El cuarto poder - 16

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la pomada sobre las hilas con un cuchillo, la joven esposa dijo
suavemente:
—Vamos.
Gonzalo se incorporó, y desabrochando la camisa expuso al aire su pecho
de hércules de circo, a cuyo costado derecho estaba adherida una
cantárida. La joven se inclinó para levantar el parche. Gonzalo
aprovechó la ocasión para besarla en la frente.
No se dijeron nada. La vejiga era grande y rodeada por un círculo rojo
de carne inflamada. Ventura se alzó de nuevo y dijo con su habitual
desenfado:
—Bah, bah, mejor esperamos que venga el médico: no puede tardar... Si
quieres le pasaremos recado.
—Ya he dicho que no—manifestó el joven frunciendo el entrecejo.—Coge
las tijeras y corta la vejiga alrededor. Después pones las hilas encima
de la llaga y se concluyó... ¡Ya ves que es bien fácil!
Ventura no respondió. Tornó las tijeras, se inclinó de nuevo y se puso a
cortar la piel.
—¿Te duele?
—Nada: sigue adelante.
Pero al quedar la llaga al descubierto la joven no pudo reprimir un
gesto de repugnancia. Los ojos de su marido, que la espiaban, se
turbaron. Su frente se arrugó fuertemente.
—Mira, déjalo, déjalo... Esperaremos que venga el médico—dijo
cogiéndola por la muñeca y apartándola suave, pero firmemente.
Ventura le miró sorprendida.
—¿Por qué?
—Por nada. Déjalo, déjalo—replicó abrochándose de nuevo la camisa y
tapándose con la ropa.
Venturita se quedó con las tijeras en la mano mirándole fijamente, en
actitud confusa. El tenía la misma profunda arruga en la frente y miraba
al techo.
—¿Pero por qué?... ¿Qué te ha dado, chico?...
—Nada, nada. Déjame que voy a descansar.
La joven se quedó todavía unos instantes mirándole. Inflamándose de
pronto, tiró con rabia las tijeras al suelo y dijo con el acento altivo
y desdeñoso que tan bien sabía dar a sus palabras cuando quería:
—Me alegro. El espectáculo no era muy agradable; sobre todo poco antes
de comer.
Al mismo tiempo se volvió dirigiendo sus pasos hacia la puerta. Gonzalo
exclamó con sonrisa sarcástica:
—Y yo me alegro de haberte dado esa alegría.
Luego, al quedar solo, sus ojos chispearon de furor y sus labios
temblaron. Apretó la sábana con las manos convulsas, y lanzó una serie
de interjecciones brutales, entregándose a una de esas cóleras breves y
terribles de los hombres sanguíneos.
Antes que se hubiese apagado por completo, oyó tocar en la puerta
suavemente. Figurándose que era su mujer, gritó con furia:
—¿Quién va?
La persona que había llamado, estremecida sin duda por aquella voz,
tardó un instante en contestar.
—Soy yo, Gonzalo—dijo al cabo con voz débil.
—¡Ah! dispensa, Cecilia. Entra—replicó el joven dulcificándose de
pronto.
Su cuñada abrió la puerta, entró, y la cerró después con cuidado.
—Venía a saber cómo estabas, y al mismo tiempo a decirte que si quieres
la limonada ya la tienes hecha.
—Estoy mejor, gracias. Si sigo así, me parece que mañana o pasado a
todo tirar me levanto.
—¿Te han curado la cantárida?
—Ventura se puso a ello ahora; pero no ha concluído—respondió,
volviendo a fruncir la frente.
—Sí; acabo de encontrármela en el pasillo, y me ha dicho que te has
incomodado porque te figurabas que lo hacía con repugnancia—dijo
Cecilia sonriendo con bondad.
—¡No es eso! ¡No es eso!—repuso el joven en tono de impaciencia y no
poco avergonzado.
—Debes perdonarla, porque no está acostumbrada a estas cosas. Es una
chiquilla... Además, el estado en que se encuentra, tal vez influya en
su estómago.
