El cuarto poder - 20

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la había visto nadie. Pablito, que no la había tropezado todavía en la
calle, se animó con los consejos de Piscis a ir a San Antonio. Montaron,
pues, a caballo temprano, y se lanzaron por la anchurosa y empolvada
carretera de Lancia sombreada un buen trecho a la salida de la villa,
por grandes olmos. La vía era ascendente, aunque sin gran declive. A un
lado y a otro, se extendía la risueña campiña de Sarrió, limitada por
dos o tres términos de suaves colinas. Más lejos, descubríase la negra
crestería de las montañas de Narcín, que se alzaban sobre el valle de
Lancia, cubierto aún por la niebla. Volviendo la vista atrás, después de
caminar un trecho, se señoreaba la hermosa villa que la luz matinal
hería de soslayo, haciendo brillar aquí y allá alguna blanca fachada.
Detrás, la vasta llanura del mar, que con los rayos oblicuos del sol
naciente, ofrecía un color blanco lechoso.
Los caballos de nuestros équites, orgullosos de su estampa elegante, de
sus lomos relucientes y mórbidos, caracoleaban sin cesar levantando
nubes de polvo, felices por ostentar su recia musculatura a la luz de la
mañana. Las jóvenes menestralas, que ascendían lentamente hacia la
ermita, se impacientaban, chillaban, más por la suciedad del polvo, que
por temor a los corceles, dirigían chufletas de peor o mejor gusto al
inflexible Piscis, que éste no escuchaba siquiera, absorto en la
contemplación de las patas del caballo, cuya alta dirección le estaba
confiada.
—¡Uf, la carretera es poco para él!—Oye tú, fenómeno, no levantes
tanto polvo.—A caballo parece algo; y es un perro sentado.—¡Si parece
un duque!—No, mujer, vizcon...de!
Con Pablito no se metían. El bizarro joven ejercía el mismo dominio
sobre las artesanas que sobre las damiselas de la villa. No sólo las
fascinaba por su delicada figura, por su gallardía, por su riqueza, sino
también, y acaso principalmente, por sus conquistas. La muchedumbre de
enamoradas que había tenido en todas las clases sociales, formaban en
torno de su cabeza una aureola de gloria. Se murmuraba mucho de él entre
las menestralas, con motivo del lance de Valentina, se le llamaba falso,
traidor, bribón; pero todas ellas, hasta las mismas amigas de la
víctima, le admiraban, le adoraban en secreto, y hubieran caído a pocos
embates en sus brazos, por más que juraban y perjuraban que era bien
tonta la que hacía caso de aquel _miquitrefe_.
Pablito caminaba serio, atento también a regir el brioso cuadrúpedo. De
vez en cuando, no obstante, se dignaba sonreir ligerísimamente. Y este
esbozo de sonrisa animaba tanto a las muchachas, que arremetían con más
brío y gracia contra su compañero fidelísimo, el invicto Piscis.
A la media legua próximamente, había un gran prado llano y hermoso que
la carretera partía por el medio. Allí se celebraba la romería por la
tarde, con la gente que venía de la villa y la que regresaba de la
ermita. Para ir a ésta, era necesario separarse en aquel punto de la
carretera y tomar por callejuelas estrechas y pendientes, limitadas por
toscas paredillas de piedra, cubiertas de zarzales. Al cabo de un cuarto
de legua, se desembocaba en la pequeña planicie de un montecillo, donde
estaba situada. La vista desde allí era espléndida y regocijada como
pocas. Descubríase una inmensa extensión de costa, no llana, sino
ondulante, plantada de maíz en unos sitios, en otros de trigo, en la
mayor parte de hierba solamente, cortada por la gran vía empolvada de
Lancia, con su faja obscura de olmos gigantescos, a cuyo extremo parecía
como una mancha blanca y roja la villa. La inmensa sábana azul del
Océano, donde brillaban tres o cuatro velas como blancas gaviotas,
cerraban el panorama.
Alrededor de la ermita, las mujerucas de los contornos, entre las cuales
había más de una fresca y hermosa aldeana de rojos labios y blancas
mejillas satinadas, vendían leche en pucheritos de barro negro. Había
también algunas mesas cubiertas con manteles, donde se exhibían
bizcochos y otros confites de remota antigüedad. La gracia de aquella
romería estribaba en tomar leche por la mañana en la ermita, jugar luego
con los pucheros y romperlos al fin, haciéndolos rodar por el monte
abajo. Se comía a las doce el fiambre que se llevaba. Después se venía
hacia el prado de los nogales o Nozaleda, donde todos se reunían.
