El cuarto poder - 07

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—Me iré cuando se me antoje. ¡Siempre has de ser tú la que todo lo eche
a perder!
Quería decir con esto el joven Belinchón, que sólo su hermana Ventura se
empeñaba en desconocer el ingenio con que el cielo le había dotado. Y
así era la verdad. Todas las demás reían alborozadas, como si en vez de
un berrido acabasen de escuchar un pasaje de Rabelais. Doña Paula, que
sentía por su hijo primogénito admiración idolátrica, y al mismo tiempo
guardaba cierto rencor a su hija por sus contestaciones, aunque se
hallase grandemente pagada de su hermosura, vino en ayuda de aquél.
—Tiene razón Pablo. ¡Siempre has de aguar todas las fiestas!... ¡Jesús
qué criatura!... Lo que es el hombre que te lleve, algún pecado gordo
tiene que purgar.
En aquel momento apareció en la puerta de la estancia Gonzalo, quien se
dobló como un arco para dar la mano a su futura suegra, a Ventura y a
Cecilia. Esta se puso seria. Sin volver hacia ellas la cabeza, advertía
que todas las costureras la miraban con el rabillo del ojo. Veía con el
pensamiento el esbozo de sonrisa que se formaba en sus rostros.
Todos los días pasaba igual. Antes de llegar Gonzalo, las costureras se
complacían en dirigir, siempre que venía a cuento, alguna pulla a la
novia.
—Cecilia, ¿cuál de estas camisas te vas a poner el día de la boda?
Hay que advertir que algunas de ellas la tuteaban por haberse conocido
de niñas. Es muy frecuente en los pueblos.
—Señorita, en estas sábanas tan finas se va usted a resbalar.
—No será ella sola la que resbale. ¿Verdad, Cecilia?
—¡Anda, picarona, que buen mozo te llevas!
—No lo llevará tan guapo Venturita.
—¡Quién sabe!—replicaba ésta.
Cecilia escuchaba estos dichos con la sonrisa en los labios y
ruborizada. Desde que habían comenzado los preparativos de boda, sus
mejillas, antes tan pálidas, estaban casi siempre arreboladas. Esta
animación y el brillo que la felicidad prestaba a sus ojos, si no
bonita, la hacían interesante y simpática. No hay muchacha que en
vísperas de casarse deje de serlo más o menos.
Cecilia era de condición reservada y silenciosa, sin dar por eso en
taciturna. Ordinariamente no hablaba más que cuando le dirigían la
palabra; pero sus contestaciones eran suaves, claras, precisas. No era
la nota distintiva de su carácter la timidez, que suele prestar soberano
hechizo a las jóvenes. Mas en sustitución de esta cualidad, poseía
nuestra heroína una serenidad dulce, cierta firmeza simpática en todas
sus palabras y ademanes que revelaban la perfecta limpidez de su
espíritu. Esta serenidad pasaba para algunas personas poco observadoras,
si no por orgullo, que bien claro estaba que Cecilia no lo tenía, por
frialdad de corazón. Creían, aun los más allegados a la casa, que era
incapaz de concebir una pasión viva y tierna. Acostumbrados a verla
impasible cumpliendo los deberes domésticos con la regularidad de un
reloj, les era forzoso un esfuerzo grande de penetración, que no todos
pueden llevar a cabo, para adivinar la verdadera fisonomía moral de la
primogénita de los Belinchón. La mayor parte de estos seres viven y
mueren desconocidos, porque no poseen una de esas cualidades brillantes
que seducen y atraen al que se acerca. La inocencia misma, aunque
parezca raro, pertenece a ese número, y no es la que menos relieve
presta al carácter de una mujer. Muy contados son los que saben apreciar
la hermosura que encierran estas almas cristalinas. La mirada se sumerge
en ellas sin hallar nada que despierte la atención. Pero lo mismo pasa
con ciertos venenos; igual con ciertos filtros que dan la vida. Porque
nuestros ojos torpes y limitados no vean los elementos de salud o de
muerte que hay en suspensión en ellos, ¿hemos de afirmar que no existen?
Difícil era averiguar las emociones tristes o placenteras que cruzaban
por el alma de Cecilia, aunque no imposible. No sabemos si ponía empeño
en ocultarlas o era forzada a ello por su misma naturaleza. Lo cierto es
que en la casa, hasta sus mismos padres las desconocían casi siempre. Se
trataba, verbigracia, de salir un día a visitas, o de comprarse un
vestido, doña Paula preguntaba a su hija con solicitud:
—¿Qué te parece, Cecilia?
