El cuarto poder - 04

Total number of words is 4701
Total number of unique words is 1785
33.8 of words are in the 2000 most common words
46.9 of words are in the 5000 most common words
55.0 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.

—Buenas noches—repuso él mirándola extático, con cierta especie de
embelesamiento que no pasó inadvertido para la niña.
Iba a retirarse, pero un sentimiento de coquetería la hizo volver desde
la puerta y preguntar a Cecilia:
—¿Dónde has colocado el calzador? He tenido que venir con chinelas por
no hallarlo...
Y al mismo tiempo mostró su lindo pie.
—Pues allá está, en el cajón de la mesa de noche.
—¡Si supierais qué sueño tengo!—dijo avanzando más y colocando una
mano sobre la cabeza de su hermana.—¿Sabéis con qué se quita
esto?—añadió sonriendo.
Gonzalo la examinaba con atención. Era realmente una criatura perfecta.
Cuanto más de cerca se la observase, más se admiraban las singulares
partes de que estaba dotada. La epidermis era suave y brillante como el
raso, de un color rosa desvanecido; la boca húmeda y fresca, de labios
rojos un tanto grandes que descubrían al abrirse dos filas de dientes
menudos e iguales; los cabellos dorados, sedosos, abundantes. Su única
imperfección consistía en la estatura. Si tuviera la de su madre nadie
se atrevería a ponerle un reparo, exceptuando, por supuesto, sus amigas.
Notando que la examinaban, no acababa de marcharse. Daba vueltas en
redondo para que se la viese bien por todas partes, adoptaba posiciones
caprichosas, afectadas, dirigía preguntas impertinentes a su hermana,
reía sin motivo, la cubría de besos y la sobaba sin consideración.
—Déjame, Ventura. ¡Qué retozona estás hoy!—exclamaba aquélla con su
franca sonrisa bondadosa, procurando desasirse.
—Vaya, vaya, a la cama—decía doña Paula.
—Voy.
Pero en lugar de irse se abrazaba de nuevo a Cecilia; la hacía
cosquillas aprovechando cualquier movimiento para decirla al oído:
—¡Cómo estás gozando, picarona! No le eches esos ojazos, mujer, que le
vas a aturdir.—Adiós, adiós, señores—concluyó por decir en voz
alta...—Y dejar algo para mañana, ¿eh?
—¡Qué tonta!—exclamó Cecilia ruborizándose.
Doña Paula y Gonzalo sonrieron. Este dijo en voz baja:
—¡Qué pelo tan hermoso!
Ventura lo oyó, y dijo sacudiéndolo:
—Es postizo.
Todos se echaron a reir.
—¿No lo cree usted?—preguntó con seriedad y acercándose.—Tire usted.
Verá cómo se le queda en la mano.
El joven no se atrevió, y continuó sonriendo.
—Tire usted, tire usted—insistió ella volviendo la espalda y
metiéndole el pelo por la cara.
Gonzalo llevó la mano a él, pero no hizo más que acariciarlo.
—¿Qué, no se le ha quedado? Es que está muy bien sujeto.
Y salió corriendo de la estancia.
Un rato todavía duró el cuchicheo secreto. Se tocaron algunos puntos de
la vida futura. Cecilia escuchaba a su madre disertar sobre lo que
debían hacer una vez casados, sintiendo un cosquilleo en el alma que
apenas era poderosa a ocultar. Le había cogido una mano y se la apretaba
y acariciaba con intermitencias nerviosas. De vez en cuando la llevaba a
los labios y se la besaba con fuerza. Doña Paula la miraba con
enternecimiento y sonreía gozándose en la felicidad que inundaba el
corazón de su hija.
El reloj del comedor vibró, dando las doce y media. Gonzalo levantóse
apresuradamente.
—¡Oh, qué tarde! ¿Qué dirá don Rosendo?
—Nunca se acuesta antes de esta hora—repuso Cecilia.
—Sí; pero ya sabes que emplea mucho tiempo en cerrar las
puertas—replicó doña Paula.
Cecilia calló. Gonzalo les dió la mano con efusión, prometiendo volver
al día siguiente. Después pasó al despacho del señor de Belinchón para
despedirse.
La madre y la hija siguieron charlando en el mismo rincón sobre el mismo
tema, recibiendo la primera un sinnúmero de abrazos y besos
apretadísimos.
—Esto no es para mí—decía con cierta expresión entre alegre y
melancólica.