Pablito no infringió un ápice el programa. Compró más de una docena de
pucheros de leche y gran cantidad de bizcochos, con que obsequió a sus
conocidas. Luego retozó con ellas largamente, haciendo rodar a varias
por el prado y tirándose él mismo en medio del entusiasmo general. A la
sazón, estaba «poniendo los puntos» a una morena muy agraciada, hija del
sereno Maroto, que vendía pescado en la plaza y se llamaba Ramona, la
misma a quien tal vez recuerde el lector que Periquito había dicho en la
cazuela del teatro:—«Ramona, te amo»—con gran regocijo de Piscis y
Pablo. Cuando llegó la hora de venir a la Nozaleda, se empeñó en
llevarla a caballo delante de él. La moza se resistió un poco, pero al
fin cedió, ¡no había de ceder! El joven entró con ella por medio de la
romería entre los aplausos y ¡hurras! de sus amigos y las murmuraciones
de las jóvenes, que se mostraban escandalizadas, sin perjuicio de
dejarse arrebatar de aquella gentil manera el día que al bello sultán se
le antojase.
A las tres, la Nozaleda estaba poblada de romeros. El vasto prado
parecía una alfombra de fondo verde. Los pañuelos de las mujeres,
blancos, rojos, amarillos, agitándose continuamente, llameando a la luz
del sol, formaban sobre aquel fondo un dibujo movible de brillantes
colores. La carretera mandaba de Sarrió a cada instante nuevos
pelotones de gente, que se diseminaban por el prado a entrambos lados.
Escuchábase un rumor confuso como el de las olas del mar a cierta
distancia, sobre el cual saltaba el agudo son de la gaita, y el
repiqueteo sordo y monótono del tambor. Algunas tiendas de campaña,
donde, sobre mesas portátiles de tabla, yacían los hinchados odres, como
víctimas preparadas al sacrificio, estaban rodeadas por numerosos grupos
de hombres. En otro más numeroso, de ambos sexos, hacia el medio, se
bailaba al uso del país, sonando las castañetas con las _mudanzas_
peculiares de aquella región. Aquel baile duraba cinco o seis horas sin
reposo alguno. Se sudaba copiosamente, ¡pero cansarse! los hombres
alguna vez, las mujeres nunca. Los que así bailaban eran aldeanos, los
habitantes de los contornos que, llegada la noche, se volvían a sus
casas por los atajos sin pasar por la villa. Las artesanas de Sarrió
formaban giraldillas, donde se cantaba a grito herido, abriéndose y
cerrándose sucesivamente, dejando en el medio ora un grupo de hombres,
ora de mujeres. Los señoritos, en relación con aquellas jóvenes por los
bailes de las Escuelas, acostumbrados ya al dulce, no querían perder su
derecho de monopolio ni aun al aire libre; entraban también en ellas,
bailando sin garbo, con los brazos muy abiertos y las piernas inmóviles.
Entonces los artesanos se salían y marchaban un poco más lejos a bailar
con aquellas que, desdeñadas por los caballeros, o de temperamento más
bravío, los seguían, arrojando miradas torvas de desafío al coro
principal.
Ni se crea que faltaba tampoco aquella tarde el baile de sociedad. Don
Mateo, buscando medio de substituir a la orquesta, había dado con un
arpista y un violín italianos, y los subvencionó, de su bolsillo
particular, para que tocasen. Y allá, en un extremo del prado, bajo un
inmenso nogal de la cinta que lo circundaba, una docena de parejas
estrechamente abrazadas, daban vueltas parsimoniosas al compás de
dulzona habanera, rodeadas por un espeso círculo de mirones. Las
señoritas solían presenciar con risita despreciativa aquel baile que
imitaba toscamente los suyos, doliéndose en su interior de que jóvenes
tan finos se abrazasen «a aquellas tarascas». Sin embargo, cuando alguno
las invitaba, después de resistirse un poco, reir a carcajadas,
ruborizarse y hacer buena porción de monerías para atestiguar que sólo
se rebajaban a aquello por pura condescendencia, solían agarrarse firme
al brazo de su bromista amigo y tardaban en soltarlo.