—¡No es eso, Cecilia!—volvió a exclamar el joven con más impaciencia,
levantando un poco la cabeza de las almohadas.—Sería muy necio y muy
egoísta si fuese a incomodarme por una cosa que después de todo no está
en su mano el evitar. Es cuestión de temperamento, y yo acostumbro a
respetarlo; mucho más tratándose de mi esposa, que se encuentra en un
estado excepcional... Pero hay algo más. Lo que me acaba de pasar llueve
sobre mojado. Hace diez días que estoy en la cama, y no ha entrado en
esta habitación más de dos o tres veces cada día y casi siempre llamada
por mí... ¿Te parece que es eso lo que debe hacer una mujer por un
marido?... Si no hubiera sido por ti y por mamá... sobre todo por ti...
estaría abandonado en poder de criados como en una fonda.
—¡Oh, no, Gonzalo!
—Sí, sí, Cecilia—replicó con energía y exaltándose.—Abandonado. Mi
mujer no aparece por aquí sino cuando hay visita... Entonces, sí, viene
hecha un brazo de mar, oliendo a esencias y demonios colorados... Pero
traerme las tisanas, apuntar las prescripciones del médico, hacerme un
poco de compañía hablando o leyéndome algo... ¡De eso, nada!... Ahora le
ruego que me cure el vejigatorio, y, en cuanto se lo digo, cambia del
todo su fisonomía... Comienza a buscar salidas para zafarse. Sólo cuando
yo insisto con empeño, se decide... ¡pero de tan mala gana! con una cara
tan estirada, que estuve tentado a tirarle a ella todos los chirimbolos.
No tendría ni pizca de dignidad, ni vergüenza siquiera, si la hubiese
consentido seguir...
Se había ido exaltando cada vez más, hasta el punto de incorporarse del
todo en el lecho. Cecilia, en pie, en medio de la habitación, le
escuchaba inquieta y confusa, sin saber qué replicar. Quería defender a
su hermana; pero no encontraba argumentos bastante poderosos para
contrarrestar los de su cuñado.
—Gonzalo—le dijo al fin, con voz firme y semblante sereno, acercándose
al lecho,—el disgusto que acabas de tener te ha exaltado un poco, y no
ves las cosas como en realidad son... Es posible que Ventura se haya
descuidado un poco en el cumplimiento de sus deberes; pero estate seguro
de que no ha sido por falta de voluntad. La conozco bien. Sé que su
carácter no se presta a ocuparse en estos pormenores y cuidados que un
enfermo necesita. No sirve para enfermera. Además, considera que ahora
se encuentra en un estado en que hay que dispensarle muchas cosas...
—¡Pero si es así en todo, Cecilia! ¡Si es así en todo!—replicó el
joven con tanta viveza como mal humor.—¡Si es una chiquilla que no
tiene atadero! Los asuntos de la casa le tienen sin cuidado. Para ella,
lo único importante en el mundo es ella misma, su hermosura, sus trajes,
sus joyas... Todo lo demás, padres, hermanos, marido, no significan
nada... Estoy seguro de que le ha preocupado más el sombrero que ha
encargado a París que mi enfermedad...
—¡Oh, no digas eso, por Dios! Estás loco.
—No estoy loco. Digo la pura verdad...
Y con palabra rápida, vibrante, tropezando muchas veces por la
irritación de que estaba poseído, expuso prolijamente sus quejas,
complaciéndose en hacer sangrar de nuevo los pinchazos que había
recibido en su vida matrimonial. Ventura tenía un carácter
diametralmente opuesto al suyo. No era posible estar bien con ella más
de una hora. Porque si duraba mucho la avenencia, y no se presentaba
motivo de riña, se encargaba ella de buscarlo, hastiada, sin duda, de
hallarse en paz con su marido. Si hacía una cosa por proporcionarle un
goce cualquiera, en vez de agradecérselo, le pagaba generalmente con
alguna burla o sarcasmo. Todo le parecía poco. Los mayores sacrificios
los encontraba pequeños. No había posibilidad de hacerla pensar más que
en sus vestidos, en sus perfumes, en sus cintajos. ¡Qué vida la que le
había hecho llevar en Madrid los tres meses que allí habían estado! No
salían de los comercios de sedas, de las joyerías, de casa de la
modista. Por las noches, infaliblemente al teatro. Aunque estuviese
cansado o se le partiese la cabeza de dolor, nada, era preciso exhibirse
en algún palco del Real, del Príncipe o la Zarzuela. El dinero que allí
habían gastado, sumaba una cantidad imponente. Creía haber llevado
bastante, y por tres veces tuvo que pedir más a su casa. Luego,
comprendiendo que dado aquel tren con sus rentas no tendrían bastante,
sobre todo si Dios le daba muchos hijos, había tratado de montar una
fábrica de cerveza, para aprovechar siquiera los estudios que había
hecho. Ventura se había opuesto resueltamente a ello, diciendo que no
quería ser «la señora de un cervecero...» Estaba convencido de que la
sangre que se había quemado en Madrid, y la que seguía quemándose en
Sarrió, era lo que había causado aquel ataque repentino de erisipela.
