El cuarto poder - 25

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se celebran en los palacios más opulentos de la corte. ¡Oh, el Carnaval
de Sarrió! ¡Quién en la provincia septentrional, donde estos sucesos se
efectúan, dejará de tener recuerdos vivos y gratos de él!
Pero con la lucha política entre güelfos y gibelinos, entre los del
Saloncillo y los del Camarote, todo se había huído. Cada cual se
encerraba en su casa. Sólo se veía por la calle tal cual empedernido
máscara haciendo las delicias de un enjambre de chiquillos que le
seguían. Los esfuerzos titánicos de don Mateo no habían bastado tampoco
a prestar animación a los bailes del Liceo. En vano iba conferenciando
con todas las niñas casaderas de la población, para arrancarles la
promesa de asistir, lo cual, en verdad, no le costaba gran trabajo. Mas
en cuanto el papá se enteraba, fruncía el entrecejo y decía gravemente:
—Ya veremos, don Mateo, ya veremos.
Este veremos significaba, las más de las veces, una prudente abstención.
Podían estar allí Fulano o Mengano, con los cuales, el buen papá, no
quería compartir ni la atmósfera.
El año anterior, don Mateo había tratado de resucitar el antiguo baile
de Piñata, de imperecederos recuerdos para todo buen sarriense, que se
celebraba en el primer domingo de cuaresma. El alcalde, que era a la
sazón Maza, bajo el pretexto religioso, y tratando de halagar a los
beatos de la villa, negó el permiso para efectuarlo. Este año, el
incansable viejo volvió a la carga con más ardor. Gonzalo no tuvo
inconveniente alguno en permitirlo. Luego se dió tan buena maña para
alborotar a la población, anunciando extraordinarias sorpresas, que
habían de salir de un famoso globo encargado a Burdeos, que consiguió
inspirar vivos deseos en todos de acudir aquella noche al Liceo. Por
primera vez en Sarrió, después de unos cuantos años, el salón de esta
sociedad prometía estar muy concurrido. Los días que precedieron a aquel
domingo, las muchachas y muchachos, o como se decía entonces, las pollas
y pollos, lograron sofocar con sus pláticas y preparativos el
desagradable zumbido de la política. Fué como un momento de respiro de
la aburrida villa. Venturita, en cuanto tuvo noticia de que se preparaba
un baile de verdad, se apresuró a encargar a la modista un lujosísimo
vestido, para disfrazarse de Isabel de Inglaterra y otro para Cecilia,
de dama de Luis XV. Esta se había resistido bastante a ir al baile. Fué
tanto, no obstante, el empeño que Gonzalo puso en ello, sin duda para
distraerla un poco de la melancolía en que había caído, que, al fin,
cedió. Con ir a Sarrió a probarse los trajes y dar instrucciones a la
modista, se distrajeron algunas tardes.
Llegó el esperado domingo. Gonzalo, que estuviera ocupado toda la
mañana, almorzó en Sarrió. Cerca ya del obscurecer se volvió a Tejada
con el objeto de comer con la familia y traer a su mujer y cuñada al
baile. Cuando llegó, éstas se estaban vistiendo ya en sus respectivas
habitaciones. Ambas se presentaron en el comedor un poco después de la
hora acostumbrada, primorosamente ataviadas. Cecilia, como suele
acontecer a todos los temperamentos serios cuando se animan súbitamente,
estaba encendida y locuaz. Parecía haber sacudido las ideas negras que
tanto obscurecían su rostro en los días anteriores. Gonzalo, antes de
ponerse a la mesa, bromeó graciosamente, tanto con ella como con su
mujer. Mientras duró la comida no dejó de reirse a su costa con aquella
ruidosa y cordial alegría que le caracterizaba.
—¿Vuestra majestad no quiere un poco de chorizo?—decía dirigiéndose a
su esposa. Y luego, regocijado por su frase, soltaba una larga y sonora
carcajada, como las que debían lanzar los reyes bárbaros en sus
festines, sacudiendo su enorme tórax con temerosas convulsiones. Su
alegría de hombre sano y bien equilibrado era comunicativa. Nadie dejaba
de reirse cuando a él se le ocurría hacerlo. Aquella noche Ventura
estaba muy amable y daba palmetazos en las espaldas a su marido
pidiéndole que callase, que no podía comer en paz. Después que
concluyeron, cuando estaban tomando el café, sea por haberse reído
demasiado o por cualquier otra causa, la joven esposa se sintió mal del
estómago. La comida le había hecho daño. Dijo que tenía ganas de
devolverla. Y en efecto, se fué a su cuarto y al poco rato volvió
diciendo que había arrojado y le dolía la cabeza. Se le hizo te. Estuvo
reposando sobre un diván algún tiempo; mas el dolor y la incomodidad no
desaparecían.
