El cuarto poder - 21

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El Duque dejó caer sobre el ayudante por algunos segundos su mirada
vidriosa. Peña concluyó por turbarse. Después siguió, paseándola con
esfuerzo por los circunstantes:
—En mi galería de Bourges, tengo un paisaje de Backhuysen con un fondo
muy semejante al de esas montañas. Solamente que en primer término,
aparece un lago cercado de maleza. A la derecha, hay unos cisnes
sumergiéndose en el agua; a la izquierda, una barca con dos jóvenes
campesinos. Lo he comprado por la delicadeza del colorido tan sólo...
—Al señor Duque le gustan por lo visto los buenos cuadros—dijo don
Rufo plegando la boca hasta las orejas para sonreir.
—¿Y a quién no le gustan?—respondió el magnate clavando en él sus ojos
muertos de besugo.
—¡Oh, sí, señor!... es verdad... tiene usted mucha razón. A todo el
mundo le gustan... Pero es un vicio muy caro... Sólo los grandes
potentados como el señor Duque pueden permitirse...
Don Rufo se confundía, creyendo haber dicho una necedad.
—¿El señor Duque posee muchos cuadros de los mejores pintores, según
tengo entendido?—dijo a la sazón don Rosendo para salvar a su
compañero.
—Tengo algunos—respondió el prócer echando agua al mismo tiempo en el
vaso de Venturita.
Esta se estremeció de gratitud. La sangre se le agolpó al rostro.
—La suya es una de las primeras galerías de Europa—decía, en tanto,
por lo bajo Cosío a Peña.
—Me gusta la pintura porque es el arte nacional—siguió diciendo el
magnate.—Es el único en que hemos verdaderamente descollado, el único
en el cual aún hoy florecemos... Porque yo, aunque he pasado la mayor
parte de mi vida en el extranjero, amo mucho a mi patria—añadió con un
amago de sonrisa en tono protector.
La patria, si pudiera escuchar aquellas benévolas palabras, se
estremecería infaliblemente de gozo, como Venturita.
—La amo, confesando, no obstante, su degradación. La Naturaleza nos ha
dotado con mano próvida de los más ricos dones. Un país fértil (no tanto
como vulgarmente se cree, pero, en fin, fértil), admirablemente situado
a un extremo de la Europa, tendiendo la mano a América al través de los
mares. Un cielo, ¡oh, el cielo! no hay otro como él. El aire tiene aquí,
sobre todo en el Mediodía, una transparencia... ¡Oh, una transparencia
infinita! La desesperación de los pintores. En cambio esta transparencia
da mayor pureza a la línea. En ninguna parte se destacan los objetos
como aquí. En Castilla las torres se perciben a muchas leguas de
distancia, con la misma dureza en los contornos que si estuviéramos a
algunos pasos. Esto depende, claro está, de la altura a que se encuentra
sobre el nivel del mar...
—Los países muy elevados sobre el nivel del mar, se ha demostrado que
son los menos inteligentes—apuntó don Rufo, respirando por su manía
fisiológica.
El Duque volvió la cabeza para mirarle y siguió como si no hubiese oído:
—Luego el admirable brillo del sol que hace más crudo el contraste
entre la luz y la sombra y añade la oposición de las masas a la decisión
de las líneas. Sólo aquí, en el Norte, el vapor acuoso que flota en la
atmósfera, reblandece y borra un poco los contornos, los esfuma; pero en
cambio la riqueza de los tonos es mayor. En el Mediodía los tonos de la
tierra se extinguen por el esplendor preponderante del cielo, por la
iluminación universal del aire: ¡pero aquí! ¡qué inmensa variedad de
_nuances_! ¡Oh, hermosa, infinita!... ¡Luego, qué fuerza, qué movilidad!
En el Mediodía un tono permanece fijo. La luz inmutable del cielo le
mantiene durante muchas horas, y lo mismo un día que otro. Mas en estos
países en que la luz cambia a cada instante, varía también el color; el
modelado es perfecto, las gradaciones del color _fondue_, transforman en
espeso relieve su tono general...
