El cuarto poder - 01

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BIBLIOTECA de LA NACIÓN

ARMANDO PALACIO VALDÉS


EL CUARTO PODER

BUENOS AIRES
1913
El autor de esta obra ha autorizado a LA NACIÓN para editarla y
venderla solamente en las Repúblicas Argentina y Uruguay. Esta
edición no puede circular fuera de las dos Repúblicas mencionadas.
Imp. de LA NACIÓN.—Buenos Aires


ÍNDICE

I.—Se levanta el telón, por esta vez sin metáfora
II.—Del feliz arribo de la «Bella-Paula»
III.—En que la pareja enamorada comienza a pensar en el nido
IV.—Cómo los particulares de Sarrió se congregaban en un recinto
nombrado el «Saloncillo», y lo que allí se platicaba
V.—¡¡¡Ladrones!!!
VI.—Que trata del equipo de Cecilia
VII.—Que trata de dos traidores
VIII.—De la reunión que los próceres de Sarrió celebraron en el teatro
con asistencia del cuarto estado
IX.—Historia de una lágrima
X.—De la gloriosa aparición de «El Faro de Sarrió» en el estadio de la
prensa.—Primeros fuegos de la batalla del pensamiento
XI.—Que Gonzalo se casó.—Graves revueltas entre los socios del
«Saloncillo»
XII.—Cómo se divertía Pablito
XIII.—En que se descubren algunos secretos de la vida de Gonzalo
XIV.—De los galicismos que cometía «El Faro de Sarrió» y otros asuntos
no menos interesantes.—Primeras bajas de la batalla del pensamiento
XV.—De la entrada famosa que hizo en Sarrió el duque de Tornos, conde
de Buenavista
XVI.—De lo mucho y bueno que hizo el duque de Tornos en Sarrió
XVII.—Que Gonzalo toma una gravo resolución y Cecilia otra
XVIII.—Donde tira doña Brígida de la manta
XIX.—En que da fin la presente historia con algunos notables, cuanto
tristes sucesos
Obras de Palacio Valdés


CAPITULO PRIMERO
SE LEVANTA EL TELÓN, POR ESTA VEZ SIN METÁFORA

En Sarrió, villa famosa, bañada por el mar Cantábrico, existía hace
algunos años un teatro no limpio, no claro, no cómodo, pero que servía
cumplidamente para solazar en las largas noches de invierno a sus
pacíficos e industriosos moradores. Estaba construído, como casi todos,
en forma de herradura. Constaba de dos pisos a más del bajo. En el
primero los palcos, así llamados Dios sabe por qué, pues no eran otra
cosa que unos bancos rellenos de pelote y forrados de franela encarnada
colocados en torno del antepecho. Para sentarse en ellos era forzoso
empujar el respaldo, que tenía bisagras de trecho en trecho, y levantar
al propio tiempo el asiento. Una vez dentro se dejaba caer otra vez el
asiento, se volvía el respaldo a su sitio y se acomodaba la persona del
peor modo que puede estar criatura humana fuera del potro de tormento.
En el segundo piso bullía, gritaba, coceaba y relinchaba toda la chusma
del pueblo sin diferencia de clases, lo mismo el marinero de altura que
el que pescaba muergos en la bahía o el peón de descarga; la señá Amalia
la revendedora igual que las que acarreaban «el fresco» a la capital.
Llamábase a aquel recinto «la cazuela». Las butacas eran del mismo
aborrecible pelote que los palcos y el forro debió ser también del mismo
color, aunque no podía saberse con certeza. Detrás de ellas había, a la
antigua usanza, un patio para ciertos menestrales que, por su edad, su
categoría de maestros u otra circunstancia cualquiera, repugnaban subir
a la cazuela y juntarse a la turba alborotadora. Del techo pendía una
araña, cuajada de pedacitos de vidrio en forma prismática, con luces de
aceite. Más adelante se substituyó éste con petróleo, pero yo no alcancé
a ver tal reforma. Debajo de la escalera que conducía a los palcos había
un nicho cerrado con persiana que llamaban «el palco de don Mateo». De
este don Mateo ya hablaremos más adelante.
Pues ha de saberse que en tal lacería de teatro se representaban los
mismos dramas y comedias que en el del Príncipe y se cantaban las óperas
que en la Scala de Milán. ¿Parece mentira, eh? Pues nada más cierto.