—Mirad; idos vosotros al baile. Yo me voy a meter en la cama—dijo
levantando la cabeza.
Cecilia, por cuya mente cruzó súbito una sospecha, respondió:
—No; yo me quedo también.
—¡Qué tontería!—exclamó la enferma.—¿Vais a privaros de la única
diversión que hay en Sarrió hace tiempo, por una cosa tan ligera?
—Sí—replicó Cecilia con la misma gravedad.—Yo me quedo.
—Pero, mujer, ¡si sabes que esta incomodidad la padezco yo a menudo! Es
un poco de bilis. En cuanto duerma cuatro o cinco horas estoy buena.
—Pues yo me quedo.
—Pues me obligarás a mí a ir enferma y todo—dijo con impaciencia,
levantándose.
—Tiene razón Ventura, Huesitos—dijo Gonzalo cogiendo a su cuñada por
los hombros y sacudiéndola cariñosamente.—Esto no es nada; lo ha tenido
cien veces. ¿Por qué te has de privar tú de ir al baile?... Ea, ea, a
tomar el abrigo. Ramón ya ha enganchado. Son más de las nueve y
media—añadió empujándola hacia la puerta.
Cecilia no pudo resistirse. Antes de salir dirigió una penetrante mirada
a su hermana, que ésta se apresuró a evitar sentándose de nuevo.
Abajo les esperaba ya, en efecto, Ramón, con el familiar enganchado.
Llevaban el carruaje mayor que tenían. Don Rosendo y Pablito, que se
habían quedado a comer en Sarrió, volverían probablemente con ellos a la
madrugada. Durante el trayecto, Gonzalo se mantuvo alegre y hablador,
dando matraca a su cuñada, la cual estaba taciturna en demasía. El joven
creía que el recuerdo de la fatal escena que narramos la atormentaba, y
hacía vivos esfuerzos por distraerla.
La sociedad del Liceo se hallaba establecida en la única ala sana de un
viejo convento derruído. Primero había sido escuela; mas cuando el
ayuntamiento edificó el nuevo local, hacía ya algunos años, la sociedad,
que tenía uno malísimo, se trasladó a éste, previo un arreglo o
restauración que dirigió don Mateo y costó muy buenos cuartos. Los
trabajos, sin embargo, se limitaron casi exclusivamente al salón de
baile y la escalera. La secretaría, el despacho del presidente, la sala
de ensayos de la orquesta, eran amplias y desnudas cuadras, con el
pavimento de madera podrido y roto, y las paredes blanqueadas.
La escalera estaba bien iluminada y adornada con macetas de flores, que
atestiguaban el celo y el gusto de don Mateo. Gonzalo y Cecilia la
subieron de bracero. Al llegar arriba atravesaron una vasta antesala
donde gran número de jóvenes se apresuraron a abrirles paso y saludarles
con la familiaridad que se usa en los pueblos pequeños. En el salón
había ya bastantes damas, todas disfrazadas, aunque la mayor parte de
ellas, como Cecilia, sin máscara. Para los sarrienses era aquello una
sorpresa. En los cinco últimos años, los bailes del Liceo parecían
visitas de pésame. Media docena de señoritas más o menos jóvenes, con
los hombros y el pecho al aire, el rostro muy empolvado, departiendo en
voz baja allá en un ángulo del vasto salón, mientras a su lado las
mamás sacaban tiras de pellejo a alguna amiga ausente. Otros tantos
pollos dando vueltas en la antesala, el aire triste, la mirada opaca,
abrochándose mutuamente los guantes con las horquillas de sus hermanas.
Generalmente eran los mismos. Cada pollo bailaba dos o tres polkas,
rigodones o lanceros con las hermanas de sus amigos. A las doce o doce y
media salían todos en pelotón, remangándose los pantalones y las faldas
respectivamente, y guareciéndose debajo de los paraguas, charlando en
voz alta al través de las calles solitarias y húmedas. Los vecinos, a
quienes el sueño no tenía presos, decían:—«Ahora salen del Liceo». Esto
era todo. Don Mateo, firme, indomable, conservaba tenazmente, con
amoroso esmero, este exiguo rescoldo del fuego del placer.