El Duque, que había comenzado a enumerar las ventajas de que los
españoles estábamos dotados, no acababa de salir del contorno, de la
luz, del color, se perdía en disquisiciones pictóricas que los
comensales escuchaban con los ojos muy abiertos, sin comprender,
moviendo con pereza las mandíbulas. Pero sin dejar de hablar atendía a
Venturita. Prevenía sus deseos, echándole agua en el vaso, alargándole
los entremeses, el pan, todo lo que pudiera serle agradable, haciendo
seña al criado para que le sirviese vino cuando advertía que sus copas
estaban vacías, con esa oportunidad desembarazada, elegante, del hombre
educado en la cumbre de la sociedad. Venturita acogía aquellas
galanterías confusa, sonriente, con vivos temblores de gratitud, sin
comprender que en aquel momento no representaba para el magnate más que
«la dama que estaba a su derecha».
Gonzalo, mal prevenido contra el egregio huésped, se había llegado a
cansar de aquel monólogo de pintura, y cambiaba frases por lo bajo con
su cuñada, embromándola, como de costumbre, con lo poco que comía:
—Vamos, Huesitos, otra chuleta, no te dé vergüenza porque este señor
esté delante. Ya le hemos dicho que no se sorprendiera de verte comer
tanto. Los temperamentos como el tuyo necesitan reponer la grasa.
Cecilia contestaba sonriendo, con medias palabras, dirigiendo vivas
ojeadas de respeto al Duque. Este, que había advertido su plática, por
dos veces levantó los párpados para mirarles de aquel modo frío,
distraído, que por no expresar nada, ni desdén siquiera, era el colmo
del orgullo. La segunda vez, sobre todo, en que Cecilia y Gonzalo se
rieron con gana llevándose la servilleta a la boca para apagar el ruido,
la mirada del prócer fué más larga, más fría y distraída aún. Venturita,
indignada, los apuñalaba con los ojos. Pero Gonzalo, o por vengarse de
sus burlas anteriores, o porque en realidad no sintiese ante el
personaje el embarazo y respetó que los demás, no amainó en la manía de
platicar con su cuñada y hacerla reir.
La fraternidad cariñosa de los dos cuñados, no decrecía. Gonzalo y sus
hijas pertenecían a Cecilia. En todos los momentos de su vida, la
influencia de ésta se dejaba sentir suave y bienhechora. De las dos
niñas, la primera, Cecilita, tenía ya dos años y medio; la otra,
Paulina, contaba ocho meses. Lo mismo una que otra, vivían al calor
maternal de su tía. Ella las lavaba, ella las vestía, las daba de comer,
las sacaba a paseo, enseñaba a orar a la primera. La madre, sin dejar de
quererlas, se cansaba pronto, sus lloros la impacientaban, y cuando
trataba de hacerlas callar no sabía; concluía por aturdirse y sofocarse.
De aquí que en sus necesidades, en sus anhelos infantiles no clamasen
más que por _tiita_. Alguna vez, Ventura, herida por esta preferencia,
celosa, las forzaba a aceptar sus oficios, las retenía a su pesar al
lado de ella. Esto sólo daba por resultado mayor despego en las
criaturas mezclado de miedo. En cuanto a Gonzalo, tenía en Cecilia una
hermana y una madre atenta siempre a evitarle disgustos, a separarle los
abrojos del camino. En ella descansaba, a ella acudía como un niño
grande y mimoso, impacientándose cuando no cumplía al instante sus
deseos, molestándola más de la cuenta. Pero el lazo que le unía a su
esposa, continuaba firme, inalterable. El vivo sentimiento de adoración
y de deseo que le había hecho cometer la primera vileza de su vida, no
se apagaba. Por mucho que se alejase, por excéntrica que fuese la órbita
de su vida, Ventura le retenía con los rayos de su belleza, seguía
fascinando como antes sus sentidos. Lo adivinaba muy bien Cecilia. Por
eso cuando el joven, herido de algún desdén, de alguna palabra malévola
de su mujer, se desataba en denuestos contra ella, sonreía con tristeza,
procuraba calmarle, segura de que su cuñado no tardaría en humillarse,
en ir contrito y avergonzado a besarle los pies.
Cuando el prócer terminó al fin su monólogo, hubo unos instantes de
silencio. Después, como si recordase una omisión cometida, principió a
enterarse con benévola y afectada atención, de los asuntos de sus
comensales.