Allí ha oído por vez primera el narrador de esta historia aquellas
famosas coplas:
_Si oyes contar de un náufrago la historia_,
_Ya que en la tierra hasta el amor se olvida_...
Por cierto que le parecían excelentes, y el teatro una maravilla de lujo
y de buen gusto. Todo en el mundo depende de la imaginación. Ojalá la
tuviese tan viva y tan fresca como entonces para entretenerles a ustedes
agradablemente algunas horas. También ha visto el _Don Juan Tenorio_. Y
sus difuntos untados de harina de trigo, su comendador filtrándose por
una puerta atada con cuerdas, su infierno de espíritu de vino y su
apoteosis de papel de forro de baúles, le impresionaron de tal modo que
aquella noche no pudo dormir.
En la sala pasaba, poco más o menos, lo mismo que en los más suntuosos
teatros de la Corte. No obstante, por regla general se atendía más al
espectáculo que en éstos. Aun no habíamos llegado a ese grado superior
de perfeccionamiento, mediante el cual las acciones deben formar grato
contraste con el lugar donde se ejecutan; verbigracia, charlar en los
teatros, reirse en las iglesias, ir graves, y silenciosos, y patéticos
en el paseo, como sucede, afortunadamente, en Madrid. Ignoro si en
Sarrió han subido ya a la hora presente este peldaño de la civilización.
Ni se crea que faltaban por eso algunos espíritus lúcidos que se
adelantaban a su época y presentían lo que había de ser el teatro
andando el tiempo. Pablito Belinchón era uno de ellos. Tenía abonado
siempre, en compañía de otros tres o cuatro amigos, el palco de
proscenio. Desde allí dirigía la palabra a otros señores de más edad,
abonados en el palco de enfrente: se decían cuchufletas, se burlaban de
la tiple o del bajo, y se tiraban caramelos y saetas de papel. Por
cierto que el público de las butacas, ajeno todavía a estos
refinamientos de la civilización, solía hacerles callar bárbaramente con
un enérgico chicheo. Las familias más importantes acostumbraban a entrar
en aquellos palcos fementidos después de abierto el telón, con la misma
solemnidad que si penetrasen en una platea del teatro Real, y por de
contado con mucho más ruido. No es posible figurarse bien el horrísono
traquido que daba aquel respaldo al ser empujado y aquel asiento al
dejarlo caer con ánimo de llamar la atención.
Dígalo si no la familia que en este momento hace su entrada triunfal en
uno de ellos y permanece en pie despojándose de los abrigos, mientras
los espectadores divierten por un instante la vista de la escena y la
fijan en ellos, hasta que se sientan. Son los señores de Belinchón. El
jefe de la familia, don Rosendo, es un caballero alto, enjuto, doblado
por el espinazo, calvo por la coronilla, de ojos pequeños y hundidos,
boca grande, que se contraía con sonrisa mefistofélica, dejando ver dos
filas de dientes largos e iguales, la obra más acabada de cierto
dentista establecido hacía pocos meses en Sarrió. Gasta patillas cortas
y bigote, y representa unos sesenta años de edad. Está reputado por el
primer comerciante de la villa y uno de los primeros importadores de
bacalao de la costa cantábrica. Durante muchos años monopolizó
enteramente la venta por mayor de este artículo, no sólo en la villa,
sino en toda la provincia, y gracias a ello había granjeado una fortuna
considerable. Su esposa, doña Paula... ¿Pero por qué se despierta tal y
tan prolongado rumor en el teatro a su aparición? La buena señora, al
escucharlo, queda temblorosa y confusa, no acierta a desembarazarse del
abrigo, y su hija Cecilia se ve obligada a quitárselo y a decirle al
oído:—¡Siéntate, mamá! Se sienta, o por mejor decir, se deja caer sobre
el banco y pasea una mirada extraviada por el público, mientras sus
mejillas se tiñen de vivo carmín. En vano se abanica con brío y procura
serenarse. Nada: cuantos más esfuerzos hace por alejar la sangre
tumultuosa del rostro, más empeño pone la maldita en ocupar aquel lugar
visible.
—¡Mamá, qué colorada estás!—le dice Venturita, su hija menor, pugnando
para no reir.
La madre la mira con expresión de angustia.