Gracias a su perseverancia, aquella noche se convirtió en viva y animada
hoguera. La juventud de la villa tuvo fuerzas para arrollar las ruines
pasiones que agitaban los pechos de sus papás, y entró en aquel
solitario salón como un torrente desbordado, haciéndolo resonar con sus
risas y pláticas, con chillidos horrísonos:
—Alvaro, ¿me conoces? ¿me conoces? ¿Por qué no te casas? Mira que ya
vas caminando para Villavieja.
—Periquito, ¿te gusto?... ¿Que alce la careta?... ¿Para qué lo
necesitas? Tú no te enamoras de las caras y haces bien. ¡Teniendo de
aquí... y de aquí! ¿Eh? Adiós, adiós, Periquito.
—Hola, Delaunay... Hola, _monsieur_. ¿Cómo va ese tranvía aéreo? ¡Qué
cosas se te ocurren! ¡Qué gran cabeza tienes! ¡Lástima que seas tan
desgraciado! Dicen que no eres hombre práctico. Sin embargo, supiste
arreglar a la hija del Rato... Adiós, adiós...
—¿Qué tal, Sinforoso? ¿Cuándo te dan la mano de Cipriana?... Bien te
hacen penar, hombre. ¿Por qué no los amenazas con pasarte otra vez al
Saloncillo?
Había muchas señoras con dominó negro, que eran las que daban estas
bromas, demasiado vivas a veces. La mayor parte de ellas eran viejas. A
las jóvenes, les gustaba mostrar el palmito y la esbeltez de su talle,
con algún traje histórico. Había damas venecianas, romanas, del bajo
imperio, hebreas, de la época de Luis XV, del Directorio, de Felipe II,
y hasta pasiegas de los tiempos más recientes. Había también, algunas
gitanas, nigrománticas y cautivas. Veíanse trajes caprichosos y
románticos, que no admitían clasificación; uno de _noche estrellada_,
otro de tulipán, otro de paloma viajera con una cartita al cuello. Los
hombres en general no llevaban disfraz: vestían la larga y desairada
levita, que sólo salía a relucir en ocasiones como ésta. Sin embargo,
veíanse algunos con dominó, que les servía para acercarse y hablar a sus
novias, sin peligro de ser interrumpidos por las mamás. Un grupo de
jóvenes afiliados al Camarote, que venían de este modo, habían tenido la
feliz ocurrencia de disfrazar a don Jaime Marín de maragato. Cuando le
tuvieron vestido de esta suerte, le dijeron que mejor que careta,
convenía que se pintase; a lo cual él se prestó. Tomó un chico el pincel
y la caja de pinturas, y fingiendo que le embadurnaba con mil colores,
le paseó el pincel largo rato por la cara, mojado en agua solamente.
Pidió Marín un espejo para verse. Los maleantes jóvenes tuvieron buen
cuidado de no proporcionárselo. Todo se volvía gritar:—¡Pero qué bien
está usted, don Jaime! ¡qué horrorosamente pintado! Ni la madre que le
parió puede conocerle. Bajo la fe de esta palabra, el buen Marín se dejó
llevar al Liceo. Sus amiguitos le aconsejaron que no dejase de dar
bromas a ciertas señoritas; a lo que él contestaba, que serían como
sinapismos. Y en efecto, así que entró en el salón, comenzó a dirigirse
a las muchachas gritando con voz de falsete:
—Hola, Rosarito, ¿dónde has dejado a Anselmo? Ya sabemos que todas las
noches a las diez le tiras una cartita por el balcón.
—¡Pero, don Jaime!—exclamaba la niña mirándole con sorpresa.—¿Usted
cómo viene así?
—¡Diablo! Ya me ha conocido—decía el buen Marín alejándose.
Dirigíase inmediatamente a otra, y pasaba lo mismo.
—Es particular—concluyó por decirse.—Todas me conocen al instante...
Será por la voz, porque lo que es pintado, ¡lo estoy de órdago!
Cuando estaba haciéndose esta reflexión, una mano huesuda le agarró por
detrás.
—Gran burro, bobalicón, zoquete, ¿quién te ha metido aquí de este modo?
Era su amada compañera, la ingeniosa y severa doña Brígida.
—¡Anda, bestia, anda, que siempre has de servir de payaso en todas
partes!
