El cuarto poder - 14

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estaban grandemente indignados. Gabino Maza, secundado por el no menos
díscolo Delaunay, no cejaba en su campaña de murmuración. Mientras
alguno de los del Faro estaba delante, nada; pero en cuanto se iba,
esgrimían las lenguas con singular encarnizamiento. Unas veces hablando
en serio, otras apelando a la burla, se trituraba a todos los que
intervenían en el periódico, y muy particularmente, como es lógico, al
que mejor y más altamente lo personificaba, el eximio don Rosendo.
Decían ¡oh, mengua! que sólo el afán «de verse en letras de molde» había
impulsado a aquellos beneméritos ciudadanos a encender la antorcha del
progreso en Sarrió; que don Rufo, el médico, era un farsante; Sinforoso,
un pobrete a quien arrojaban un mendrugo; Alvaro Peña (aquí bajaban la
voz y miraban a todos lados), un botarate sin pizca de juicio; don
Feliciano Gómez, un pobre diablo a quien más importaba ocuparse en sus
negocios no muy florecientes; don Rudesindo, un gran cazurro, que
trataba de alquilar su almacén y anunciar su sidra. En cuanto al
fundador y promovedor de aquella empresa, don Rosendo, decían que toda
la vida había sido un badulaque, un necio que se creía escritor, sin
entender de otra cosa que del alza y baja del bacalao...
Sólo el deber imperioso de aparecer como cronistas fieles e imparciales,
nos obliga a dar cuenta de tales habladurías. Bien sabe Dios que ha sido
con harto trabajo y disgusto. Porque la misma pluma se estremece en
nuestras manos y se niega a estampar semejantes abominaciones.
De don Pedro Miranda, absteníanse de murmurar los murmuradores, no por
otra razón sino por tenerle solicitado para que dejase la participación
en el periódico, a lo cual le veían inclinarse desde la refriega de los
clérigos; pues era don Pedro cristiano viejo y muy grande amigo del
capellán de las Agustinas. Con sus malévolos discursos, habían logrado
desatar contra el periódico a algunas damas influyentes de la villa,
entre ellas doña Brígida. Con esto tuvieron por suyo dentro del
Saloncillo al sandio y degradado Marín. También atrajeron a su bando,
poco después, al borracho del alcalde. Por una parte el espíritu de
compañerismo con los tertulios de la tienda de la Morana, y por otra la
molestia que sentía con las constantes excitaciones de la prensa, a las
que no estaba acostumbrado, le hicieron renegar pronto de aquel gran
adelanto. Lo que acabó de ponerle mal con _El Faro_ y sus redactores,
fué cierta gacetilla en que se censuraba al ayuntamiento y al alcalde
con alguna dureza, por el lamentable abandono en que tenían los
servicios de policía urbana, y lo poco que trabajaban por hacer
agradable la temporada de verano «a los distinguidos escrofulosos que
acudían a la playa de Sarrió en busca de salud».
Aunque aparentemente se trataban como amigos, existía, pues, entre los
socios principales del Saloncillo sorda y disimulada enemiga. Iba ésta
aumentando de día en día merced a los correveidiles que, en ocasiones
análogas, no cesan de sembrar envidias y rencores. Temíanse ya las
disputas y se rehuían, porque los desaforados gritos y los baldones que
antes se lanzaban sin resultado alguno, gracias a la cordial avenencia
que existía entre todos, eran, al presente, de mucho peligro. Reinaba,
por tanto, en aquel recinto, más silencio, más cortesía, pero muchísima
menos franqueza y cordialidad.
Aquella tirantez no podía durar mucho tiempo. Entre personas que todos
los días se ven y se hablan, y no se quieren bien, es imposible que en
breve plazo no deje de estallar la discordia. La ocasión fué ésta. Llegó
al Saloncillo (¡noramala fué!), sin saber quién lo trajera, un ejemplar
de cierta _Ilustración_ catalana, donde, entre otros grabados, se veía
uno representando las orillas de un río americano, y en ellas
solazándose hasta una docena de cocodrilos de diversos tamaños. Tenía el
ejemplar en la mano Maza, cuando acercándose don Rufo por detrás,
exclamó en tono jocoso:
—¡Vaya unos cocodrilos escuálidos!
—No son cocodrilos—manifestó Maza en tono seco y desdeñoso, sin
levantar la cabeza.
