El cuarto poder - 02

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Un alguacil octogenario se acercó al respaldo del palco con la gorra
azul de grande visera charolada en la mano. El alcalde conferenció con
él algunos momentos. Marcones subió a la cazuela bajando poco después
con un joven en traje de marinero, agarrado del brazo. Ambos se
acercaron al palco presidencial.
Don Roque comenzó a increparle procurando apagar la voz y consiguiéndolo
a medias. Se oía de vez en cuando:—«¡Zopenco!»... «no tenéis pizca de
educación»... «animal de bellota»... «¿Te figuras que estás en la
taberna?» El marinero aguantaba la rociada con los ojos en el suelo.
Una voz gritó desde el patio:
—Que lo lleven a la cárcel.
Pero desde la cazuela contestó otra al instante:
—Que lleven también a Pepe de la Esguila.
—¡Silencio! ¡Silencio!
El alcalde, después de haber reprendido y amenazado ásperamente a
Percebe, le dejó volver otra vez a su sitio, con gran satisfacción de la
cazuela, que lo recibió con hurras y aplausos.
La orquesta, callada un instante, tornó a su infernal preludio. Antes
que éste se terminase, comenzaron a salir por las trampas del escenario
hasta una docena de diablos con sendas y enormes pelucas de estopa, el
rabo de etiqueta, y teas encendidas en las manos. Así como se hallaron
sobre el entarimado y cerradas convenientemente las trampas, dieron
comienzo, como es lógico, a una danza fantástica; pues bien sabido es de
antiguo que no pueden estar juntos cuatro demonios sin entregarse con
furor al baile.
Los espectadores seguían con extremada curiosidad sus
vivos y acompasados movimientos. Un chiquillo lloró. El público obligó a
su madre a que lo sacase.
Mas hete aquí que con tanto ir y venir, pasar y rozarse los ministros de
Belcebú en aquel no muy amplio recinto, una tea llegó a prender fuego a
la peluca de uno de ellos. El pobre diablo, sin darse cuenta de ello,
siguió bailando cada vez con más infernal arrebato. El público reía a
carcajadas esperando el próximo desenlace de aquel incidente. En efecto,
cuando sintió caliente la cabeza más de la cuenta el espíritu maligno,
se apresuró a arrancarse la peluca, y la careta, quedando al descubierto
el rostro de _Levita_, donde se pintaba el terror.
—_¡Levita!_—gritó el público alborozado.
El granuja que tenía este apodo, privado de sus atributos infernales,
confuso y avergonzado, se retiró de la escena.
Al poco rato empezó a arder otra peluca. Nuevos murmullos y mayor
ansiedad por ver la metempsícosis de aquel ángel exterminador. No se
hizo esperar. Al cabo de pocos minutos la peluca y la careta volaban por
el aire como encendido cometa.
—_¡Matalaosa!_—gritaron todos. Una inmensa carcajada sonó en el
teatro.
—_Mátala_, no te descubras que te vas a constipar—dijo uno desde la
cazuela.
_Matalaosa_ se retiró avergonzado como su compañero _Levita_.
Todavía ardieron otras dos o tres pelucas, poniendo a la vergüenza a
otros tantos pillastres de la calle que servían de comparsas en el
teatro. El baile se terminó al fin sin más incendios.
Una vez sepultados de nuevo en el Averno los demonios que se habían
salvado de la quema, se presentaron en la escena un gallardo mancebo, de
oficio pastor, a juzgar por el pellico que le tapaba la espalda, y una
hermosa doncella de idéntica profesión. Los cuales, en el mismo punto,
siguiendo el antiguo precepto que obliga a todo pastor a estar enamorado
y a toda pastora a mostrarse esquiva, comenzaron su diálogo, donde las
quejas amorosas y los tiernos lamentos de él contrastaban con las
indiferentes carcajadas de ella. Alegres y regocijados se hallaban
todos, lo mismo los del patio que los de la cazuela, con las sabrosas
razones que pasaban en la escena, cuando a la puerta del teatro se oyó
una gran voz que dijo:
—Don Rosendo, está entrando la _Bella-Paula._
El efecto que aquel inesperado grito produjo, fué inexplicable. Porque
no sólo don Rosendo se levanta como impulsado por un resorte y se
apresura con mano trémula a ponerse el abrigo para salir, sino que por
todo el concurso se esparció un fuerte rumor acompañado de viva
agitación que estuvo a punto de interrumpir el diálogo pastoril. Los
menestrales del patio lanzáronse acto continuo a la calle. De la cazuela
bajaron con fuerte traqueteo casi todos los marineros que allí había. Y
de los palcos y butacas salieron también numerosas personas. A los pocos
minutos no quedaban apenas en el teatro más que las mujeres.