Y a empujones lo fué sacando del salón. La buena señora, que venía
disfrazada con dominó y careta, luego que le dejó en la antesala con
orden expresa y terminante de irse inmediatamente a casa, se volvió a
meter en el centro del baile, donde tenía un asunto de importancia que
resolver, como luego veremos.
Rodeado por un grupo de máscaras estaba el simpático don Feliciano
Gómez. Su gran pirámide de cabeza monda y reluciente, descollaba
soberbia por encima. Eran mujeres las que formaban círculo en torno
suyo, armando algarabía insufrible. Las bromas que le prodigaban tocaban
a menudo en la injuria.
—¡Feliciano, milagro que te han dejado venir al baile tus hermanas! ¿A
qué hora te han mandado retirarte? Dicen que doña Petra te castiga
cuando llegas tarde, ¿es verdad? ¡Pobre Feliciano! ¡Qué severas son tus
hermanas! Ya que no te han permitido casarte, debieran darte un poco más
de libertad.
El bravo comerciante, sin ofenderse, contestaba con sonrisa bondadosa a
aquellas arpías. Al fin, cansadas de su paciencia, le dejaron en paz.
El adorable Pablito, vestido correctamente de frac, con una flor blanca
en el ojal, llevaba a cabo mientras tanto la conquista de cierta hermosa
hebrea, hija de un comandante de artillería que acababa de llegar. La
pobrecilla, al ver rendido a sus pies al joven más rico y más apuesto
de la villa, dejaba escapar por todos los poros de su lindo rostro
ruborizado, el gozo íntimo que le embargaba. ¡Qué sonrisas, qué gestos
tan expresivos! Las muchachas de la población la miraban con expresión
de burla. Aquellas miradas decían:—«Goza, goza un poco, infeliz, que
pronto vendrá el desengaño».
Pablito, inclinado, sumiso, la vertía al oído frases ardientes e
ingeniosas como éstas:
—Ayer cuando venía de Tejada, la he visto a usted con su papá, tan
guapetona como siempre.
—¡Qué guasón! También yo le vi. Venía usted en coche abierto. Guía
usted muy bien.
—Es favor, Carmencita. Guiar ahora esos caballos no tiene nada de
particular, lo hace cualquiera. ¡Si los viera usted cuando los compré!
El cochero de don Agapito los había echado a perder enteramente; sobre
todo el Gallardo, el de la izquierda, ¿sabe usted? un poco más obscuro
que el otro... Aquél era una cosa perdida. Si cae en otras manos, a
estas horas no vale dos pesetas. Hoy es mejor que el otro todavía...
Cuestión de paciencia, ¿sabe usted?—añadió con fingida modestia.
La linda hebrea protestó:
—Vamos, no se haga usted el pequeño, que ya sabemos que lo hace usted
muy bien.
—Paciencia y un poco de costumbre—repitió Pablito bañándose en agua de
rosas.
Después le explicó con toda latitud lo que en su concepto constituía un
buen cochero. La mano suave y firme al mismo tiempo, el ojo vivo,
castigar fuerte cuando hace falta, pero sin irritarse; luego un gran
conocimiento de lo que son los caballos. Sin el estudio atento y
reflexivo del temperamento de estos animales, imposible guiar
regularmente. Carmencita le escuchaba embelesada.
A Cecilia se le había acercado, poco después de entrar en el salón, Paco
Flores, aquel ingeniero que pidió su mano por mediación de Gonzalo.
Desde que la joven le diera calabazas, él, que, como hemos visto, sólo
buscaba una mujer modesta, hacendosa y con algún dinero, se había
enamorado de ella y la perseguía a sol y sombra. En Sarrió, al ver la
persistencia del ingeniero en festejar a la primogénita de Belinchón, se
creía que apetecía sólo con ansia la dote. Era un error. Flores se había
llegado a enamorar de veras. Si Cecilia se quedase pobre repentinamente,
lo mismo la haría su mujer. La conducta de ésta, también era adecuada
para encender su ilusión. A todos sus obsequios y galanterías respondía
siempre con amabilidad y gratitud. No había peligro de que la joven se
retirase del balcón cuando él pasaba, ni esquivase su conversación
cuando le encontraba en alguna casa conocida o le diese alguno de esos
desaires que tanto hacen gozar a la mayoría de las muchachas. Le trataba
como un buen amigo, guardándole todas las atenciones que se deben a la
persona que se estima. Pero en cuanto el ingeniero quería pasar
adelante, pedía un poco de amor, un rayo de esperanza, siquiera para el
día de mañana, encontraba la misma negativa, suave, firme y constante. Y
lo peor era que Cecilia, al negar, no lo hacía con placer, sino con
repugnancia, como si le doliese causar disgusto a un amigo. Este
sentimiento hería aún más el amor propio del pretendiente.