—¿Y por qué no han de ser?—preguntó el médico herido por aquel tono.
—Porque no.
—¡Valiente razón!
—Si no te convence, estudia, que yo no estoy aquí para hacer obras de
misericordia.
—¡Uf! ¡El sabio de la Grecia! ¡Apartarse a un lado, señores!
—No soy un sabio, pero no digo que estos animales son cocodrilos,
cuando en el río Marañón no se crían cocodrilos.
—¿Qué son entonces?
—Caimanes.
—¡Llámalo hache! Caimanes y cocodrilos vienen a ser lo mismo.
—¡Otra barbaridad! ¿Dónde has aprendido eso?
—Hombre, es de clavo pasado. El caimán y el cocodrilo no se diferencian
más que en el nombre. Aquí está don Lorenzo que ha viajado, y puede
decir si no es verdad.
—El caimán es algo más pequeño—expresó don Lorenzo con sonrisa
conciliadora.
—El tamaño es de poca importancia. La cuestión es saber si tiene o no
la misma figura.
Don Lorenzo se inclinó en señal de asentimiento. Maza saltó, hecho una
furia:
—Pero, señores. ¡Pero, señores! ¿Estamos entre personas ilustradas o
entre aldeanos? ¿De dónde sacan ustedes que caimán es lo mismo que
cocodrilo? El cocodrilo es un animal del Mundo Viejo y el caimán es del
Nuevo Mundo.
—Dispénseme usted, amigo Maza; yo he visto cocodrilos en
Filipinas—manifestó don Rudesindo.
—¿Y qué quiere usted decir con eso?
—Como usted decía que los cocodrilos no se crían en el Nuevo Mundo...
—¡Otra que tal! ¿Las Filipinas son del Nuevo Mundo? Señores, ¡señores!
hay que abrir los paraguas. Hoy llueven aquí burradas.
—Pues qué, ¿Filipinas querrá usted decirme que no es
Ultramar?—preguntó don Rudesindo con la faz descompuesta.
—¡Nada, nada, siga el chaparrón!
—La diferencia principal, señores, que existe entre el cocodrilo y el
caimán—dijo a esta sazón con autoridad don Lorenzo—es que el cocodrilo
tiene tres carreras de dientes y el caimán sólo tiene dos.
—¡No es eso, hombre, no es eso! Los cocodrilos tienen las mismas
carreras de dientes que los caimanes.
Don Lorenzo sostuvo con brío su aserto. Le ayudó en la defensa don
Rudesindo. Maza le atacó con no menos fuego, apoyado por Delaunay.
Pronto entraron en liza otros cuantos socios generalizándose el combate,
que fué haciéndose cada vez más vivo. Las voces eran horrendas. Si
hubieran poseído tres carreras de dientes como los cocodrilos, o aunque
fuesen dos, no dudo que se devorarían, dada la rabia y el coraje con que
se enseñaban la única con que la Naturaleza les había dotado. Maza
estuvo tan procaz, tan insolente, que al fin don Rudesindo, sin ser
dueño de sí, le descargó un paraguazo en la cabeza. Siguióse a éste una
granizada de ellos entre los contendientes, con un pavoroso estruendo de
ballenas y varillas de alambre que daba escalofríos al varón más
arriscado. Muchos, que no se habían acordado siquiera de emitir su
opinión sobre la dentadura de los reptiles citados, recibieron su parte
alícuota de paraguazos, lo mismo que los que más habían esclarecido la
cuestión con sus discursos. Subieron del café el amo con algunas otras
personas; suspendieron los indianos del billar su juego; terció don
Melchor de las Cuevas, de quien así en guerra como en paz se hacía mucho
caso. Al cabo se logró apaciguar el alboroto ya que no concertar las
voluntades, hacía algunos meses resfriadas.