El señor don Rufo Pedrosa era médico, ¿verdad? El ejercicio de la
medicina es penoso, sobre todo en provincias, donde no obtiene por regla
general la merecida recompensa.—El señor Peña, marino, ¿no es eso? Oh,
el cuerpo de la armada, siempre ha sido brillante. Lástima que no
corresponda nuestro material de guerra al valor y a la pericia de los
oficiales. ¿Corren mucho las escalas? ¿Da mucho que hacer la dirección
de un puerto? Pensaba presentar en el Senado una moción, pidiendo la
construcción de dos acorazados.—¿Y Pablito, se divertía mucho en
Sarrió? ¿Qué recursos ofrecía aquella villa a los jóvenes? ¿Había estado
en Madrid? Era aficionado a los caballos. ¡Ah! la equitación, un gran
ejercicio. El Duque comprendía muy bien aquella afición. ¿Los caballos
que tenía, eran del país o extranjeros?...
Hacía todas aquellas preguntas de un modo distraído, con sonrisa de
maniquí, apresuradamente, como si estuviese recitando una lección. Era,
en efecto, la página más penosa del libro de la buena educación, aquella
en que se advierte que es preciso hacerse agradable a las personas con
quienes se habla, interesándose por sus negocios. A Gonzalo y Cecilia
los miró un instante fríamente; pero no les hizo pregunta alguna.
Cumplida tan ímproba tarea, el magnate volvió a caer en el eterno
monólogo. Esta vez no fué sobre pintura, sino sobre arqueología. En
Lancia había visto una capilla bizantina que le llamó mucho la atención
por su pureza. No había en ella aún síntoma alguno de transformación. La
catedral mediana. Sólo la torre era notable por su esbeltez. La aguja
debía de ser, no obstante, primitivamente más alta, más _elancé_. Sin
duda al restaurarla después de la destrucción causada por un rayo, se
habían acortado sus dimensiones. Tenía entendido que Sarrió poseía una
iglesia muy bella, estilo plateresco...
Mientras el Duque arrastraba más que movía su lengua en disertación
doctísima, infinita (como él diría), don Rosendo manifestaba en sus
ademanes y en sus ojos una inquietud extraña que procuraba con cuidado
refrenar, aunque sin resultado. Por tres veces había dado recados en voz
baja al criado, y otras tantas había recibido de éste respuestas,
también en voz baja.
Llegó el momento del café. El Duque, terminado el monólogo arqueológico,
había trabado conversación con Venturita, con ese admirable instinto que
poseen los orgullosos para comprender a quién fascinan y a quién no. Y
su plática se fué animando poco a poco. Alguna vez se dignaba sonreir el
egregio huésped y hacía a su bella interlocutora el honor de levantar
los caídos párpados para fijar en ella una mirada de curiosidad y
simpatía. La joven, exaltada por aquella honra, con las mejillas
encendidas y los ojos brillantes, departía con fácil ingenio y palabra,
mostrando tanta gracia y finura, que el Duque quedó de ella altamente
complacido. Al parecer, hablaban de pintura. Cecilia y Gonzalo, que
charlaban aparte, la oyeron decir:
—¡Oh, Rubens! ¡Qué modo de pintar la carne! Rubens es el Cervantes de
la pintura.
Gonzalo volvió la cabeza como si le hubieran pinchado. Y una viva
sorpresa se pintó en su rostro.
—Chica, ¿dónde ha aprendido mi mujer estas cosas?—dijo en seguida a su
cuñada.
Esta se encogió de hombros. Pero Venturita había observado el movimiento
de Gonzalo, su sorpresa y las palabras que dirigió a Cecilia. Se puso
colorada, y bajó la voz. Luego, observando la mirada burlona de su
marido, le clavó otra, relampagueante y colérica.
Mientras tanto, doña Paula explicaba a don Rufo la marcha de su
dolencia. Cosío describía con orgullo a Peña y Pablito las grandezas y
comodidades del castillo de Bourges, donde el Duque tenía su famosa
galería de pinturas.
Sólo don Rosendo permanecía silencioso, cada vez más inquieto, haciendo
con los dedos nerviosos bolitas de pan. De pronto, su noble faz se
extendió con una sonrisa bienaventurada. Todos levantaron al mismo
tiempo la cabeza al escuchar en la calle un trompeteo horrísono. Era la
orquesta de Lancia que al fin había llegado.


