El cuarto poder - 18

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que corresponde aquí, en mi humilde opinión, es que os deis un abrazo.
Apenas había pronunciado don Feliciano estas palabras, cuando Miranda y
don Rudesindo, por un movimiento simultáneo, avanzaron con ímpetu feroz
el uno sobre el otro alzaron briosamente los brazos y se abrazaron con
tal furia, que por poco se descoyuntan todos los huesos de la cavidad
torácica. Don Feliciano en el mismo punto se despojó con violencia del
sombrero, dejando al descubierto su enorme calva en declive, lo agitó
con frenesí algunos segundos, y gritó: «¡Hurra!» no se sabe a quién; tal
vez al dios astuto que le había suministrado tan famosa idea.
En aquel momento se acercaban los testigos. Al ver la escena se pararon
sorprendidos. Mostráronse alegres de tal solución en apariencia, pero
cada cual se separó por su lado, y aquella tarde en el Saloncillo Peña
reprendió ásperamente a don Feliciano por su conducta. Llegó a afirmar
que le había puesto en ridículo y que si no fuese porque se trataba de
un amigo antiguo y persona de más edad que él, «le exigiría una
jeparación».
—¡Una reparación!—exclamó el óptimo don Feliciano.—¡Qué más da que la
exigieras, rapaz!
—¿Se negaría usted a batijse conmigo?—preguntó el ayudante con su voz
campanuda.
—¿A qué habíamos de batirnos?
—A lo que usted quiera.
—Yo, a bailar un tango o una guaracha, mi queridín—respondió, y
diciendo y haciendo comenzó a saltar por la sala dando las castañetas
hasta que se le cayó el sombrero y quedó al aire la piedra de lavar que
tenía por cabeza. Los socios se tiraban por los divanes, de risa. Peña
dejó escapar algunas frases de desprecio, y se retiró amoscado y
desabrido.
Los tertulios del Camarote, hostigados constantemente por las gacetillas
del _Faro_, se habían decidido al cabo a fundar otro periódico en el que
pudieran tomar venganza de las sinrazones que se les hacía.
Enormes sacrificios costaba esto. Muy pocos, de entre ellos, eran ricos.
El único que pudiera llamarse así era don Pedro Miranda. Este prefería
que le sacasen una muela a descorrer los cordones de la bolsa. A fuerza
de cabildeos, de ruegos, allegando recursos de aquí y de allá, haciendo
sumas y restas en el Camarote, se concluyó por obtener la cantidad
indispensable para montar una imprenta. En la de Folgueras, ni éste
quería tirar el periódico, ni ellos se humillarían a demandárselo.
Cuando estuvo la imprenta, modestísima por cierto, en disposición de
funcionar, celebraron el indispensable banquete. En él se convino en
denominar al nuevo órgano _El Joven Sarriense_. A los postres se brindó
con entusiasmo por su prosperidad y por la destrucción de sus viles
enemigos.
La aparición del primer número, que traía la consabida viñeta
representando un adolescente peinado con la raya por el medio, y rodeado
de una porción de latas de conservas a modo de libros, en actitud de
leer, más bien de merendar, una de ellas, causó viva sensación en la
villa. Lo merecía. Los del Camarote, como hombres que habían tenido que
devorar durante muchos meses los insultos del _Faro_, se desahogaban con
verdadera fruición. ¡Santo Cristo de Rodillero, qué cúmulo de
insolencias y procacidades! Desde el principio hasta el fin estaba
consagrado a escarnecer, a herir y ridiculizar a los socios del
Saloncillo. Parecía que les faltaba tiempo para llamar al uno feo, al
otro hambrón, al de más allá envidioso, a éste bruto, a aquél farfantón.
Por supuesto, bajo nombres supuestos, aunque tan transparentes, que
nadie en la población dejaba de conocerlos. Llamábase Belinchón _Don
Quijote_ y don Rudesindo _Sancho_, Sinforoso _Marqués del Tirapié_, Peña
_El Capitán Cólera_, etc., etc. Y escudados con esto los traían y los
llevaban, los barajaban que era una bendición. No les dejaban hueso
sano. Por la noche hubo palos (¿cómo no?) en la Rúa Nueva. Folgueras, a
quien también insultaban en _El Joven Sarriense_, se había encontrado
con Gabino Maza, y le descargó un bastonazo sobre la cabeza. Maza lo
devolvió con creces. Repitió Folgueras. Vino en ayuda de éste un cajista
que por allí cruzaba, y de aquél su cuñado. En un instante se armó una
de garrotazos que tocaba Dios a juicio.