El resultado fué que desde aquel día Gabino Maza, Delaunay, don Roque,
Marín y otros tres o cuatro socios más, se retiraron del Saloncillo. Don
Pedro Miranda siguió asistiendo con largos intervalos de ausencia. Esto
hacía presumir a los tertulios restantes y a los redactores del _Faro_
que no podía contarse con él, y que no tardaría mucho en caer del lado
contrario. Como sucedió en efecto. Los disidentes empezaron a reunirse
en el café de Londres situado en la calle de Caborana. Pero no muchos
meses después corrió por la villa la noticia de que alquilaban un
almacén en la calle de San Florencio para establecer sus reuniones. Y
así fué. Lo entarimaron, lo alfombraron, después pintaron sus paredes y
su techo, amuebláronlo con algunas sillas y butacas, pusieron mesas de
tresillo y comenzaron a asistir tarde y noche a aquel sitio tan
asiduamente como antes al Saloncillo. Por ser bajo de techo y tener
embutida en la pared una litera que sirvió para dormir la siesta Marín,
empezó a llamarse a aquel sitio en la población el _Camarote_, y este
nombre le quedó. Los del _Faro_, que habían desdeñado a los desertores
mientras no tenían techo donde guarecerse, entraron en cuidado. El
primer síntoma de temor fué una gacetilla o _novela a la mano_ en
verso-prosa describiendo aquella nueva tertulia y pintando a cada uno de
sus socios con nombres de animales; Maza la víbora, Delaunay un gallo
belga, Marín el jumento, don Roque el cerdo, etcétera, etc. Esta
gacetilla exasperó a los del Camarote de un modo indecible.
Don Rosendo continuaba cada vez más pujante y empeñado en su campaña
periodística. Introducía en el _Faro_ todas aquellas formas y maneras
que observaba en la prensa nacional y extranjera, particularmente en la
francesa. Había comisionado a un escritor de Madrid para que los
miércoles le remitiese un telegrama de veinte palabras, y le escribiese
además cartas políticas y literarias; traducía él todas las noticias
curiosas que hallaba en los periódicos; hacía revistas de modas, de
tribunales, de teatros (cuando había compañía). Pero donde más se
distinguía era en las de mercados. No es fácil representarse la destreza
con que manejaba, traía y llevaba los cereales, los aceites, los caldos
y los arroces. Para que se vea con qué amenidad y galanura sabía tratar
un asunto tan prosaico, diremos que en una ocasión escribía: «Las
mieles, sensibles a estas alteraciones, se pronunciaron en baja y no
alcanzaron estabilidad y firmeza en sus precios hasta que los cafés,
los cacaos y demás géneros ultramarinos lograron reprimir sus vivas
oscilaciones.» Era, en suma, el alma del periódico.
No bastaba, sin embargo, lo que había hecho para ponerlo a la altura de
su ideal. Belinchón siempre había seguido con vivísimo interés en los
periódicos de París aquellas polémicas personales que rara vez dejaban
de terminar con un duelo. Y las peripecias de éste, contadas
minuciosamente por algún testigo, le placían tan extremadamente, que
ninguna comida había para él tan sabrosa, ni más grato recreo. Cuando
pasaban muchos días sin desafío, don Rosendo languidecía. Las
descripciones de los asaltos de armas entre los célebres tiradores de la
capital de Francia, excitaban también grandemente su curiosidad. Y
aunque un poco se le enredaban en el magín aquellas frases técnicas
_engagement de sixte, battement en quarte, contre-riposte, feinte_,
etc., allá las traducía a su modo y se daba por enterado. Decía él que
en ningún signo se conocía mejor el grado de cultura de un país que en
la afición a las armas. El manejo de ellas despertaba o avivaba la idea
del honor y la dignidad humana. Su abandono arrastraba consigo la
cobardía y la degradación. Conocía mejor que sus parientes la biografía
de los grandes duelistas y _gens des armes_ de París. Podía describir
con pelos y señales los desafíos que habían tenido y la gravedad de las
heridas. En cuanto se anunciaba un asalto entre dos maestros, por
ejemplo Jacob y Grisier, ya estaba nuestro caballero excitado. Abría con
precipitación todos los días el _Fígaro_ y apostaba en su interior por
uno o por otro.
Un día se le ocurrió en la cama (donde le asaltaban siempre las grandes
ideas) que ser periodista sin conocer las armas o manejarlas, era lo
mismo que ser bailarín y no tocar las castañuelas. El día menos pensado
se suscitaba un lance, había que acudir al terreno, y él no sabía
siquiera ponerse en guardia. Verdad que en todo Sarrió no había quien
supiese más. Pero nadie tenía tanta obligación de conocer la esgrima
como él. Además, el altercado podía ser con un periodista de Lancia o de
Madrid, y entonces era preciso dejarse asesinar. Estas imaginaciones le
llevaron a adoptar una resolución; la de aprender a toda costa a tirar
el florete. ¿Cómo? Haciendo venir un maestro a Sarrió, ya que él no
podía separarse de este punto. Sin comunicar el pensamiento con nadie,
escribió a un amigo de París, el cual buscó en las salas de armas de
esta ciudad algún auxiliar o _prevot_ que quisiera expatriarse. Al cabo
de algún tiempo se halló uno que, mediante la cantidad de dos mil
francos anuales, y dejándole libertad para dar lecciones, consintió en
venir a establecerse en la villa del Cantábrico.