XVI
DE LO MUCHO Y BUENO QUE HIZO EL DUQUE DE TORNOS EN SARRIÓ

_El Faro_ dedicó casi todo su número del jueves a cantar ditirambos al
duque de Tornos. Publicó su biografía en la primera plana, describió en
la segunda su entrada triunfal en la romería y el modo gallardo con que
fué acompañado por las jóvenes más hermosas de la villa en medio de
cantos y vítores. Insertó cerca de esta descripción unos versos con el
mismo asunto de uno de los chicos de don Rufo. Por último, en la plana
tercera, aún podían leerse dos o tres gacetillas referentes al egregio
huésped. _El Joven Sarriense_ se limitó a dar la noticia de su llegada
en un gacetilla cortés y fría, titulada _Bien venido_. Pero a renglón
seguido, y cogiendo la ocasión por los pelos, la emprendió como siempre
a tajos y mandobles con sus enemigos. Figuraba el gacetillero que don
Rosendo llevaba al Duque al Saloncillo y le iba presentando uno por uno
los hombres más notables que allí se reunían. Con tal motivo se hacía
innoble chacota de don Rudesindo, don Feliciano Gómez, Alvaro Peña, don
Rufo, Navarro y otras respetabilísimas personas. Indignó la gacetilla en
alto grado a todos los amigos de Belinchón, e hizo crecer en sus
corazones el fuego de la venganza. Por lo bien escrita y
malintencionada, achacábase comúnmente a Sinforoso Suárez.
¿Cómo? ¿Sinforoso no era el redactor principal de _El Faro_, el amigo
fiel y edecán de don Rosendo? Ya no. Cerca de un año hacía que se
apartara de sus antiguos amigos para ir a formar en las filas de los
contrarios. Estos, sospechando la flaqueza de su carácter y las pasiones
que germinaban en el fondo de su alma, le habían hecho la rosca, como
vulgarmente se dice. Persuadiéronle, por medio de su padre y otras
personas, de que unido a los del Saloncillo no haría jamás carrera; que
atacando las ideas religiosas de la población no sería recibido en las
casas respetables ni bienquisto de las damas. Al mismo tiempo procuraron
engolosinarle con la perspectiva de un matrimonio para él muy brillante.
La hija de un cuñado de Maza, era la joven que se le prometía vagamente.
Al fin, con sorpresa y estupefacción de la villa, traicionó a sus amigos
y protectores. De la noche a la mañana dejó la redacción del _Faro_ y
pasó a escribir en _El Joven Sarriense_. No fué impunemente,
sin-embargo. La primera vez que tropezó con él Alvaro Peña en la Rúa
Nueva, a las doce del día, le llenó de denuestos, y lo que es peor, le
llenó la cara de dedos. La corrección fué tan vergonzosa, tan
humillante, que Sinforoso, que no pecaba de bravo y altanero, concibió
contra su verdugo odio feroz y un deseo punzante de venganza. Armándose
de un palo de hierro que le facilitó su nuevo amigo Delaunay, esperó al
ayudante en la esquina de la calle de San Florencio, y por detrás le
arrimó un garrotazo en la cabeza que le hizo caer al suelo sin sentido.
Transportaron a Peña a su casa y estuvo más de ocho días en la cama.
Fueron inútiles los esfuerzos de sus amigos para obligarle a que diese
parte a la justicia. A todo trance, como hombre irascible y arrebatado,
quería tomársela por la mano, lo cual tenía sumamente medroso al agresor
y bastante preocupada a la población. Contábase que el ayudante, mirando
desde la cama por el balcón de su cuarto las tapias del cementerio,
había dicho con acento de profunda convicción:—«El pobre Sinforoso no
tajdará muchos días en dojmij allí para siempre.» Tales palabras
produjeron gran sensación en la villa, porque se le suponía con arrestos
para llevar a cabo el propósito. El efecto que hicieron en Sinforoso, no
es para descrito.
En cuanto el ayudante salió a la calle, restablecido ya de su herida, el
hijo de Perinolo se eclipsó. Nadie volvió a verle en un mes. Se decía
que sólo salía de noche y con grandes precauciones. Pero, como todo
decae y pasa en este mundo, su miedo mismo fué al cabo debilitándose,
pensando tal vez que los sanguinarios pensamientos de Peña se habían
borrado igualmente con el tiempo. Poco a poco se fué familiarizando con
el peligro. Se aventuró a salir de día, huyendo, no obstante, de
aquellos sitios en que pudiese tropezar con su cruel enemigo,
informándose de todos si le habían visto pasar y hacia qué paraje se
había dirigido. Con esto, la villa estaba anhelante, y preveía que la
hora menos pensada iba a suceder una catástrofe.