Gonzalo había venido a pie a la romería con Cecilia, la niña mayor y la
niñera. Y como el camino era largo y pendiente, porque ésta no se
cansase tanto, había traído a su hija en brazos casi todo el tiempo.
Ventura odiaba las romerías. Además, su padre había llevado el carruaje
a esperar al duque de Tornos, y pensar en que anduviese a pie media
legua, era una monstruosidad. Doña Paula tampoco podía venir. Hacía
tiempo que estaba delicada. Los médicos creían que su malestar y
decaimiento procedían de algún trastorno en la circulación, una afección
cardíaca, que podía con el tiempo ofrecer caracteres graves, aunque por
entonces no los presentase. Cecilia había querido durante el viaje
ayudar a su cuñado a soportar el fardo. Este se había reído:
—Calla, Huesitos, calla—así la llamaba familiarmente.—¡Ten cuidado no
me obligues a llevarte a ti también!
Y así que llegaron, como marido y mujer comenzaron a vagar por el gran
prado, deteniéndose a cada instante para saludar a los amigos con quien
tropezaban. Compraron dulces para la niña, estuvieron un rato viendo
bailar al son de la gaita; después se pararon delante de la giraldilla;
por último, se fueron a donde sonaba el violín y el arpa, y tuvieron
ocasión de ver entre las parejas a su hermano Pablo estrechando la
cintura de la hermosa Ramona. Por cierto que, al advertir su presencia,
el bizarro joven se inmutó un tanto. Aprovechando una de las vueltas
para pasar cerca de su hermana, le preguntó por lo bajo:
—¿Está ahí mamá?
Cecilia hizo un signo negativo, y se tranquilizó.
La niña se cansó pronto de aquel espectáculo. Quiso ir de nuevo a ver el
baile de los aldeanos. Desde allí, saltando otra vez a la carretera,
entraron en la romería que quedaba del otro lado. Fué gran ventura para
ellos. Porque a los pocos momentos acaeció en el sitio que habían
dejado, una escena espeluznante, terrorífica, digna de una tragedia
romántica.
Hallábase Pablito bailando con su morena, sereno, feliz, procurando
acortar distancias todo lo posible, y aún más. Sus mejillas, siempre
sonrosadas, estaban ahora vivamente encendidas, no tanto por el
movimiento como por el amor que poco a poco, a impulso de las cadencias
lánguidas de la habanera se había ido apoderando de su ser. Ramona,
encendida también como una amapola, apoyaba la barba adornada por los
lados con dos hechiceros hoyuelos, sobre su hombro. Ramona vió de pronto
con horror un rostro pálido donde brillaban dos ojos airados de loco.
Pablito escuchó detrás una voz estridente que gritaba:
—¡Toma, bribón!
Y al mismo tiempo sintió un fuerte topetazo en la espalda. Volvióse
rápidamente. Vió el semblante desencajado, fatídico, de Valentina, la
cual blandía en la mano derecha un arma.
El joven comprendió que estaba herido de muerte. Se dejó caer al suelo
con señales cadavéricas en el rostro. Instantáneamente, un golpe de
gente acudió a levantarle, mientras otro sujetaba a la costurera. Al
conducirle a la casita próxima de un aldeano, Pablo creyó escuchar
confusamente los gritos de Valentina, que intentaba desasirse de los que
la tenían, para rematarle, sin duda.
La noticia se extendió por la romería. Mucha gente acudió corriendo al
teatro del suceso. Cecilia y Gonzalo, que vieron el movimiento,
quisieron enterarse. Un amigo, conocedor de la verdad, les dijo que se
trataba de una reyerta entre aldeanos, y procuró llevarlos más lejos
todavía.
Mientras tanto, el médico de un concejo inmediato, que allí estaba, fué
avisado para que viniese a curar al herido. Era un joven recién salido
de las aulas. Lo primero que hizo fué despojarle de la chaqueta,
cortándosela por la espalda; después hizo lo mismo con el chaleco y la
camisa. Cuando la carne quedó al descubierto, no pudo retener una
carcajada:
—¡Qué herida, ni qué calabazas! Aquí no hay nada.