—Calla, Ventura, calla.—dice Cecilia.
Doña Paula, animada con estas palabras, murmura:
—Esta chiquilla no goza sino en avergonzarme.
Y estuvo a punto de enternecerse y llorar.
Al fin, el público se cansó de atormentarla con sus miradas, sonrisas y
murmullos, y fijó de nuevo su atención en la escena. La congoja de doña
Paula fué cesando poco a poco; pero quedaron restos de ella por toda la
noche.
La causa de aquel incidente era el abrigo de terciopelo guarnecido de
pieles que la buena señora se había puesto. Siempre que estrenaba alguna
prenda de apariencia brillante, sucedía lo mismo. Y esto no por otra
cosa más que porque doña Paula no era señora de nacimiento. Procedía de
la clase de cigarreras. Don Rosendo había tenido amores con ella siendo
casi una niña, de los cuales nació Pablito. Así y todo, don Rosendo
estuvo cinco o seis años sin casarse ni querer oir hablar de matrimonio;
pero visitándola en su casa y asistiéndola con dinero. Hasta que al
fin, vencido más por el amor del hijo que el de la madre, y, más que por
todo esto, por las amonestaciones de sus amigos, se decidió a entregar
su mano a Paulina. La población no supo del matrimonio hasta después de
efectuado: tal sigilo se guardó para llevarlo a cabo. Desde entonces la
vida de la cigarrera puede dividirse en varias épocas importantes. La
primera, que dura un año, comprende desde el matrimonio hasta la
«mantilla de velo». Durante este tiempo, la señora de Belinchón no se
mostró poco ni mucho en público. Los domingos iba a misa de alba y se
encerraba otra vez en casa. Cuando se decidió a ponerse la antedicha
mantilla e ir a misa de once, lo mismo en la iglesia que en las calles
del tránsito, la acribillaron a miradas, y se habló del suceso por más
de ocho días. El segundo período, que dura tres años, comprende desde
«la mantilla de velo» hasta «los guantes». La vista de tal ornamento en
las manos grandes y coloradas de la ex cigarrera produjo una excitación
indescriptible en el elemento femenino del vecindario. En las calles, en
la iglesia, en las visitas, las señoras se saludaban preguntando:—¿Ha
visto usted?...—Sí, sí, ya he visto.—Y comenzaba el desuello. Viene
después el tercer período, que dura cuatro años, y termina en «el
vestido de seda», que dió casi tanto que murmurar como los guantes, y
produjo general indignación en Sarrió.—Diga usted, doña Dolores, ¿qué
nos queda ya que ver?—Doña Dolores bajaba los ojos haciendo un gesto de
resignación. Por último, el cuarto período, el más largo de todos porque
dura seis años, termina, ¡oh escándalo! «con el sombrero». Nadie puede
representarse el estremecimiento de asombro que invadió a la villa de
Sarrió cuando cierta tarde de feria se presentó doña Paula en el paseo
con sombrero-capota. Fué un verdadero motín. Las mujeres del pueblo se
santiguaban al verla pasar y pronunciaban comentarios en alta voz para
que los oyese la interesada.
—¡Mujer, mira por tu vida a la Serena qué gabarra lleva sobre la
cabeza!
Porque hay que advertir que a la madre de doña Paula la llamaban la
Serena, y a la abuela y a la bisabuela también.
Excusado es añadir que desde que la cigarrera subió a la categoría de
señora, ni por casualidad la dieron ya su nombre propio.
Al día siguiente, al tropezarse las señoras de Sarrió en la calle, no
encontrando palabras con que expresar su horror, se daban por contentas
con elevar los ojos al cielo, agitar los brazos convulsivamente y pasar
de largo murmurando: «¡¡¡Sombrero!!!»
Ante aquel golpe de audacia que no tiene pareja sino con los de algunos
héroes de la antigüedad, Aníbal, César, Gengis-Khan, la villa quedó muda
y abatida algunos meses. No obstante, cada vez que la buena de doña
Paula aparecía en público con el abominable sombrero en la cabeza o con
cualquier otra prenda propia de su alta jerarquía, era saludada siempre
con un murmullo de reprobación. Y lo original del caso estaba en que
ella no protestaba ni en público ni en secreto, ni aun en lo sagrado de
la conciencia, contra este proceder malévolo de su pueblo natal.
