El cuarto poder - 15

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¿Quién era la mujer que en aquel momento obtenía los favores del sultán
de Sarrió? La blonda Nieves, responderán a una voz cuantos hayan seguido
el curso de esta verídica historia. Aunque sintamos ofender la
perspicacia de nuestros lectores, la verdad nos obliga a declarar que la
damisela del corredor no era la blonda Nieves, sino la blonda Valentina.
¿Cómo? ¿Aquella arisca costurera tan enemiga de los señoritos y que
además tenía un novio llamado Cosme?
La misma en cuerpo y alma, con sus rizos dorados sobre la frente, su
entrecejo saladísimo y nariz un poquito remangada. Pablito era hombre
para hacer estos y otros mayores milagros. Mientras seguía o aparentaba
seguir sus amoríos con Nieves, ya «le estaba poniendo los puntos» a
Valentina. Pero ésta se resistió mucho más que aquélla. Al primer beso
que le robó sobre la nuca estando bebiendo agua en la cocina, la
arriscada costurera «le armó un escándalo». Se puso roja como una
cereza, chispearon sus ojos expresivos con ira, y le gritó:
—¡Cuidadito, que yo no sufro esas cosas!... Vaya usted a hacerlas con
las que se lo aguanten.
Esto iba sin duda con Nieves. Pablito obró con más cautela en adelante,
aunque no con menor osadía. Dondequiera que la encontraba requebrábala a
su manera, bromeaba, sufría con paciencia sus «patas de gallo». Porque
era Valentina el tipo de la artesana de Sarrió, en quien la falta de
educación es una gracia más que añadir a las muchas que poseen.
Concluído el equipo de Ventura, y no teniendo ocasión de verla, Pablito
aprovechaba los bailes de las Escuelas para seguir festejándola.
Mas no por eso abandonaba a Nieves. El gallardo mancebo adivinaba que el
amor propio excitado por la competencia, haría más en su favor que las
mismas ventajas personales de que estaba dotado. Esta perspicacia era
innata en él. Se había manifestado claramente desde que había enamorado
a la primera mujer. Lo cual es un argumento más para los que creen en la
preexistencia del ser humano. Porque sólo habiendo seducido muchas
costureras en vidas anteriores, pudo nuestro mancebo poseer una noción
tan exacta del procedimiento adecuado a este fin.
Al fin se había rendido. Principió por abandonar a su novio. Concluyó
por dar citas de noche como la presente al gallardo Pablito.
—¿Duerme tu padre?—fué la primer pregunta que éste hizo en cuanto se
vió en el corredor.
—¿Qué te importa?—respondió la resuelta costurera.
—Es que si no duerme... ya ves... ¡Cáspita, la cosa es grave!
—Calla, cobarde; ¡vergüenza había de darte! Voy a hacer ruido por el
gusto de verte correr.
Pablito la estrechó entre sus brazos y le dió una razonable cantidad de
besos. La joven sonreía dichosa. Mas de pronto su frente se arrugó; su
fisonomía expresó una gran severidad.
—¡Quita, quita!—dijo rechazándole.—Tengo que hacerte una pregunta.
¿Dónde has estado esta mañana?
—¿Esta mañana?... En muchas partes. En casa, en el Saloncillo, en la
cochera... en la punta del Peón...
—¿No has estado en la calle de San Florencio?
—Sí; he pasado por allí dos o tres veces.
—¿Y a quién has encontrado?
—¡Chica, qué sé yo!... A mucha gente.
—¿No has encontrado a Nieves?—preguntó con reprimida cólera la gentil
costurera.
—Sí, la he encontrado—respondió él con acento indiferente.
—¿Y no te has parado con ella?
—No; la he dicho simplemente adiós.
—¡Embustero! ¡hipócrita! ¡tío silbante!—exclamó con furia
Valentina.—¡Toma, por zorro! (arrimándole un terrible pellizco en el
brazo). ¿Conque le has dicho adiós solamente y te has estado más de una
hora con ella? ¡Toma, trapacero! ¡toma!
Y le descargó sobre los brazos una granizada de pellizcos. El buen Pablo
se retorcía de dolor, pero sin gritar, porque respetaba mucho el sueño
del papá de la feroz muchacha.
—Por Dios, Valentina, si estás equivocada... No fué más que un instante
para preguntarle si había concluído de bordar mis pañuelos...