—Sí, mamá, sí—replicaba la joven abrazándola con más fuerza.


IV
CÓMO LOS PARTICULARES DE SARRIÓ SE CONGREGABAN EN UN RECINTO NOMBRADO EL
«SALONCILLO», Y LO QUE ALLÍ SE PLATICABA.

Don Melchor de las Cuevas se levantó de la mesa, encendió un cigarro, y
dijo, ofreciendo otro a su sobrino:
—Vámonos a tomar café.
Gonzalo quiso guardarlo en el bolsillo porque jamás hasta entonces se
había autorizado el fumar delante de su tío; pero éste le retuvo el
brazo.
—Enciende, chiquito, enciende; ya has dejado de ser grumete.
El joven sacó un fósforo y se puso a dar chupetones al cigarro con
emoción.
Salieron de la casa emparejados y bajaron lentamente por la calle
disfrutando del bienestar voluptuoso que sienten las naturalezas
poderosas después de una comida abundante. Parecían dos cedros gigantes,
majestuosos, orgullosos de su altura. Y guardaban el mismo silencio que
ellos cuando no les sopla el viento. Las mujeres que trabajaban a las
puertas de sus casas los miraban con curiosidad tocada de admiración.
—¿Quién es el señorito que va con don Melchor?
—Mujer, ¿no le conoces? El sobrino; el señorito Gonzalo, que llegó ayer
en la _Bella-Paula_.
—¡Vaya un real mozo!
—Como su padre don Marcos, que en paz descanse.
—Y como su abuelo don Benito—añadió una vieja.—¡Qué familia tan noble
y campechana!
En las bocacalles por donde se descubría un cacho de mar, el señor de
las Cuevas solía detenerse un momento para echar una ojeada escrutadora.
—Por ahora bonanza. Dentro de poco terral.
—¿Las ves?—dijo con expresión de triunfo al cabo de un instante.
—¿Qué?
—Las lanchas, hombre, las lanchas. ¡Cómo lo han olido!
—No veo nada,—repuso Gonzalo sacándose los ojos por columbrarlas en el
horizonte.
—Sigues como antes. No ves más que la sopa en el plato—manifestó el
tío sonriendo con lástima.
El café de la Marina hervía ya de gente. El rumor de las conversaciones
y disputas, el campaneo de las copas, el choque de las fichas de dominó
contra el mármol de las mesas, formaba un ruido ensordecedor. Estaba
situado en una plazoleta que formaba la Rúa Nueva al desembocar en el
muelle, y una de sus fachadas miraba al mar. Reuníanse en él la mayor
parte de los capitanes y pilotos que estaban en Sarrió de paso, y casi
todos los que sin ejercer el oficio habitaban en la villa, con más los
vecinos que sentían de un modo o de otro inclinaciones marítimas. Al
atravesar por medio fueron llamados a gritos de diferentes mesas. Don
Melchor era el hombre más popular, el más querido y respetado que
entraba en aquel café. Fué necesario acercarse a saludar a unos y a
otros, y presentarles a Gonzalo. Aquellos lobos se extasiaron mirándole;
le apretaban la mano hasta descoyuntársela, y le ofrecían con todas las
veras de su corazón una copa de ron y marrasquino. Cuando la rehusaba
hablando de subir a tomar café arriba, la tristeza más honda se pintaba
en sus rostros curtidos.
Don Melchor tenía, en efecto, la costumbre de tomarlo en el Saloncillo.
Este era un aposento del piso principal de aquella casa, que tenía
comunicación con el café por medio de una escalerilla de hierro. Por
ella subieron al cabo tío y sobrino. Ya estaban reunidos los notables
del pueblo, sentados en un diván corrido, con sendas mesillas japonesas
delante, donde cada cual tomaba su café. Por una de las puertas, que
generalmente estaba abierta, se veía la sala de billar donde jugaban
siempre las mismas personas rodeadas de los mismos mirones.
Cuando don Melchor y su sobrino entraron, se hablaba de un proyecto de
mercado cubierto para preservar de la intemperie a las pobres mujeres
que vendían al raso legumbres y leche. Y Gonzalo recordó que en cierta
ocasión que subió a buscar a su tío antes de irse a Inglaterra, se
estaba debatiendo el mismo asunto. Los temas variaban poco en aquella
asamblea. La existencia de la villa se deslizaba tranquila y serena en
medio del trabajo cotidiano. Los únicos acontecimientos que sacudían de
vez en cuando su letargo, eran la entrada o salida de cualquier barco
importante, la muerte de una persona conocida, una letra protestada, el
empedrado de algunas calles, la avería de algún cargamento, el alijo de
un contrabando, la limpieza del muelle.