—Me parece bien—contestaba ésta.
—Te parece bien, ¿de veras?—decía la madre mirándola fijamente a los
ojos.
—Sí, mamá, me parece bien.
Doña Paula siempre quedaba en duda de si en realidad le placía o le
disgustaba el vestido o lo que fuese.
Lloraba poquísimas veces, y aun esas, se ocultaba de tal modo para
hacerlo, que nadie lo sabía. El mayor disgusto que hubiera tenido, sólo
se denunciaba por una ligera arruguita en la frente; la mayor alegría
por un poco más de intensidad en la sonrisa delicada, esparcida
constantemente por su rostro. Cuando Gonzalo le escribió desde el
extranjero, así que leyó la carta se presentó a su madre y se la
entregó.
—¿Te gusta el muchacho?—le preguntó ésta después de leerla con más
emoción que había manifestado su hija al entregársela.
—¿Te gusta a ti?
—A mí sí.
—Pues si te gusta a ti y a papá, a mí también me gusta—replicó la
joven.
¿Quién pudiera imaginar después de estas frías palabras que Cecilia
estaba tiempo hacía profundamente enamorada? Sin embargo, como el amor
es el sentimiento humano más difícil de disimular, y después del
consentimiento de sus padres no había razón alguna para ocultarlo, lo
dejó ver con bastante claridad. En los temperamentos como el de nuestra
heroína, cualquier señal, por leve que sea, tiene una importancia
decisiva. La felicidad que henchía su corazón, brotaba, pues, a su
rostro a la vista de todos los que la conocían íntimamente. Pocos seres
habrán gozado más en la tierra que Cecilia en aquella temporada. Todo
aquel lienzo extendido por la estancia, aquellos patrones de papel, los
dibujos, los bastidores, los carretes de hilo, le hablaban un lenguaje
misterioso y tierno. Las tijeras al cortar _chis chis_, las agujas al
coser _cruj, cruj_, ¡le decían tantas cosas graciosas de lo futuro! Unas
veces le decían: «—¿Quién te verá, Cecilia, ir a misa los domingos del
brazo de tu marido? El te llevará el devocionario, te dejará ir al altar
de Nuestra Señora de los Dolores y se colocará detrás entre los hombres.
Luego te esperará a la salida, te ofrecerá el agua bendita y volverá a
cogerte del brazo». Otras veces le decían: «—Por la mañana temprano te
levantarás muy despacito para que él no se despierte, limpiarás su ropa,
pondrás los botones a su camisa, y cuando llegue la hora tú misma le
servirás el chocolate». Otras exclamaban de pronto: «—¡Y cuando tengas
un niño!» Entonces la novia sentía un vuelco gratísimo en el corazón;
sus manos temblaban y echaba una rápida mirada a las costureras temiendo
que hubiesen advertido su emoción.
Cuando las diferentes piezas de ropa estaban terminadas y planchadas,
Cecilia las iba poniendo cuidadosamente en una cesta. Así que estaba
llena la subía sobre la cabeza a uno de los cuartos de arriba, donde con
todo esmero y arte colocaba las camisas, las chambras, cofias y
peinadores sobre unos mostradores hechos al intento: las cubría
delicadamente con un lienzo, y luego se salía cerrando la puerta y
guardando la llave en el bolsillo.
Después que hubo saludado, Gonzalo fué a sentarse cerca de Pablito, y
pasándole la mano familiarmente por encima del hombro, le dijo al oído:
—¿Cuál es la que más te gusta?
Y al inclinarse hacia su futuro cuñado, clavaba una mirada intensa en
Venturita, que correspondió a ella con otra muy singular. Después ambos
las convirtieron a Cecilia. Esta no había levantado la cabeza del
bastidor.
—Nieves—respondió Pablo sin vacilar, y en el mismo tono de falsete.
—Lo sabía, y te aplaudo el gusto—dijo riendo Gonzalo.—¡Qué cutis de
raso!... ¡Qué dentadura!
—¡Y qué andares! Pasi-corta, ¿sabes?
Ambos miraban a la bordadora. Esta levantó la cabeza, y comprendiendo
que se trataba de ella, les hizo una mueca con la lengua.
—Vamos, no vale hablarse al oído—dijo doña Paula con la
susceptibilidad vidriosa que caracteriza a las mujeres del pueblo.