_El Joven Sarriense_ se publicaba los domingos. Periquito Miranda, que a
causa de la desavenencia de su padre con los del Saloncillo, padecía una
peligrosa retención de lirismo, se alivió notablemente insertando en él
un sinnúmero de sonetos, sáneos, acrósticos y otras diversas
combinaciones métricas, destinadas a pregonar su adoración platónica a
la señora del gerente de la fábrica de aceros, una francesota grande y
pesada como un elefante, que le hubiera metido fácilmente en el
bolsillo. Ya sabemos que Periquito amaba las obras sólidas de la
Naturaleza. Para expresar los deseos que atormentaban su espíritu,
valíase ingeniosamente de la forma de sueños. El joven platónico soñaba
en verso que se hallaba en fresca gruta deleitosa donde de pronto
aparecía una ninfa de torneados brazos y turgente seno (la señora del
gerente) que le instaba a dormir sobre un lecho de rosas y verdes
pámpanos. Otras veces, se veía sobre la cúspide de una altísima montaña.
En las nubes amontonadas, en los confines del horizonte, comenzaban a
dibujarse los contornos de una mujer (la señora del gerente). Las nubes
se acercaban. La mujer era blanca como el campo de la nieve, mórbida y
espléndida como la flor de la magnolia. La hermosa aparición llegaba
hasta él por fin, y le arrebataba entre sus brazos por los espacios
azules. Otras, navegaba en frágil barquilla por la superficie del
Océano. La barca se hundía y él iba a parar al fondo del mar donde una
blonda y hermosísima náyade (siempre la señora del gerente) le llevaba
de la mano a un prodigioso palacio de cristal, le sentaba a su lado en
un trono de marfil, y le invitaba a contraer con ella justas nupcias,
efectuadas las cuales, se retiraban al son de dulce música a un gabinete
reservado, maravillosamente decorado, donde la náyade enamorada le hacía
poseedor de sus gracias. Estos ensueños de dicha, versificados con
facilidad y adornados de cierto naturalismo poético, causaban alguna
inquietud a los padres de familia. Periquito comía cada día más, y
estaba cada vez más flaco. _El Faro_, en el número del jueves, después
de insultar con rabia a los jefes del Camarote, «se metía» también con
él llamándole maliciosa y torpemente _Pericles_.
Colocados así, uno enfrente del otro, en feroz y perpetua rivalidad, _El
Faro_ y _El Joven Sarriense_ emplearon útilmente sus columnas en
injuriarse con más o menos descaro, según arreciaba o aflojaba la lucha.
Raro era el número de cada uno de ellos que no daba lugar a algunos
bastonazos o bofetadas, cuando no a un desafío formal. Sin embargo, en
éstos eran más parcos todos. Padrinos sí se nombraban por un quítame
allá esas pajas; pero darse de sablazos o de tiros, ya era otra cosa. La
contienda había enardecido los ánimos en la villa. Muchas de las
personas que habían permanecido indiferentes a las desavenencias de los
del Saloncillo y los del Camarote, habían concluído por tomar puesto en
uno u otro bando, unas veces porque tenían metidos en la refriega a sus
parientes, otras por algún antiguo resentimiento, otras, en fin, sin más
motivo que el calor y el entusiasmo que el combate despierta en los
temperamentos belicosos. Al poco tiempo la población estaba
verdaderamente partida en dos. El bando del cual era dignísimo jefe don
Rosendo Belinchón, era el más numeroso y contaba con casi todos los
comerciantes ricos de Sarrió. El de los del Camarote, más exiguo,
contaba con los terratenientes y las personas timoratas y religiosas a
quienes _El Faro_ había escandalizado. La lucha se fué acentuando de tal
modo, que al poco tiempo los que pertenecían a un partido ya no
saludaban a los del contrario, aunque hubieran sido hasta entonces
buenos amigos.