En efecto, el pequeño cortaplumas, de que la costurera se había valido
para asesinar a su pérfido amante, atravesó la chaqueta, el chaleco, la
camisa y la camiseta. En cuanto a la carne aborrecida del seductor,
había quedado enteramente incólume.
No poco se alegró éste de volver al gremio de los seres vivos. Después
que el ama de la casa le cosió provisionalmente la camisa, y se cubrió
con el gabán del médico, mientras Piscis iba a buscar los caballos,
salió por los prados de atrás para no ser visto, tanto por la vergüenza
que le daba ir vestido con aquel espantoso sayo, como porque creyó
escuchar a Valentina, mientras iba con las ansias de la muerte, ciertas
palabras pesadas. Si mal no recordaba (y podía recordar mal, dado su
desvanecimiento), la costurera decía gritando cuando le llevaban entre
cuatro:
—¡Anda, cochino, que si yo no te he matado, no faltará quien te mate!
Pablito hallaba tan feo el ser asesinado por un des-conocido, que no
quiso detenerse un minuto más en la romería. En cuanto salió a la
carretera, donde le esperaba Piscis, montó a caballo, y se trasladó en
un credo a la villa.
El sol se estaba poniendo. Alguna gente comenzaba a dejar la romería,
cuando ésta fué violentamente conmovida por el escape de seis u ocho
coches que llegaban de Lancia a la carrera. Era el duque de Tomos con su
séquito. En una carretela abierta venía él con su secretario y el gran
patricio don Rosendo. En el coche de éste venían don Rufo, Alvaro Peña
y dos señores de Lancia. Y acomodados en los otros, don Feliciano, don
Rudesindo, Navarro, don Jerónimo de la Fuente y algunos varones más de
los que seguían la bandera del glorioso Belinchón. Al llegar al medio de
la Nozaleda, el Duque mandó hacer alto sorprendido de ver aquella
muchedumbre abigarrada ocupando la extensa llanura del prado.
Era un hombre de unos cuarenta y seis años. Las mejillas flácidas, de
color pálido terroso, el labio inferior un poco caído, expresando desdén
y cansancio, los ojos de indefinible matiz, fríos y vidriosos como los
de un besugo muerto, con los párpados ordinariamente caídos, expresando
igualmente el hastío. En uno de ellos traía un cristal o _monocle_
hábilmente sujeto, que daba a su fisonomía un aspecto excesivamente
impertinente y repulsivo. No gastaba barba, sino largo bigote con las
puntas engomadas. Vestía con elegancia que no se ve jamás en provincia,
esto es, con cierta originalidad caprichosa de los que no siguen las
modas, sino que las imponen. Sombrero blanco de alas estrechísimas,
americana que parecía hecha de tela de jergón, camisa amarilla, guantes
de color lila, y en vez de corbata un pañuelo blanco en forma de
chalina, con una gruesa perla clavada.
—¡Precioso, precioso!—dijo al contemplar aquel pintoresco cuadro,
levantando con trabajo los párpados. La voz era cascada y la
pronunciación lenta, fatigosa, como si estuviera aplaudiendo en su palco
del teatro Real los trinos de una prima donna.
Don Rosendo se apresuró a darle noticias de la romería. Le mostró con la
mano el cerro de la ermita, que se veía a lo lejos. Después le fué
señalando, para que se fijase en ellos, los distintos grupos donde se
bailaba: «Vea usted, señor Duque; allí se baila al son de la gaita y el
tambor. Es el baile característico del país, en el campo, se entiende.
Aquéllas son las giraldillas, donde bailan cantando las muchachas de la
villa. Allí se bebe. Aquéllas son las mesas donde se venden confites.
Debajo de aquel nogal se están bailando habaneras... Mire usted, mire
usted, señor Duque, la clásica danza de nuestra tierra; los hombres a un
lado, las mujeres a otro. Con ese vaivén monótono están horas y horas
cantando las antiguas baladas... Es un baile casto, no lo negará
usted...
—¡Precioso, precioso!—repetía el Duque con su acento arrastrado,
enfilando el _monocle_ principalmente a las giraldillas.