—Déjelos usted, señora—replicó Nieves.—Están hablando de mí: no hay
que quitarles el gusto.
—Cierto; Pablo me hacía notar el color rojo de ciertos labios, la
transparencia de cierto cutis, un pelo dorado a fuego...
—Valentina, entonces hablaban de ti—dijo Nieves ruborizada tocando en
el muslo a su compañera.
—¡Qué gracia! No te apures, mujer. ¡Si ya sabemos que eres la más
guapa!—dijo la otra visiblemente picada.
—¡Paz, paz, señoras!—exclamó Gonzalo.—Verdad que Pablo comenzó
hablándome de las perfecciones de Nieves; pero también es cierto que
pensaba continuar con las de todas las demás, si no se le hubiese
interrumpido... ¿No es eso, Pablo?
—Desde luego: contaba seguir con Valentina...
Esta levantó la cabeza y le miró con aquel gracioso ceño burlón que daba
carácter a su rostro.
—Ten cuidado, Nieves, que estos señoritos se pierden de vista.
Pablo, sin hacer caso de la interrupción, prosiguió:
—Después con Teresa y Encarnación, Elvira y Generosa. Hablaría también
de Venturita (para ponerla, por supuesto, por los pies de los caballos).
De Cecilia no, porque está comprometida, y algo diría también de mi
señora doña Paula, que, sin ofender a nadie, es la más hermosa de todas.
—¡Qué pillastre!—exclamó ésta admirada del donaire de su hijo.
Pablo se había levantado de la butaca, y abrazó a su madre con efusión.
—¡Quita, quita, adulador!—dijo ella riendo.
—Ve aflojando el bolsillo, mamá—dijo Venturita.
—¡Lo ves! La pata de gallo de siempre—exclamó iracundo el joven,
volviendo la cabeza hacia su hermana, mientras ésta se reía
maliciosamente sin levantar la suya del bastidor.
—Mucho has trabajado—dijo Gonzalo en voz baja, sentándose al lado de
su novia.
—Así, así—respondió Cecilia fijando en él sus ojos grandes, llenos de
luz.
—Mucho, sí; ayer no tenías bordado ese clavel... digo, me parece que es
clavel...
—Es jazmín.
—Ni esas dos hojas más.
—¡Bah! Eso no es nada.
—¿Y qué es lo que estás bordando?
Cecilia siguió moviendo la aguja sin contestar.
—¿Qué es lo que bordas?—preguntó Gonzalo en voz, más alta, pensando
que no le había oído.
—Una sábana... ¡calla!—replicó la joven levantando un poco los ojos
hacia las costureras y volviendo a abatirlos rápidamente.
Al mismo tiempo, los de Gonzalo y Venturita se tropezaron por encima de
la cabeza de Cecilia, y de ellos brotó una chispa.
—Ya ven ustedes que hay para todas—decía Pablito mirando al mismo
tiempo fijamente a Nieves, como diciendo: «No hagas caso, esto lo digo
por cumplir».
—¿Qué es lo que hay para todas, don Pablo?—preguntó Valentina con
tonillo irónico.
—Flores, criatura.
—Écheselas usted al Santísimo.
—Y a las niñas guapas como tú.
—Si no soy guapa, paso delante de las guapas y no les hago la venia,
¿sabe usted?
—¡Demonio! No hay que acercarse a esta Valentina; se levanta de
atrás—exclamó el apuesto mancebo.
El símil, aunque nada culto, y acaso por eso, hizo reir a las
costureras.
—A Valentina no le gustan los señoritos—manifestó Encarnación.
—Hace bien; de los señoritos no se saca más que parola, tiempo perdido
y a veces la desgracia para toda la vida—dijo sentenciosamente doña
Paula sin acordarse de que ella había sacado la felicidad.—Tocante a
eso, Sarrió está perdido. Apenas hay muchacha que se deje acompañar de
uno de su igual. El mozo ha de traer por lo menos corbata y hongo, y ha
de fumar con boquilla... aunque no tenga plato en que comer. Ninguna se
oculta ya para ir al obscurecer acompañada de algún señorito, y a la
vuelta de las romerías da grima verlas venir colgadas del brazo de ellos
cantando al alta la lleva... ¡Pobrecillas! No sabéis lo que os espera.