Después que bailaron un vals, sentáronse fatigados en un ángulo del
salón. Flores le había cogido el abanico, y la abanicaba
respetuosamente.
—Así quisiera pasarme la vida—dijo con acento sincero.
—¡Oh! Se cansaría pronto—respondió Cecilia sonriendo.
—¿Quiere usted probarlo?
La joven no contestó.
—No es usted, Cecilia, de las mujeres que hastían pronto. Posee usted
en su corazón y en su inteligencia recursos para tener siempre a sus
pies al hombre que la ame. Hace más de dos años que vivo enamorado de
usted, y, en vez de cansarme, cada vez me siento más ligado a usted,
cada vez la adoro más perdidamente... hasta el punto de ser la burla de
la población.
—Eso no se puede decir de antemano—repuso ella, un poco conmovida por
el fuego y la emoción que Flores había comunicado a sus palabras.—No es
lo mismo ver a una mujer cortos instantes, y hablarla de Pascuas a
Ramos, que tenerla a su lado eternamente.
—¡Qué más quisiera yo, Cecilia! Tenerla junto a mí siempre,
¡siempre!—replicó en voz baja y temblorosa el ingeniero, jugando con el
abanico y mirando fijamente al suelo.—Consagrar mi vida a servirla, a
adorarla de rodillas... Yo sé que haría usted feliz a cualquier hombre,
pero a nadie tanto como a mí que conozco las grandes cualidades de su
alma, que adivino además en su corazón sentimientos que acaso sean
enteramente desconocidos para otros... ¡Es terrible! Eso de que usted no
me haga concebir la más remota esperanza de que algún día, por lejano
que sea, mi cariño llegue a ablandarla, y me acepte siquiera por
esclavo...
—Le acepto por amigo, por buen amigo—dijo la joven gravemente.
—Amigo, ¡oh!... Esa amistad, Cecilia, es una muralla de hielo que se
interpone entre usted y yo... Comprendo que no tengo mérito alguno para
merecer el amor de usted... que hay cien jóvenes en la villa que
pudieran con más derecho solicitarlo... Pero lo extraño, lo que me anima
y desanima a un mismo tiempo, es que usted no se ha fijado en ninguno
hasta ahora... Su corazón permanece ocioso, indiferente... Digo, a no
ser que tenga usted algún amor oculto.
Cecilia se estremeció levemente y levantó un poco los ojos hacia el
sitio donde se escuchaba la voz de Gonzalo. Después respondióle con más
severidad que de ordinario:
—Deje usted de estudiar tanto mi interior, Flores; primero, porque lo
más probable es que sea tan vulgar como el de la mayoría de las mujeres,
y segundo, porque, si hubiera algo de particular en él, no sería fácil
que usted lo descubriera.
—No se ofenda usted, Cecilia. Este estudio es una prueba nada más de lo
mucho que usted me interesa.
—No me ofendo—replicó la joven procurando sonreir.—Voy a saludar a
Rosario. ¿Quiere usted llevarme?
En la antesala, separada sólo por algunas columnas del salón, charlaban
los padres graves, echando ojeadas satisfechas a éste, donde veían a sus
hijas divertirse. Alguna vez, se destacaba un máscara del baile, y venía
a embromarles. Era alguna vieja contemporánea que les hacía reir y toser
hasta reventar con historias antiguas. Don Rosendo charlaba en un rincón
con don Melchor de las Cuevas. Explicábale un vasto proyecto de puerto,
grandioso como todos los suyos. Porque no es posible representarse bien
lo que había crecido la ciencia, ya grande, de Belinchón en los últimos
años. Era una ciencia más intuitiva que adquirida a fuerza de estudio,
como acontece a todos los grandes hombres. Al principio, cuando iba a
escribir en _El Faro_ sobre un tema que no conocía, mostrábase receloso,
vacilante, tímido. Mas en cuanto aprendió bien los tópicos del
periodismo, y tuvo a su disposición una buena cantidad de frases hechas,
y sobre todo, en cuanto recibió un diccionario enciclopédico en quince
tomos, que le costó no menos de dos mil reales, ¡aquello sí que fué
cortar y rajar! No hubo asunto o problema científico, social, económico
y político en que don Rosendo dejase de meter la cucharada con gran
lucimiento. Se trataba de la peste que hacía estragos en el ganado: don
Rosendo buscaba en su diccionario las palabras _ganado, caballo, toro,
carnero, forrajes, industria pecuaria_, etcétera, y así que leía lo que
decía sobre ellas, tomaba la pluma, y su genio periodístico se encargaba
de trazar uno o varios artículos, rebosando de filosofía y erudición.
