El cuarto poder - 22

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una hermana de más edad, se estremecía deliciosamente pensando que algún
día pudiera ser «la señora marquesa» o «la señora condesa». Pero aquel
marido que tenía era ¡tan obscuro! ¡tan enemigo de mezclarse en
política, ni darse importancia! ¡Oh, si ella fuese la que llevara los
pantalones, ya se vería hasta dónde llegaba!
En poco tiempo su amistad y su influencia con el Duque crecieron de tal
modo, que pudieron ser notadas, no sólo de los habitantes de la casa,
sino también de muchas personas de fuera. Don Jaime la iba a esperar al
baño muchos días y la acompañaba hasta casa atravesando la villa por el
medio, excitando poderosamente la curiosidad pública. La joven se moría
de placer deslumbrando de este modo, haciendo padecer a sus envidiosas
conocidas. Porque el Duque no se ocultaba para prodigarle mil atenciones
galantes, ni ella para ostentar un grado de confianza con él superior al
de los demás de la familia. Gonzalo había observado, con secreto
disgusto, aquella intimidad. El Duque «le había caído antipático» y
notaba perfectamente que había reciprocidad en este sentimiento, por más
que el personaje, como hombre de mundo, guardase frente a él una actitud
cortés y hasta benévola, donde sólo un espíritu observador o un hombre
de corazón y de instinto como Gonzalo podían traslucir la hostilidad.
Sin embargo, a medida que la amistad y confianza con su esposa crecían,
la antipatía del Duque parecía desvanecerse. Sus atenciones con el
esposo eran cada vez mayores, y en apariencia, más sinceras. Como
supiese que Gonzalo era excesivamente aficionado a la caza, le hizo el
obsequio de una magnífica escopeta que a él le había regalado el czar de
Rusia. El joven quedó agradecidísimo, y algo se borró con esta prueba de
aprecio su antipatía. Después el magnate le invitó varias veces a salir
de caza. En estas excursiones también se operó un deshielo evidente de
sus sentimientos hostiles. Pero, desgraciadamente, vino un suceso casual
a recrudecerlos. Un día, por hallarse Gonzalo en Lancia con una comisión
de su suegro, salió el Duque a matar liebres acompañado solamente de don
Feliciano y de Sanjurjo, el notario. Los perros que llevaban eran los de
casa. Pues sucedió que el que más estimaba Gonzalo se portó inicuamente
en la caza, tal vez por no asistir a ella su amo. Era un galgo finísimo
que había encargado a Inglaterra y le había costado una cantidad
exorbitante. La falta que cometió fué de las más graves que un individuo
puede cometer en el uso de sus funciones. Nada menos hizo que después de
cobrar una liebre, cuando el Duque corría hacia él para quitársela de la
boca, soltarla de pronto en el suelo. El inocente animal, que sólo
estaba herido en una pierna, corrió a esconderse en la maleza. Tal fué
la indignación del magnate que, montando la escopeta, hizo fuego sobre
el perro; mas éste, viendo la actitud agresiva del cazador, se había
alejado rápidamente y no le tocó un solo perdigón. El Duque,
encolerizado, furioso, le siguió para matarle, pero no logró darle
alcance. El culpable se huyó del cazadero, y nadie le vió más aquella
tarde. Cuando el magnate dió la vuelta a casa le dijeron que había
llegado a ella el perro. Don Jaime, en quien todavía persistía la
cólera, dijo al criado:
—Coge ese perro, sácalo al campo, y pégale un tiro.
El servidor se inmutó. Permaneció unos instantes suspenso; pero, ante la
mirada fija, imperiosa del Duque, bajó la cabeza y se dispuso a
cumplimentar la orden. Llamó al perro, le ató con una cadena, y tomando
la carabina, salió de casa. ¡Qué ajeno iba el pobre animal de que le
llevaban al suplicio! Brincaba con alegría, se retorcía, ladraba
acariciando con la mirada al fiel servidor, el cual sentía que las
lágrimas asomaban a sus ojos, maldiciendo del huésped y de la hora en
que había llegado, pues era mucho lo que amaba a aquel hermoso
animal.—¡Santo Cristo, qué va a decir el señorito Gonzalo cuando
llegue, y sepa que le han matado el Polión!
Justamente, al pensar esto, asomaba Gonzalo por la esquina de la misma
calle. Acababa de llegar de Lancia en la diligencia, y se dirigía a
casa. Al tropezar con el criado, le preguntó sorprendido:
—¿Adonde vas, Ramón?