—¡No está mal instante! ¡Una hora por el reloj plantado con ella,
riendo como locos!... Me están dando ganas de ahogarte entre mis manos,
¡zorro! ¡zorro! ¡más que zorro!
La enojada chica, cada vez más poseída de la ira, echó las manos al
cuello a su galán, y estuvo a punto de estrangularle.
Daba compasión ver a un tan apuesto y gentil mancebo con la lengua fuera
y los ojos llenos de espanto. Valentina tuvo, en efecto, lástima de él,
y le dejó; pero todavía le retorció el pellejo de los brazos unas
cuantas veces.
—A mí no se me engaña, ¿lo sabes? ¡A mí no se me engaña! Si vuelvo a
saber que has estado con ella, excusas de venir más por aquí.
—Bueno, te prometo no hablarla más; pero no vayas a hacer caso del
primer cuento que te traigan.
—¿Cumplirás la palabra?—preguntó la cruel costurera mirándole
airadamente.
—Pierde cuidado.
—Cuenta conmigo si no la cumples. ¡Alza!
De este modo apacible y tierno, trataba Valentina al tenorio de Sarrió.
El, cuando daba cuenta de tales tratos a Piscis o a algún otro amigo,
sonreía como hombre de mundo; afirmaba que estas mujeres irascibles y
altivas, son las que más deleites proporcionan a los hombres, sobre todo
a los que como él estaban ya un poco gastados.
Después que hicieron las paces, o por mejor decir, después que Valentina
otorgó la paz, hubo un cuchicheo que duró no sabemos cuánto. Después no
se oyó nada, y hasta sería fácil que tampoco se viese gran cosa. El
corredor estaba como si no hubiese nadie en él. Si no fuese porque es
muy feo mancillar la honra de una muchacha, podríamos sospechar que la
amartelada pareja se había metido en lo interior de la casa.
Piscis, en tanto, hacía la centinela paseando a lo largo de la calle. Y
el caso es, que no era sólo él quien la hacía. Un hombre estaba
apostado, desde que ellos habían llegado, en el hueco de una puerta
donde las sombras se espesaban. Inmóvil y protegido por la obscuridad,
no pudo ser visto de Piscis. Aprovechando un momento en que éste paseaba
de espaldas a la casa, el hombre salió de su escondite y se acercó
sigilosamente a ella. Miró hacia el corredor y vaciló unos segundos.
Esto fué lo que le perdió. Cuando dió el salto para cogerse a las rejas,
el terrible Piscis se había vuelto ya y le vió. De dos brincos se plantó
debajo del corredor, antes que el intruso pudiera montar sobre la
barandilla, y con su famoso roten, le descargó en las espaldas tal
garrotazo, que el pobre hombre soltó las manos y se dejó caer al suelo.
Quiso repetir el feroz centauro, pero el hombre se levantó con agilidad
y se dió a correr de tan prodigiosa manera, que el segundo garrotazo lo
dió en el suelo, y en cuanto al tercero ni lo intentó siquiera.
—¡Mal rayo!—rugió Piscis.
Este rugido debió de llegar a oídos de su feliz amigo, porque algunos
segundos después montaba sobre la barandilla y se apeaba bonitamente en
la calle.
—¿Qué hay?—preguntó, acercándose a su Orestes.
—Un hombre.
—¿Dónde?—volvió a preguntar el seductor ansiosamente, girando dos
veces en redondo.
—Ya escapó. Le atrapé en el momento de subir al corredor, y le tiré al
suelo de un palo... Luego echó a correr... ¡Mal rayo! Ni el Romero a
todo escape lo alcanzaba.
—Ese hombre—profirió Pablito sordamente—debe de ser un novio que
tenía Valentina hace algún tiempo... ¿Qué trataría de hacer?
—Pues si era el novio, como no fuese para darte una puñalada, no sé a
qué había de subir.
Pablito echó el brazo por encima del hombro a su amigo, no para
sostenerse, aunque las corvas un poco se le doblaban, sino para decirle
con voz apagada:
—¿Crees eso?
—Una... o dos, o tres...
El bello mancebo guardó silencio. Al cabo de un momento le preguntó:
—¿Tú le conoces?
—Yo no, ¿y tú?
—No le he visto nunca: sólo sé que se llama Cosme, y que es barbero.
Alejáronse en silencio de la calle y en silencio llegaron hasta casa de
Belinchón. Allí, al despedirse, Pablito dijo a su amigo:
—Si vuelvo por allá (que lo dudo), me harás el favor de no perder de
vista el corredor, ¿verdad?