_El Faro_ y _El Joven Sarriense_ comenzaron a criticarse respectivamente
el estilo y la gramática. Buscáronse con encarnizamiento por una y otra
parte las faltas de sintaxis, fijándose lo mismo en los vocablos que en
el régimen.—«Esa palabra no es castellana»—decía _El Joven_.—«La
palabra _desilusionar_, que los peleles del _Joven Sarriense_ afirman
que no es castellana—contestaba _El Faro_,—la hemos visto empleada por
los más eminentes escritores de Madrid: Pérez, González, Martínez y
otros. Esta vez, como siempre, al órgano del Camarote le ha salido el
tiro por la culata.» Replicaba _El Joven_, contrarreplicaba _El Faro_,
citábanse párrafos de la gramática, del diccionario, de los escritores
distinguidos, y al cabo nadie sabía a qué atenerse. Y las cosas quedaban
como antes, aunque se hablaba a veces de remitir las cuestiones a la
resolución de la Academia de la Lengua. Se citaba mucho por los dos
lados el _Don Juan Tenorio_ de Zorrilla y los artículos del _Curioso
parlante_. Esta competencia gramatical traía consigo al menos una
ventaja; la de hacer que algunas personas que no la habían saludado se
dedicasen con ahinco a aprenderla. Lo mismo en el Saloncillo que en el
Camarote había dos o tres ejemplares de la última gramática _lata_ de la
Academia, que no reposaban nunca.
Contra quien se dispararon los tiros _lingüísticos_ más envenenados, fué
contra el inspirado don Rosendo, como quiera que era la cabeza y el
nervio de su partido y convenía, más que a nadie, aniquilar. Belinchón
no había estudiado la gramática, sino por un diminuto epítome allá en
la infancia. Pero, como todos los ingenios superiores, si no la sabía,
la adivinaba. Los contrarios le sacaban a relucir a cada instante mil
disparates de sus artículos. Mas es tal la confianza que nos inspira su
genio poderoso, que nunca hemos dado crédito a estas afirmaciones,
considerándolas como puras calumnias. Si no hubiera gramática,
Belinchón, con sólo sus luces naturales, sería capaz de inventarla.
Nadie manejó jamás como él ese lenguaje periodístico, ligero sí, pero
brillante, lleno de frases consagradas por el uso de cien mil
escritores, donde hasta los lugares más comunes, expresados con adecuado
énfasis, resplandecen como profundas y misteriosas sentencias. Merced a
su estilo prodigioso, don Rosendo escribía con la misma facilidad un
artículo sobre la libertad de cultos, que redactaba un informe acerca de
la industria pecuaria. Sus enemigos decían que cometía muchos
galicismos. ¿Y qué? En el mero hecho de prohijarlos un escritor de tal
valía, dejaban de serlo, y se convertían en puras y castizas locuciones
castellanas.
Este prurito de ajustarle los galicismos al _Faro_, fué una de las
manías que tuvo _El Joven Sarriense_ o sea el colega local, como le
llamaba siempre aquél, a fin de evitar el nombrarlo, por no dañar al
profundo desprecio que ansiaba mostrarle. Aprovechando cierto
diccionario curioso que uno de los socios del Camarote poseía,
trituraban sin piedad lo mismo los artículos que las «novelas a la mano»
del _Faro_. Si don Rosendo decía en él, verbigracia, que dejaba de tocar
ciertos asuntos «por no faltar a las conveniencias», al instante se le
echaba encima _El Joven_, interpelándole en forma sarcástica. ¿Dónde
había aprendido el ingenioso hidalgo (así llamaban casi siempre a
Belinchón) esta acepción de la palabra conveniencia? No sería
ciertamente en su famosa historia, contada por Cervantes. Si empleaba la
palabra «gubernamental», o «banal», o la frase «tener lugar», ¡qué
carcajadas las del _Joven Sarriense_! ¡qué chacota! ¡qué desprecio! Esto
duró hasta que los del Saloncillo adquirieron otro diccionario de
galicismos. Entonces ambos periódicos comenzaron a hilar tan delgado en
esta materia, que al fin concluyeron por olvidar el purismo y volver a
su estilo libre, feliz e independiente.
Además, la disputa se había ido exacerbando de tal suerte, que las
ligaduras clásicas les embarazaban para insultarse. Jugaban ya en todas
las gacetillas las frases de «reptil venenoso», «entes despreciables»,
«cerebros obtusos», «revolcándose en el fango», «seres innobles y
degradados» y otras no menos afectuosas para los del bando contrario.