El servidor acortado, temeroso, después de vacilar unas instantes, le
respondió:
—A matar el perro.
La estupefacción del joven fué tan grande, que pareció quedar
petrificado.
—¡A matar el perro!
—Sí, señor; el señor Duque me dió esa orden, porque soltó una liebre
después de cobrarla.
Gonzalo se puso lívido.
—¡Y qué tiene que mandar ese sinvergüenza!...—rugió sin poder proferir
más palabras, arrebatando al mismo tiempo la cadena de manos de Ramón,
con tal fuerza, que le hizo tambalearse. Y se dirigió a paso largo hacia
casa, arrastrando al perro, dispuesto a interpelar al Duque de un modo
violento. Mas antes de llegar, tuvo tiempo a reflexionar que su posición
era muy delicada. Reñir con el huésped por cosa tan baladí, a los ojos
de todo el mundo, por más que a los suyos no lo fuese, pasaría
seguramente por el colmo de la grosería. Contentóse al fin con mandar al
Polión a la perrera, y saludar al magnate con un poco de frialdad.
La antipatía, sofocada un instante, volvió a despertar con más fuerza.
La amistad, las atenciones del Duque con su esposa, comenzaron, no ya a
chocarle como antes, sino a herirle. No se le pasaba por la imaginación
que tuviesen más carácter que el de finezas o galanterías usadas en la
alta sociedad. La edad del prócer y la de su esposa parecía alejar todo
motivo de celos. Sin embargo, «aquellas mojigangas iban picando ya en
historia». Un día, hallándose a solas con Cecilia, le preguntó de pronto
bruscamente:
—Vamos a ver, Cecilia, ¿a ti qué te parece de la intimidad que va
adquiriendo mi mujer con el Duque?
La joven quedó sorprendida.
—¿Qué me ha de parecer?—le contestó mirándole con sus grandes ojos
serenos.—Que por lo visto Ventura le ha sido más simpática que los
demás de casa.
—Pero esa preferencia, ¿no te parece que va siendo ridícula para mí?
—¿Por qué?
—Porque sí... porque lo es—replicó con energía.
Después de unos instantes de silencio, añadió con gravedad:
—Tú, Cecilia, no sabes aún lo fácilmente que queda un marido en
ridículo cuando tiene una mujer tan frívola, tan imprudente como
Ventura.
—¡Gonzalo!
—Tan imprudente, ¡sí!... ¿Pero tú no observas qué afán tiene de hablar
aparte con él, el placer que experimenta cuando todo el mundo la ve
colgada de su brazo?... No me digas nada... Ya sé, ya sé que es pura
vanidad. Toda su vida ha tenido el mismo carácter orgulloso y
fantástico. Aunque no quieras convenir en ello, bien lo sabes. Pero aquí
su vanidad puede traer consecuencias muy desagradables para mí... y para
todos. Bueno que cada día se ponga un traje distinto, pensando que el
Duque se va a fijar en ellos. Pase que se recorte las uñas en triángulo,
y se dé colorete, y se descote, y hable de los cuadros de Meissonier,
sin haberlos visto, y haga otra porción de cursilerías por el estilo.
Pero, querida mía, esas sonrisitas delante de gente, esos apartes no son
tolerables. Si esto dura algunos días más, me parece que voy a
restablecer el orden de un modo que ella no puede sospechar siquiera.
Cecilia procuró calmarle. Si él mismo convenía en que todo ello dependía
del carácter romancesco de Venturita, ¿a qué exaltarse de aquel modo?
Los celos eran ridículos. Nadie en el mundo podría suponer que Venturita
fuese a considerar al Duque sino como lo que era, un hombre casado, un
viejo que podía bien ser su abuelo.
—No, si no tengo celos—decía avergonzado el joven.
—Sí los tienes, Gonzalo. Aunque no te des cuenta de ellos, los
tienes... Ese furor, esa exaltación, ¿qué son en el fondo más que
celos?... Y mira, chico, perdóname que te diga que es hacerte muy poco
favor, y hacerle menos aún a tu mujer. Si se te ha pasado por la
imaginación que Ventura puede preferir un trasto como ése a un marido
como tú, la supones con bien poco gusto.