¡Claro! El necesitaba una vida de actividad y de trabajo, salir mucho al
campo, cazar, montar a caballo. Su naturaleza pletórica exigía el
ejercicio. Aquella vida sedentaria que le gustaba a Ventura, aquel
eterno teatro, aquellas visitas, aquel trasnochar sin sustancia, le
mataban; la sangre se le ponía espesa como el aceite... ¡Pero qué le
importaba a ella todo eso! Lo principal era satisfacer su gusto en todo
y por todo... En Madrid había aprendido a pintarse; ¡una gran
barbaridad, porque era blanca como la leche!... Pues aunque él le había
manifestado repetidas veces que le repugnaba aquella asquerosa manía, no
había sido posible que le hiciera caso.
Mientras se desahogaba de este modo en un flujo intermitente de
palabras, el rostro de Gonzalo iba expresando sucesivamente la
indignación, la tristeza, la cólera, el desprecio, todas las emociones
que agitaban su alma al recuerdo de sus padecimientos. Su gran torso de
atleta, se movía convulsivamente sobre el lecho, incorporándose unas
veces, otras dejándose caer, mientras las manos temblorosas y crispadas
se ocupaban instintivamente en tirar de la ropa, que a impulso de sus
bruscas sacudidas se le marchaba.
Cecilia, con la cabeza baja y las manos caídas y cruzadas, le escuchaba
esperando que después de soltar el fardo de sus disgustos, la cólera del
joven se aplacase.
Y así fué. Después que ya no tuvo más palabras en el cuerpo, cubriéndose
con la sábana hasta los ojos dejó escapar una serie interminable de
resoplidos entremezclados de frases incoherentes. Cecilia comenzó a
decirle con voz muy suave:
—Yo no sé qué decirte a todo eso, Gonzalo. Meterse en las desavenencias
que pueda haber en un matrimonio es muy peligroso. Si a alguien
corresponde intervenir en vuestras cosas no es a mí, sino a mamá... Pero
siempre he oído decir que en todos los matrimonios hay riñas y
disgustillos, sobre todo al principio, mientras los caracteres no se
amolden... Todo eso pasa. Son nubes de verano. Mientras no afecte al
fondo, mientras los corazones no se desunan, las reyertas matrimoniales
tienen bien poca importancia... Y aquí no hay miedo a eso, por
fortuna... Tú quieres a Ventura...
—¡Oh, cada día más!—exclamó él, con rabia de sí mismo.—Estoy
enamorado como un burro... sí, sí, ¡como un burro!
Una sombra de mortal dolor, veloz como un relámpago, pasó por los claros
ojos de Cecilia. Pero al instante volvieron a lucir serenos y brillantes
como siempre.
—Ella también te quiere a ti; no lo dudes. Su genio es vivo, acaso un
poco caprichoso, por lo mismo que ha sido siempre el mimo de la casa.
Pero es incapaz de guardar rencor por una ofensa, ni obra jamás con
premeditación, sino empujada por las impresiones del momento... Además,
Gonzalo—añadió sonriendo,—considera que ahora le debes muchas más
atenciones, muchísimo más cariño, si es posible...
La joven, con frases delicadas empapadas de ternura, le habló de su
futuro hijo; un clavito que remacharía de modo inquebrantable la unión
de sus almas. Aquel niño para el cual todo el mundo estaba ya trabajando
en la casa, disiparía con su sonrisa inocente las nubéculas que
sombrearan por un instante el amor de sus papás. Después que estuviese
en el mundo ¡bien se acordaría Ventura de coloretes! ¡Anda, anda! pues
no tendría poco que hacer para tenerle limpio, darle el pecho y
entretenerle cuando llorase. Y él estaría tan embobado contemplándolo,
que no tendría tiempo a ocuparse en si su mujer traía tal o cual
vestido, ni siquiera si estaba de bueno o de mal humor.
La voz de Cecilia, suave, persuasiva, un poco empañada siempre, lo cual
daba a su acento singular ternura y humildad que llegaba al corazón,
logró conmover pronto el de su cuñado.