Cecilia se había quedado inmóvil, pálida, con los ojos clavados en la
escena. Su madre y hermana la miraban en tanto con semblante risueño.
—¿Por qué me miráis de ese modo?—exclamó volviéndose de pronto. Y al
decir esto se puso fuertemente colorada.
Doña Paula y Venturita soltaron una carcajada.


II
DEL FELIZ ARRIBO DE LA «BELLA-PAULA»

El pelotón de espectadores corrió por las calles en dirección al muelle.
Delante, rodeado de seis u ocho marineros, de su hijo Pablo y algunos
amigos, iba don Rosendo, silencioso, preocupado, escuchando los
comentarios de sus acompañantes, que los pronunciaban con la voz
entrecortada por la fatiga.
—Tiene suerte don Domingo; llega con más de media marea—dijo un
marinero aludiendo al capitán de la _Bella-Paula._
—¿Qué sabes tú si llega ahora? Bien puede estar fondeado desde la
tarde—respondió otro.
—¿Dónde?
—¿Dónde ha de ser, mamón? en la concha—replicó el otro enfureciéndose.
—Si hubiera estado se vería, tío Miguel.
—¿Cómo lo habías de ver, papanatas?... ¿Has estado por si acaso en la
peña Corvera?
—La bandera de la _Bella-Paula_ se ve por encima de la peña, tío
Miguel.
—¡Qué bandera ni qué mal rayo que te parta!
—¿Qué carga trae, don Rosendo?—preguntóle al armador uno de los que le
acompañaban.
—Cuatro mil quintales.
—¿Escocia?
—No; todo Noruega.
—¿Viene a bordo el señorito de las Cuevas?
Don Rosendo no contestó. Al cabo de un momento de marcha cada vez más
precipitada, se volvió diciendo:
—A ver; es necesario avisar a don Melchor que está entrando la
_Bella-Paula_.
—Yo iré—respondió un marinero destacándose del pelotón y marchando a
internarse otra vez en el pueblo.
Llegaron al muelle. La noche estaba fría, sin estrellas: el viento
acostado: la mar en calma. Dejaron el antiguo y diminuto muelle y se
dirigieron a la punta del Peón recién construída que avanzaba bastante
más por el mar. Brillaba en la obscuridad tal cual farolillo de los
barcos anclados. Apenas se advertía la espesa red de su jarcia. Los
cascos aparecían como una masa negra informe.
Los recién llegados no vieron un grupo mucho mayor de gente que se
apiñaba en la punta misma del malecón hasta que dieron sobre él. Todos
guardaban silencio con los ojos puestos en el mar, esforzándose por
advertir entre las tinieblas las maniobras del buque. Las olas, que
rompían blandamente contra las peñas más próximas, blanqueaban de vez
en cuando en la obscuridad.
—¿Dónde está?—preguntaron varios de los espectadores del teatro
sacándose los ojos por ver algo.
—Allí.
—¿Dónde?
—¿No ve usted aquí, hacia la izquierda, una lucecita verde?... Siga
usted mi mano.
—¡Ah, sí, ya la veo!
Don Rosendo subió al segundo cuerpo del paredón, y encontró allí ya a
don Melchor de las Cuevas. Era éste un caballero alto, muy alto, enjuto,
afeitado a la usanza de los marinos, esto es, dejando la barba por el
cuello como una venda. Tenía más razón para ello que la mayoría de los
vecinos de Sarrió que se afeitaban de este modo, pues pertenecía al
honroso cuerpo de la Armada, si bien en calidad de retirado. Pero en los
puertos de mar, particularmente cuando la población es pequeña, como la
en que nos hallamos, el elemento marítimo predomina y se infiltra de tal
modo, que todos los habitantes, sin poderlo remediar, sin darse cuenta
de ello, adoptan ciertos usos, palabras y formas de vestir de los
marinos.
Habría sido apuesto y galán el señor de las Cuevas en sus tiempos
juveniles; porque hoy, a los setenta y cuatro años, es un hombre brioso,
erguido, de vivos y penetrantes ojos, nariz aguileña, noble y
descubierta frente. Toda su figura anuncia energía y decisión.