Venía, como ahora, la cuestión del puerto, y acudía al diccionario en
busca de las palabras _puerto, dársena, mareas, dragas, vientos_, etc.
Siete artículos llevaba escritos y publicados a la sazón, para demostrar
la necesidad de construir una gran dársena frente a Sarrió, en un punto
denominado Fonil. Parecía un marino consumado, harto de surcar los
mares, encanecido en el estudio de los problemas hidráulicos. Sin
embargo, el señor de las Cuevas, aunque pasmado de aquel modo de barajar
términos marítimos, alguno de los cuales ni él mismo conocía, torcía el
gesto a las explicaciones verbales que don Rosendo le daba. Concluyó por
decirle, poniéndole la mano en el hombro:
—Desengáñese usted, Belinchón: en la dársena de usted, con viento
entablado del Noroeste, no entran ni las sardinas.
El que más gozaba en esta fiesta, ¿quién lo diría? era un anciano, el
buen don Mateo, a quien se debía exclusivamente. Para él, aquel baile
significaba uno de los grandes triunfos de su vida. Más trabajo le había
costado congregar allí a los enconados vecinos de la villa, que tomar un
reducto a los carlistas en la acción de Guardamino. No cesaba en toda la
noche de andar, mejor dicho, de arrastrarse de un lado a otro,
expidiendo órdenes a los criados, al conserje, a la orquesta.
—Gervasio, ahora las bandejas de dulces... ¡Coged uno de cada lado,
mastuerzos!—¿Qué quiere usted, señor Anselmo? ¿Piden los muchachos que
en vez de vals sea rigodón? Pues toque usted rigodón.—A ver, pollos,
que hay una porción de señoras en el tocador que no tienen pareja para
salir.—¡Marcelino! ¿dónde se ha metido Marcelino? Baja al portal, que
un pillo ha tirado una pedrada al farol, y lo ha roto.—¡Pero, don
Manuel, si no son más que las dos! ¿Se quiere usted llevar ya a las
niñas, y aún no hemos roto la piñata?
Aquella noche estaba rejuvenecido el buen señor. Gozaba por todos los
jóvenes, como los místicos gozan en una comunión general. De vez en
cuando sus ojos opacos se fijaban por encima de las gafas, en el globo
de madera que colgaba en medio del salón, y lo acariciaba con una
sonrisa de placer. Aquel primoroso artefacto, venido de Burdeos, estaba
pintado con rayas azules y blancas. Por debajo de él pendía una multitud
de cintas de varios colores, todas las cuales, menos una, quedarían en
las manos de las señoritas, al tirar por ellas. A la que diera con la
cinta que abría la piñata se le adjudicaba el globo, cargado, sin duda,
de confites, y, según se decía, de chucherías muy lindas.
Gonzalo, en el medio del salón, mostrábase también alegre, departiendo
cuándo con una, cuándo con otra dama. Había bailado con su cuñada un
rigodón, y una polka y un vals con dos amigas de su esposa. Sudaba
copiosamente. No cesaba de limpiarse la frente con el pañuelo. Su gran
figura de coloso, descollaba como una torre por encima de todas las
cabezas.
—¡Qué animado está el señor alcalde!—le decía una dama del bajo
imperio.
—Hay que aprovecharse de la ausencia de Ventura—respondía el joven
riendo.—¿Dónde está su marido, Magdalena?
—Por ahí anda.
—Baile usted conmigo esta polka. Vamos a engañar a nuestros cónyuges
respectivos.
—No puedo. La tengo comprometida con Peña.
