrera vertiginosa,
loca, detrás del caballo, como si tuviese la absurda pretensión de
alcanzarle. Aunque su aliento era grande, sin embargo, se le concluyó
mucho antes de llegar a la quinta. Necesitó pararse tres o cuatro veces.
Por fin llegó a la verja. Entró por la puerta de hierro, que sólo estaba
llegada. Echó una mirada en torno y vió el caballo del Duque atado a un
árbol. Siguió precipitadamente, pero cuidando de no hacer ruido, por una
de las avenidas orladas de coníferas que conducían a la casa. Como
conocía todas las entradas, no se dirigió a la puerta cuyo llavín
llevaba consigo. Temía que algún criado le sintiese. Escaló por una
parra que adornaba el balcón del cuarto de su suegro, que solía quedar
abierto cuando él no dormía en casa. Por desgracia estaba cerrado.
Entonces sacó el estoque, y metiéndolo por la rendija de la puerta logró
levantar el pestillo y entró.
Una persona le había visto: Cecilia. En una de las noches anteriores,
ésta, cuya habitación estaba próxima a la de sus hermanos, había creído
sentir ruido por la noche y se había levantado. Miró al través de los
cristales hacia la huerta y vió a Pachín, el criado, en compañía de otro
hombre a quien no pudo conocer. Sin embargo, concibió una viva sospecha
que la aterró. El modo de andar de aquel hombre, de quien no percibía
más que el bulto, no era de un campesino. Gonzalo dormía aquella noche
en Sarrió. Además, su cuñado era mucho más alto. Fuertemente
sobreexcitada por una idea espantosa, se acostó otra vez, pero no logró
dormir. Todo el día siguiente estuvo triste y preocupada. Al cabo logró
dominarse y resolvió en su interior vigilar a su hermana y saber de
cierto si eran quimeras o realidades lo que pensaba. Al efecto, no
perdió de vista a Pachín. Observó que el día mismo que Gonzalo había de
dormir en Sarrió, fué a este punto con una comisión de Ventura, aunque
él no era el encargado de hacer la compra. Cuando llegó quiso ver lo que
traía. Era una novela francesa que no pudo tener en las manos porque
Ventura se apoderó de ella al instante y se fué a su cuarto. No le cupo
duda de que el libro traía entre sus páginas alguna carta. Se propuso
entonces no dormirse aquella noche y saber de una vez la verdad. Después
de comer cosió un rato mientras Ventura leía a la luz del quinqué. En
cuanto sonaron las diez ambas hermanas se retiraron a sus respectivas
habitaciones. Cecilia se echó una manta por encima de los hombros, apagó
la luz y se sentó detrás de los cristales del balcón. Esperó una, dos
horas. A las doce, próximamente, de la noche percibió entre los árboles
dos sombras. Aunque con dificultad, reconoció a Pachín y al hombre de la
noche pasada, que esta vez advirtió bien que era el Duque. Las dos
sombras desaparecieron al instante entre los árboles cercanos a la casa.
Quedó petrificada. Una ola de indignación, que se formó en su pecho,
subió a los labios y exclamó:—¡Qué infame! ¡qué infame!—Siguió sentada
en la silla y con la sien pegada al cristal, aturdida, llena de
confusión y vergüenza como si ella fuese la culpable. Al cabo de algunos
minutos, estando con la mirada fija, atónita, en el parque vió correr
otra sombra con extraña velocidad hacia la casa. No pudo reprimir un
grito de espanto. Quedó en pie como si la hubieran alzado con un
resorte. Luego, trompicando en la obscuridad con los muebles y las
paredes se dirigió al cuarto de su hermana. Se hallaba en tinieblas.
Vaciló un instante en llamar: mas de repente se le ocurrió seguir
adelante pensando que Ventura no podía delinquir tan cerca de ella y las
niñas. A los pocos pasos, al revolver la esquina de un pasillo vió
claridad. Corrió hacia ella. En el gabinete persa, que era una rotonda
aislada en cierto modo de la casa, había luz. Dió dos golpecitos a la
puerta diciendo por el agujero de la cerradura:
—Soy yo, Ventura. ¡Abre! Gonzalo está ahí.
La puerta se abrió, en efecto. Apareció Ventura más pálida que una
muerta. El duque de Tornos estaba en el otro extremo, y se dirigía a una
ventana para saltar por ella. Cecilia corrió hacia él y le sujetó por
los brazos.
—¡No, eso no! No se consigue nada... Ventura, escapa... ¡Hacia la
cocina!... Gonzalo sube por el cuarto de papá.
La joven hablaba en falsete con tono imperioso, la mirada fulgurante.
Ventura no se lo hizo repetir. Salió con precipitación del gabinete.
Cecilia entonces arrastró al Duque con fuerza hacia uno de los divanes,
y le dijo:
—Siéntese usted.
El magnate la miró demudado, y preguntó:
—¿Para qué?