Cansados de injuriarse unos a otros, comenzaron pronto a atacarse en sus
familias. No perdonaron ni a sus modestas esposas ni a sus ancianos
padres. _El Joven Sarriense_ fué el primero que dió la señal, publicando
un cuento árabe titulado _La esclava Daraja_ en que bajo este nombre, se
relataba _ce_ por _be_ la historia de doña Paula y su matrimonio con
Mahomad Zegrí (don Rosendo) salpicado de chufletas de poco gusto y de
insinuaciones pérfidas. Belinchón estuvo tentado de mandar los padrinos
a la redacción. Pero considerando que esto sería dar su brazo a torcer y
aceptar lo que el artículo contenía de envenenado, prefirió no mostrarse
aludido y vengarse también en la prensa. Sinforoso, por encargo suyo,
escribió un cuento indio, donde se narraba la vida y milagros del padre
de Maza, que había sido capitán negrero y en el tráfico de carne humana
hiciera su fortuna. Desde entonces, los cuentos orientales como medio
para decirse toda suerte de picardías, fueron usados por ambos partidos.
El campo más adecuado para la lucha que los del Saloncillo y los del
Camarote habían emprendido y el de resultados más positivos lo mismo
para el vencedor que para el vencido, era la política. A él volvieron,
pues, desde los primeros momentos los ojos unos y otros contendientes.
No perdonaron medio alguno para derribarse y triunfar. Hasta la división
del vecindario ya sabemos que la política jugaba poco papel en Sarrió.
Desde esta fecha, fué la comida ordinaria, el elemento indispensable que
se mezclaba en todas las conversaciones masculinas. Ni unos ni otros
habían pensado en despojar de su representación en el Congreso a Rojas
Salcedo. Era amigo de todos y había representado al distrito por espacio
de diez y ocho años. Sin embargo, cuando llegaron las elecciones
municipales, escribiéronle cartas los dos bandos, pidiéndole protección.
Se sabía que los del Saloncillo querían a todo trance separar a don
Roque de la alcaldía, porque ya más de una vez, en uso de sus funciones,
se había puesto de parte de los disidentes en perjuicio de sus antiguos
amigos. _El Faro_ le había zarandeado de lo lindo con este motivo.
Creció la enemistad. Vengóse don Roque, abusando de su autoridad, para
mandar a la cárcel a Folgueras. Repitiéronse los ataques del _Faro_ con
más furia. Don Roque, juzgándose por ellos un tirano de la Edad Media,
comenzó a temer por su vida y se hizo acompañar de noche y de día por el
veterano Marcones. Se dijo que en una reunión misteriosa de los del
Saloncillo, se había decretado su muerte. Al alcalde no le llegaba la
camisa al cuerpo. Cuando en un paraje retirado alcanzaba a ver a alguno
del _Faro_, ordenaba prontamente la vuelta.
Rojas Salcedo contestó a los del Camarote que si don Roque salía elegido
concejal, sería nombrado otra vez alcalde. Pero al mismo tiempo escribía
con misterio a los del Saloncillo, encargándoles que trabajasen todo lo
posible para que no saliese. De este modo se libraba de un compromiso.
En efecto, los partidarios de Belinchón, por su número, por su riqueza y
por la buena maña que se dieron, lograron triunfar en toda la línea. La
lucha, últimamente, se había concentrado en el punto por donde se
presentaba don Roque. Los del Camarote sabían que si éste era elegido,
la batalla estaba ganada. Sería alcalde y las facultades de éste
contrarrestaban muy bien las del ayuntamiento. Los del Saloncillo lo
presentían también. Ambos partidos luchaban con empeño feroz. Por fin,
el anciano alcalde perdió la elección por un corto número de votos.
Confuso y abatido, con los ojos terriblemente inyectados y la faz
amoratada, que daba miedo, se retiró al fin a su casa, después de pasar
todo el día en la del municipio. Ni un rey a quien despojasen de la
corona, sentiría golpe tan tremendo. Llegó a su domicilio sin escolta,
como el más ínfimo particular. Bien había visto a Marcones paseando por
los corredores, y estaba seguro de que aquél le vió también a él. No se
atrevió a pedirle que le acompañase. El viejo alguacil estaba hablando
con agasajo a don Rufo, a un enemigo suyo, y fingió no advertir que su
jefe pasaba. No era que se volviese al sol que más calentaba. Era
simplemente que Marcones, imbuído en las doctrinas de los modernos
estadistas, comprendía que la fuerza pública debe estar siempre al
servicio del poder constituído.