El duque de Tornos decía una verdad. Pocos espectáculos tan bellos y
risueños podían ofrecerse en paraje alguno de la tierra. La romería,
antes de morir, se agitaba con un frenesí de alegría ruidosa. La gaita
acentuaba sus notas agudas, chillonas, que hacían vibrar el aire a larga
distancia, acompañada fiel y sordamente por el tambor. Las mozas
exaltadas, sudorosas, con las mejillas encendidas y los cabellos
revueltos, no cantaban ya, gritaban dando vueltas a la giraldilla,
despidiéndose con rabia de aquel goce, que sólo de tarde en tarde se les
ofrecía. Cantaban también los borrachos de dos en dos o tres en tres con
voces ásperas desafinadas, metiéndose el aliento por las narices,
balanceándose grotescamente, esparrancados sobre el césped. Y los mozos
y mozas de la danza-prima se desgañitaban, queriendo aguzar cada vez más
las notas largas, dormilonas, de sus baladas antiquísimas. Hasta el
violín y arpista italianos habían emprendido con furor una mazurka que
las parejas bailaban levantando extremadamente los pies, dando furiosas
patadas en la hierba.
La luz se iba huyendo del cuadro; pero al huirse suavizaba los tonos,
esparcía sobre él un encanto misterioso, poético, que traía al recuerdo
los dichosos rincones de la Arcadia antigua. Parecía que aquella gente
debía vivir y morir así, en perpetua alegría y juventud. ¿Por qué
marcharse, por qué huir de aquel recinto feliz, para volver a sumergirse
en las fatigas de la vida cotidiana, en la podredumbre y miseria de los
negocios humanos? ¡Gozar, gozar! gozar en la inocencia del corazón y los
sentidos, de la salud, de las sublimes armonías de la luz y del sonido;
gozar de las dulzuras del amor fecundo engendrador de todas las cosas;
gozar de la fuerza, que mantiene la cohesión del universo; gozar del
gorjeo de los pájaros, del murmullo de las fuentes, del aroma de las
flores, del rocío de los campos, de las espumas de los mares, del cielo
eternamente azul. Para esto debió ser creado el hombre, no para
acompañarse en los breves días de su existencia del trabajo abrumador,
de la airada venganza, de la pálida envidia, de la tristeza roedora. La
tradición del Paraíso, es la más lógica y venerable de las tradiciones
humanas.
El sol doraba ya solamente las cimas de los nogales que circundaban el
prado, extendiendo desmesuradamente sus sombras. Un leve estremecimiento
frío, melancólico, corrió por todos los ámbitos. En vano lucharon contra
él aquellos a quienes el baile o el vino había enardecido. Poco tiempo
después se había apoderado de todos. Escuchábanse las voces de las
madres llamando a sus hijos, de los hermanos llamando a sus hermanas.
Formábanse grupos, que permanecían algún tiempo vacilantes, buscando con
los ojos a alguno que les faltaba, para irse. Lo primero que se deshizo
fueron las giraldillas. El baile y la danza persistían. Los aldeanos
estaban más cerca de sus casas y no tenían tanto miedo a caminar de
noche. En torno de los coches situados en medio de la carretera, se
había ido aglomerando la gente. El Duque seguía enfilando su _monocle_ a
todos los rincones, presenciando los preparativos del desfile, con la
curiosidad atenta de un inteligente en pintura. Al fin, reparando en el
numeroso pelotón que por todas partes los estrechaba, dió orden de
marchar, pero lentamente, al paso de los romeros. Quería ver todo
aquello, no por hermoso, sino por nuevo.