Cierta tarde, con la seguridad que le dieron de que Peña había ido de
paseo hacia la Escombrera con don Rosendo, nuestro Sinforoso se arriesgó
a entrar a beber una botella de cerveza en el café de la Marina. Sentóse
en una de las primeras mesas y al instante observó que los rostros de
los parroquianos, muchos de ellos conocidos y amigos, se volvían hacia
él sonrientes unos, otros con expresión de susto. No se pasaron muchos
segundos sin que llegase a sus oídos la voz campanuda del ayudante, que
discutía con sus amigos allá en el fondo del café, en lo más obscuro.
Oirla nuestro periodista y dejarse caer al suelo en cuatro patas, fué
todo uno. De esta suerte fué caminando sigilosamente hasta que alcanzó
de nuevo la puerta, y se salió a toda velocidad. Cuando supuso que
estaba ya muy lejos, uno de los parroquianos gritó:
—Alvaro, ¿sabes quién acaba de estar aquí?
—¿Quién?
—Sinforoso: ahora mismo se ha ido.
—¡Ah, mala centella que lo mate!—exclamó brincando más que corriendo
al través de las mesas, saliendo disparado como un cohete.
Pero, ¿dónde estaba ya Sinforoso? Después de correr buen trecho por la
calle sin saber a dónde iba, el ayudante se vió precisado a dar la
vuelta y entrar de nuevo en el café con el despecho y la ira pintados en
el rostro. Tanto tiempo se pasó, no obstante, sin lograr tropezar con
él, que al cabo concluyó por perdonarle. Satisfizo su agravio con
arrearle un par de puntapiés en el trasero, cuando después de tres
meses, le halló paseando en la punta del Peón. El hijo del Perinolo dió
gracias al Cielo de haber librado tan bien.
El enojo que la indigna gacetilla les produjo, se fué templando con la
esperanza de aplastar muy pronto a los reptiles que la habían inspirado,
o por lo menos darles algunos golpes formidables con el ariete del
Duque. Los amigos de Belinchón andaban, los días que siguieron a la
llegada de aquél, satisfechos y rozagantes, mirando a sus enemigos con
ojos provocativos.—«Temblad, petates, temblad»—parecían decirles con
la mirada.—El mismo don Rosendo, tan magnánimo, tan filósofo, tan
humanitario, participaba de aquel rencor implacable, deseaba
ardientemente el exterminio de sus contrarios. Poco a poco, a impulso de
la lucha mortal en que estaba comprometido, aquellos sentimientos
románticos de progreso, aquel amor a los adelantos morales y materiales
de su villa natal, que hemos tenido el placer de admirar en los primeros
capítulos de esta historia, habían cedido el sitio a un triste deseo de
destrucción. Sin embargo, esto era puramente accidental. Allá en el
fondo, su alma quedaba tan pura, tan progresista como había salido de
las manos del Hacedor.
El partido del Saloncillo formó en torno del Duque una muralla
impenetrable; «le secuestró», según la expresión del _Joven Sarriense_.
No salía jamás a la calle sin ir acompañado de cuatro o seis de sus
miembros más notables. Para mostrarle lo que guardaba la población digno
de verse, le llevaban materialmente escoltado. Después vinieron las
jiras a los caseríos y parroquias de las cercanías, a las casas de
campo de los amigos de Belinchón, los banquetes opíparos, las
excursiones de pesca y las cacerías. Realmente la vida era grata en
Sarrió por el verano. El Duque, que había mandado delante un regular
equipaje, tenía los enseres necesarios para pintar, y aprovechaba los
ratos en que se le dejaba libre para bosquejar horrendos paisajes dignos
del fuego eterno. Sus relaciones con la familia de Belinchón eran de
estricta finura, una cortesía infatigable que mantenía admirablemente
las distancias. En sus palabras, en su gesto, se traslucía siempre un
sentimiento afectuoso de protección que suavizaba un poco aquella
expresión de cansancio y hastío en que constantemente caía su rostro
cuando le dejaban en libertad.