Y, sin embargo, nunca don Roque tuvo más necesidad de ser acompañado que
entonces. Además de un frío moral que le helaba el corazón, sentíase
físicamente indispuesto. Aquellas horas mortales de agonía recibiendo
noticias contradictorias a cada instante, sin tomar alimento, con sólo
algunas copas de ginebra en el cuerpo desde la mañana, le habían
alterado hasta un punto indecible. Las piernas le flaqueaban y la vista
se le obscurecía. Para llegar a su casa tuvo necesidad varias veces de
apoyarse en las paredes. Cuando entró, la vieja criada que salió a
abrirle, retrocedió asustada. La cara de su amo parecía como si unas
manos invisibles le estuviesen apretando sin piedad la garganta. A pesar
de hallarse bien avezada a descifrar los caóticos, inextricables
sonidos, que salían de su boca en todas ocasiones, por esta vez no
comprendió la orden que le daba. Vió que se retiraba derechamente a su
cuarto. Procediendo por inducción, le llevó luz y un vaso de agua. Pero
don Roque se enfureció, tiró el vaso al suelo, gritó como un energúmeno.
Imposible, no obstante, averiguar qué querían decir aquellos rumores
huecos, temerosos, infernales, que nacían en su garganta, y antes de
salir se reflejaban con terrible resonancia cuatro o cinco veces en las
paredes de su enorme cavidad bocal. Temblorosa, azorada, fué a buscar
una botella de vino. Aunque un poco menos indignado, tampoco quiso
recibirla; repitió con mayor énfasis, pero no más claridad, la orden que
había dado. Al cabo, a fuerza de aguzar el oído, la sirvienta vino a
entender que su amo pedía un ponche de ron. Don Roque, observando que le
habían comprendido, se serenó, despojóse del enorme gabán en que yacía
prisionero, de la levita, del chaleco. Al tratar de sacarse las botas,
su noble faz municipal tomó el color del vino de Valdepeñas después de
encabezado, y no pudo llevar la empresa a feliz término. Cuando vino la
criada con el ponche, concluyó de sacárselas. Después, manifestó que se
iba a meter en la cama, que cerrasen bien las puertas y no no se le
turbase bajo ningún pretexto. La criada no entendió una palabra de su
discurso, pero adivinó bien esta vez la sustancia, y se retiró.
Don Roque se dejó caer, en efecto, sobre el lecho. Se cubrió con la ropa
hasta la cintura, y reclinando la espalda contra las almohadas, tomó el
vaso de ponche y lo acercó a los labios. Al instante echó de ver que
existía deficiencia en una de las bases. Hizo un gesto avinagrado, dejó
escapar un sonido gutural inadmisible, y levantándose en calzoncillos,
sacó de su armario la botella del ron, que colocó sobre la mesa de
noche. Tornó a acostarse. Después, grave y solemnemente, con el vaso en
una mano y la botella en la otra, fué reparando el yerro de la criada.
Bebía un sorbo de ponche, y en seguida se apresuraba, a llenar el vacío
con el líquido de la botella. Así modificada la composición, resultaba
mucho más adecuada al estado de agitación en que su espíritu se hallaba.
Porque, bajo aquel aparente sosiego, el cerebro de don Roque desplegaba
una actividad prodigiosa. Todas las horas de aquel día se le presentaban
una a una tristes y sombrías; las decepciones que había sufrido, las
esperanzas fallidas, las disputas acaloradas, hasta el abandono de
Marcones. Y luego, lo porvenir. Esto era lo más negro. Dejar el bastón
de alcalde que tantos años había empuñado con gloria, convertirse en un
simple particular, en un quídam. No tener derecho a entrar en el
ayuntamiento. Pasar cerca de un guardia municipal, y no poder decirle:
—«Juan, ve a la fuente de la Rabila y no consientas que las criadas
frieguen allí las herradas.» Ver un picapedrero trabajando en la calle y
no tener facultades para ordenarle que calque más o menos las piedras,
que suba o baje la rasante.