—¡Siéntese usted, le digo!—pronunció con rabia la joven, y al mismo
tiempo, poniéndole las manos sobre los hombros, le empujó hacia abajo.
El Duque se sentó al fin. Acto continuo, Cecilia lo hizo sobre sus
rodillas; le echó los brazos al cuello; reclinó su cabeza sobre la del
noble, llegando a poner los labios sobre su rostro.
En aquel momento se oyeron pasos precipitados en el corredor. Se abrió
la puerta violentamente, y apareció Gonzalo con el estoque desenvainado.
Cecilia volvió la cabeza y dió un grito. El joven retrocedió asustado al
reconocer a su cuñada. Soltó el arma que empuñaba, empujó otra vez
apresuradamente la puerta, y se fué tropezando, lleno de confusión,
hacia su cuarto matrimonial.
Ventura estaba leyendo tranquilamente a la luz de un quinqué. Al ver a
su esposo delante, se levantó asustada.
—¿Qué es eso? ¿Cómo estás aquí?
Cualquier actriz le compraría de buena gana aquella actitud y la
inflexión de la voz.
Gonzalo se detuvo cortado, sin saber qué decir. Salió del compromiso
exclamando:
—¿No sabes el escándalo que está pasando en nuestra casa?
—¿Qué ocurre?—profirió la joven viniendo hacia él, con la faz tan
desencajada, que si Gonzalo tuviese un temperamento observador,
comprendería que no podía ser solamente por su presencia.
Cerró la puerta y le dijo al oído:
—¡Tu hermana está en el gabinete persa con el Duque!... ¿No sabes
nada?... Di la verdad—añadió cogiéndola por la muñeca.
Ventura se confundió, vaciló, tembló, bajó los ojos admirablemente. Al
fin dijo:
—¿Cómo quieres que yo lo sepa, Gonzalo?
—¡No mientas, Ventura!—exclamó con ademán furioso. En el fondo sentía
una alegría inmensa, infinita.
—Te digo la verdad... No lo sabía... Pero sospechaba algo... Por eso me
asusté... Cuando tú entraste, estaba pensando en ir al cuarto de
Cecilia, a ver si estaba en él...
—¡Qué atrocidad! ¡Qué escándalo!... ¡Pero ese infame!... Es menester
tomar una determinación... Debe concluir esto, sin que nadie se
entere...
—Sí, sí... ¿Pero qué quieres que hagamos?
—Yo no sé... Hablaré a tu padre... No, a tu padre, no... El pobre
recibiría un golpe mortal... Hablaré al Duque... ¡Ya veremos si se
resiste!
Justamente en aquel momento oyeron ruido en el cuarto contiguo.
—Cecilia entra en su habitación—dijo Ventura.—Voy ahora mismo a
hablar con ella. Todo terminará y quedará en secreto... No quiero que tú
te comprometas, Gonzalo mío—añadió echándole los brazos al cuello.
Gonzalo hizo un gesto de desdén.
—No, no; no quiero. Es mejor que yo hable con Cecilia... Aguárdame un
instante...
Su marido la detuvo al tiempo de salir, y la dijo en voz baja:
—No digas palabras feas. Procura estar prudente... El infame es él, que
se ha aprovechado de su estancia en nuestra casa... ¡Qué miserable!
Ventura salió del cuarto y se dirigió al de su hermana temblando de
susto. La heroica joven, cuando aquélla abrió la puerta, estaba en pie
en medio de la habitación, con los brazos caídos y la vista fija en el
suelo. Ventura cerró la puerta cuidadosamente, y se dirigió a abrazarla,
murmurando con voz trémula:
—¡Oh hermana mía, gracias, gracias!
Pero Cecilia la rechazó brutalmente con un gesto de orgulloso desprecio,
exclamando:
—¡Lo he hecho por él; no por tí!


XVIII
DONDE TIRA DOÑA BRÍGIDA DE LA MANTA

Cecilia no volvería más. Comprendía la fealdad de su conducta.
Arrepentíase de haber dado ocasión para que los enemigos de Gonzalo le
injuriasen, dudando de la honradez de su esposa. Daba su palabra y hacía
juramento solemne de que aquellas escandalosas citas nocturnas no se
repetirían. Tal fué el recado que aquella noche trajo Ventura a su
marido.
En los días que siguieron, éste no se mostró irritado, ni aun severo con
la delincuente. Toda su cólera y malquerencia eran para el Duque. Le
acusaba de haber abusado inicuamente de la confianza de su suegro para
despertar en la pobre Cecilia pasiones que siempre habían estado
dormidas. Tratábala con afabilidad, hasta con mimo, lo mismo que a un
niño enfermo, queriendo persuadirla a que no había perdido nada de su
afecto. Mas esta amabilidad era tan humillante para ella, veíase detrás
un hombre tan satisfecho, tan alegre de su culpabilidad, que la joven la
rechazaba con aspereza: no lograba, por muchos esfuerzos que hacía,
aparecer sensible a tal generosidad. Encerrábase en su cuarto sin
atender como antes al cuidado de las niñas: aparecía tan seria y
reservada a las horas de comer, que llegó a despertar la atención de don
Rosendo, con hallarse este gran patricio más que nunca absorto en la
alta dirección de la batalla del pensamiento que se libraba en Sarrió.