Las mujeres y los muchachos estaban más socorridos de asuntos para
saciar el humano afán de novedades: la llegada de un forastero guapo y
elegante (gran sensación entre las niñas casaderas), que Fulanito
acompañó a Margarita en el paseo por primera vez (¿por lo visto es cosa
hecha ya?), que Severino el de la tienda de quincalla deslomó a su mujer
de una paliza (¡bien empleado la está por haberse casado con ese
burro!...). El traje que Fulanita sacó el día de Nuestra Señora (dicen
que vino de Madrid... ¡Qué Madrid, mujer, si yo misma se lo he visto
cortar a Martina!). El baile de confianza que se dará el jueves en el
Liceo. (No toca baile ese día.—Pagan el gasto los pollos a escote.) Los
graves varones que se reunían en el Saloncillo desdeñaban estos temas,
aunque de vez en cuando, por excepción, picaban en ellos.
A algunos, a don Rosendo, a don Mateo, a don Pedro Miranda y al alcalde
don Roque, ya Gonzalo les había saludado la noche anterior. Pero estaban
allí además Gabino Maza, don Feliciano Gómez, el ingeniero francés M.
Delaunay, Alvaro Peña, Marín, don Lorenzo, don Agapito y otros cinco o
seis señores, que se levantaron para abrazarle.
Don Pedro Miranda, de quien ya hemos hecho mención, era un hombre que
pasaba bien de los sesenta, bajo de estatura y de color, las mejillas
rasuradas, la cabeza monda y lironda, los ojos grandes y apagados, los
ademanes tímidos. Era el propietario territorial más rico de la
población y el representante genuino de la aristocracia por venir de una
antigua familia de terratenientes y no haber en la villa persona
titulada que mejor la representase. No daba, sin embargo, importancia a
este privilegio. Era hombre afable, modesto, que con todos los vecinos
alternaba sin atender a su condición social, extremadamente servicial,
siempre que no se tratase de dinero, y poco amigo de imponer su voluntad
ni contradecir a nadie. Pero si declinaba enteramente las preeminencias
del nacimiento, en cambio era celosísimo de sus derechos de propiedad.
Jamás se había conocido ni se conocerá un propietario más propietario
que don Pedro Miranda. Las instituciones de derecho vigente, las del
derecho antiguo, las universidades, el ejército, la marina, la
constitución política y hasta la religión, no tenían razón de ser a sus
ojos sino como elementos que de un modo directo o indirecto afianzaban
aquellos derechos. La máquina asombrosa del Universo estaba formada para
sustentar sus títulos indiscutibles al dominio pleno de los Praducos,
caserío situado a media legua de la villa, y al directo que poseía sobre
el de las Meanas, con un canon anual de ciento quince ducados. Esta
conciencia clarísima de su derecho engendraba, no obstante, por exceso
de claridad, algunos conflictos. Venía un colono y le decía:—Señor;
Joaquín el martinetero, ha cortado ayer las cañas del nogal que colgaban
sobre su huerta.—¡Pero el nogal era _mío_!—exclamaba don Pedro
enrojecido súbito por la cólera y sorpresa.—Sí, señor... pero como
colgaban sobre su huerta...—¿Cómo se ha atrevido ese pillo a tocar en
una cosa que es _mía, mía?_—Inmediatamente entablaba un interdicto, y
como es natural, lo perdía. De estos interdictos había perdido ya
algunas docenas en su vida, sin escarmentar jamás.
Don Roque de la Riva, alcalde constitucional de Sarrió, a quien hemos
tenido el honor de comparar, cuando por primera vez le vimos en el
teatro, a un cortesano de Luis XV, o a un cochero de casa grande, no se
distinguía por la pureza de la dicción; antes era ésta tan atropellada y
confusa, que al interlocutor le costaba gran trabajo entenderle. No
sabemos si era en la boca o en la garganta o en la región de las fosas
nasales, donde el señor de la Riva tenía a bien machacar y atormentar
las palabras; lo cierto es que salían casi siempre transformadas en
sonidos obscuros, huecos, caóticos, completamente ininteligibles.