Juzgábalo natural y lógico. No se le ocurría pensar que pudiera ser de
otro modo. Sus ideas sociológicas no le aconsejaban todavía rebelarse
contra el fallo de la opinión pública. Creía de buena fe que al ponerse
los guantes o el abrigo de pieles o el sombrero, cometía un acto
reprobado por las leyes divinas y humanas. Los murmullos, las miradas
burlonas, eran el castigo necesario de esta infracción. De aquí sus
temores y congojas cada vez que iba a presentarse en el teatro o en el
paseo, y el rubor que la acometía.
¿Por qué entonces, se dirá, doña Paula se vestía de este modo? No serán
muy conocedores del corazón humano los que tal pregunten. Doña Paula se
ponía el sombrero y los guantes a sabiendas de que iba a pasar un mal
rato, como un chico abre el aparador y se atraca de dulce a sabiendas de
que en seguida le han de azotar. Los que no se hayan criado en un
pueblo, nunca sabrán cuán apetitosa golosina es el sombrero para una
artesana.
Era doña Paula alta, seca, desgarbada. Cuando joven había sido buena
moza; pero los años, la clausura continua, a la que no estaba avezada, y
sobre todo la lucha que venía sosteniendo con el público para establecer
su jerarquía, la habían marchitado antes de tiempo. Todavía conservaba
hermosos ojos negros encajados en un rostro de correctas y agradables
facciones.
El acto primero tocaba a su fin. Se representaba un melodrama
fantástico, cuyo nombre no recordamos, donde la compañía había
desplegado todo el aparato escénico de que podía disponer. La cazuela
estaba asombrada, y acogía cada cambio de decoración con estrepitosos
aplausos. Pablito Belinchón, que había pasado en Madrid un mes el año
anterior, se reía con incontestable superioridad de aquel aparato; hacía
guiños inteligentes a los del proscenio de enfrente. Y para demostrar
que todo aquello le aburría, concluyó por volverse de espaldas al
escenario y mirar con los gemelos a las bellezas locales. Cada vez que
los preciosos anteojos de piel de Rusia apuntaban a una, la muchacha
sufría un leve estremecimiento: cambiaba de postura, llevaba la mano un
poco trémula al pelo para arreglarlo, sonreía a su mamá o a su hermana
sin razón alguna, se ponía seria de nuevo, y fijaba con insistencia y
decisión sus ojos en la escena. Pero al instante los levantaba rápida y
tímidamente hacia aquellos redondos y brillantes cristales que la
ofuscaban. Al fin concluía por ruborizarse. Pablito, satisfecho,
apuntaba a otra belleza. Las conocía como si fuesen sus hermanas,
tuteaba a la mayor parte de ellas y de muchas había sido novio: pero la
pluma en el aire no era más movible y tornadiza que él en materia de
amores. Todas habían tenido que sufrir algún doloroso desengaño.
Últimamente, hastiado de enamorar a sus convecinas, se había dedicado a
fascinar a cuantas forasteras llegaban a Sarrió, para abandonarlas, por
supuesto, si cometían la torpeza de permanecer en la villa más de un
mes o dos.
Había razones poderosas para que Pablito pudiese disponer a su buen
talante del corazón de todas las jóvenes indígenas y aun de las
extrañas. Era un apuestísimo mancebo de veinticuatro o veinticinco años,
de rostro hermoso y varonil, de figura gallarda y elegante. Montaba a
caballo admirablemente y guiaba un tílburi o un carruaje de cuatro
caballos, lo cual nadie sabía hacer en Sarrió más que los cocheros.
Cuando se llevaban los pantalones anchos, los de Pablito parecían sayas;
si estrechos, era una cigüeña. Venía la moda de los cuellos altos,
nuestro Pablito iba por la calle a medio ahorcar con la lengua fuera.
Estilábanse bajos, pues enseñaba hasta el esternón.
Estas y otras facultades eminentes hacíanle, con razón, invencible.
Quizás algunos no hallen enteramente justificada la dictadura amorosa de
nuestro mancebo en Sarrió. Estamos no obstante seguros de que las
jóvenes de provincia que lean la presente historia la juzgarán lógica y
verosímil.
Cuando bajó el telón, un anciano encorvado, con luenga barba blanca y
gafas, se acercó arrastrándose más que andando al palco de los de
Belinchón.