—A perro puesto—se limitó a contestar el indomable Piscis.
Al día siguiente era domingo y se celebraba en las Escuelas el baile
acostumbrado de todas las semanas. Se bailaba por la tarde, de tres a
siete. El salón era espacioso, construído hacía pocos años para escuela
de niños. Los bancos de éstos se amontonaban en la plataforma destinada
al maestro. Las paredes estaban tapizadas de carteles. Los adoradores de
Terpsícore, mientras bailaban la habanera lánguida, podían distraerse
leyendo en ellos una porción de inestimables consejos encaminados a
demostrar que la virtud y el trabajo son los verdaderos tesoros del
niño: _El niño estudioso recibirá el premio de su aplicación. La fe y la
constancia suplen al talento._ Y allá en el fondo, sobre la mesa del
maestro, la imagen de Cristo crucificado, ¡oh vilipendio! tapada con
una cortina de seda, presidía aquellas habaneras voluptuosas y
furibundas polkas.
Era el sitio donde sin temor al agua ni al sol, los extranjeros podían
ver y admirar en seductor ramillete a las _yeung girls_ de Sarrió. Y en
efecto, allí acudían todos los capitanes y pilotos que hacían escala en
la villa. Su admiración a veces, rebasando un poco los límites de la
gravedad británica, les impulsaba a aproximar demasiado las luengas
barbas rubias al rostro de alguna bella.
—¿Usted es bobo, cristiano?—preguntaba ella poniéndole la mano en el
pecho y rechazándole con fuerza.
—¡Crijstiano!... ¡crijstiano!—repetía con asombro el inglés.—¿Qué ser
crijstiano?
—Hombre de Cristo. ¿No sabe la _dotrina_? ¡Pus depréndala!
Cuando estaban de ver aquellas preciosas damas, era de cinco a seis de
la tarde, hora en que ya llevaban bailados cuatro o cinco valses y otras
tantas polkas. La sangre bien batida, teñía de vivo carmín sus mejillas
frescas. Los rubios o negros cabellos en grato desorden, se
desparramaban por el espacio o bien caían en adorables bucles por la
espalda; los ojos brillaban como luceros en aquellos rostros
celestiales; los labios rojos y húmedos se entreabrían para dejar ver el
aljófar inmaculado de sus dientes. Y basta, porque no concluiríamos
nunca. En esto de admirar a las artesanas de Sarrió, no hay inglés que
nos ponga el pie delante.
En el elemento femenino de los bailes había siempre perfecta
homogeneidad: todo él se componía de jóvenes situadas en el mismo
peldaño de la escala social. Pero en lo que toca al masculino, existía
peligrosa variedad: acudían a aquel sitio los jóvenes artesanos y los
señoritos de Sarrió. Los primeros creían vulnerados sus derechos por la
competencia de los señoritos; tanto más, cuanto que ésta era para ellos
desastrosa, por los repetidos ejemplos de uniones desiguales que se
efectuaban en la villa. Ya hemos dicho, y si no, lo decimos ahora, que
los indianos se quedaban con el contingente de señoritas más o menos
amojamadas, más o menos pobres que existían en la población. Los jóvenes
de la clase media, vencidos en esta competencia se refugiaban en las
artesanas, y no lo pasaban mal. Pero los pobres obreros o marineros,
vencidos por los señoritos, ¿dónde se refugiaban? No les quedaba más
recurso que la taberna y los palos. De éstos había en cada baile una
cantidad verdaderamente fantástica. Raro era el domingo en que no salían
de las Escuelas dos o tres señoritos con la cabeza rota.
Pablito había librado, hasta entonces, bastante bien, gracias a su
fidelísimo Piscis, que se encargaba de llevar por él los garrotazos que
se le destinaban. El único contratiempo que padecía en la mayor parte de
las reyertas, era la pérdida del sombrero. Esto fué tan repetidas veces,
que vino a averiguarse que le buscaban quimera para que lo perdiese.
Cuando un artesano necesitaba sombrero, ya sabía dónde buscarlo.
Pero Piscis no pudo librarle de ciertas bofetadas que recibió la tarde
de aquel domingo; no por falta de voluntad en el centauro, sino porque
hay cosas que no pueden ser... vamos, que no pueden ser. ¡Cuán ajeno
estaba el gallardo mozo al retorcerse las guías del bigote frente al
espejo y aliñarse las mejillas con un jaboncillo que se hacía traer de
Madrid, que una hora después habían de ser tan fiera y cruelmente
machacadas!