Apaciguóse súbito. Dilatado su rostro por una sonrisa, exclamó antes de
que concluyese:
—¡Chica, qué gran abogado harías!
—Es que tengo razón—replicó ella riendo.
—Y si no la tuvieses ya te arreglarías para aparecer con ella... ¡Ea,
ya pasó!... A mí las rabietas me duran poco... Y, sobre todo, en cuanto
tú empiezas a hablar, pierdo la fuerza. No hay orador que se te iguale
en eso de acumular los razonamientos en el punto que te convenga; y
hasta sabes sacar el Cristo... digo, el niño...
Cecilia soltó la carcajada.
—Reconocerás que ha sido con oportunidad.
—No lo niego.
Ambos rieron con alegría, embromándose cariñosamente, mecidos en dulce
fraternidad que los hacía felices.
Cecilia se retiró al fin. Antes de llegar a la puerta se volvió,
preguntando con timidez, donde apuntaba un vivo y mal disimulado deseo:
—¿Quieres que te haga yo la cura?... Debes estar molesto...
El joven vaciló un instante. Temía ofender el pudor de su hermana
política.
—Si tú quieres... No hay necesidad... Acaso te cause repugnancia...
Pero Cecilia ya se había acercado a la cama y recogía las hilas, la
pomada y las tijeras, poniéndolo todo en orden. Hizo una nueva tableta,
y extendió con esmero el ungüento sobre ella. Gonzalo la miraba, un poco
inquieto. Ella guardaba silencio, haciendo esfuerzos heroicos por vencer
la confusión que se iba apoderando de su alma. Ya estaba arrepentida de
su proposición. Dejaba transcurrir el tiempo pasando infinitas veces el
cuchillo sobre las hilas, con los ojos bajos, fingiendo gran atención a
la tarea que tenía entre manos. Al fin, haciendo un supremo esfuerzo,
tomó la tableta, y levantando la cabeza hacia su cuñado, le dijo con
afectada indiferencia:
—Cuando quieras.
Gonzalo, con mano vacilante, bajó la ropa. Se incorporó en el lecho, y
con lentitud embarazosa principió a desabotonarse la camisa. Al fin
descubrió su enorme pecho musculoso.
—¡Buen cuadro para antes de comer!—exclamó avergonzado, repitiendo la
idea expresada por su esposa.
Cecilia no contestó. Se puso a examinar la llaga, cubierta a medias por
la piel que Ventura no había acabado de cortar. Tomó las tijeras, y con
mano firme cortó lo que faltaba.
—¿Te hago daño?—preguntó.
—Ninguno.
Descubierta enteramente la llaga, grande como la palma de la mano,
aplicó con suavidad sobre ella la tableta de hilas, pasó repetidas veces
la mano por encima para ajustarla, colocó un trapo sobre las hilas, y
sin dejar de oprimirlo con la mano izquierda, tomó con la derecha una
venda que había sobre la mesilla, y la aplicó por el medio encima del
trapo.
—Ahora es necesario que te pases la venda por detrás de la espalda,
para atarla después aquí encima.
—¿No te atreves tú?—dijo él con sonrisa entre burlona y avergonzada.
Ella no contestó. Quería a fuerza de seriedad dominar la confusión que
la embargaba. Únicamente se podía advertir su emoción en el temblor
ligerísimo de sus labios. Los ojos medio cerrados, lucían por detrás de
sus largas pestañas con íntimo gozo que la expresión indiferente y grave
de su fisonomía no podía ocultar.
Gonzalo trató de cruzar la venda por detrás, pero le fué imposible.
Cecilia acudió en su auxilio metiendo la mano con decisión por debajo de
la camisa. Al sentir el tibio contacto de la carne del joven, aquella
mano tembló levemente; mas no dejó de seguir con firmeza su tarea.
—¿Buen pecho, eh?—dijo él con afectado desenfado, para ocultar el
embarazo que a ambos dominaba.
Tampoco respondió Cecilia.
—No creas que es todo natural. Estos brazos y este pecho me los hice
remando en el Támesis.
—¿Remando?
—Sí, remando. Allí los jóvenes más ricos no se desdeñan de vestir la
blusa del marinero o la camiseta. Al contrario, es de lo más
_fashionable_, como ellos dicen. ¡Cuántos viajes habremos hecho río
arriba! Luego cada poco tiempo hay regatas. Acude la gente como en
Madrid a los toros, se cruzan grandes apuestas... ¡Es un recreo
delicioso! ¡Qué entusiasmo entre nosotros desde muchos días antes!...