Un día, con verdadera estupefacción del vecindario, se dijo que acababa
de llegar en la goleta _Julia_ un profesor de esgrima, M. Lemaire, con
el exclusivo objeto de enseñar el manejo de las armas a don Rosendo. Y,
en efecto, pronto se vió a éste acompañado de un joven delgadito y
rubio, de traza extranjera. La impresión fué honda. En los pueblos
pequeños, donde la gente se pega de palos y bofetadas, la frialdad, la
corrección y la gravedad de los duelos produce asombro y terror. Lo
primero que se les ocurrió fué que don Rosendo deseaba matar a alguno.
Sólo después de mucho tiempo comprendieron la razón de aquel
aprendizaje.
Don Rosendo lo tomó con el ardor y seriedad que merecía. Todos los días
dedicaba un par de horas por la mañana, y otro por la tarde, a tirarse a
fondo, que fué lo único que le permitió hacer el profesor en los dos
primeros meses. El resultado notabilísimo de este ejercicio fué que al
cabo de algún tiempo no sabía si sus piernas eran verdaderamente suyas o
de otro bípedo racional como él. Tan agudas y vivas fueron las agujetas
que le acometieron, que hasta cuando se hallaba durmiendo creía estar
tirándose a fondo. Despertaba sobresaltado con terribles dolores en las
articulaciones. ¡Luego aquel M. Lemaire era tan cruel! Nunca se daba por
satisfecho del trabajo de las extremidades del buen
caballero:—«_¡Plus! ¡plus! ¡Ancor plus saprísti!_» Y el mísero don
Rosendo se abría, se abría de un modo bárbaro, inconcebible, percibiendo
la grata sensación de si le aserraran el redaño. Terminado tan noble
ejercicio, el señor Belinchón se veía necesitado a ir cogido a las
paredes para trasladarse de un sitio a otro, formando un ángulo de
ochenta grados con el suelo. Desde allí, hasta el fin de sus días, el
glorioso fundador de _El Faro de Sarrió_ siempre anduvo más o menos
esparrancado.
Pero este tormento, aunque nada tenía que envidiar a los de los mártires
del Japón, padecíalo, si no con gusto, con varonil entereza. Pensaba que
siempre ha costado enormes sacrificios civilizarse y civilizar un país.
Al cabo de los dos meses comenzó el eterno _tic tac_ de los floretes.
Pero sin abandonar por eso el tormento de las piernas. Don Rudesindo,
Alvaro Peña, Sinforoso, Pablito, el impresor Folgueras y algunos otros,
tomaban lección al mismo tiempo. En la sala, las impresiones bélicas
subyugaban de tal modo a los tiradores, que guardaban solemne silencio.
No se oía más que la voz áspera de M. Lemaire repitiendo sin cesar y de
un modo distraído:—_En garde vivement—Contre de quarte.—Ripostez...
¡Ah bien!—En garde vivement.—Contre de sixte. Ripostez... ¡Ah
bien!—Parez seconde.—Rispostez ¡Ah bien!_ Don Rosendo se creía
trasladado a París, y veía en don Rudesindo, Folgueras y Sinforoso, a
Grisier, Anatole de la Forge y el barón de Basancourt. _El Faro_ no era
_El Faro_, sino _Le Gaulois_ o _Le Journal des Debats_.
Al cabo de cinco meses, se mantenía bastante bien en guardia, paraba los
golpes rectos, atacaba con furia y saltaba hacia atrás con maestría.