Porque el hijo de don Rudesindo se casó con la de Pepe la Esguila y el
piloto de la _Trinidad_ con la de Mechacan, se os figura que todo el
monte es orégano. Al freir será el reir... Mirad, mirad a Benita la del
señor Matías el sacristán. ¿Qué linda está y que compuestita, verdad?
—Benita está escriturada—dijo Encarnación.
—Escriturada, ¿eh? ¡Ya veréis de qué le vale la escritura!
—Señora, el novio no puede dejarla; si la deja, va a presidio por toda
la vida.
—Calla, calla, bobalicona; ¿quién os ha metido esas bolas por la
cabeza?
—Eso se sabe... vamos. Benita está consultada.
—Mire, señora—dijo Teresa, la morena sentimental,—la verdad en que
nosotras corremos peligro; tiene usted razón... ¿Pero qué quiere que
hagamos? Los artesanos de esta villa ¡están tan echados a perder! El que
más y el que menos pasa el domingo y el lunes en la taberna, y algún día
también por la semana. ¿Cuántos son los que traen el jornal a casa y lo
entregan a su mujer, dígame por su vida? Si es marinero, se le ve una
vez cada año; trae cuatro cuartos, y hala, otra vez para allá. Los
cuartos se concluyen, y la infeliz mujer se ve arrastrada, trabajando
para dar un pedazo de pan a sus hijos... Y luego, ¿qué saben ellos de
dar estimación ni un poco de gracia a la mujer? Si salen con ella un
domingo por la tarde, se van parando en todas las tabernas del camino,
dejándola, si se tercia, a la pobrecilla a la puerta, o llamándola para
que oiga alguna sandez, que la pone más colorada que una amapola...
¡Calle, calle, señora, si hay cada mostrenco que, como Dios me ha de
juzgar, no vale el pan que come!... El otro día encontré a Tomasina...
ya sabe, la del tío Rufo, que no hace tan siquiera un año que se casó
con un oficial de Próspero... Pues iba en aquel mismo instante a por dos
reales en casa de su padre para comprar un pan, porque en todo aquel día
no había comido un bocado. Su marido se bebe casi todo el jornal, y a
mitad de semana, ¡claro! tiene la infeliz que apretarse la barriga...
¡Válgate Dios! Y las más de las noches viene borracho perdido a casa, y
le da cada sopimpa que la deja por muerta. ¡Cuántas veces se va la
pobrecilla a la cama sin cenar y harta de palos!... Luego quieren que
una, viendo estas cosas... ¡Vaya, más vale callar! Lo que yo digo,
¡caramba! ya que la lleve a una el diablo, que la lleve en coche.
—Oye, tú—saltó Valentina levantando el rostro con su ceño habitual
algo más pronunciado,—no te pongas tan fanfarrona. Di que te gustan los
señoritos, bueno... yo no me meto en eso; pero no vengas quitando el
crédito a los rapaces de tu igual... Se emborrachan, los que se
emborrachan... Más de un señorito y mas de dos he visto yo venir como
cabras para su casa... Y pegan a sus mujeres, también los que pegan...
Si ellas no tuvieran la lengua larga, no las llevarían la mitad de las
veces... Atiende; y don Ramón el maestro de música cuando llegaba a casa
por la noche ¿daba bizcochos a su mujer? Tú lo debes de saber... bien
cerca vivías.
—Mujer, yo no hablo por todos—repuso Teresa amainando por el temor de
que su díscola compañera le sacase a relucir el acompañamiento nocturno
de Donato Rojo, el médico de la Sanidad,—sólo digo que los hay muy
brutos...
—Bueno, pues déjalos en paz y no te acuerdes de ellos, que ellos
tampoco se acuerdan de ti. Cada una es cada una, y la que más y la que
menos sabe por dónde corre el agua del molino.
—Oyes, Valentina—dijo Elvira sonriendo maliciosamente,—cuando te
cases, ¿piensas llevarlas de Cosme?
—Si las merezco las llevaré... Más quiero llevar dos bofetadas de mi
Cosme que el desprecio de un señorito, ¡alza!
—Así me gusta; ¡aprended, aprended, chiquillas!—dijo Pablito.
Gonzalo, después de un rato de conversación en voz baja con su novia, se
levantó, dió tres o cuatro vueltas por la sala, y vino a sentarse al
lado de Venturita, con la cual solía tener jarana. Gustaban ambos de
embromarse y retozar después que había nacido la confianza. La niña
estaba dibujando unas letras para bordar.