Al decir esto se ruborizó. Gonzalo agradeció el piropo con una sonrisa,
sin darse por vencido. El instinto, que en él era poderoso, más que la
inteligencia, le decía que sí, que era posible aquella aberración. Sin
embargo, no quiso discutir, porque le humillaba defender tal supuesto,
aunque fuese delante de su cuñada.
Deseaba advertir a su esposa que le disgustaban las conferencias con el
Duque, sus apartes, sus muecas y sonrisas que iban ya tomando carácter
de verdaderas coqueterías. Pero conocía por experiencia a Venturita, y
se temía a sí mismo. Cualquier frase punzante de las que ella usaba a
menudo, cualquier burla inoportuna en aquella circunstancia, podía
dispararle, y él no sabía a dónde iba a parar cuando se disparaba.
Así estaban las cosas, cuando al día siguiente de aquella conversación
con Cecilia, fué a dar una vuelta por la mañana al Saloncillo, según
costumbre. Hojeando los periódicos que había sobre el velador del
centro, cayó en sus manos el último número de _El Joven Sarriense_. Casi
nunca lo leía. Por más que estuviese apartado de la lucha feroz de los
bandos, odiaba a los del Camarote. Luego temía encontrarse con injurias
a su suegro, que le excitaban la cólera. Pero esta vez paseó la vista
con indiferencia por él, y la detuvo para leer unos versos de Periquito
_a un grano de cierta dama_, que le hicieron reir a carcajadas. Debajo
de estos versos había una gacetilla que llevaba por título: _Un marido
como hay pocos_. Comenzó a leerla sin gana.
«Viajando un mandarín de la China, llega a alojarse en la casa de cierto
chino plebeyo que pone a su disposición las mejores habitaciones y
compra los pescados más caros del mercado para obsequiarle. Este chino
tenía una mujer muy hermosa, que desde luego llamó la atención del viejo
mandarín (porque era viejo). El mandarín no mira para los muebles que el
chino le presenta con orgullo, no repara en los lujosos tapices, en los
pescados suculentos. Mira tan sólo a la esposa del chino. Este le va
llevando a casa todos sus amigos, que se deshacen en cortesías y
genuflexiones, le abruman a sonrisas y lisonjas. Pero el mandarín,
apenas se digna dirigirles la palabra. Toda su saliva la gasta con la
esposa del chino. Le hace ver la población, los monumentos más notables,
los contornos pintorescos. Nada; el mandarín no tiene ojos más que para
la china. Invítale a grandes y magníficas cacerías, condúcele en rauda
balandra por el mar azul y tranquilo para que pesque plateados y
sabrosos peces. Mas el mandarín medita, cuando echa los anzuelos al
agua, que es mil veces preferible pescar a la linda consorte de su
huésped. Y mientras todos en la casa y fuera de ella, observan la
melancolía del mandarín y adivinan sus deseos, sólo el marido permanece
sosegado, ignorante, persistiendo siempre en alegrarle con opíparos
banquetes y regocijadas fiestas. Hasta que un amigo le dice al
oído:—«¿No ves, papanatas, que lo que tu huésped quiere no son
banquetes, ni pescas, ni cacerías, sino a tu hermosa mujer?» Entonces el
chino, despertando de pronto de su ignorancia, toma a su mujer de la
mano, se dirige con ella al mandarín, y le dice:—«Perdóname, señor, yo
no veía tu tristeza, yo no adivinaba tus deseos. Aquí tienes a mi
esposa. Si antes supiera que la apetecías, antes te la hubiera ofrecido,
¡oh mandarín excelso!»
Gonzalo terminó de leer la gacetilla con indiferencia. De pronto, cayó
como un rayo sobre su mente la idea de que en aquel cuentecillo se
aludía a él. Una ola de sangre subió a su rostro, y se lo encendió como
una brasa. Echó una rápida mirada de vergüenza en torno. Estaba solo.
Con las manos convulsas, tomó de nuevo el periódico que había dejado
caer, y leyó la gacetilla por segunda vez, por tercera, por cuarta...