Creyó llegado el caso de dar un escándalo. Era necesario que la
población se persuadiese de que los dos mil francos asignados al
profesor no eran enteramente perdidos.. Además convenía ir introduciendo
en ella el gusto por estos refinamientos de las grandes capitales. ¿Pero
con quién tener _affaire_ en Sarrió? Aunque buenas ganas se le pasaban
de desafiar a alguno de los del Camarote, comprendía que el único capaz
de batirse era Gabino Maza. A éste le tenía una migajita de respeto,
sobre todo desde que había oído decir al profesor que en los duelos era
preciso tener mucho cuidado con los hombres violentos, aunque no
supiesen esgrima. Después de largas y profundas meditaciones imaginó que
lo mejor era provocar un lance con algún periodista de Lancia
aprovechando la polémica que el _Faro_ venía sosteniendo con el
_Porvenir_, acerca de cierto ramal de carretera. Y como lo pensó lo
hizo. En el primer número se mostró tan agresivo, tan insolente con el
periódico de la capital, que éste, sorprendido e indignado, contestó que
ciertas frases del _Faro_ no merecían sino el desprecio. En su
consecuencia, don Rosendo comisionó a sus amigos Alvaro Peña y Sinforoso
Suárez «para que fueran a entenderse» con el director del _Porvenir_. Se
trasladaron a Lancia y regresaron el mismo día. El señor Belinchón al
verles llegar deseaba ya ardientemente que el asunto se hubiese
arreglado sin necesidad de duelo, a pesar de ser él quien lo provocara.
Nuevo testimonio de su grandeza singular de alma y de la exquisita
sensibilidad de que estaba dotado. Por desgracia el director del
_Porvenir_ se había mantenido firme. Los testigos convinieron un duelo a
sable que debía realizarse al día siguiente, en una posesión de las
cercanías de Lancia.
Nuestro héroe, al saberlo, sintió que las piernas le flaqueaban, no de
temor, que esto ninguno osará siquiera imaginarlo, sino por la emoción
de verse tan próximo a ser objeto de la curiosidad y expectación
públicas, no sólo en la provincia, sino en España entera. Cuando
caminaban hacia casa, Peña le dijo con ruda franqueza:
—Los padrinos de Villar querían que se cortasen las puntas a los
sables; pero yo me opuse. «No, no, dije, conozco bien a don Rosendo, y
es hombre que aborrece las niñerías. No se puede jugar con él. Cuando se
mete en un lance de éstos, es menester que vaya todo muy serio. Estoy
seguro de que si cortásemos las puntas, tendría con él un disgusto...»
¿No he interpretado bien su deseo?
—Perfectamente. Muchas gracias, Alvaro—respondió el señor de Belinchón
alargándole una mano que Peña halló demasiadamente fría. Y añadió con
voz débil:—Aunque se limasen un poquito las puntas, ¿sabe usted? no
tendría inconveniente en aceptarlo... El asunto, después de todo, no
exige precisamente que sea a muerte.
—No me atreví siquiera a aceptar eso. Como no conocía la opinión de
usted, tenía miedo que le disgustase...
—Nada, nada, pues por mí no hay inconveniente en que se limen.
—Ahora ya no puede ser. Están concertadas las condiciones. A menos que
ellos lo propongan de nuevo, las puntas irán afiladas. A usted le
conviene mucho porque tira el florete...
—Precisamente por eso. Yo no quisiera llevar ventaja alguna a mi
adversario.
Peña guiñó el ojo con malicia.
—No sea usted tan escrupuloso, don Rosendo. Si usted puede ensartarlo
_¡fiiit!_ como un pajarito, no deje de hacerlo.
Estas últimas palabras las acompañó el ayudante con un gesto expresivo,
traspasando el aire con los dedos de punta, lo mismo que si los
estuviese introduciendo por un cuerpo humano.
Don Rosendo hizo un gesto de repugnancia, y guardó prolongado silencio.
Al cabo, manifestó sordamente:
—Lo que sentiré es que estas malditas agujetas no me permitan tirarme a
fondo.
—¡Ca, hombre, ca! Pierda usted cuidado. Mientras dure el lance, no
sentirá usted dolor alguno en las piernas. ¿No le ha sucedido dejar de
sentir el dolor de una muela en el momento de llamar a la puerta del
dentista para sacarla?
Este símil consolador produjo inmediatamente en el ayudante un acceso
de risa, que duró buen rato. Belinchón se mantuvo grave y sombrío, como
deben estarlo los héroes la víspera del combate.