—No vengas a hacer burla, Gonzalo. Ya sabemos que dibujo mal—dijo
clavándole una mirada provocativa, relampagueante, que obligó al joven a
bajar la suya.
—No es cierto eso; no dibujas mal—respondió él en voz baja y levemente
temblorosa, acercando el rostro al papel que Venturita tenía sobre el
regazo.
—Pura galantería. Convendrás en que podía estar mejor.
—Mejor... mejor... todo puede estar mejor en el mundo. Está bastante
bien.
—Te vas haciendo muy adulador. Yo no quiero que te rías de mí, ¿lo
oyes?
—¡Oh! yo no me río de nadie... pero mucho menos de ti...—repuso él sin
levantar los ojos del papel, con voz cada vez más baja y visiblemente
conmovido.
Venturita tenía siempre los ojos fijos en él con una expresión
maliciosa, donde se leía claramente el triunfo del orgullo satisfecho.
—Vamos, dibújalas tú, señor ingeniero—dijo alargándole con gracioso
despotismo el papel y el lápiz.
El joven los tomó y osó levantar la vista hacia la niña; pero la bajó en
seguida como si temiera electrizarse. Plantó el libro, que ella tenía en
el regazo, sobre sus rodillas, aplicó encima un papel blanco, y se puso
a dibujar. Mas en vez de las letras, comenzó a trazar con soltura la
cabeza de una mujer. Primero el pelo partido en dos trenzas, después la
frente estrecha y bonita, luego una nariz delicada, una boca pequeña, la
barba admirablemente recortada unida a la garganta por una curva suave y
elegante... Se parecía prodigiosamente a Venturita. Esta, apoyada sobre
el hombro de su futuro hermano, seguía los movimientos del lápiz. Poco a
poco se iba esparciendo por su rostro una sonrisa vanidosa. Después de
trazar la cabeza, Gonzalo siguió con el busto. Le puso el peinador o
_matinée_ que la niña vestía, y se entretuvo buen rato a dibujar
minuciosamente los lazos de seda con que se sujetaba por delante. Cuando
el retrato estuvo terminado. Venturita le dijo con acento picaresco:
—Ahora, pon debajo quién es.
El joven levantó la cabeza y sus miradas chocaron sonrientes. Luego, con
viveza y decisión, escribió debajo de la figura: _Lo que más quiero en
el mundo._
Venturita tomó el papel entre las manos y lo contempló unos instantes
con deleite. Después, haciendo una mueca de fingido desdén, se lo alargó
otra vez diciendo:
—Toma, toma, embustero.
Pero antes de llegar a manos de Gonzalo, Cecilia extendió la suya y se
lo arrebató riendo.
—¿Qué papelitos son ésos?
Venturita, como si la hubieran pinchado, brincó en el asiento y sujetó
fuertemente la muñeca de su hermana.
—¡Trae, trae, Cecilia! ¡Deja eso!—exclamó con el rostro echando fuego,
contraído por forzada sonrisa.
—No; quiero verlo.
—Ya lo verás después; ¡suelta!
—Quiero verlo ahora.
—Vamos, niña, déjaselo ver. ¿Qué te importa?—dijo doña Paula.
—No quiero que me lo quite nadie por fuerza—gritó poniéndose seria.
Después, comprendiendo la imprudencia de esto, tornó a ponerse risueña.
—Vamos, Cecilia, suelta; no seas mala.
—¡Vaya un empeño! ¡Suelta tú, que me lastimas!
—¿Quién eres tú para quitarme el papel de la mano?—profirió con rabia,
poniéndose esta vez seria de verdad.—¡Suelta, suelta, fea, narices de
cotorra, tonta!... ¡Suelta, o te araño!—añadió con los ojos
centelleantes y la faz descompuesta por la cólera.
Al verla de aquel modo, la risa que agitaba el pecho de Cecilia
paralizóse súbito, y abriendo sus grandes ojos donde se pintaba la
sorpresa, exclamó:
—¡Jesús! Pareces loca, niña. Toma, toma, no vaya a darte algo.
Y soltó el papelito que arrugaba en el puño. Venturita, la faz alterada
aún, lo hizo mil trozos.
—¡En los días de mi vida he visto una criatura más loca!—exclamó doña
Paulina santiguándose.—¡Ave María! ¡Ave María! ¿De quién has sacado ese
genio, chiquilla?
—Sería de ti—respondió Venturita enfoscada, sin mirar a nadie.