Se conmovía al recuerdo de aquellas horas felices de salud y de fuerza,
cuando ni el amor ni cuidado alguno doméstico turbaban aún su vida de
estudiante rico y desaplicado. Y viendo la atención que Cecilia le
prestaba, se extendía en menudencias pueriles, trayendo al recuerdo los
ínfimos pormenores de aquella existencia consagrada a la gimnasia.
Refería las regatas que había ganado, las que había perdido y todos los
incidentes que en ellas habían surgido. Contaba sus impresiones antes y
después del suceso, la clase de alimentación que usaba para adquirir
vigor y perder la grasa; describía los trajes que usaban, la forma de
los botes, los gritos de la muchedumbre que los alentaba desde la
orilla...
—No habría allí quien tuviese más fuerza que tú—le dijo ella
comiéndolo con los ojos.
—¡Oh, sí! No era de los más flojos; pero todavía había algunos de más
fuerza—respondió él con modestia.
Había desaparecido la cortedad de ambos. Tornaba aquella dulce
fraternidad de antes. Gonzalo descansaba sobre el lecho con los brazos
fuera. En cuanto se viera fuera de él, y con ánimos, se iba a Tejada.
Era necesario cambiar de vida, para evitar nuevos ataques. Pensaba
dedicarse a la caza con ahinco. Montaría además un gimnasio en el sitio
más adecuado de la casa. En fin, se prometía ser otro hombre así que
curase del todo.
Cecilia aplaudía aquella decisión; prometía ir con él algunas veces.
Gozaba mucho más en Tejada que en Sarrió. Había nacido para aldeana. El
se reía de aquellos propósitos.
—No sabes lo que es ir de caza en este país. A ver si me veo precisado
a traerte en brazos como a Ventura.
—No tengas cuidado; soy más fuerte de lo que parezco.
Al fin la joven trató de marcharse. Gonzalo le preguntó con timidez:
—¿No me lees hoy un poco?
Cecilia no había pensado en otra cosa desde hacía rato. Pero como había
oído al joven quejarse con amargura de que su mujer no lo hiciese, temía
dejarla en peor lugar, ofreciéndose a desempeñar esta tarea.
—¿Qué quieres que te lea?
—Con tal que no sea una de esas novelas terroríficas que le encantan a
mi mujer, cualquier cosa.
—Bueno; te leeré el Año Cristiano.
—¡No tanto!—exclamó él riendo.
Cecilia tomó de la librería un volumen de versos, y se puso a leer
sentada cerca de los pies de la cama. Al cuarto de hora Gonzalo dormía
deliciosamente, con la tranquilidad de un niño. La joven suspendió la
lectura al observarlo, y le contempló atentamente, mejor dicho, le
acarició con los ojos larguísimo rato. Al cabo creyó sentir ruido de
pasos en el corredor, y poniéndose encarnada a la idea de que pudieran
sorprenderla en aquella actitud, se alzó vivamente de la silla, y salió
de la estancia sobre la punta de los pies.
Gonzalo, en cuanto estuvo convaleciente, quiso trasladarse a Tejada. Le
acompañó toda la familia, excepto don Rosendo. Corría el mes de octubre.
En medio del ropaje amarillo de los campos comarcanos, la posesión de
don Rosendo, poblada de coníferas, resaltaba como mancha negra, nada
grata a los ojos. El joven puso en práctica inmediatamente su programa
de vida higiénica. Levantábase de madrugada, tomaba la carabina, llamaba
a los perros y lanzábase al través de los campos, llegando la mayor
parte de los días a la noche, rendido, con algunas perdices en el morral
y un hambre de caníbal. Cuando las excursiones eran más cortas, Cecilia
le acompañaba, según le había prometido. Aunque en esta ocasión se
mataban pocas perdices, Gonzalo apetecía su compañía como la de un
agradable y simpático camarada. La joven nunca se confesaba fatigada;
pero él, adivinándolo en su marcha vacilante, daba el alto, la obligaba
a sentarse, y se hacía el distraído charlando, a fin de que durase más
el descanso.
Mas ella luchaba entre el placer de estas correrías, y el compromiso que
había contraído con su hermana de hacerle el canastillo para el niño.