Estaba en pie sobre uno de los asientos adheridos al pretil del paredón,
con unos enormes anteojos de mar dirigidos hacia la lucecita verde que
brillaba con intermitencias allá a lo lejos. Era con mucho la figura más
elevada que salía del grupo de espectadores.
—¡Don Melchor, usted aquí ya!... Acabo de enviarle un recado a su casa.
—Hace una hora que he venido—repuso el señor de las Cuevas, separando
los anteojos de la cara.—He visto la barca desde el mirador poco
después de puesto el sol.
—Debía suponerlo. ¿Cómo se le había a usted de escapar nada que pase
por ahí afuera?
—Tengo mejor vista que cuando era un mozo de veinte años—dijo don
Melchor con firme entonación y en voz alta para que lo oyesen.
—Lo creo, lo creo, don Melchor.
—A quince millas veo virar una lancha bonitera.
—Lo creo, lo creo.
—Y si me apuran un poco—profirió en voz más alta aún,—les cuento las
portas a las fragatas que cruzan para el Ferrol.
—Arríe, arríe un poco, don Melchor—dijo una voz.
Hubo en la obscuridad carcajadas reprimidas, porque el señor de las
Cuevas inspiraba respeto profundo a toda la marinería.
El viejo marino volvió airado la cabeza hacia el sitio donde había
salido la cuchufleta. Esforzóse en penetrar las tinieblas en silencio
algunos instantes, y al cabo dijo con voz ronca:
—Si supiese quién eres, pronto te arriaba yo en banda a la mar.
Nadie osó decir una palabra, ni hubo el más leve conato de risa. En
Sarrió se sabía que el señor de las Cuevas era muy capaz de hacerlo como
lo decía. Había servido en la marina de guerra más de cuarenta años,
gozando siempre opinión de oficial bravo y pundonoroso, pero al mismo
tiempo de una severidad que rayaba en barbarie. Cuando ya ningún
comandante de buque se acordaba de nuestras antiguas ordenanzas
marítimas, don Melchor se empeñaba en ponerlas en práctica y en todo su
rigor. Contábase con terror en el pueblo, que había ahogado a un
marinero por pasarlo tres veces debajo de la quilla, según prescribía la
ordenanza para ciertas faltas; y a más de ciento había derrengado a
palos o les había levantado el pellejo con el chicote. Además no había
en Sarrió piloto o marinero que se las pudiese haber con él en lo
referente a la mar, lo mismo en el conocimiento del tiempo, que en las
maniobras de los barcos; en todos los secretos de la navegación.
La lucecita verde se iba acercando con lentitud. Percibíase ya el bulto
de la _Bella-Paula_ a simple vista, y además otros dos o tres puntitos
negros cerca de ella, que cambiaban a menudo de sitio. Eran la lancha
del práctico y los botes auxiliares para tirar del barco cuando fuese
necesario. Como el viento no soplaba apenas, la corbeta mantenía izadas
todas las velas. Sin embargo, ya estaba demasiado cerca del paredón para
que esto no constituyese un peligro. Al menos don Melchor así lo
entendió, porque comenzó a jurar por lo bajo y a mostrarse inquieto. No
pudiendo resistir más, a sabiendas de que no le habían de oir, gritó:
—Aferra las gavias, Domingo. ¿Qué aguardas?
Apenas había acabado de pronunciar estas palabras, cuando se vieron
sobre las cofas los bultos casi imperceptibles de los marineros.
—¡Acabáramos!—exclamó don Melchor.
—¡Sí, que Domingo se chupa el dedo!—dijo por lo bajo el marinero a
quien el señor de las Cuevas había amenazado.
El casco de la corbeta, pintado de negro con una banda blanca en la obra
muerta, se destacó al fin con pureza del fondo obscuro. Los ojos de los
espectadores, habituados ya a las tinieblas, veían perfectamente todo lo
que pasaba a bordo. Sobre el puente había dos bultos, el del capitán y
el del práctico. En la proa uno, el del piloto.
—¿Y la escandalosa?—gritó de nuevo don Melchor.
La escandalosa de mesana, como si obedeciese a su voz, cayó. La barca
siguió acercándose cada vez con más pausa. El viento no conseguía
henchir las velas bajas: la cangreja pendía del palo lacia y desmayada
como un vestido de baile usado. Pronto quedaron aferradas aquéllas y
arriada ésta, y el barco comenzó a caminar con sosiego desesperante
remolcado por los dos botes. Las figuras de los remadores se levantaron
acompasadamente sobre los bancos. Y la voz de los patrones
gritando:—¡Hala avante! ¡hala duro!—rompió con brío el silencio de la
noche.