—¡Desvergonzada!... ¡Si no fuera mirando a que hay gente delante!...
¿Cómo contestas de ese modo a tu madre, pícara? ¿No sabes los
mandamientos de la ley de Dios? Mañana mismo te llevo a confesar con don
Aquilino.
—Bueno, dale memorias a don Aquilino.
—¡Espera, espera, grandísima pícara!—gritó la señora haciendo ademán
de levantarse para castigar a su hija.
Pero en aquel instante aparecía en la puerta la figura de don Rosendo
con bata multicolor y gorro de terciopelo con borla de seda.
—¿Qué pasa?—preguntó sorprendido viendo la actitud airada de su
esposa.
Esta le puso al corriente, sofocada por los sollozos, de la falta de
respeto de su hija.
Don Rosendo se creyó en el caso de arrugar el entrecejo, y decir con
tono solemne:
—Eso está mal hecho, Ventura. Ve a pedir perdón a tu mamá.
Se le conocía que estaba distraído, absorto por algún pensamiento, y que
aquel suceso doméstico no conseguía más que a medias arrancarle de su
preocupación.
Sin embargo, al ver a la chica inmóvil, en actitud altiva y desdeñosa,
dijo de nuevo, con más firmeza:
—Vamos, hija, ve a pedirla perdón, ya que la has ofendido.
La niña hizo su peculiar mohín de desprecio con los labios, y murmuró
muy bajito:
—¡Sí, en eso estoy pensando!
—Vaya, Ventura, ¿qué murmuras ahí? Anda, antes que me enfade.
—Anda, anda, Venturita. Ve allá. No seas así—le dijeron por lo bajo
las costureras.
—No me da la gana. ¿Queréis dejarme en paz?—les respondió ella en voz
baja también, mas con acento iracundo.
—¿No quieres ir?—preguntó don Rosendo con afectada severidad.—¿No
quieres ir?
La niña permaneció inmóvil y silenciosa.
—¡Pues sal de aquí ahora mismo! ¡Quítate de mi vista!
Venturita se levantó de la silla, pasó por el medio del concurso erguida
y enfurruñada, y salió de la sala dando un gran portazo.
Don Rosendo, después de permanecer un momento inmóvil con los ojos
puestos en la puerta por donde su hija había salido, volvióse diciendo:
—Siento mucho estar tan fuerte con mis hijas... pero algunas veces no
hay más remedio.


VII
QUE TRATA DE DOS TRAIDORES

Borróse súbito de su noble faz pseudomarítima la temerosa expresión que
la obscurecía, y apareció de nuevo aquella otra distraída, signo de
constantes meditaciones.
—Gonzalo, si no te molesta, te rogaría que pasases conmigo al
despacho—manifestó dirigiéndose a su futuro yerno.
Este, que durante la anterior escena había empalidecido y vuelto a su
ser varias veces, tornó a desconcertarse. Nada menos se le ocurrió que
don Rosendo se había percatado de la instabilidad de sus sentimientos
amorosos, y le iba a pedir de ello estrecha cuenta. Fuese, pues, detrás
de él cabizbajo y receloso, y penetró en el escritorio. Era una estancia
espaciosa, amueblada con lujo de comerciante rico: gran mesa de caoba
maciza, armarios de caoba también, donde había más legajos de papeles
que libros, alfombra de terciopelo, divanes forrados de brocatel, y
escribanía de plata enorme como un monumento. Cerca de la cuarta parte
de esta cámara ocupábalo un montón de paquetitos envueltos en papel de
varios colores, que para cualquiera que por primera vez entrase en ella,
sería un misterio. No lo era para Gonzalo ni para ninguno de los íntimos
de la casa. Aquellos paquetes guardaban palillos de dientes.
¿Cómo?—preguntará el lector.—¿Don Rosendo Belinchón, un negociante de
tanto fuste, comerciaba también en palillos de dientes? No, don Rosendo
no comerciaba con ellos, los fabricaba. Y esto no con el fin de
especular, cosa indigna de su categoría, sino por pura y desinteresada
inclinación de su espíritu. Desde muy joven se le había manifestado. Las
asiduas ocupaciones del comercio y las vicisitudes por que había pasado
su existencia, no le habían consentido satisfacer esta pasión sino de
una manera precaria en los ratos materialmente perdidos. Pero desde que
pudo dejar el escritorio confiado a algunos fieles dependientes,
entregóse de lleno con alma y vida a tan útil y honesta distracción. Por
la mañana en la tienda de Graells, por la tarde en el Saloncillo, por la
noche en su casa o en la de don Pedro Miranda, siempre trabajando. Su
criado ocupaba una gran parte del día en cortarle unos tacos de avellano
seco perfectamente iguales, de donde su mano diestra había de sacar la
gala de los palillos.