Cuanto más la leía, más penetraba en su cerebro, más se aferraba a su
espíritu la funesta sospecha. Y sintió un frío extraño que le invadía
todo el cuerpo menos la cabeza. La primera idea que le acometió después,
fué ésta:—«Voy ahora mismo a la redacción del _Joven_, y hago pedazos a
cuantos encuentre dentro». Se puso el sombrero que se había quitado, y
salió de la estancia. Pero al llegar a la escalera, se le ocurrió otro
pensamiento; el del gran escándalo, la campanada que iba a dar en la
villa. Iba a confesarse burlado ante la población entera. Sus enemigos,
o por mejor decir, los de su suegro, ¡con qué placer le hincarían los
dientes! Subió de nuevo las escaleras y entró en el Saloncillo para
reflexionar un momento. Después de dar unas cuantas vueltas, con la
mirada extática, sin saber él mismo si andaba o permanecía inmóvil,
revocó su acuerdo. Tomó de la mesa el periódico, lo dobló pausadamente,
y lo guardó en el bolsillo. Luego bajó la escalera de caracol y se
dirigió a su casa, el rostro blanco, el paso lento, la mirada fija. El
exceso de ira y la confianza en su fuerza, le habían devuelto la calma.
—¿Está la señorita en su cuarto?—preguntó al criado que salió a
abrirle la puerta.
—Me parece que sí señor: preguntaré a la doncella.
—No, no preguntes nada; voy allá yo.
Y enderezó los pasos hacia el gabinete que le servía de habitación,
desde que el Duque ocupaba el piso segundo. Al pasar por delante del
corredor, no reparó en doña Paula, que estaba cerca de la puerta, y se
inmutó al ver la expresión extraña de su fisonomía.
Venturita estaba delante del espejo. Al ver a su marido, sin volver la
cabeza le preguntó:
—Hola: creí que habías salido ya. ¿Qué traes de nuevo?
Gonzalo sacó del bolsillo el periódico, lo desdobló lentamente, y se lo
presentó diciendo:
—Esto.
—¿Y qué es esto?—preguntó la joven con sorpresa.
—Un periódico.
—Ya lo veo... ¿Y qué?
—Trae una gacetilla muy interesante. Léela. Aquí, en la tercera plana,
debajo de estos versos.
En el gabinete había aún tres o cuatro tiestos con plantas de las que
habían servido para el retrato. Este, fijo ya en un gran marco dorado,
estaba arrimado a la pared, esperando la hora de ser colgado en el
salón. Los ojos de Gonzalo, al tropezar con él, se habían obscurecido
todavía más. Y eso que la imagen de su esposa, más rubia que un canario
y más colorada que una rosa de Alejandría, miraba al cielo con una
expresión mística que jamás él la conociera. El Duque hablaba de enviar
el retrato al Salón de París.
Mientras Ventura leyó la gacetilla, no le quitó ojo, escrutando con
anhelo inconcebible los rasgos de su fisonomía. Pero ésta permanecía
inalterable. Sólo al terminar y ofrecerle de nuevo el periódico, la
encontró ligeramente pálida.
—¿Por qué me mandas leer esto?... No entiendo...
—Voy a explicártelo—repuso Gonzalo con acento de ira concentrada,
recalcando mucho las sílabas.—Te he mandado leer esto, porque el
mandarín de que aquí se trata, es el duque de Tornos, la china eres tú,
y el chino yo... ¿Lo entiendes ahora?
Al decir esto, la miraba con extraña y terrible fijeza, apretando con
mano crispada una rama de la planta que tenía a su lado.
Ventura recibió aquella mirada sin pestañear, con sorpresa más que con
susto. Vaciló un instante, moviendo un poco los labios para contestar.
Por último soltó una gran carcajada.
—¡Ave María, qué barbaridad!
—Seamos serios, Ventura—replicó el joven.—Esto que excita tu risa, es
una cosa gravísima que puede decidir de tu felicidad y de la mía...
Ventura dió por toda contestación otra carcajada, y después otra.
Parecía desternillarse de risa. Mas aquellas carcajadas no salían de
adentro. Gonzalo notaba su afectación perfectamente.
—¡Cuidado, Ventura, cuidado!—exclamó con el rostro demudado.—¡Mira
que estoy hablando en serio!
—¡Pero, hombre! ¡ja, ja!... ¿Quieres que no me ría, si me dices, ¡ja,
ja, ja! que tú eres un chino y yo una china? ¡ja, ja, ja!
Sus carcajadas eran cada vez más sonoras y más fingidas.
—Hace ya bastantes días—profirió el joven, después de una pausa, con
acento sombrío—que debiera haber puesto las cosas en orden... Esa
intimidad infundada, inconveniente, estúpida, de que haces alarde,
delante de gente, de tener con el Duque, me cargaba ya hasta los
pelos... Pero no quería dar mi brazo a torcer. Siempre parecen ridículos
los hombres celosos. Ahora bien, ¡mira, mira lo que me pasa por ser
demasiado prudente!