Paseábase por el medio del salón tan apuesto, tan bizarro, que daba
gloria verlo. Miraba cuándo a un lado, cuándo a otro, como hacen todos
los hombres de verdadero ingenio en estos casos. De vez en cuando, al
cruzar al lado de una damisela, la decía:—«¡Usted tan bonita, Julia!» O
bien: «Me están matando esos ojos» o «Como Torcuata no la hay en
Sarrió», u otra frase feliz por el estilo que encendía en puro gozo a la
doncella. Pero al dejarla escapar, no perdía un punto, de su gravedad.
Porque sabía que ésta era una de sus cualidades sobresalientes y que le
hacían más apetecible al bello sexo.
Esperaba hacía rato a Valentina. Pero ya estaba el salón poblado de
damas, y la fementida orquesta de metal había tocado dos bailables, sin
que la costurera gentil hubiera hecho su aparición en el baile.
Volvieron a sonar los acordes de una mazurka. La juventud dorada tornó a
estrechar los talles esbeltos de las hijas del pueblo. Pero nuestro
Pablito, fiel a la suya, permanecía inactivo mirando cruzar por delante
de él las parejas veloces.
Terminada la mazurka le asaltó la idea de que Valentina ya no vendría.
La tirantez de relaciones que mediaban entre ella y el autor de sus
días, sobre todo cuando éste tenía algunos vasos de vino en el cuerpo,
lo hacía muy verosímil. Pocos minutos después, Pablito estaba plenamente
convencido de ello.
Esta su disposición de espíritu coincidió con la entrada de la blonda
Nieves en el salón. Sus miradas se encontraron. La pobre muchacha,
villanamente abandonada no hacía siquiera dos meses, le sonrió con
dulzura. Esta dulzura había sido precisamente la causa de su desgracia.
El apuesto Pablito se cansaba pronto de las mujeres dulces. Sin embargo,
devolvió la sonrisa, y al pasar a su lado, le dijo áticamente:
—Te van a embestir los toros, Nieves.
La bordadora traía un pañuelo rojo atado a la cintura. Esta frase de su
ex galán le causó un efecto tan vivo, que no supo qué contestar. Sonrió
de nuevo, y dijo: ¡ah!... ¡sí!... ¡no! y algunas otras partículas que no
recordamos, y quiso desmayarse de emoción. A la vuelta siguiente le
preguntó si quería bailar con él la primera polka. La primera, la
segunda, la tercera, y todas las polkas que se toquen en el universo,
respondió Nieves con el sí tembloroso que salió de sus labios. Después
que comprometió la polka, Pablo sintió un gran arrepentimiento:—«¡Qué
tonto, qué bruto soy! ¿Y si ahora llega Valentina?»
Pero no llegó. La orquesta comenzó a preludiar los primeros compases. El
joven, sin quitar los ojos de la puerta, abrazó el talle de la
bordadora, lanzándose con ella en raudo vuelo por la sala. Otros
jóvenes, no menos raudos, venían del lado opuesto, y ¡claro! un choque
primero, después otro y después otro. Tales encuentros eran un atractivo
más en aquellos bailes. Las jóvenes, a quienes apabullaban el peinado u
obligaban a tambalearse, en vez de sentir enojo, reían a carcajadas con
placer vivísimo. Pablo y Nieves, que no podían dar cuatro pasos sin
tropezar con otra pareja, estaban verdaderamente hechizados. Sin
embargo, el joven, siempre que pasaba por delante de la puerta, sentía
un leve estremecimiento en las piernas, y se apresuraba a alejarse de
ella. Cuando la orquesta se calló, llevó a su pareja hacia un ángulo de
la sala, y allí departieron un momento de pie. Pablito sintió arder
entre las cenizas de su amor una chispa de simpatía por aquella muchacha
tan alegre, tan apacible, tan cariñosa.
—Ya tenía deseos de bailar contigo, Nieves—le dijo mientras se
limpiaba el sudor con el pañuelo.
—Y yo con usted, Pablo.
—¿Usted?
La joven se ruborizó.
—¿Has olvidado el tú ya?
—¡Tanto tiempo se pasó!
—Tienes razón... Pero mira cómo yo no lo he olvidado.
—El miércoles le vi... te vi en la carretera de Nieva... Ibas en un
caballo blanco...