Sentía frío intenso a los pies. Se levantó dos o tres veces para echar
ropa encima, sin lograr calentarlos. La botella pasó al fin toda al
vaso, y del vaso al estómago. Esto produjo allá dentro un suave calor,
que se fué esparciendo gratamente por todos los miembros. Don Roque
sintió que la lengua se le desligaba, y comenzó a hablar solo con
extremada claridad en su opinión. En realidad, si algún dios o mortal
pudiese escuchar aquellos bárbaros sonidos, retrocedería horrorizado.
Sobre todos flotaba sin cesar uno por demás extraño algo así como _all,
call, mall_. Un filólogo perspicaz, después de estudiar bien aquel
sonido, teniendo en cuenta la persistencia de la vocal _a_ y de la
consonante _ll_, acaso deduciría que la palabra expresada por el alcalde
era canalla. Sin embargo, esto no sería otra cosa que una inducción más
o menos legítima.
Al cabo calló. Sintió un fuerte calor en la garganta, que le invadió
instantáneamente el rostro y la cabeza. La lengua no quiso trabajar.
Experimentaba una impresión de engrandecimiento físico de todo su ser.
Sobre todo, la cabeza crecía, creía de un modo tan desmesurado, que
apenas podía con ella. Al mismo tiempo los objetos que le rodeaban, el
armario, la cama, el lavabo, los bastones arrimados a la esquina, le
aparecían de un tamaño diminuto. Creyó sentir dentro del cerebro el
ruido de una maquinaria de reloj en movimiento, un volante que giraba
con velocidad y un martillo que caía a compás con ruido metálico. El
martillo cesó, y siguió el volante girando. Allá fuera, en la calle,
percibió fuerte rumor de gente; luego extraños sonidos que le dejaron
yerto. El pobre don Roque no sabía que le estaban dando a aquella hora
sus enemigos una regular cencerrada. Estuvo por llamar a la criada, pero
temió que tales sonidos fuesen como otras veces imaginarios. Y, en
efecto, se confirmó en la idea al escuchar una descarga de campanas que
le ensordecieron. Era un repique horrísono, donde tomaban parte desde la
mayor de Toledo, hasta la campanilla de su escribanía. ¡Qué vértigo!
¡Qué fatiga! Afortunadamente cesó de golpe el campaneo. Pero fué al
instante substituído por un silbido prolongado y tan agudo, que le
desgarraba el tímpano de los oídos. Instintivamente se llevó las manos a
ellos. Al terminar el silbido, se le figuró que la cama se levantaba por
la parte de los pies. La cabeza se le iba hundiendo. Veía sus pies allá
arriba. Esto le produjo fuerte congoja. Dió un gran suspiro, y los pies
volvieron a su nivel. Mas en seguida tornaban poco a poco a levantarse y
la cabeza a hundirse. Era necesario dar grandes suspiros para
restablecerlos en su sitio.
Ni con aquel fantástico manejo se calentaban los malditos. Eran dos
pedazos de hielo. En cambio, lo restante de don Roque ardía, se
abrasaba. Sobre todo la cabeza alcanzaba una temperatura pasmosa, que
iba cada vez en aumento. Cuando se llevó la mano a la frente creyó
advertir que brotaba una llama azulada. Y oyó una voz, la voz de su
mujer muerta hacía veinte años, que le llamaba a gritos: «¡Roque!
¡Roque! ¡Roqueee!» Los dientes del alcalde chocaron de terror. Dejó de
ver el armario, las paredes de la alcoba, los objetos que tenía en
torno, y en su lugar percibió un millón de luces de todos colores que al
principio estaban inmóviles, después comenzaron a bailar con extremada
violencia. A fuerza de cruzarse las unas con las otras, llegaron pronto
a formar círculos concéntricos, uno azul, otro rojo, otro violeta, etc.,
que giraban sobre sí constituyendo un espectro mucho más rico que el de
la luz solar. Al fin aquellos círculos, también desaparecieron, quedando
un solo punto luminoso apenas perceptible. Mas aquel punto fué
creciendo lentamente. Primero era una estrella, después una luna,
después un sol enorme que se iba extendiendo y adquiría al mismo tiempo
un vivo color rojo. Aquel sol crecía, crecía constantemente. Su disco
inmenso de color de sangre tapaba la mitad de la bóveda; después, cubrió
las dos terceras partes; por último la llenó toda. Don Roque quedó un
instante deslumbrado. De repente no vió nada.
Jamás volvió a ver nada el buen alcalde. Por la mañana le hallaron
muerto, sentado en la cama, con la cabeza doblada hacia atrás. Un caso
de apoplejía fulminante.