Particularmente después de comer, se hacía imposible conversar con él. Y
esto, no por otra razón, según decían, sino porque don Roque solía
encargar a los pilotos amigos un vino del Rivero, tan exquisito, que
nadie dejaría de beberlo, aun a riesgo de quedarse mudo. El jefe
superior civil de la villa salía todas las tardes de su casa solo, en la
apariencia, en realidad gratamente acompañado. Su enorme faz rasurada
quería echar la sangre por los poros, concentrándose con preferencia en
el lomo gigantesco de su nariz borbónica. Los ojos, con ramos de sangre
también, medio velados por no poder sufrir la gran pesadumbre de los
párpados, se espaciaban lentamente por todo el ancho de la calle,
expresando un grado envidiable de bienestar físico. El paso grave,
lento, vacilante, acusaba de igual modo una armonía perfecta entre sus
facultades psíquicas y corporales. No le faltaba a don Roque para
alcanzar la bienaventuranza más que tropezar con un alguacil, o
barrendero, o sereno, o picapedrero, con cualquier empleado, en fin, del
municipio. Desde lejos lo columbraba, y sus párpados se levantaban
repentinamente, y las ventanas de la nariz se le abrían al olor de la
presa. Si ésta, olfateando al tigre, se pasaba a la otra acera, o
trataba de esconderse, don Roque le llamaba con voz de trueno.
—¡Juan, Juaan, Juaaaan!
La víctima acudía bajando la cabeza.
—¿Has llevado el oficio a don Lorenzo?
—Sí, señor.
—¿Has dicho al secretario que dejase apartado el expediente del
cementerio?
—Sí, señor.
—¿Has llevado las cédulas al pedáneo de San Martín?
—Sí, señor.
—¿Has ido a avisar a don Manuel que quite los escombros que tiene
delante de su casa?
En fin, iba preguntando, hasta que el pobre alguacil contestaba
negativamente.
Entonces, la voz de sochantre del alcalde se dejaba oir en toda la
calle, y aun en los confines de la villa. Sus ojos se inyectaban, y su
rostro apoplético llegaba a ponerse morado. Imposible entender lo que
decía, si no eran los _ajos_ con que salpicaba el discurso, y aun éstos
los ahuecaba de tal modo, que sólo la jota se percibía con claridad. La
reprensión nunca duraba menos de quince o veinte minutos, el tiempo
indispensable para desalojar la inmensa cantidad de _ajos_ que se le
habían acumulado en el cuerpo desde la noche anterior. Así como hay
personas que por la mañana se meten los dedos en la boca para provocar
la bilis, don Roque necesitaba indefectiblemente este desahogo para
quedar a gusto. No se le había oído jamás otra interjección, pero, en
cambio, de ésta poseía tal abundancia, que no le bastaba poner una a
cada palabra; a veces ponía dos o tres.
Los tenderos salían a la puerta a escucharle, pero sonriendo, sin
sorpresa alguna, como acostumbrados de antiguo a este espectáculo.
—Don Roque hoy ha tirado de firme a los vencejos—le decía uno a otro
en voz alta.
—Mira qué caso le hace Juan.
En efecto, el alguacil a cada vuelta en redondo que daba el alcalde, se
llevaba el dedo pulgar a la boca y hacía la seña de empinar.
Don Roque prefería encontrar a un barrendero o picapedrero en el
ejercicio de sus funciones. Se acercaba a él cautelosamente por detrás,
y le hincaba sus dedazos en el cuello.
—¡...ajo! so tuno, ¿qué modo de barrer es ése? ¿Te parece ¡...ajo! que
yo te pago para que me dejes la mitad de la porquería entre las piedras?
¡...ajo! ¿Es esto gratitud? ¡...ajo! ¿Es esto vergüenza? ¡...ajo!
A veces él mismo en el entusiasmo del discurso empuñaba la escoba y se
ponía a dar al barrendero una lección de su oficio. Los tenderos, los
pocos transeuntes que cruzaban por la calle y alguna señora que se
asomaba al balcón con el ruido, soltaban a reir alegremente. El
barrendero mismo, a pesar de su crítica situación, no podía reprimir una
sonrisa viendo a aquel energúmeno con la levita remangada dando furiosos
y desconcertados limpiones al suelo.
—¡Así se barre!... ¡...ajo! (Golpe terrible de escoba.) ¡Así se
barre!... ¡...ajo! (Otro golpe.) ¡Así se barre!... ¡...ajo! (Otro
golpe.) ¡Así se barre!... ¡...ajo!