—Era una yegua.
—Creí que te tiraba.
—¡Tirarme!—exclamó Pablito frunciendo el entrecejo.—¡Afloja un poco,
chica! A mí no me tira tan fácilmente una jaca.
—¡Es que daba unos brincos tan grandes!... Se ponía así para arriba...
¡Jesús! Yo estaba asustada.
—Es que la estaba enseñando a levantarse de manos—repuso el joven
sonriendo con superioridad.—Como no la han trabajado hasta ahora, se
resiste un poquito. Alguna vez da sus botes de carnero; pero total
nada... en el fondo es muy noble la Linda... Mira, tú, cuando la compré,
o, por mejor decir, cuando la cambié por el Negrillo, dando mil
quinientos reales encima, allá en el mes de octubre, bien te acordarás,
tenía una porción de zunas. Se me plantaba a lo mejor en medio de la
carretera, se espantaba con los carros... en fin, un animal perdido. Yo
me dije: ¿qué hay que hacer con esta jaca?...
Pablito, en cuyo pecho la joven había hecho vibrar la cuerda más
sensible, disertó larga y luminosamente acerca de aquellos asuntos
ecuestres. Nieves le escuchaba embelesada, enternecida, figurándose
acaso que detrás de aquella descripción minuciosa de las zunas de la
Linda iba a encontrar su amor perdido.
De pronto, el orador ¡paf! recibe un golpe en medio de la cara; el
auditorio ¡paf! recibe otro. Antes que se hubieran repuesto de la
sorpresa, reciben otros dos ¡paf, paf!
Era la colérica Valentina el autor de aquel daño. En menos de un minuto
los llenó a ambos de bofetadas. Pablito no encontró mejor recurso que
escabullirse bonitamente, y plantarse en la calle. Quedó Nieves como
inocente paloma en las garras del gavilán. Pero éste, viendo que no
podía saciarse, porque le sujetaron los brazos, se desprendió
bravamente, dejó el salón, dónde se había armado el consiguiente jollín,
y salió a la calle.
Pablito caminaba a paso lento, harto sofocado aún, cuando sintió un
terrible dolor en el brazo. Conocía tan bien aquel género de tormento,
que sin volver la cara exclamó:
—¡Valentina!
—¡Yo soy! ¿Creíais que os ibais a reir de mí?
—Lo que acabas de hacer es muy feo—profirió el joven con acento
irritado, mirando a su querida cara a cara.—Has dado un escándalo, y
me has puesto en ridículo. Yo no tolero eso, ¿lo oyes?
—¿Que no lo toleras? Pues, mira; como vuelva a verte otra vez con ella,
no me contento con lo que hoy hice... ¡Os clavo a los dos con una
navaja!
—Ya te librarás de hacer nada de eso, ni presentarte siquiera delante
de mí cuando esté hablando con otra mujer—gritó el joven cada vez más
enfurecido.
—¡En cuanto te vea con esa pendanga! ¡Alza! ¡ya verás! ¡ya verás!
Entonces el hermoso mancebo, justamente indignado, pero olvidando por el
estado de ofuscación en que se hallaba todos los artículos del código de
la galantería, descargó una bofetada en el rostro de su querida, y
después otra, y después otra... en fin, una _sopimpa_ más que regular.
La graciosa artesana se dejó solfear por su galán pacientemente, sin
hacer la más leve señal de resistencia, ni siquiera de esquivar los
golpes. Cuando Pablito cesó, le preguntó con deliciosa naturalidad:
—¿Has concluído ya?
—Por ahora... ¡pero me entran ganas de empezar otra vez!—rugió el
mancebo ciego de cólera.
—Pues empieza cuando gustes. Yo las he de llevar todas sin moverme.
Pero te advierto que me pegues o no me pegues, he de hacer lo que te
dije en cuanto te vea hablando con esa... Ahora llévame otra vez al
baile.
—No quiero.
—Bueno; pues llévame a cualquier parte donde pueda arreglar el pelo,
porque me has despeinado.
El joven hubo de transigir llevándola al café de la Estrella, no sin ir
pensando por el camino que sus conquistas le estaban saliendo un poco
caras.
Pocos días después tuvo aún mejor motivo para hacerse esta reflexión.
Fué en la Peluquería Madrileña, donde acostumbraba a afeitarse y
arreglarse el pelo a menudo. Acompañado de su primer caballerizo, entró
en ella y se sentó en un diván esperando la vez.