Tan sólo con Venturita parecían animarse un poco aquellos ojos muertos.
Cuando se hallaba al lado de ella, el Duque redoblaba su finura hasta
dar en viva y desenvuelta galantería. Cuando hablaba al corro de la
familia, su mirada iba dirigida a ella, como si entre los demás no
hubiera ninguno capaz de comprenderle. Las creaciones de su pincel nadie
las veía primero que la esposa de Gonzalo, y si de alguien estimaba la
admiración, era de ella. Le había dado a leer algunas novelas francesas
que traía, y sobre su argumento y el mérito de los autores departían
largamente en la mesa escuchados por los otros que apenas sabían de qué
se trataba. Y al cabo de algunos días le propuso hacer su retrato. Sus
aficiones le dirigían al paisaje; no había pintado más retratos que el
de la duquesa de Montmorency y el de una de las infantitas de España;
pero ahora sentía un vivo deseo, un capricho más bien, de retratar a
Venturita tal cual la había visto por primera vez, con aquel traje azul
marino descotado. La joven sintióse profundamente lisonjeada. La primera
una duquesa, la segunda una infanta, ¡la tercera ella! Luego aquel
singular deseo de retratarla en el traje de la primera noche, ¿no hacía
presumir con fundamento que era viva la impresión que había producido en
el Duque? Comenzaron las sesiones en uno de los gabinetes del piso
principal. Don Jaime (que así se llamaba el magnate) había pensado
retratarla reclinada en un diván rojo con algunas plantas y flores a los
lados. Los tres primeros días asistieron a la sesión doña Paula, Gonzalo
y Cecilia. Pero se cansaron pronto. En los siguientes los dejaron solos,
viniendo la madre de vez en cuando a echar una ojeada al retrato y a
decir dos palabritas de cortesía. En aquellos quince días que la pintura
del retrato duró, la intimidad entre el Duque y la hermosa joven creció
extremadamente. El magnate había condescendido hasta contarle mucha
parte de su historia privada. La pública era bien conocida de todos.
Don Jaime de la Nava y Sandoval se había casado muy joven con una
egregia dama ligada por vínculos estrechos de parentesco con la
soberana. No había sido feliz en su matrimonio. El amor frenético de la
dama (que la había hecho saltar la barrera social que la separaba de su
esposo), entibióse presto. Surgieron desavenencias. Hubo algún
escándalo, y concluyeron por separarse. Don Jaime, aunque disfrutaba de
las preeminencias y honores que correspondían a su elevada posición, no
hacía, sin embargo, un papel muy airoso. Sobre su frente pesaba un
estigma fatal, que le había hecho padecer mucho hasta que se fué
acostumbrando. De esta herida, que dado el temperamento de su esposa, no
tenía tiempo a cicatrizarse, vengábase lindamente despellejando a la
aristocracia de Madrid, arrojando puñados de lodo que llegaban, a
salpicar a las más altas personas. Pasaba el duque de Tornos por una de
las lenguas más aguzadas y temibles de la capital.
Venturita tuvo ocasión pronto de conocer su temple y su filo. En cuanto
el magnate adquirió con ella alguna confianza y penetró por su larga
experiencia, más que por su ingenio, el carácter que tenía, principió a
dejarse resbalar un tanto en las conversaciones, como si el desenfado
para tratar los asuntos escabrosos fuese una prueba de «buen tono».
Habló con gran naturalidad y como cosa corriente, de las relaciones
ilícitas que sostenía la mayoría de las damas aristocráticas de Madrid.
«La duquesa de Tal, ahora está enredada con el hijo del banquero Fulano.
La marquesa de Cual, se fugó a Bruselas con el secretario de la embajada
de Rusia. A esta señora le gustaban los toreros; a aquélla la habían
sorprendido con el lacayo. La condesa de Tal se gloriaba de tener tres
amantes a un tiempo. La baronesa Fulana iba con el suyo en carruaje,
mientras el marido guiaba afanoso los caballos.» No quedaba dama en la
corte a quien no le arrancara una tirita de pellejo. No perdonaba
siquiera a su esposa. Una vez concluyó por decir sonriendo
cínicamente:—«Y por último, si se quiere saber lo que es la
aristocracia de Madrid, ahí está la duquesa de Tornos, que es un buen
resumen de todos sus vicios.»