Hasta que fatigado, sudoroso y a punto de caer a tierra con un derrame,
le entregaba la escoba y recogía el bastón con borlas.
Desahogado de este modo su noble pecho de la copia de ajos que le
embargaba, emprendía de nuevo su camino y llegaba al Saloncillo en una
felicísima disposición de cuerpo y espíritu.
Gabino Maza era hombre de unos cuarenta y cinco años de edad, oficial de
la Armada, retirado antes de tiempo porque su carácter díscolo no podía
sufrir la disciplina militar. De rostro moreno aceitunado, ojos pequeños
y vivos con ojeras constantes que pregonaban su temperamento
excesivamente bilioso. Alto, seco, musculoso, la barba y el pelo de un
color negro que daba en azul; los ademanes descompuestos siempre y
violentos; la voz indefinible, grave unas veces, otras, cuando se
enfadaba, que era casi siempre que se ponía a hablar, chillona y aguda,
de un falsete tan estridente que rompía los oídos. Disfrutaba de una
pequeña renta y de un pequeñísimo retiro, con los cuales podía vivir y
alimentar a su familia en Sarrió con el respeto de un caballero
acomodado. En la capital de la provincia le sería ya imposible.
Disputador eterno, poniendo en cada disputa, por nimia que fuese, una
cantidad de pasión y de violencia verdaderamente asombrosas; ganoso
siempre de llevar la contraria a cuanto se decía aunque fuese más claro
que la luz del mediodía; de un pesimismo feroz y antipático para juzgar
a los hombres, a tal punto que no se dió el caso jamás de que creyese
puros los móviles de una acción humana, por noble y honrada que
apareciese; rencoroso y vengativo hasta la locura. Este hombre, sin
embargo, no concitaba los odios del vecindario contra sí, como podía
suponerse. En las aldeas y villas, por el trato íntimo, largo y
constante de las personas, se penetra más en el alma de cada uno que en
las grandes poblaciones. Un trato superficial hace, en éstas, simpáticos
a muchos hombres fríos, egoístas y hasta perversos. Los modales
corteses, las palabras afables, la sonrisa insinuante, proporcionan en
seguida opinión de «persona agradable y decente». En provincia no vale
nada de esto. Al contrario, se desconfía de la amabilidad excesiva y,
sobre todo, de la sonrisa dulzona; se le buscan a cada hombre los
pliegues y repliegues del alma con el mismo cuidado y atención con que
un disecador va palpando y poniendo a la vista con el bisturí todas las
fibras de la máquina corporal. Por donde son generalmente aborrecidos
algunos hombres que al forastero le seducen, mientras otros, duros,
violentos, agresivos, suelen caer en gracia. El disimulo, que es el
talento de las naturalezas rudas y vulgares, no se perdona jamás en
provincia, quizá por ser el vicio predominante en todas las relaciones
sociales. Los genios vivos, los temperamentos exaltados, no causan temor
como los «toros claros». Hay casi siempre en ellos un espíritu
justiciero, que aunque exagerado y adulterado por la pasión, no acaba
de hacerles antipáticos. Además, como la violencia y la exaltación son
causa constante de sufrimiento, de malestar físico y moral, se juzga con
razón que los hombres de tal temperamento llevan en sí mismos el castigo
de sus demasías.
Gabino Maza no era aborrecido ni excesivamente amado. Los que tenían de
él agravios, le murmuraban y evitaban su encuentro llamándole
«envidioso» y «mala lengua». Los que no, se reían de sus exageraciones y
le abocaban con gusto, sin profesarle gran afecto tampoco.
Otro de los personajes allí congregados era don Feliciano Gómez.
Comerciante en géneros ultramarinos al por menor, poseedor al mismo
tiempo de tres o cuatro pataches y algunos quechemarines que hacían el
comercio de cabotaje por la costa cantábrica, aventurándose una que otra
vez los de más porte a llegar hasta Sevilla. De mediana estatura, la
cabeza desnuda de cabellos en forma de pirámide, patillas que le
llegaban hasta la nariz, la voz casi siempre enronquecida. Era hombre
divertido, bondadoso, optimista. Estaba soltero y vivía con tres
hermanas de más edad, a quienes había hecho verdaderas señoras a fuerza
de trabajo y economía. El pago que ellas le daban según pública voz, era
tenerle dominado y sujeto como un niño, reprenderle agriamente las
faltas más ligeras, y mortificarle y aburrirle por todos los medios
imaginables. No obstante, a él nunca se le oyó una queja de ellas.