—Cuando usted guste, caballero—le dijo al cabo un muchacho pálido, con
ligero bigote negro, volviendo el asiento de gutapercha y mirándole de
través.
Pablito avanzó distraídamente y se dejó caer en la butaca con esa
languidez elegante que adoptan en las peluquerías aquellos a quienes la
Providencia señaló con un destello de superioridad. El chico le
embadurnó la cara con jabón. El joven Belinchón, con la preciosa cabeza
inclinada hacia atrás, esperó radiante de majestad que se le despojase
de la sombra negra que manchaba sus mejillas. Tenía los ojos cerrados
blandamente para mejor percibir los vagos y poéticos pensamientos que
cruzaban por su cerebro. Siempre que volvía de la cuadra traía la cabeza
repleta de ideas. Sus piernas se extendían cruzadas debajo de la mesa, y
sus manos enguantadas pendían de los brazos del sillón con la misma
elegancia que las piernas.
—Fernando—dijo en voz alta el artista que le iba a afeitar llamando a
uno de sus compañeros.
—¿Qué quieres, Cosme?
Este nombre hizo estremecer sin saber por qué a Pablito. Abrió los ojos
y dirigió una larga y ávida mirada al peluquero. No le conocía. Debía de
ser nuevo en el establecimiento. Esto, en vez de tranquilizarle, le
obligó a cambiar de postura varias veces, abandonando por el momento su
habitual majestad y languidez.
—¿Puedes darme la navaja que han vaciado hoy?
—Allá va.
Fernando alargó el brazo y Cosme recogió la navaja. Un vago deseo de
levantarse nació en el espíritu de Pablito. Mas antes de que pudiera
adquirir forma, el peluquero le había cogido por la nariz y comenzaba a
rasparle.
Al cabo de unos instantes en que nuestro joven por debajo de sus largas
pestañas seguía con mirada inquieta los movimientos de la mano del
artista, éste le dijo en voz baja, plegados los labios por una sonrisa
afectada que extendía desmesuradamente su boca:
—Usted es el señorito de Belinchón, ¿verdad?
—Sí—articuló.
—Yo le conozco a usted hace mucho tiempo—manifestó el peluquero con la
misma voz apagada y sin dejar de sonreir.—¡Oh, sí, hace mucho tiempo!
Usted no me conocerá... ¡Claro! los señoritos no acostumbran a fijarse
en nosotros. Le tengo visto muchas veces por ahí a caballo y en coche...
y también a pie. En los bailes de las Escuelas le veo a menudo. Baila
usted muy bien, señorito, ¡muy bien!...
—¡Phs!—profirió Pablito, en quien el deseo de levantarse se había
transformado ya en verdadero anhelo.
—Sí, muy bien... y además tiene gusto para escoger pareja. ¡Caramba qué
muchachas tan guapas se lleva usted siempre, señorito! Hace algunos
meses le veía bailar siempre con una rubia... ¡hasta allí! Es hermana de
un amigo mío... Pero hace ya tiempo que le veo bailar con otra muy
salada que se llama Valentina, ¿verdad? Es una chica muy graciosa...
¡Caramba qué buen ojo tiene usted, señorito!... A esta Valentina la
conozco un poquito... Hemos sido algo amigos en otro tiempo... ¿No le ha
hablado alguna vez de mí... de un tal Cosme?
—No—articuló el joven, en quien comenzaban los síntomas de una
abundante transpiración.
—Pues es extraño, porque éramos bastante amigos... ¡Como que hace tres
meses estábamos para casarnos!... Pero, amigo, vino usted, señorito, y
todo fué rodando.
Cosme había pronunciado estas últimas palabras con voz temblorosa.
Pablito sudaba gotas como avellanas sin sentir calor alguno. Tenía el
mismo temperamento de su glorioso padre, enemigo irreconciliable de las
traiciones y emboscadas.
—Naturalmente, ¿qué había de pasar?—prosiguió el artista en un tono de
voz indefinible, pues no se sabía si quería llorar o reir. Al mismo
tiempo pasaba la navaja con suavidad por la garganta del bizarro mancebo
para despojarle de algunos pelos importunos.—¡Naturalmente! Un señorito
tan principal como usted, ¿cómo no había de derrotar a un pelafustán
como yo? Las chicas, en cuanto uno de ustedes les canta al oído
cualquier cosita, se vuelven locas, aunque la mayor parte de las veces
ustedes lo hacen por divertirse, cuando no para otra cosa peor.