La noticia corrió como una chispa eléctrica por la población. El pasmo
de los vecinos era indescriptible. A ninguno le cabía en la cabeza que
una persona, entrada ya en años, con hijos casados, fuese a darse de
sablazos con otra por cuestión de un ramal de carretera. Sin embargo, el
partido que Belinchón acaudillaba admiraba la decisión y el valor de su
jefe. Este, por la noche, tuvo una espantosa pesadilla. Soñó que el
sable del director del Porvenir le abría por el medio. Una mitad se la
llevaba el vencedor como trofeo. A Sarrió sólo volvió la otra mitad. Sus
mismos gritos le despertaron. A doña Paula, que dormía a su lado, la
aterraron de tal modo, que fué necesario acudir al antiespasmódico.
Belinchón, con la fortaleza de los temperamentos heroicos, no dijo nada
a su consorte. Lo que hizo fué beber un trago del antiespasmódico.
Al día siguiente salió en coche para Lancia, acompañado de Peña,
Sinforoso, don Rufo y dos sables de tiro. A la salida de la villa, en la
carretera, más de cien personas le despidieron. Ante aquella
manifestación de cariño, don Rosendo se sintió enternecido.
—¡Buena suerte!—Pongan ustedes telegrama, ¿eh?—No se diga que Sarrió
queda por debajo de Lancia.
Don Rosendo fué estrechando con emoción las manos de sus partidarios.
Todos se le ofrecían para acompañarle, y le prometían venganza para el
caso de perecer en la lucha.
Al fin llegaron a la quinta designada, y se avistaron con el enemigo.
Los testigos platicaron, midieron los sables, y los pusieron en manos de
los contendientes. La fisonomía de éstos tenía el color adecuado a
semejantes solemnidades; esto es, un verde botella, que a intervalos
tomaba visos anaranjados.
Una vez en guardia, y dada la voz de atacar, comenzaron ambos a tentarse
los sables metódicamente, primero de un lado, después de otro, con un
lúgubre sonido que ponía espanto. Al cabo, Villar se arrojó a
levantarlo para herir en la cabeza a su adversario... Pero ¡ca! don
Rosendo dió un salto tan prodigioso hacia atrás, que los testigos se
miraron unos a otros llenos de asombro. Villar, pasmado también, esperó
a que su contrario se acercase de nuevo. Volvieron al lúgubre _tic tac_.
Don Rosendo, al cabo de otro rato, alzó el sable... Villar,
instantáneamente dió otro brinco verdaderamente sobrenatural, que
sobrepujó en mucho al primero. Creyeron que salía de la quinta. Los
testigos se miraron todavía con mayor asombro.
La pelea duró, en esta forma, más de media hora. Durante ella, don
Rosendo gritó una vez:
—¡Alto!
—¿Qué hay?—preguntaron los testigos acercándose.
—Que me parece que el sable del señor ha perdido la punta.
Se reconoció el sable de Villar, y se vió que no era verdad. Este rasgo
de caballerosidad, más propio de la Edad Media que de nuestros tiempos,
elevó a don Rosendo, en el concepto público cuando se supo, a la altura
de los héroes legendarios, Roldán, Bayardo y Bernardo del Carpio.
El combate terminó cuando el sable de Villar, sin intención ninguna,
tropezó con la frente de Belinchón. Fué un simple rasguño; pero los
padrinos dieron por terminado el lance. Don Rufo colocó un gran pedazo
de tafetán inglés sobre la herida. El herido dió la mano noblemente a su
contrario. Se envió un telegrama a Lancia, para que lo pusiesen a
Sarrió. Almorzaron todos juntos alegremente, y durante el almuerzo, los
campeones se comunicaron con gran expansión los golpes que se tenían
destinados, y que por falta de oportunidad no habían podido ejecutar.
—Hombre, si no llega usted a romper a tiempo, le parto la cabeza en
dos. Finta de una dos a la cara, estocada al pecho y cuchillada a la
cabeza—decía don Rosendo, engullendo un soberbio trozo de merluza.
—Pues no lo hubiera usted pasado mejor si llego a hacer una combinación
que tenía meditada—contesta Villar.—Amago la faja ¡pin! Ataco en falso
a la cabeza ¡pin! Usted me contesta al brazo ¡pin! Yo hago una dos a la
cara ¡pin! Usted contesta a la cabeza ¡ pin! Yo paro y contesto al brazo
¡pin!...
Aquí el director del _Porvenir de Lancia_, que mientras describía su
famoso y complicado golpe no dejaba de engullir trazando a la vez
círculos en el aire con el tenedor, se atragantó con una espina,
poniéndose súbito más rojo que una guinda. Hubo que sacarle al fresco.