Los coches comenzaron a caminar en medio de la muchedumbre. Rodeábanlos
amarteladas parejas que marchaban de bracero en íntimo coloquio, viejos
que llevaban niños de la mano, sujetando en la otra grandes pañuelos
atestados de confites, grupos de muchachas cambiando sus impresiones en
voz alta, riendo con sonoras carcajadas. En cuanto se alejaron un poco
del sitio de la Nozaleda comenzaron los cánticos. Esto es lo que
caracteriza la vuelta de las romerías en aquella región. Las artesanas
de Sarrió se precían de tener buena voz, y hacen bien. Generalmente la
emprenden con alguna canción romántica, una melodía tendida y
quejumbrosa, buscando armónico acompañamiento por medio de la segunda
voz en terceras. Otras veces, cuando el grupo es demasiado numeroso, se
acogen a los pasacalles tradicionales de la villa, que son infinitos y
deliciosos. Fué lo que hicieron en esta ocasión. El Duque quedó
sorprendido al escuchar aquel coro de frescas voces repitiendo sin cesar
coplas inocentes como éstas:
_En la torre más alta_
_del amor me vi;_
_falsearon los cimientos_,
_pero no caí._
_Cómo quieres que un pobre_
_llame a tu puerta_,
_si no le das limosna_,
_rica avarienta._
Y los pueriles conceptos que guardaban, adquirían en sus bocas una
importancia excesiva, parecían sentencias sagradas, fórmulas misteriosas
y amables que nadie podía tocar sin cometer un sacrilegio. El aire se
poblaba de aquellas notas suaves, prolongadas. Un enternecimiento
delicioso íbase apoderando de las cantantes a medida que las dejaban
escapar de sus gargantas. Cada vez las repetían con más cariño, con más
unción, exhalando en ellas aquel fondo de romanticismo que palpitaba
eternamente en sus corazones, transmitiéndose de madres a hijas en la
pintoresca villa del Cantábrico. Era la melancolía de quien presiente
el mundo de la belleza, lo ama, lo anhela, y por su condición está
destinado a vivir y morir lejos de él. Entre copla y copla, mediaba un
rato de silencio. Escuchábase el ruido acompasado de los pies. El coro
parecía soñar despierto, atento a los vagos sentimientos de ternura que
el canto removía en los limbos de su espíritu.
Se venía la noche precipitadamente. Los altos olmos recortaban aún con
admirable pureza sus ramas en el fondo diáfano de la atmósfera; pero de
sus copas caía sobre la carretera una sombra cada vez más espesa. La
campiña había perdido el color, extendía en el horizonte sus lomos
sombríos donde apenas resaltaban los toques amarillos de alguna heredad
plantada de trigo. Allá lejos la gran mancha del Océano se obscurecía.
Su azul brillante del mediodía habíase trocado en un gris triste,
verdoso, con reflejos metálicos.
El coro sacudió de pronto su melancolía. Una moza inició cierto
pasacalle vivo y alegre. Las demás la siguieron, de buena voluntad como
si despertasen de un sueño triste.
_No te compongas_
_que ya no irás_
_a San Antonio_
_a pasear_,
_que está lloviendo_
_y te mojarás_
_el vestidito_
_y no tienes más._
La emprendieron con él a gritos, desaforadamente, con la fe y el ahinco
con que lo cantaban todo. Una de ellas, a los pocos momentos, improvisó
una copla alusiva a la situación:
_A San Antonio_
_vente a pasear_,
_verás al Duque_
_que es muy galán._
_Todas las niñas_
_que en Sarrió hay_
_la bienvenida_
_le van a dar._
Y desde entonces, como si aquélla fuese la señal, no cesaron de
requebrar en sus cánticos al magnate. El cual, dirigiendo el _monocle_
unas veces a la derecha, otras a la izquierda, y sacudiendo la cabeza
con benévola sonrisa, repetía por lo bajo:
—¡Precioso, precioso! ¡Un tapiz de Teniers! ¡Un paisaje de Lorrain!
Cuando llegaron a la villa, era noche cerrada.
Subió el Duque con su secretario a las habitaciones que don Rosendo le
había destinado. El secretario era un joven de veinticuatro a veintiséis
años, pálido, rubio, en cuyo cerebro abultado de feto no cabían más
ideas que la de la importancia colosal del Duque, y la necesidad
imperiosa de llegar a ser un personaje, si no de tanta cuenta, lo
bastante para tener también secretario. Fuera de esto, el mundo no tenía
explicación para Cosío, que así se llamaba. Después que hubo descansado
unos momentos el magnate, bajó a comer en traje de etiqueta. Cosío lo
mismo. Don Rosendo había cambiado la hora española de comer por la
francesa. Al verle entrar de aquel modo, la familia se turbó. Sin duda
Belinchón, su hijo y su yerno habían dado una pifia no poniéndose el
frac. Venturita se lo hizo notar ásperamente a su marido en voz baja.
Este se encogió de hombros con supremo desdén, moviendo los labios de un
modo despreciativo. Estaba de mal humor. Al ver la mesa puesta sin el
plato de la niña, había preguntado por él. Su mujer le había contestado
con malos modos:
—¡Pero, hombre, no seas ridículo! ¿Quieres que la niña coma hoy con
nosotros?