Al decir esto, arrancó la rama que estaba apretando, y la hizo una
pelota dentro de la mano.
—¿Pero estás celoso de veras?—le preguntó ella, con acento entre
burlón y cariñoso.
—Si lo estuviese, me callaría, Ventura... me callaría y observaría... Y
si los celos fuesen fundados, he aprendido lo que se debe hacer antes
que el cura me leyese la epístola de San Pablo... Pero aquí no se trata
de celos... Ni la edad, ni la posición del Duque permiten bien que los
haya, ni yo te hago la ofensa de suponer que le prefieres a mí. Lo que
hay, es el ridículo que ha caído sobre mí por tus imprudencias. ¿Tú no
ves, desdichada, que el público nos observa, que tenemos muchísimos
enemigos, y que éstos se han de aprovechar del más mínimo pretexto para
zaherirnos?
—Bien, confiesas que esto no es más que un pretexto para
mortificarte—dijo la joven poniéndose seria.
—Sí, pero fundado en lo que tú has hecho arrastrada de esa vanidad
necia, que en vano he querido arrancarte del alma.
—Entendámonos, Gonzalo. ¿Qué es lo que yo he hecho?—profirió ella con
voz irritada.
El joven guardó silencio mirándola fijamente. Después de unos instantes
dijo con lentitud:
—Demasiado lo sabes. El repetirlo, me humilla.
Hubo otro rato de silencio. Ventura preguntó al fin con impaciencia:
—En resumidas cuentas, ¿qué quieres?
—Voy a decírtelo—contesto el joven, reprimiéndose con trabajo.—Quiero
que cese esa intimidad ofensiva para mí, como acabas de ver. Quiero no
pensar más en el duque de Tornos, ni ver su sonrisa protectora, ni sus
modales de conquistador aburrido. Quiero volver a la calma que todos
disfrutábamos antes de su llegada. Y como lo quiero a toda costa, estoy
dispuesto a conseguirlo a toda costa...
Calló un instante y luego añadió con fuerza, con más fuerza de la
necesaria:
—Hoy mismo, saldrá el Duque de esta casa.
Ventura le miró con estupor. Se puso repentinamente lívida, y con los
labios temblorosos por la ira, exclamó:
—¿Qué estás diciendo ahí? ¿Será necesario llevarte a Leganés?... Vamos,
vamos—añadió con acento despreciativo,—hazme el favor de dejarme en
paz. Ve a refrescarte, porque lo necesitas.
La faz de Gonzalo se contrajo violentamente; su boca se abrió con una
expresión de feroz sarcasmo, llamearon sus ojos.
—¡Ah!—rugió más que dijo.—Conque la amistad de ese cornudo (porque es
un cornudo, ¿sabes? toda España está enterada). ¡Conque la amistad de
ese cornudo, te interesa más que la felicidad de tu marido! ¡Conque te
figuras que yo por no ser duque y grande de España, no sé hacer respetar
mi honor! ¡Ahora verás! ¡ahora verás!... Mira por lo pronto lo que yo
respeto a ese cornudo...
Y al decir esto, dió un puntapié al retrato, que cayó al suelo con
estrépito. En seguida se puso a brincar sobre él los dientes apretados,
los ojos inyectados en sangre, con una de esas cóleras fragorosas de los
hombres fuertes y pacíficos. La tela quedó al instante hecha pedazos.
Ventura, enteramente demudada, vomitó, más que dijo, con la osadía
inconcebible de la mujer adorada:
—¡Bruto! ¡bruto!
La entonación de esta injuria era tan feroz, tan rabiosa, que Gonzalo
levantó la cabeza como si le hubiesen clavado un hierro candente.
Saltando sobre ella, la agarró por un brazo. La joven lanzó un grito
penetrante de angustia. La mano de su esposo era una tenaza de acero que
iba a triturarle el hueso.
—¡Perdónala, Gonzalo, perdónala!—entró gritando en aquel instante doña
Paula.
El indignado joven volvió la cabeza sin soltar a su esposa. Al ver a su
madre política, en cuyo rostro la enfermedad había hecho crueles
estragos, contraído ahora por el terror, con los ojos suplicantes, las
manos plegadas hacia él con mortal congoja, aflojó la suya y la dejó
caer sobre el muslo.