Cuando llegó la ocasión de pensar en él, al quinto o sexto mes de
hallarse en cinta, Ventura decidió encargarlo a Madrid; pero Cecilia le
había dicho:
—Si me traes los modelos, yo respondo de hacértelo igual.
Venturita se había resistido un poco; mas al ver el empeño que su
hermana ponía, consintió en ello. Cecilia emprendió con tanto afán la
obra, que le faltaba tiempo para comer y dormir. Algunas veces, cuando
su cuñado le instaba a salir, le respondía:
—Mira, hoy déjame trabajar. Hace tres días que apenas coso nada.
Y como él insistía haciendo burla de aquellos trabajos, ella se
resignaba diciendo:
—Bien, lo peor es para ti. A ver con qué vas a vestir a tu hijo cuando
nazca.
—Descuida, chica—replicaba él riendo.—Tengo bastantes camisas para él
y para mí... ¡Sobre todo, si le gustan de cuello bajo!...
Al cabo de un mes, la acción del aire y del sol había puesto a Cecilia
mucho más morena. Parecía un muchacho, un marinerito del muelle, según
la expresión de Gonzalo. Mientras tanto, Ventura hacía su vida de
sultana caprichosa, que ahora tenía más razón de ser. Apenas salía de la
casa. El cuidado exquisito de su persona, le ocupaba mucho tiempo. El
resto, solía emplearlo en leer novelas de folletín. Cada día estaba más
hermosa. Aquel culto fervoroso de su cuerpo, contribuía no poco a
realzar y aumentar sus gracias. Como un artista toca y retoca
incesantemente su obra, sin que le parezca jamás bastante acabada, así
la joven esposa cuidaba de sus cabellos, de su cutis, de sus dientes, de
sus manos, sin cansarse jamás. El matrimonio la había embellecido
dándole la plenitud amable de la forma femenina, convirtiendo su hermosa
primavera en dorado y espléndido estío. La misma maternidad, sin
quitarle frescura ni desfigurar su cuerpo, le prestaba una majestad
suave y protectora. Luego el soberano gusto, el arte, mejor dicho, con
que sabía adaptar el color y la forma del vestido al tono de sus carnes
y a los cambios que en su naturaleza se operaban, daba primor y relieve
a aquella adorable figura.
Eso sí, toda la casa giraba en torno de ella. Como una diosa adorada y
temida, movía a su talante todas las figuras humanas que cobijaban las
torres chinescas. Hasta doña Paula, que la había hecho rostro en los
primeros meses de matrimonio, había vuelto a caer en su esclavitud. Ella
no abusaba de aquel dominio. Dejaba que todos cumpliesen su gusto, menos
cuando directa o indirectamente iba contra el suyo. Así, por ejemplo,
nadie sabía cuándo tornarían a Sarrió, sino ella. La cocinera no
arreglaba la comida sin consultarla. El cochero subía a preguntarle
todos los días si quería salir de paseo. El jardinero no movía un tiesto
sin pedirle la venia. En cambio no le preocupaba poco ni mucho que su
marido saliese. Una sola vez, viéndole preparado a salir con Cecilia, le
dijo sonriendo en presencia de ésta y de otras personas:
—Muy amigos os vais haciendo tú y Cecilia. Mira que voy a celarme.
Y al tiempo de decirlo, clavaba en él una de esas miradas soberanas que
expresaba convencimiento profundo de su dominio. Gonzalo, por mucho que
se alejase, no podría romper la cadena; volvería blando y sumiso a sus
pies, como el cometa que en vertiginosa carrera surca los espacios y a
una distancia inconmensurable siente el freno del sol y vuelve dócil
hacia él su frente.
Gonzalo pagó aquella mirada con otra de rendimiento absoluto. Cecilia se
había puesto levemente pálida y sonreía para disimular su turbación.
—Vamos, ¡idos, idos! No os quiero ver delante—añadió.—Si me la estáis
pegando, peor para vosotros, porque tomaré una venganza sonada.
La broma no era delicada, teniendo presente lo que había mediado entre
Cecilia y Gonzalo. Pero no era Venturita mujer que reparase mucho para
soltarlas.
En los primeros días de diciembre se trasladaron a Sarrió. Un mes
después Ventura daba a luz una hermosa niña, blanca y rubia como ella.