—¿Por qué no?
Venturita se había escandalizado. Después se había reído preguntándole
si había aprendido aquellos usos en el club de regatas. Esto le había
irritado, le tenía propenso a no mostrarse con el Duque todo lo
deferente y respetuoso que debía. En cambio, ella hacía días que se
preocupaba con los preparativos para recibir al ilustre huésped. Por su
consejo y dirección se había aumentado la servidumbre, poniendo librea a
los criados. Viendo a Pachín, uno muy antiguo en la casa, con aquel
extraño uniforme, Gonzalo se había reído a grandes carcajadas, lo que
excitó la bilis de su esposa. Habíase encargado una nueva y fina vajilla
con la cifra de Belinchón; todo el aparato de las comidas modernas,
cuchillos de hoja de plata para la fruta, tenedores de ostras, tarjetas
litografiadas para el _menu_ y otros utensilios inusitados hasta
entonces en las comidas de la casa. El viento del extranjerismo soplaba
también sobre aquella mesa abundante, sana, patriarcal, que hemos
conocido al comenzar la presente historia.
Ventura se presentó en el salón con traje azul marino de seda, descotado
por el pecho, los brazos al aire. Había aprendido, no sabemos dónde, que
en las comidas de ceremonia las señoras van descotadas. Doña Paula no
cumplía con este precepto. En cambio, estaba esplendorosamente vestida
con telas de vivos colores, que formaban triste contraste con su rostro
marchito, minado por la enfermedad. Los únicos convidados eran Alvaro
Peña y don Rufo.
Pachín, el buen Pachín, vestido de máscara, abrió la puerta y dijo con
voz sonora que Ventura le había ensayado:
—La señora está servida.
El Duque ofreció su brazo a doña Paula y se trasladaron todos al
comedor. Esta ocupó el sitio preferente por indicación previa de su
hija. El Duque se colocó a su derecha; don Rufo a su izquierda; los
demás se fueron sentando sin orden: Venturita a la derecha del egregio
huésped, después Alvaro Peña, Cosío, Pablito, don Rosendo. Gonzalo al
lado de Cecilia.
Y la comida dió principio, ceremoniosa, fría, con largos intervalos de
silencio. Todos estaban cohibidos, aplastados por la grandeza del
personaje que tenían delante. Este ostentaba una calva lustrosa que le
tomaba casi toda la cabeza. Los pocos cabellos de la parte posterior y
de los lados eran negros a pesar de sus cuarenta y seis años. Sus
menores gestos eran observados con atención idolátrica. Las palabras que
dejaba escapar, acogidas con una sonrisa de afectada complacencia y
admiración. Las primeras que salieron de sus labios, después de algunas
de cortesía, fueron para seguir admirándose de los contornos de la
villa.
—Yo no conocía del Norte más que las Provincias—decía con su
pronunciación lenta, arrastrada.—Encuentro este país muy superior a
ellas en lo que se refiere al paisaje. Ofrece mayor variedad, más
riqueza de color. Hay sitios agrestes allá en el puerto que hemos
atravesado, comparables a los más decantados paisajes de la Suiza. Y al
llegar a la costa, se encuentra la misma suavidad de las líneas, la
misma dulzura en el ambiente, que en el Mediodía de Italia.
—¡Oh, señor Duque, usted nos favorece demasiado!—Pura amabilidad,
señor Duque.—En el verano puede pasar este país; ¡pero en el invierno!
Don Rosendo, Alvaro Peña y don Rufo, inundados de felicidad y gratitud,
se ruborizaban, rechazaban aquellos elogios, como si fuesen dirigidos a
ellos. El Duque siguió hablando como si no hubiese escuchado siquiera
sus exclamaciones.
—Es más abrupto que el de las Provincias, los tonos más pronunciados.
He visto desde la carretera de Lancia hacia el Oriente, un término de
montañas con las cimas nevadas aún, que es verdaderamente delicioso.
Sólo le faltan al país algunos lagos, para ser digno de presentarse a
los extranjeros.
—Tenemos un lago en el occidente de la provincia—dijo Peña.
—¿Un lago?—preguntó el Duque, levantando los párpados para fijarse en
su interruptor.
—Sí, señoj: se llama el lago Nojdón.
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