Y como no se daba punto de reposo, ni aun en los días festivos, la
producción era excesiva. No había bastantes consumidores en la villa, y
se veía necesitado a remitir paquetes de ellos a los amigos de la
capital, cuando el montón del despacho llegaba al techo. Gracias a los
esfuerzos nobilísimos de este claro representante de su comercio,
podemos decir con orgullo que Sarrió, en tal ramo interesante del
progreso, se hallaba a la altura de las grandes capitales. Ninguna otra
villa española o extranjera podría sufrir con ella competencia. En casa
del rico, como en la del menestral, jamás faltaba un bien abastecido
palillero, testimonio indiscutible de la refinada cultura de sus
habitantes.
Señaló don Rosendo un diván a su hijo en ciernes, y éste, asustado,
dejóse caer en él hundiéndole profundamente. Acercó después el
comerciante una silla con ademán misterioso, y sentándose frente al
joven y mirándole entre risueño y avergonzado, dijo, dándole al propio
tiempo una palmadita en el muslo:
—Vamos a ver, Gonzalito: ¿qué te parece de la cuestión del matadero?
—¿El matadero?—preguntó aquél abriendo unos ojos como puños.
—Sí, el nuevo matadero; ¿crees que debe emplazarse en la Escombrera, o
en la playa de las Meanas detrás de las casas de don Rudesindo?
Gonzalo vió el cielo abierto, y, sonriendo de placer, respondió:
—Yo creo que en la playa de las Meanas estaría bien... Muy abierto
aquello... muy ventilado...
Pero notando que la frente de su suegro se fruncía, y en sus ojos se
apagaba repentinamente la sonrisa, añadió balbuciendo:
—Tampoco me parece que estaría mal en la Escombrera...
—Mucho mejor, Gonzalo... ¡Infinitamente mejor!
—Puede, puede.
—Hombre, tan puede ser, que reservadamente te diré que el emplazarlo en
la playa lo juzgo (hazme el favor de guardar reserva sobre esta
opinión), lo juzgo... una verdadera insensatez... u-na ver-da-de-ra
in-sen-sa-tez—repitió señalando mejor todas las sílabas.
—Y esta opinión mía—añadió—no vayas a figurarte que es de ayer
mañana, sino de toda la vida. Desde que fuí capaz de entender ciertas
cosas, comprendí que el matadero no debía estar donde hoy está. En una
palabra, que debía trasladarse. ¿Dónde? Una voz interior me decía
siempre que a la Escombrera. Antes de poder dar ninguna razón
científica, estaba tan convencido como ahora de que allí debía
emplazarse, y no en otra parte. Hoy que la resolución del problema se
aproxima, me creo obligado a sostener esta opinión, a comunicar al
pueblo mi pensamiento y el resultado de mis meditaciones. Si no tienes
que hacer voy a leerte la carta que dirijo con este motivo al _Progreso
de Lancia._
Y en efecto, sin aguardar la contestación de Gonzalo, se dirigió a la
mesa, tomó unos pliegos de papel que había sobre ella, se puso las
gafas, y acercándose al balcón dió comienzo, no sin cierta emoción que
se le traslucía en la voz, a la lectura de la carta.
Estaba escrita en papel comercial, grande y rayado. Todas las que desde
hacía años dirigía al _Progreso de Lancia_ y a otros periódicos de la
capital de la provincia, iban escritas en el mismo papel por las dos
caras. Aún no sabía que para la imprenta debía escribirse por una
solamente. Pero muy pronto adquirió este precioso conocimiento, como
hemos de ver.
Casi al mismo tiempo que la de los palillos de dientes había nacido en
don Rosendo Belinchón la afición a escribir comunicados a los
periódicos: es decir, que databa de una remota antigüedad. Ardiente
partidario de los progresos humanos, de las reformas en todos los
órdenes, de la discusión y de la luz, claro está que la prensa había de
infundirle respeto y entusiasmo. Los periódicos habían sido siempre un
elemento indispensable de su existencia. Estaba suscripto a muchos
nacionales y extranjeros; porque, como educado para el comercio, conocía
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