No tuvo tiempo a decir nada. Doña Paula, sin mirar a Ventura, le cogió
de la ropa diciéndole:
—Ven, hijo mío, ven. Yo arreglaré este asunto, y te volveré la calma.
Y Gonzalo se dejó arrastrar como un autómata, lleno de confusión.
Al llegar a su cuarto, la buena señora cerró la puerta.
—Lo he oído todo—le dijo, clavando en él aquellos grandes ojos negros
y tristes como los de una Dolorosa, único resto de su antigua
belleza.—Te vi cruzar por el pasillo con una cara tan extraña, que no
pude menos de seguirte... No sé lo que dice ese periódico que has dado a
Ventura, pero debe ser algo muy feo y repugnante...
—¡La injuria mayor que se puede hacer a un hombre!—profirió Gonzalo
con la garganta apretada.
—¡Qué infames! ¡Insultarte a ti que jamás les has hecho daño alguno!
Tienes razón, la culpa es de Ventura. Sus ligerezas, el gusanillo que
tiene metido en la cabeza, ha dado lugar a este disgusto, como a todos
los otros más pequeños que hasta ahora habéis tenido. Pero no vayas a
figurarte que hace estas cosas por maldad... Ventura es una loca, una
taravilla; pero en el fondo no es mala. Con el tiempo se irá
corrigiendo. Yo también he tenido mi cacho de orgullo y he gozado con
ciertas tonterías que hoy me avergüenzan. ¡Oh, los años, las tristezas,
las enfermedades, le van arrancando a una todas las ilusiones!... Lo que
importa ahora, es evitar a todo trance mayores disgustos. Hace tiempo
que vengo notando las atenciones del Duque con Venturita y la intimidad
que ha nacido entre ellos. Sé fijamente que esta intimidad no tiene
importancia alguna. Estoy enteramente segura de mi hija, como tú debes
estarlo. Pero comprendo muy bien que la conducta de ese señor te
moleste... Sobre todo, desde que un periódico se ha aprovechado de ella
para injuriarte, las cosas no pueden continuar así. Es necesario tomar
una resolución...
—Ya está tomada—dijo sordamente Gonzalo.—Hoy mismo despido al Duque
de esta casa.
—No, tú no puedes ni debes hacerlo. Tienes el genio violento. Habría
una escena escandalosa que es necesario evitar.
—¡Pues es lo que yo quiero precisamente! ¡esa escena!
—No seas niño, Gonzalo—repuso la señora.—El arreglo de este asunto me
corresponde a mí, ya que Rosendo, fuera de su política, ni ve, ni
entiende, ni oye. Un escándalo ahora, te pondría en ridículo...
—¡Pues aunque así sea!—exclamó el joven con rabia.—Quiero tener el
gusto de arrojarle de casa.
—Me obligas a decirte, Gonzalo—replicó doña Paula con impaciencia y
autoridad,—que no tienes ningún derecho a hacerlo. Ni tú le has
invitado, ni eres el dueño de la casa...
El joven se puso colorado. Observando su confusión, la señora añadió con
acento cariñoso:
—Tú eres un hijo nuestro, y los hijos no deben intervenir en estos
asuntos, que corresponden a los padres. Nosotros tenemos el deber de
velar por vuestra felicidad, sacrificarnos por ella. Yo haré que el
Duque salga de esta casa, sin escándalo, sin que se entere nadie del
motivo, sin exponerte a cometer una bajeza, de la cual te
arrepentirías... No creas que lo hago por él, a quien detesto... Desde
que llegó me ha sido profundamente repulsivo ese hombre. ¡Ahora que veo
lo que ha traído a nuestra casa, figúrate cómo le querré! Lo hago
únicamente por ti, a quien quiero, no diré más que a mi hija, porque los
hijos... ¡Oh, los hijos!... Tú ya sabes lo que son... pero tanto, por lo
menos... y a quien estimo mucho más...
Gonzalo, enternecido, se dejó caer en una silla. Comenzó a sollozar como
un niño, con el rostro entre las manos. La buena señora le puso la suya,
pálida y descarnada, sobre la cabeza, diciendo con lágrimas también en
los ojos:
—¡Pobre hijo mío! Aguárdame un instante. Voy a decir a ese señor lo que
hace al caso.
Subió la señora de Belinchón la escalera de caracol que conducía al piso
segundo. Arriba tropezó con el ayuda de cámara de su huésped.
—¿Qué hace el señor Duque?—le preguntó.