Don Rosendo fué quien le dió los puñetazos consabidos en la espalda para
que arrojase la espina. ¡Espectáculo hermoso y ejemplo de hidalguía que
no podrá olvidarse jamás!
Terminado el almuerzo, don Rosendo y sus compañeros montaron en el
carruaje y se restituyeron a Sarrió. Más de media población, prevenida
ya por el telegrama, les esperaba en las afueras. Un grito de júbilo se
escapó de todos los pechos al aproximarse el carruaje. Don Rosendo,
conmovido, sacó la cabeza por la ventanilla y se quitó el sombrero
ostentando el pedazo de tafetán inglés. A su vista, el público lanzó un
¡hurra! formidable. El vehículo fué escoltado por la muchedumbre. El
fundador del _Faro_, aclamado al entrar en su casa, se vió precisado
después a asomarse al balcón, donde fué nueva y calurosamente vitoreado.
Por la noche, sus amigos le obsequiaron con una serenata.


XII
CÓMO SE DIVERTÍA PABLITO

—Convendría ponerle una barbada suave—dijo Pablito.
—O un filete—respondió Piscis gravemente.
Ambos guardaron silencio. Pablito exclamó:
—¡Maldita yegua! No he visto en mi vida boca más dulce.
—Una seda—replicó su amigo con acento de inquebrantable convicción.
Otro rato de silencio.
—¿Crees que debemos darle más picadero?
—El picadero no sobra a ningún animal—gruñó Piscis con el mismo
convencimiento.
—Conviene trabajarla en el trote.
—Conviene mucho.
Mientras así platicaban, dirigíanse los inseparables équites a paso
lento desde las cocheras de don Rosendo, sitas en un extremo de la
villa, al otro extremo de ella, atravesándola por el medio. Eran las
diez de la noche; la temperatura suave, de primavera. Los pocos
transeuntes que por las calles quedaban, dirigíanse a paso rápido hacia
su domicilio. Únicamente permanecían abiertas las tiendas donde se hacía
tertulia, la de Graells, la de la Morana, y tal cual estanquillo. En el
Camarote había mucha luz y gran animación. Pablito, en quien germinaban
los rencores de su padre, le dijo a su amigo al pasar frente a la
aborrecida tertulia:
—Piscis, tira una pedrada a esa puerta, y rómpeles los cristales.
Piscis, siempre terrible, agarró un guijarro de la calle, esperó a que
su amigo doblase la esquina, y ¡zas! lo encajó dentro del Camarote,
haciendo polvo los cristales. Luego se dió a correr. Para que no le
conociesen los que salieran en su persecución, se dejó caer sobre las
manos, corriendo en cuatro pies con habilidad pasmosa.
En el café de la Marina había también alguna gente. Entraron en él y
bebieron en silencio sendas copas de _chartreuse_, sin que por eso los
cerebros dejasen de trabajar activamente. Al levantarse Pablito, dijo:
—Lo mejor será engancharla con el Romero.
—Eso mismo estaba pensando yo—profirió con fuego Piscis.
Después que hubieron salido, éste preguntó, no con palabras, sino con
una horrible mueca, a dónde iban.
—Allá.
—Bueno; entonces al pasar por delante de casa recogeré el roten.
Dejaron atrás las calles principales, no sin que Piscis se detuviese en
su domicilio un instante, para dar cumplimiento a lo que acababa de
manifestar. Muy pronto alcanzaron las extremidades de la villa, donde
habitaban, por regla general, los menestrales. Detuviéronse en cierta
calle, tan solitaria como sucia, frente a una casa de pobre apariencia
con tosco corredor de madera. Pablito miró a todos lados por precaución,
y dejó escapar un silbido suave y prolongado con la maestría que le
caracterizaba en este ramo del saber humano. Después dijo mirando con
inquietud al farol que ardía unos cincuenta pasos más allá:
—¡Si pudiéramos apagar ese farol!
El terrible Piscis se destacó acto continuo, trepó por la esquina de la
pared y con su bastón lo apagó al instante, rompiendo, por supuesto, el
tubo.
Un bulto de mujer apareció en el corredor. Pablito se cogió de un salto
a las rejas. Luego escaló por ellas y montándose en la baranda, se
introdujo sin hacer ruido en él. Piscis comenzó a hacer la guardia desde
la esquina, armado de su formidable garrote.
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