El ingeniero belga, M. Delaunay, había llegado a Sarrió años atrás, con
el objeto de beneficiar un coto minero de una poderosa compañía inglesa.
La explotación no dió resultado. La compañía le retiró su comisión y el
sueldo. Pero Delaunay, que poseía genio emprendedor y algún dinero, se
metió sucesivamente en seis u ocho empresas industriales. Primero montó
una fábrica de papel; después otra de puntas de París; más tarde intentó
formar un criadero de ostras; después fábrica de quesos y de hielo. Por
último quiso aprovechar unas grandes marismas que había cerca de
Sarrió. Todas estas empresas habían fracasado, sin saber nadie por qué.
Delaunay era inteligente, ilustrado, laborioso. Conocía cada industria
que iba a ejercitar como el más competente maestro; encargaba los
aparatos a Inglaterra, los montaba y los hacía funcionar felizmente,
obteniendo productos muy aceptables. El achacaba sus caídas a la falta
de vías de comunicación. La última de sus grandes empresas, abortada
antes de nacer, le desacreditó más que ninguna otra. En una de sus
excursiones por los alrededores de la villa, había visto próximos a una
pequeña ría ciertos terrenos incultos que con poco esfuerzo podían
reducirse a cultivo. Túvolo en cuenta; levantó el plano. Pocos meses
después, cuando se vió forzado a cerrar la fábrica de hielo y despedir a
los obreros, acordóse de las marismas y habló de ellas a don Rosendo
Belinchón, a don Feliciano Gómez y a dos indianos más para que le
ayudasen en su magna empresa. Replicaron ellos que era necesario verlas,
y concertóse la excursión. Una mañana montados en sendos caballos
emprendieron secretamente la marcha hacia la ría de Orleo, distante
cuatro leguas de Sarrió. Al llegar cerca de ella dejaron los caballos y
subieron a pie una colina, desde la cual se oteaban las marismas. ¡Cuál
sería la vergüenza y confusión de Delaunay al ver los terrenos que
intentaba robar al mar, cubiertos de maíz, verdes y florecientes que
eran una bendición de Dios! En efecto, hacía más de seis años que
estaban cultivados. Su equivocación nació de haberlos visto en diciembre
cuando estaban descansando. Dieron la vuelta para la villa, y el suceso
produjo en ella la risa que debe suponerse.
Quedó al cabo arruinado. Vióse obligado a vivir miserablemente. Pero,
lejos de apagarse en su espíritu el furor de las empresas, encendióse en
la pobreza con más ímpetu. De tal modo que no dejó un solo capitalista
en Sarrió a quien no tantease con el fin de embarcarle en alguna. Unas
veces era un tranvía a la capital, otras un puerto de refugio o unos
muelles de madera, otras una gran fonda. Algunos indianos, pocos por
cierto, por él seducidos, pagaron con algunos miles de duros su
inocencia. El caso es que Delaunay era hombre de talento, estudioso,
enterado muy bien de todos los adelantos de la ciencia y la industria.
Imposible despreciarle sin cometer una injusticia.
El ayudante de Marina del puerto, Alvaro Peña, joven de treinta años,
moreno, con grandes ojos negros y bigotes a lo Víctor Manuel, se
caracterizaba por un odio profundo, implacable, al estado eclesiástico y
a todo el que lo representase, aunque fuese su mismo hermano. Sin ser
aficionado en modo alguno a la ciencia o la literatura, poseía una
biblioteca bastante numerosa, compuesta exclusivamente de libros contra
la religión y sus ministros. Estaba suscripto a tres o cuatro periódicos
conocidos por sus opiniones anti-clericales, y se decía que desde hacía
algunos años venía ocupándose en acumular datos para un libro que
pensaba publicar con el título de _La religión al alcance de todas las
fortunas_, del cual varios vecinos conocían ya algunos fragmentos. Era
alegre, valiente, aficionado a cuentos y chascarrillos, donde siempre
jugaba papel principalísimo algún cura o monja. No pronunciaba bien las
erres.