—¡Don Mateo! Imposible que usted faltase—exclamó doña Paula.
—¿Pues qué quiere usted que haga en casa, Paulita?
—Rezar el rosario y acostarse—dijo Venturita.
Don Mateo sonrió con dulzura, y contestó a aquella impertinencia dando a
la niña una palmadita cariñosa en el rostro.
—Es verdad que debiera hacer eso, hija mía... pero ¿qué quieres? si me
acuesto temprano no duermo... Y luego no puedo resistir la tentación de
ver estas caritas tan lindas...
Venturita hizo un mohín desdeñoso donde se traslucía la satisfacción de
verse requebrada.
—¡Si fuera usted siquiera un pollo guapo!
—Lo he sido.
—¿El año cuántos?...
—¡Qué mala, qué mala es esta chiquilla!—exclamó don Mateo riendo y
acometiéndole acto continuo un golpe de tos que le embargó la
respiración por algunos momentos.
Don Mateo, anciano decrépito, no sólo estropeado por los años, sino por
multitud de achaques adquiridos con una vida harto disipada, era la
alegría de la villa de Sarrió. Ninguna fiesta, ningún regocijo público o
privado se efectuaba en el pueblo sin su intervención. Era presidente
del Liceo, sociedad de baile, desde hacía muchos años, y nadie pensaba
en substituirlo por otro. Presidía también una academia de música de la
cual era fundador. Era vocal-tesorero del Casino de artesanos. La
reedificación del teatro donde nos hallamos a él se debía; y para
recompensarle de sus molestias y desembolsos, el Ayuntamiento le había
permitido labrar en el hueco de la escalera el palco cerrado con
persiana de que ya hemos hablado. Vivía de su retiro de coronel. Estaba
casado y tenía una hija de treinta y tantos años a quien seguía llamando
«la niña».
Ni se crea por esto que don Mateo era un viejo verde. Si lo fuese, el
sexo femenino no le demostraría tanta simpatía, ni le guardaría respeto
alguno. Su único placer era ver divertidos a los demás, que la alegría
reinase en torno suyo. Para conseguirlo, hacía esfuerzos increíbles de
habilidad, y se molestaba lo indecible. Su imaginación, puesta al
servicio de tal idea, no descansaba un instante. Unas veces era un baile
campestre el que organizaba; otra vez hacía construir un escenario en el
salón del Liceo, y ensayaba alguna comedia; otras, contrataba compañías
de saltimbanquis o de músicos. En cuanto se pasaban ocho días sin que
los vecinos de Sarrió se recreasen de algún modo, ya estaba nuestro don
Mateo nervioso y no paraba hasta lograrlo. Gracias a él, podemos
asegurar que no había pueblo en España, en aquella época, donde la vida
fuese más fácil y agradable.
Porque los honestos recreos que sin cesar se repetían, engendraban la
unión y hermandad en el vecindario. Además, don Mateo, elemento
conciliador por excelencia, formaba gran empeño en destruir todas las
malquerencias y rencores que en el pueblo existiesen. Al contrario de
ciertos seres viles que se complacen en transmitir el veneno de la
murmuración, tenía gusto en ir repitiendo a cada cual lo bueno que de él
hablasen los demás:—«Pepita, ¿sabe usted lo que acaba de decirme doña
Rosario del vestido que usted lleva?... que es elegantísimo, muy
sencillo y de mucho gusto.»—Pepita se esponjaba en su palco, y dirigía
una mirada de ternura a doña Rosario, a pesar de que nunca le había sido
simpática.—Buen negocio ha hecho usted en la partida de cacao de la
viuda e hijos de Villamor, amigo don Eugenio.—Phs; regular.—«En este
momento me acaba de decir don Rosendo que ese negocio se le ha escapado
a él de las manos por tonto.» Como don Rosendo pasa por el primer
comerciante de la villa, don Eugenio no puede menos de sentirse
lisonjeado por estas palabras.
Después de haber charlado algunos instantes con la familia Belinchón,
don Mateo se despide para recorrer todos los palcos, como tenía por
costumbre; pero antes dice, dirigiéndose a Cecilia:
—¿Cuándo llega?
La joven se puso levemente encendida.
—No sé decir a usted, don Mateo...
Doña Paula sonrió con malicia, y vino en auxilio de su hija.
—Debe de llegar en la _Bella-Paula_, que ha salido ya de Liverpool.