Demasiado se sabe que usted no se ha de casar con Valentina... Usted la
quiere para pasar el rato por las noches con ella en el corredor y hacer
sus escapaditas adentro, ¿verdad? Y después ¡ahí queda eso!... La
verdad, yo quería mucho a esa niña...
La voz del barbero volvió a temblar y la mano también. Pablito no pudo
siquiera hacer otro tanto. Estaba petrificado.
—Pero ahora—prosiguió Cosme,—ahora, ¿quién es el que se casaría con
ella a no estar loco?... Los pobres estamos debajo, y tenemos que sufrir
estas vergüenzas. Si usted hubiera sido un igual mío nos hubiéramos
visto las caras... Pero si yo me hubiera metido con usted, no faltaría
quien me rompiese la cabeza, y sobre eso iría a la cárcel... Y sin
embargo—prosiguió después de un momento de silencio con acento más
ronco,—si yo ahora me volviese de repente loco, señorito... ¡adiós
caballos y coches! ¡adiós bailes! ¡adiós Valentina!... Con sólo empujar
un poco la navaja ¡pif! todo había concluído para siempre...
Pablito, cuyo rostro ya sin jabón estaba tan blanco como cuando lo
tenía, dejó escapar aquí un jipido tan extraño y doloroso, que Piscis
que venía observando con ojos recelosos al barbero, saltó repentinamente
sobre éste y le sujetó los brazos. Pablo se levantó entonces de un
salto. El dueño y los mancebos y todos los parroquianos gritaron a un
tiempo:
—¿Qué es eso?
—¡Pillo, asesino!—exclamó Pablito lanzándose sobre Cosme, que estaba
bien sujeto por atrás y tan pálido como un muerto.
En un instante el gallardo mancebo, que aun sudaba copiosamente, les
enteró de lo que había pasado. El pobre Cosme fué arrojado de la tienda
a puntapiés por el patrón, que no quería perder el mejor parroquiano de
la villa.


XIII
EN QUE SE DESCUBREN ALGUNOS SECRETOS DE LA VIDA DE GONZALO

Gonzalo recordó que aún no le habían curado el vejigatorio puesto el día
anterior. Tiró violentamente del cordón de la campanilla. Estaba tendido
en el lecho boca arriba, mirando los arabescos del techo. La estancia
bien esclarecida por los dos balcones que tenía. No se hallaba en su
alcoba, sino en el despacho, donde le habían puesto una cama el día
primero que se sintió mal. Ventura había mostrado pesar de dejar la
alcoba, y prefirió salir él, ya que juntos no podían dormir. El ataque
había sido tan fuerte como repentino: una erisipela que le inflamó el
rostro, las manos y las piernas, y estuvo a punto de causarle la muerte.
Conjurado el ataque cerebral por medio de violentos revulsivos a las
piernas, el médico le fué aplicando vejigatorios en diversas regiones
del cuerpo.
—¿Qué se le ofrecía, señorito?—dijo la doncella entreabriendo la
puerta.
—Haga usted el favor de llamar a la señorita.
Al cabo de un momento, la criada entreabrió de nuevo:
—Que viene al instante.
El joven esperó. Al cabo de diez minutos largos, la linda cabeza rubia
de su esposa asomó por la puerta.
—¿Qué me querías, pichón mío?—preguntó, sin entrar, en tono distraído,
que no encajaba bien con lo meloso de la pregunta.
—Entra... Son las once, y aún no me han curado el vejigatorio.
—Yo pensaba que esperarías a que el médico lo hiciese—dijo avanzando
con vacilación por la estancia. Vestía una magnífica bata de seda azul
que no podía velar la curva pronunciada de su vientre.
—No ha dicho que vendría él a curármelo... Además me molesta mucho ya.
La joven se acercó a la cama. Después de unos momentos de silencio,
poniendo la mano sobre la cabeza de su marido, le preguntó:
—¿No sería mejor que el médico te curase?
—No, no—respondió él, malhumorado.—Me está molestando mucho... Busca
las hilas y la pomada, y trae unas tijeras que corten bien.
Ventura salió sin decir nada. Poco después volvió con aquellos enseres
en las manos. Se había puesto seria y parecía distraída. El tenía
impreso en el rostro el hastío y el malestar que causa la cama.
Después que hubo colocado los efectos sobre la mesa de noche y esparcido
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