Don Jaime Marín, propietario de cuatrocientas fanegas de pan, que con la
contribución equivalían a unas seis mil pesetas, sería un gran calavera,
un licencioso, un monstruo de corrupción si no tuviese por mujer a doña
Brígida. Esta eminente señora había conseguido con una saludable energía
que su marido no arruinase a la familia y los echase a todos por
puertas. Antes que desbaratase su hacienda logró que se la privase
judicialmente de la administración de los bienes y se le encomendase a
ella. No es fácil representarse la firmeza con que doña Brígida empuñó
las riendas de la casa. Ningún patricio romano tuvo jamás una idea más
perfecta del _sui juris_, de los sagrados derechos que «la ciudad» había
depositado en sus manos. Desde que esto acaeció, don Jaime, a pesar de
sus cincuenta y pico de años, pasó a ser en sus manos una verdadera
_cosa_ como previene la Instituta. En su condición de _alieni juris_
hubo de sufrir la acción directa y constante de su dueño y señor, y
sujetarse en un todo a su omnímoda voluntad. ¡Adiós cenas opíparas con
mariscos y vino de Rueda en el café de la Marina! ¡Adiós caza de la
liebre con Fermo el carnicero y Marcelino el tallista! ¡Adiós noches
seductoras de tresillo! ¡Tardes de paz y de dicha en el lagar de
Sebastián de la Puente, adiós! La inflexible señora depositaba en sus
manos cada domingo tres pesetas; ni más ni menos. Era todo el caudal de
que disponía durante la semana para sus vicios, salvo el fumar, que ella
subvencionaba, comprando los cigarros por sí misma. Cuando necesitaba un
sombrero, ella se lo compraba; cuando un traje o unas botas, se avisaba
al sastre o zapatero para que viniese a tomar las medidas. Hasta se le
impedía ir a la barbería, por temor de que se gastase los dos reales.
Venía el barbero a afeitarle los sábados. Por cierto que, con poca o
ninguna consideración, el rapador de barbas llegaba algunas veces a las
nueve de la mañana, cuando don Jaime estaba durmiendo.
—¿Qué hago?—preguntaba a doña Brígida.
—Aféitele usted—contestaba la severísima señora.
El barbero, obedeciendo la consigna, se acercaba, le embadurnaba la cara
de jabón y le despojaba bonitamente de las barbas sin que don Jaime se
despertase más que a medias. Echaba otro sueño, y al despertarse de
veras solía decir a la criada que le servía el chocolate:
—Hoy es sábado; que llamen al barbero.
—¡Tonto, borricote, incapaz de sacramentos!—contestaba su dulce
consorte desde el gabinete.—¿No ves que estás afeitado ya?
—¡Pues es verdad!—decía el buen señor palpándose la cara.
En un principio solía pedir a sus amigos o conocidos del café algún
dinero para jugar al tresillo, y bebía al fiado en el café; pero al poco
tiempo ni los amigos quisieron darle nada, ni el dueño del
establecimiento le fiaba ya por valor de dos cuartos. Faltó poco para
que doña Brígida le echase a rodar por las escaleras cierto día que le
llevó una cuenta de ciento veinte reales.
Don Jaime quedó, pues, reducido a pasar las horas mirando jugar al
tresillo y dando a los jugadores consejos que no le agradecían. Los
gananciosos solían pagarle la copa de ron. Una que otra vez jugaba a las
damas con don Lorenzo, y como éste se negaba rotundamente a seguir la
partida sin interés, preciso era que Marín arbitrase alguno que no fuese
metal precioso. Discurrió exponer uno de los dos cigarros puros que su
mujer le daba por la mañana. Cuando lo perdía, aquella tarde se quedaba
sin fumar. A veces buscando el desquite, perdía dos y tres que iba
entregando uno a uno a su adversario en los días sucesivos. Entonces se
dedicaba, como sus amigos decían, «a la gramática», esto es, a pedir
aquí y allí un pitillo para calmar el insufrible prurito de chupar.
¡Pobre Marín!