—¡Oh! Entonces aquí lo tenemos mañana o pasado... ¿Habrás rezado mucho
a la Virgen de las Tormentas, verdad?
—¡Una novena nada menos la ha hecho! Hace días que están seis cirios
ardiendo delante de la imagen—dijo Venturita.
Cecilia se puso aún más colorada y sonrió. Era una joven de veintidós
años, no agraciada de rostro ni gallarda de figura. Lo que más
desconcertaba la armonía de aquél, era la nariz excesivamente aguileña.
Sin esta tacha quizá no habría sido fea, porque los ojos eran
extremadamente lindos, tan suaves y expresivos, que pocas bellezas
podían gloriarse de poseerlos tales. Ni alta ni baja, pero el talle
desgarbado y los hombros un tanto encogidos. Su hermana Ventura tenía
diez y seis años, y aparecía como un hermoso pimpollo, lleno de gracia y
alegría. Su rostro ovalado parecía hecho de rosas y claveles. Apretadita
de carnes y pequeña de estatura; tan sabiamente proporcionada por la
Naturaleza, que parecía modelada en cera. Sus manos eran jazmines y sus
pies de criolla, celebrados en Sarrió como nunca vistos; la suavidad y
tersura de su cutis, vencían a las del nácar y alabastro. Sobre la
frente, alta y estrecha como las de las venus griegas, de un blanco
argentino, caían los bucles de sus cabellos rubios, cuya madeja, tan
espesa como dócil y brillante, le tapaba enteramente la espalda hasta
más abajo de la cintura.
—¡Búrlate de tu hermana, picarilla; no tardarás en hacer lo mismo!
—¿Yo rezar por un hombre? Usted chochea, don Mateo.
—Ya me lo dirás dentro de poco—repuso el anciano pasando a otro palco
a saludar a los señores de Maza.
En esto se acercó Pablito al de sus papás, trayendo en su compañía a un
fiel amigo que merece especial mención. Era hijo del picador que había
en el pueblo, y mozo que por su figura podía ser el regocijo de los
espectadores en un circo de acróbatas. Nada necesitaba añadir a su
persona, ni polvos de harina, ni bermellón, ni tizne para quedar
convertido en _clown_. Era un payaso «al natural». Su nariz vivamente
coloreada ya por la Naturaleza, sus ojos torcidos, la ausencia de
pestañas, su boca de lobo, la disparatada anchura de sus hombros, el
arco de sus piernas y, sobre todo, las muecas grotescas con que se
acompaña al hablar o gruñir, provocan la risa, sin más pelucas y
afeites. Bien lo sabía Piscis (que así se llamaba o le llamaban) y de
ello estaba fuertemente pesaroso y hasta indignado. Para contrarrestar
estas nativas disposiciones cómicas de su rostro, había determinado no
reirse jamás, y cumplía su promesa religiosamente. Además, para el mismo
efecto acostumbraba sabiamente a entreverar sus palabras con las más
ásperas y temerosas interjecciones del repertorio nacional, y varias de
su invención particular. Pero esto, en vez de producir el efecto
apetecido, contribuía a despertar la alegría entre sus conocidos.
El único que hasta cierto punto le tomaba en serio era Pablito. Piscis y
Pablito habían nacido para amarse y admirarse. El punto de conjunción de
estos dos astros era el género ecuestre. Piscis, adiestrado por su padre
desde niño, era el mejor jinete de Sarrió; por consiguiente, para
Pablito la persona más digna de ser admirada. El hijo de don Rosendo era
el chico más rico de la población: para Piscis, debía de ser, claro
está, lo más respetable y digno de veneración que había sobre el
planeta. Nadie sabía a qué época se remontaba esta amistad. Se había
visto a Pablito y Piscis eternamente juntos, cuando niños. Ya hombres no
fué parte a separarlos la diversa posición social que ocupaban. El lugar
de reunión de estos jóvenes notables era constantemente la cuadra de don
Rosendo. Desde allí, después de celebrar siempre una larga y erudita
conferencia, frente a los caballos, con parte teórica y parte práctica,
salían a pasear su figura y sus profundos conocimientos por la villa,
unas veces cabalgando en briosos corceles, otras en una linda
_charrette_, Pablito guiando, Piscis a su lado fijo y absorto en la
contemplación amorosa de los traseros de los caballos. Algunas también,
para dar ejemplo de humildad, caminando sobre las propias piernas.