—Está pintando—respondió el criado mirando con sorpresa y curiosidad
los ojos llorosos de doña Paula.
—Dile que deseo hablar con él.
Mientras el doméstico fué a avisar a su señor, doña Paula creyó que las
fuerzas iban a faltarle. Comenzó a sentir los síntomas primeros de una
de aquellas sofocaciones que de vez en cuando le daban. Pero la firme
voluntad de devolver la calma a sus hijos venció a la enfermedad en tal
instante. Encomendóse devotamente a la Virgen de las Mercedes, y penetró
con resolución en el gabinete-estudio de don Jaime.
El cual, vestido medio a lo oriental con un traje estrambótico que usaba
por las mañanas dentro de casa, salió a recibirla teniendo aún en las
manos el pincel y la paleta.
—Señora—dijo inclinándose respetuosamente, quitando el gorro turco que
le cubría la calva,—mucho siento que usted se haya molestado en subir.
Bastaba un aviso para que yo me hubiera apresurado a ir a ponerme a sus
órdenes.
Doña Paula respondió con un gesto de gracias, llevándose la mano al
corazón que le saltaba dentro del pecho como un potro desbocado.
El Duque la examinó con sorpresa.
—Siéntese usted, señora—la dijo, depositando la paleta y el pincel
sobre una silla.
Sentóse, en efecto, en una butaca. Don Jaime permaneció en pie.
—Hay que cerrar la puerta—dijo ella tratando de levantarse nuevamente.
Pero el caballero se apresuró a hacerlo. Después vino a colocarse frente
a la dama, cuadrando los pies en actitud exageradamente respetuosa,
esperando a que ella hablase.
Tardó aún algunos momentos. Al fin, elevando hacia él sus ojos
doloridos, dijo:
—Señor Duque, usted nos ha honrado mucho viniendo a esta casa. Nunca le
agradeceremos bastante esta prueba de estimación que nos ha concedido...
El Duque se inclinó, levantando al mismo tiempo los pesados párpados
para dirigir a su interlocutora una mirada, donde se traslucía la
inquietud y la curiosidad.
—¿Por qué no se sienta usted?—preguntóle doña Paula interrumpiendo su
discurso.
—Estoy bien, señora; siga usted.
Con aquella interrupción se turbó. No supo proseguir en algunos
segundos. Al cabo murmuró:
—¡Es una desgracia!... No sabe usted, señor Duque, lo que está pasando
por mí en este momento. ¡Quisiera morirme!
Y las lágrimas acudieron a sus ojos. Sacó el pañuelo, y ocultó el rostro
con él.
El Duque, cada vez más inquieto, le dijo:
—Serénese usted, señora. Soy un verdadero amigo de usted y de
Belinchón. Cualquiera que sea el disgusto que usted tenga, yo lo
comparto como si fuese mío también, y estoy dispuesto a hacer todo lo
que esté de mi parte para calmarlo.
—Muchas gracias... muchas gracias—murmuró la señora sin separar el
pañuelo de los ojos. Al cabo de un rato de silencio, dijo con voz
temblorosa:
—Puede usted hacerme un favor muy grande... Un favor que le agradecería
mientras tuviese un soplo de vida... Pero no me atrevo a pedírselo...
—Le repito que estoy a sus órdenes, y que todo lo que pueda hacer en su
obsequio debe usted darlo por hecho...
—¡Oh, no; es una atrocidad!... Señor Duque, usted está muy lejos de
sospechar que su venida a esta casa ha producido graves disgustos. Su
carácter bondadoso y llano, la simpatía que el genio alegre y abierto de
mi hija Ventura ha conseguido inspirarle, ha dado lugar a habladurías en
el pueblo...
—¡Oh!—interrumpió el Duque sonriendo, para ocultar cierta emoción de
vergüenza.
—Sí; habladurías muy ofensivas para todos nosotros, pero principalmente
para mi hijo político, a quien queremos en casa como si fuese hijo
verdadero... No le recrimino a usted ni a ella. Creo que en usted no ha
habido más que exceso de amabilidad, que en un pueblo remoto como éste,
donde todo choca y se comenta, acaso no ha debido usted tener... En ella
ha habido la imprudencia y la ligereza que siempre han sido sus
defectos. Es una chiquilla que tiene la voluntad virgen, como suele
decirse... Si este pueblo no estuviese dividido, no hubiera esa maldita
guerra que a todos nos mata, acaso nadie se hubiera fijado... Por
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