Y con la perspicacia que le caracterizaba, en seguida comprendió que se
trataba de «un decaimiento físico y moral, procedente de la vida
monótona de la aldea. La juventud pide lo suyo, y hay que dárselo».
—Tú estás mal, Cecilia. Te veo pálida y triste. Necesitas salir de aquí
y vivir con más expansión, en un medio más a propósito para los jóvenes.
Iremos a pasar un par de meses de primavera a Madrid. En la aldea te
asfixias, como un pájaro dentro de la campana de una máquina neumática.
Este gran pensador tenía a veces símiles felices, arrancados como el
presente a las ciencias físico-naturales. En la viveza con que la joven
aceptó el ofrecimiento, entendió que, como siempre, había dado en el
clavo.
Ventura aparecía como antes. La terrible escena que había pasado, el
sacrificio de su hermana y su justo desprecio después, no habían dejado
huella en su vida. Hacía lo mismo que antes. Se mostraba tan cuidadosa
de su persona y descuidada de las otras como siempre lo había sido. Sin
embargo, cuando se encontraba con la mirada clara y penetrante de su
hermana, bajaba la suya prontamente. Desde la noche del suceso, huía de
encontrarse a solas con ella. Era bien fácil, porque Cecilia tampoco
tenía deseo alguno de cruzar la palabra con la infiel.
Gonzalo, enteramente seguro ya de ella, gozaba de esta seguridad con
deleite. Entre los esposos había habido con tal motivo una
recrudescencia de cariño. Ventura le había exigido que nunca más
volvería a dormir fuera de casa. El lo prometió solemnemente. Pensando
en la falta de su cuñada, se repetía con frecuencia:
—«Del agua mansa me libre Dios, que de la corriente me libraré yo». Y
desde entonces no sólo perdonaba a su mujer aquella ligereza y
frivolidad, afición al lujo y carácter altanero que tanto le habían
disgustado, sino que llegó a ver en estos defectos una garantía de su
fidelidad. No hay nadie sin defectos, se decía, y es preferible que
tenga éstos al que yo había imaginado.
Cinco o seis días después del suceso relatado, _El Joven Sarriense_
insertaba una gacetilla donde pérfidamente se insinuaba la misma idea
que le había obligado a hacer aquella memorable excursión nocturna a
Tejada. La leyó sin emoción, con la sonrisa en los labios, burlándose en
su interior del engaño que sus enemigos padecían. Sin embargo, como al
fin y al cabo era una injuria la que venía allí escrita, resolvió
castigar a los insolentes, aunque no de un modo trágico. Por la noche se
introdujo súbitamente de modo sigiloso en la redacción del _Joven
Sarriense_. No estaban allí a la sazón más que tres redactores. Uno de
ellos era el traidor Sinforoso Suárez. Sin decirles una palabra, cayó
sobre ellos a puñadas y puntapiés, con tal maña y coraje, que no
pudieron hacer resistencia. Cuando alguno se levantaba del suelo, un
tremendo revés a mano vuelta le tumbaba de nuevo. No sólo los tumbaba a
ellos, sino también las mesas y los armarios, haciendo mayor destrozo
que un terremoto. Cuando se cansó de sacudirles la badana, salió muy
tranquilo a la calle riendo. Acudía ya a las voces de socorro alguna
gente; pero él les dijo:
—Nada, señores, que se están pegando ahí arriba los redactores del
_Joven_... A ver, guardia, suba usted y diga a esa gente que si
continúan dando escándalo me voy a ver precisado a mandarles a la
cárcel.
Cuando se supo la verdad del caso, se rió mucho esta salida. Los del
Camarote se pusieron frenéticos. Pero Gonzalo, no tanto por su cualidad
de alcalde, como por sus puños terribles, inspiraba tal respeto, que al
fin se resignaron a quedarse con la justísima paliza que a tres de sus
colegas les habían administrado.
Pasó el Carnaval sin gran animación. Ya no se formaban en Sarrió
aquellas celebradas comparsas y cabalgatas, que llamaban la atención de
toda la provincia, y hacían de esta villa una Venecia en miniatura.
En otro tiempo, todos los vecinos tomaban parte en aquella inmensa,
desenfrenada alegría. Los ricos no sólo proporcionaban sus coches y
caballos, sino también abrían suscripciones para encargar trajes
lujosísimos a Madrid. Estas comparsas iban arrojando anises, almendras y
caramelos a los balcones, sin darse punto de reposo. Los bailes del
Liceo, si no tan brillantes, eran tan animados y divertidos como los que
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