Pablo se acercó a su familia, retorciéndose de risa.
—¿Qué te ha pasado?—le pregunta doña Paula, sonriendo también.
—Hemos seguido a Periquito a la cazuela y le encontramos mano a mano
con Ramona—dijo el joven, acercando la boca al oído de su hermana
Ventura.
—¿Sí?... ¿Qué le decía?—preguntó ésta con gran curiosidad.
—Pues le decía... (una avenida de risa lo interrumpió por algunos
momentos). Le decía... «Ramona, te amo».
—¡Ave María! ¡A una sardinera!—exclamó la niña riendo también y
haciéndose cruces.
—¡Si vieras con qué voz temblorosa lo decía, y cómo ponía los ojos en
blanco!... Aquí está Piscis, que también lo oyó...
Piscis dejó escapar un gruñido corroborante.
En aquel momento, Periquito, que era un muchacho pálido y enteco, de
ojos azules y poca y rala barba rubia, apareció en las lunetas. Las
miradas de toda la familia Belinchón se clavaron en él sonrientes y
burlonas. Sobre todo Pablo y Venturita se mostraban grandemente
regocijados a su vista. Periquito levantó la cabeza y saludó. La familia
Belinchón contestó al saludo sin dejar de reir. Tornó a levantar la
cabeza otras dos o tres veces y viendo aquellas insistentes sonrisas, se
sintió molesto y salió al pasillo.
Levantóse nuevamente el telón. La decoración representaba unas cavernas
del infierno, aunque no era imposible que alguien creyese que se trataba
de la bodega de un barco. El acto comenzaba por un preludio de la
orquesta, dignamente dirigida por el señor Anselmo, ebanista de la
villa. Figuraban en ella como bombardinos el señor Matías, el sacristán,
y el señor Manolo (barbero); como clarinetes don Juan el Salado
(escribiente del Ayuntamiento) y Próspero (carpintero); como trompas
_Mechacan_ (zapatero) y el señor Romualdo (enterrador); como cornetines
Pepe de la Esguila (albañil) y Maroto (sereno); como figle el señor
Benito el Rato (escribiente de una casa de comercio y figle de la
iglesia). Había otros cuatro o cinco muchachos aprendices, que
acompañaban. El señor Anselmo, en vez de batuta, tenía en la mano para
dirigir una enorme llave reluciente, que era la de su taller.
El preludio era muy triste y temeroso; como que estábamos en el
infierno. El público guardaba absoluto silencio: esperaba con ansia lo
que iba a salir de allí, clavados los ojos en las trampas abiertas en el
suelo del escenario. De pronto, de aquella música suave y misteriosa
salió un trompetazo desafinado. El señor Anselmo se volvió y dirigió una
mirada de reprensión al músico, que se puso colorado hasta las orejas.
Hubo en el público fuerte y prolongado murmullo. De la cazuela salió
entonces una voz que gritó:
—Fué Pepe de la Esguila.
Las miradas del público se dirigieron hacia este menestral, que se hizo
el distraído sacando la boquilla del cornetín y sacudiéndola; pero
estaba cada vez más colorado.
—Si no sabe tocar que se vaya a la cama—gritó la misma voz.
Entonces el corrido y avergonzado Pepe de la Esguila montó en cólera de
pronto, dejó el instrumento en el suelo, y alzándose del asiento con los
ojos encendidos y agitando los puños frente a la cazuela, gritó:
—¡Ya te arreglaré en cuanto salgamos, Percebe!
—¡Chis, chis! ¡Silencio, silencio!—exclamó todo el público.
—¡Qué has de arreglar, morral! Anda adelante y toca mejor la trompeta.
—¡Silencio, silencio! ¡Qué escándalo!—volvió a exclamar el público.
Y todos los ojos se volvieron hacia el palco del alcalde.
Era éste un hombre de sesenta, a setenta años, bajo de estatura y muy
subido de color, el pelo bien conservado y enteramente blanco, las
mejillas rasuradas, la nariz borbónica, los ojos grandes, redondos y
saltones. Parecía un cortesano de Luis XV o un cochero de casa grande.
Don Roque, que así se llamaba, se revolvió en el asiento y dió una voz.
—¡Marcones!
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