Gonzalo estaba tan enamorado de su mujer, que la recibió con alegría,
sí, mas no con aquel gozo y anhelo con que los hombres suelen acoger a
su primer hijo. Lo que le interesaba principalmente era la salud de su
esposa, que no sobreviniese ningún incidente. Todo se volvía entrar y
salir del cuarto, tomarla el pulso y moler a preguntas a don Rufo. En
opinión de éste, Ventura podía criar sin inconveniente a su hija. Era
una muchacha robusta, bien conformada. Tan sólo cuando los niños salen
muy tragones, la frescura y la belleza de la madre suele marchitarse un
poco. Ante esta eventualidad, la joven se llenó de miedo y se opuso,
primero embozadamente, después en términos categóricos, a dar el pecho a
la niña. Gonzalo se convenció en seguida y hasta halló razonable aquella
oposición. En cambio doña Paula se indignó grandemente, aunque sólo
expresaba su desagrado a espaldas de Ventura.
Cecilia se mostró tan solícita, tan vigilante en el cuidado de la
criatura, que en poco tiempo se apoderó por completo de ella. Colocó en
su cuarto una cama para la nodriza y la cuna de la niña, con pretexto de
que Venturita se ponía enferma cuando pasaba una mala noche. Ella
resistía dos y tres en vela sin alteración alguna. Y en efecto, en
cuanto la chiquilla lloraba, era la primera que saltaba del lecho para
entregársela a la nodriza. Si ésta no conseguía acallarla, tomábala en
brazos, y se paseaba con ella horas y horas, hasta dormirla.
Con esto, los jóvenes esposos, pudieron dormir juntos de nuevo con la
misma libertad y descuido que en los primeros días de novios. Cuando por
la mañana presentaban la criatura a su madre, ya Cecilia la había bañado
en agua tibia y la traía envuelta en limpios pañales. Jugaba con ella un
rato. Cuando llegaba la hora de entrar en el tocador se la entregaba de
nuevo a su hermana.
Del mismo modo, aunque con cierta timidez, nacida del deseo de no
ofender a su hermana y formar contraste con ella, Cecilia intervino en
el cuidado de la ropa de Gonzalo, y en el arreglo de su despacho. Aquél
concluyó por darle las llaves de los armarios.—«Cecilia, voy a
vestirme.» La joven corría al cuarto y a los pocos momentos volvía
diciendo:—«Ya lo tienes todo». Gonzalo encontraba, en efecto, la ropa
plegada sobre la cama, la camisa con los botones puestos, las botas
relucientes, al lado de la mesa de noche.—«Cecilia, se me ha descosido
un poco el forro del gabán.» Cuando tornaba a ponérselo ya estaba
cosido. Y ella, que era asaz descuidada en renovar sus vestidos, gustaba
extremadamente de que su cuñado vistiese a la última moda; no consentía
por ningún concepto, que anduviese un día siquiera con una bota picada o
con la corbata sucia. Gozaba en verle salir con algún nuevo traje
elegante. Desde el balcón, levantando un poquito la cortina, seguíale
con la vista cuando iba al café con el cigarro en la boca. Y después que
daba la vuelta a la esquina, todavía contemplaba, hasta que se disipaba
en el aire, la última bocanada de humo que había soltado.
Un día, Gonzalo, enojado consigo mismo por lo que gastaba sin sustancia,
le dió la llave del dinero.—«Mira, guarda tú esa llave; ni Ventura ni
yo tenemos arte para manejar los cuartos. Cuando te pidamos dinero, lo
apuntas en este cuadernito y nos avisas de lo que llevamos gastado en el
mes. Tal vez de este modo nos iremos moderando un poco.» Convertida en
intendente general, pronto observaron los esposos cierta mejoría en sus
negocios. Gonzalo cuando llegaba alguna cuenta, decía al criado
sonriendo:—«Pásela usted al administrador». El criado sonreía también y
se la llevaba a Cecilia.
Aquella intimidad, aquella compenetración singular de los cuñados en
casi todos los actos de la vida, había engendrado una ilimitada
confianza entre ellos, sobre todo por parte de Gonzalo. Nada le pasaba a
éste en la calle, en el café, que no viniese a contar a Cecilia, que le
prestaba incansable atención. Su esposa en cambio ni atendía ni quería
oir hablar siquiera de sus cacerías, de sus disputas, de las ocurrencias
de sus amigos. Todo lo que no fuese modas, bailes, descripciones de las
_soirées_ madrileñas, bodas de los grandes de España, le interesaba
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