Mientras así charlaba con todos los que se le acercaban, una mujer
rebujada en dominó negro, con máscara del mismo color, no le perdía de
vista un momento, situada ahora en un punto, ahora en otro; pero siempre
a corta distancia de él. Por los agujeros de la careta se veían dos ojos
lucientes y fieros. Era doña Brígida, la ingeniosa compañera del
rebajado Marín, que acechaba el momento oportuno, como el barítono de
_Un ballo in maschera_ para dar la puñalada. La víctima allí, era un
príncipe; aquí, nada más que alcalde. Las razones que la eminente señora
tenía para meditar tal crimen, no serán tan poderosas como las del
barítono a los ojos de un hombre; mas de seguro lo parecen a cualquier
mujer. _El Faro de Sarrió_, en su afán de morder a todos los socios del
Camarote, a sus parientes y amigos, la había emprendido desde hacía tres
o cuatro meses, con la esposa de Marín. Salieron a relucir todos los
secretos domésticos; la vida del matrimonio, la dependencia y
degradación de Marín fueron puestas en caricatura. Se contaban a este
propósito, en letras de molde, todas las anécdotas más o menos chistosas
que corrían por la villa, y algunas más descubiertas o inventadas por
los maleantes redactores. Y como si esto fuera poco, no había número del
citado periódico en que de un modo u otro no se hiciese mención de la
peluca de doña Brígida, que por tal circunstancia había llegado a ser
popular en Sarrió. La irritación, la rabia, el odio y el deseo de
venganza que se habían despertado en esta señora, nadie se los puede
figurar. Baste decir que, cuando veía a cualquier redactor de _El Faro_
en la calle, empalidecía horriblemente; costaba gran trabajo impedir que
se le arrojase al cuello, como un gato rabioso. Hasta entonces no había
podido satisfacer aquella ansia de venganza que la devoraba. Por eso
ahora, contemplando a Gonzalo, se relamía de gozo, se estremecía de
anhelo, como el tigre que divisa la presa. Aprovechando un instante en
que nadie hablaba con él, se fué hacia él muy quedo y por detrás. Y
poniéndose repentinamente delante, escupió más que dijo estas palabras:
—Gonzalo, ¿cómo eres tan borrico? Estás siendo la burla y la risa de
todo el mundo. No hay una sola persona en el baile que no sepa que tu
mujer está durmiendo a estas horas con el duque de Tornos.
El joven quedó como si le hubieran dado con un mazo en la frente. Se
puso densamente pálido. Trató de agarrar a la infame máscara para
arrancarle la careta; mas no le fué posible. Doña Brígida se había
escabullido como una anguila por entre la gente. Como había muchas
señoras con el mismo disfraz, imposible saber quién era. Entonces se
apresuró a salir del salón. Las palabras aquellas le sonaban dentro de
la cabeza como feroces martillazos. Temió caerse. En la antesala
respondió con sonrisa estúpida a las frases amicales que le dirigían. Su
tío don Melchor, viéndole tan pálido, vino hacia él:
—Qué tienes, Gonzalillo: ¿te sientes mal?
—Sí... Voy a tomar una taza de te.
—Te acompaño.
—No, no; vuelvo en seguida.
Y corrió, dejándole plantado cerca de la puerta.
Bajó las escaleras. Se encontró en la calle sin darse cuenta de lo que
hacía. El aire frío de la noche le refrescó la cabeza y le hizo volver
en su acuerdo. Súbitamente tomó la resolución de partir a Tejada. Buscó
con la vista el coche y no le vió. Sin duda Ramón estaba en casa aún.
Miró el reloj. No eran más que las dos y media. Dirigióse a paso largo
hacia la casa de su suegro, en la Rúa Nueva, mas cuando hubo dado unos
pasos, advirtió que iba sin sombrero y de frac. Volvióse al Liceo. Al
primer criado con quien tropezó en la escalera, le pidió que le bajase
el sombrero y el abrigo.
Cuando llegó a casa, Ramón estaba enganchando ya.
—Ramón, vas a llevarme ahora mismo a Tejada a todo escape.
El cochero le miró con sorpresa.
—¿Se ha puesto peor la señorita?
—Me parece que sí—respondió metiéndose en el coche.—Para antes de
llegar... en la revuelta del molino, ¿entiendes?
—Teme asustar a la señorita, ¿verdad?—preguntó el cochero con gran
penetración.
No contestó.
Los caballos partieron a escape, haciendo bailar el coche ásperamente
por encima del empedrado desigual de la villa. Gonzalo no advirtió
siquiera aquel movimiento que le sacudía rudamente las visceras, ni el
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