Ventura quedó aterrada. Sabía vagamente los motivos de rencor que el
Duque tenía contra su esposa; pero no creía posible que un marido
pudiese hablar de aquel modo de su mujer en ninguna circunstancia. No
obstante, se hallaba tan fascinada por la grandeza del personaje, que
pronto vino a figurarse que aquellas formas, aquel cinismo, eran la
expresión de la moda y el «buen tono». Luego vinieron las anécdotas
picantes. El Duque contaba con su voz cascada y aquella sonrisa de
hastío y superioridad que no se le caía de los labios casi nunca,
multitud de aventuras galantes, devaneos y obscenidades que hacía pasar,
diciendo previamente:—«Usted ya está casada y se le pueden contar
ciertas cosas.» En pocos días desplegó como en un gran telón ante los
ojos pasmados de la joven, el mundo cortesano que tanto ansiaba ella
conocer, la vida íntima, secreta, de aquellos jóvenes pálidos, de
bigotes retorcidos, que veía pasar en la Castellana guiando lujosos
trenes, de aquellas lindas y orgullosas damas, que ostentaban en su
carruaje timbre ducal y apenas se dignaban dejar caer sobre ella una
mirada indiferente y desdeñosa. Fingiendo nada más que complaciente
atención, Ventura recogía ávidamente aquellos pormenores mundanos. Luego
los repasaba con febril actividad en su imaginación inquieta, donde
siempre habían germinado vagos deseos de brillo, caprichos fantásticos,
aspiraciones imposibles. El duque de Tornos, sin propósito de ello, sólo
por el placer de dar rienda suelta a su lengua de hombre gastado y
herido, corrompió más en pocos días el alma de la joven esposa que todas
cuantas novelas había leído. Al fin y al cabo lo que las novelas decían,
era mentira, mientras que las anécdotas del Duque acababan de
efectuarse, los personajes que en ellas habían intervenido vivían y eran
conocidos de todo el mundo. En fin, todo aquello estaba sangrando, como
se dice vulgarmente.
El magnate, de alma corrompida y cuerpo gastado, y la bella provinciana,
ansiosa de volar a esferas más altas, habían nacido, sin duda, para
comprenderse. Se atrajeron por afinidad electiva como muchos cuerpos de
la Naturaleza. Venturita agotaba todos los recursos de su imaginación en
el tocador, y se presentaba cada día más seductora. Cuando el Duque,
levantando un instante los párpados para mirarla, hacía una ligera señal
de aprobación, el gozo le subía en forma de carmín a las mejillas. En
aquel momento despreciaba de buena fe, con todas las veras de su alma,
al mundo cursi en que la suerte la había hecho nacer y vivir. Aunque no
abusaba, sabía usar perfectamente de la intimidad que el egregio huésped
la concedía; se autorizaba con él alguna bromita de buen género, que
hacía, no obstante, estremecer de susto a don Rosendo. Conocía que era
la preferida y comenzaba a coquetear. El Duque, por su parte, afectando
indiferencia absoluta por todas las cosas terrenales y celestiales, se
preocupaba muchísimo de los _jaquetes_, levitas, camisolas, corbatas y,
en general, por todo lo referente a la indumentaria. La variedad de
prendas con que se presentaba, y lo original y aun estrambótico de
algunas de ellas, llamaba poderosamente la atención del pueblo y
deslumbraba a Venturita. En realidad, si ella se vestía para el Duque,
éste se vestía también para ella.
Vagamente primero, con más precisión después, la hija menor de don
Rosendo pensaba que la amistad del magnate podía aprovecharse, no sólo
para aumentar la influencia política de su padre en la población, sino
también para dar lustre y brillo a la familia. Por ejemplo, una gran
cruz... Los que la lograban tenían tratamiento de Excelencia. Si su
padre fuese un Excelentísimo Señor, perdería aquel carácter de
comerciante en bacalao, que a ella le crispaba. ¿Y por qué no se la
habían de dar? A un personaje de tal magnitud como el Duque no le
costaba mucho trabajo conseguirla. Hasta había oído decir que con dinero
e influencia no era difícil llegar a poseer un título de conde o
marqués... ¡Un título! Venturita, sin considerar que tenía un hermano y
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