Lo que doña Brígida no pudo jamás, fué hacerle acostarse a una hora
regular. Tantos años de trasnochar hasta las cuatro o las cinco de la
mañana, habían formado un hábito imposible de vencer. Como reteniéndole
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - El cuarto poder - 05
  • Parts
  • El cuarto poder - 01
    Total number of words is 4730
    Total number of unique words is 1737
    34.8 of words are in the 2000 most common words
    49.6 of words are in the 5000 most common words
    56.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 02
    Total number of words is 4689
    Total number of unique words is 1629
    35.5 of words are in the 2000 most common words
    49.1 of words are in the 5000 most common words
    55.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 03
    Total number of words is 4791
    Total number of unique words is 1648
    36.0 of words are in the 2000 most common words
    47.9 of words are in the 5000 most common words
    54.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 04
    Total number of words is 4701
    Total number of unique words is 1785
    33.8 of words are in the 2000 most common words
    46.9 of words are in the 5000 most common words
    55.0 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 05
    Total number of words is 4800
    Total number of unique words is 1774
    34.5 of words are in the 2000 most common words
    48.7 of words are in the 5000 most common words
    56.2 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 06
    Total number of words is 4774
    Total number of unique words is 1698
    34.0 of words are in the 2000 most common words
    48.8 of words are in the 5000 most common words
    55.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 07
    Total number of words is 4702
    Total number of unique words is 1601
    36.6 of words are in the 2000 most common words
    50.1 of words are in the 5000 most common words
    57.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 08
    Total number of words is 4701
    Total number of unique words is 1628
    35.8 of words are in the 2000 most common words
    49.4 of words are in the 5000 most common words
    56.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 09
    Total number of words is 4678
    Total number of unique words is 1660
    32.4 of words are in the 2000 most common words
    45.4 of words are in the 5000 most common words
    53.4 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 10
    Total number of words is 4677
    Total number of unique words is 1634
    35.8 of words are in the 2000 most common words
    50.3 of words are in the 5000 most common words
    56.2 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 11
    Total number of words is 4726
    Total number of unique words is 1746
    36.0 of words are in the 2000 most common words
    50.6 of words are in the 5000 most common words
    57.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 12
    Total number of words is 4755
    Total number of unique words is 1739
    31.2 of words are in the 2000 most common words
    45.1 of words are in the 5000 most common words
    53.2 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 13
    Total number of words is 4589
    Total number of unique words is 1743
    34.6 of words are in the 2000 most common words
    48.5 of words are in the 5000 most common words
    55.8 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 14
    Total number of words is 4683
    Total number of unique words is 1682
    33.3 of words are in the 2000 most common words
    44.1 of words are in the 5000 most common words
    52.1 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 15
    Total number of words is 4739
    Total number of unique words is 1598
    37.4 of words are in the 2000 most common words
    50.8 of words are in the 5000 most common words
    57.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 16
    Total number of words is 4740
    Total number of unique words is 1649
    36.8 of words are in the 2000 most common words
    50.7 of words are in the 5000 most common words
    58.0 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 17
    Total number of words is 4719
    Total number of unique words is 1652
    36.7 of words are in the 2000 most common words
    50.0 of words are in the 5000 most common words
    56.8 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 18
    Total number of words is 4744
    Total number of unique words is 1754
    33.4 of words are in the 2000 most common words
    45.5 of words are in the 5000 most common words
    51.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 19
    Total number of words is 4713
    Total number of unique words is 1717
    33.2 of words are in the 2000 most common words
    46.8 of words are in the 5000 most common words
    53.8 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 20
    Total number of words is 4670
    Total number of unique words is 1752
    33.4 of words are in the 2000 most common words
    46.6 of words are in the 5000 most common words
    54.3 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 21
    Total number of words is 4766
    Total number of unique words is 1699
    35.1 of words are in the 2000 most common words
    47.8 of words are in the 5000 most common words
    54.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 22
    Total number of words is 4793
    Total number of unique words is 1555
    38.0 of words are in the 2000 most common words
    50.9 of words are in the 5000 most common words
    57.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 23
    Total number of words is 4732
    Total number of unique words is 1706
    35.3 of words are in the 2000 most common words
    49.2 of words are in the 5000 most common words
    55.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 24
    Total number of words is 4812
    Total number of unique words is 1608
    36.1 of words are in the 2000 most common words
    49.7 of words are in the 5000 most common words
    56.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 25
    Total number of words is 4756
    Total number of unique words is 1700
    35.9 of words are in the 2000 most common words
    48.6 of words are in the 5000 most common words
    56.2 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 26
    Total number of words is 4816
    Total number of unique words is 1555
    36.2 of words are in the 2000 most common words
    50.0 of words are in the 5000 most common words
    55.8 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 27
    Total number of words is 4817
    Total number of unique words is 1666
    35.6 of words are in the 2000 most common words
    48.7 of words are in the 5000 most common words
    55.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El cuarto poder - 28
    Total number of words is 367
    Total number of unique words is 201
    53.1 of words are in the 2000 most common words
    59.8 of words are in the 5000 most common words
    63.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.