XV
DE LA ENTRADA FAMOSA QUE HIZO EN SARRIÓ EL DUQUE DE TORNOS, CONDE DE
BUENAVISTA

El señor Anselmo, jefe de la banda de música de Sarrió, vino a
participar al presidente de la Academia que el alcalde le había
amenazado con suprimir la subvención de la orquesta, si aquella tarde
iban a la romería de San Antonio.
—¿Cómo es eso?—preguntó don Mateo incorporándose en el lecho en que
aun yacía, y echando mano a las gafas que tenía sobre la mesa de
noche..—¿Suprimir? ¿Por qué la han de suprimir?
—No lo sé. Así me lo ha enviado a decir por Próspero.
—¿Pero a él qué le importa que la música vaya a San Antonio?—profirió
con acento irritado.
—Creo que es porque hoy llega un señor a casa de don Rosendo... y como
la carretera atraviesa la romería...
—Ah, sí, el duque de Tornos... ¿Pero qué tiene que ver?... ¡Vamos,
están locos!... Mira, déjame un momento; voy a vestirme, y veré a Maza.
Creo que lo arreglaremos. Déjame.
Despejó el señor Anselmo la estancia, y, con más premura de lo que
pudiera esperarse de sus años y achaques, aderezóse don Mateo para
salir. Su esposa y su hija estaban, como de costumbre, en la iglesia.
Pidió el desayuno.
—No puedo dárselo, señor. La señora se ha llevado las llaves, y no hay
chocolate fuera.
—¡Siempre lo mismo!—murmuró el anciano, no tan enojado como
debiera.—Yo no sé por qué esa mujer no deja fuera al marcharse lo que
hace falta... Es verdad que, por regla general, me levanto tarde; pero
puede haber un negocio urgente como ahora...
—¿Quiere que vaya a pedir una onza de chocolate a la vecina?
—No, no hace falta. Estoy seguro de que Matilde se enfadaría. ¿No hay
por ahí nada que comer?
La criada tardó unos segundos en contestar.
—No, señor, me parece que no hay nada. Ya sabe que la señora...
—Sí, sí, ya sé.
Don Mateo fué al comedor y comenzó a escudriñar los tiradores. Nada; no
había más que los utensilios de la mesa, cuchillos, tenedores, el
sacacorchos. Al través de los cristales del armario vió algunas
pastillas de chocolate y una bandeja de bizcochos.
—¡Caramba, si diera alguna llave!
Y sacando las suyas comenzó a introducirlas en la cerradura. Las pruebas
no tuvieron buen éxito.
Desesperanzado, al fin, se arregló las gafas con impaciencia, se puso el
sombrero, cogió su cayado y dijo emprendiendo la marcha:
—Vaya, vaya; nos aguantaremos por hoy.
Pero antes de llegar a la puerta se volvió, y algo acortado preguntó a
la doméstica:
—¿Hay pan por ahí?
—No ha venido aún la panadera. Si quiere de lo mío...—respondió la
muchacha sonriendo.
—Bueno; a ver ese pan tuyo.
Se fué a la cocina. La criada levantó la tapa de la masera, y don Mateo
sacó un medio pan de centeno, bastante negro.
—Este pan moreno en otro tiempo no me disgustaba—dijo cortando un
pedazo.—¡Viva la gente morena!—añadió paseando por la boca un bocado
de miga, pues con la corteza hacía años que no se atrevía.
La criada se reía sorprendida de aquel buen humor.
—Es más sabroso que el nuestro. Si no fuera que ya está un poco duro...
Se sacudió las migajas con la mano, volvió a arreglarse las gafas y
después de beber un trago de agua porque también el vino estaba cerrado,
se partió en dirección al ayuntamiento. El reloj del edificio señalaba
las diez. Atravesó el soportal de arcos, subió la vasta escalera de
piedra y al llegar a los corredores donde había más de un dedo de polvo
sobre el entarimado, preguntó a Marcones, que le salió al encuentro, por
don Gabino.
—El señor alcalde está en sesión.
—¿En sesión? ¡Diablo, a qué hora tan rara!
En efecto, por lo rara se había señalado.
Dos años habían transcurrido desde el fallecimiento de don Roque. Los
del Saloncillo, que habían entrado en el ayuntamiento como triunfadores
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