Pero los tirones eran tan débiles con relación a la masa, que el buque
apenas se movía. Cuando al cabo de un cuarto de hora consiguió acercarse
unas treinta brazas de la punta del Peón, largó un cabo, que uno de los
botes trajo al malecón para ayudar a virar a la corbeta.
—¡Capitán, capitán!—gritó uno con voz estentórea desde el grupo.
—¿Qué hay?—contestaron del buque.
—¿Viene a bordo el señorito de las Cuevas?
—Sí.
—Pues ojo con el señorito de las Cuevas... Los demás que se ahoguen.
La broma produjo gran algazara en la muchedumbre. Volvió a reinar el
silencio. La corbeta comenzaba a virar, apoyada en el cabo de tierra,
que rechinaba con la tensión. La gente del muelle se puso a hablar con
la de a bordo. Pero ésta se mostraba silenciosa, taciturna, atendiendo a
las maniobras más que a las preguntas que les dirigían. Entonces el
temperamento burlón de la marinería en aquella comarca se ostentó de
nuevo. Los de tierra comenzaron a dar vaya a los de a bordo, sobre todo
a un cierto sujeto que parecía un montón de pelos, a quien apodaban
Tanganada, el cual se movía de un lado a otro, con la gracia de un oso,
manejando los cables, y lanzando gruñidos de desprecio a la muchedumbre.
—Oyes, Tanganada; ya tendrás ganas de comer una cazuela de bacalao,
¿verdad?
—Alégrate, Tanganada; hay sidra en el lagar de Llandones.
—¿Hacía calor en Noruega?
—¡Allí te quisiera ver yo, ladrón!—gruñó Tanganada, mientras aferraba
una vela.
Los marineros saludaron la frase con grandes carcajadas.
—¡Larga tierra!—gritó el práctico desde el puente.
—¡Hala a bordo!—contestó el marinero que tenía el socaire soltando el
chicote. El cable cayó al mar, y comenzó a subir velozmente por el
costado del buque.
Este se encontraba al abrigo del malecón, pero no había marea bastante
para atracar al antiguo muelle. El capitán dió una voz al piloto.
—¡Fondo!
El piloto dijo a los marineros que tenía a su lado:
—¡Arría!
El ancla cayó al mar con un ruido estridente de cadenas. La barca se
dispuso a virar sobre ella.
—¿Vas a amarrarte a tierra, Domingo?—preguntó don Melchor.
—Sí, señor—respondió el capitán.
—No hay necesidad; amárrate en dos. Dentro de una hora podrás
enmendarte.
—Tanto me cuesta uno como otro—dijo en voz baja el capitán alzando los
hombros, y luego en voz alta añadió:
—¡Echa la de uso!
Otra ancla cayó al mar con el mismo ruido.
—¿Cómo le va a usted, tío?—dijo una voz dulce y varonil desde a bordo.
—Hola, Gonzalito. ¿Llegas bueno, hijo mío?
—Perfectamente; voy allá ahora mismo.
Y se bajó con gran agilidad por un cable al bote.
—Vamos a esperarle—dijo don Rosendo poniéndose a andar.
Pero la mano del señor de las Cuevas le sujetó como unas tenazas por el
brazo.
—¿Dónde va usted, hombre de Dios?
—¿Qué es eso?—preguntó el armador asustado.—¡Ah, es cierto! ¡No me
acordaba de que estábamos en el segundo paredón!... La obscuridad...
Tanto tiempo aquí... El mareo de estar con la vista fija... en el
barco... ¡Dios mío! ¿Qué hubiera sido de mí si usted no me sujeta?
—Pues nada, se hubiera usted deshecho los sesos contra las losas de
abajo.
—¡Virgen Santísima!—exclamó don Rosendo poniéndose horriblemente
pálido. La frente se le cubrió de un sudor frío, y las piernas le
flaquearon.
—No tenga usted miedo por lo que ya pasó, amigo. Bajemos a recibir a
Gonzalito.
Bajaron en efecto al muelle, donde acababa de saltar un joven alto,
rubio, de gallardo aspecto, vestido con un largo gabán que casi le
llegaba a los pies.
—¡Tío!
—¡Gonzalo!
Se fueron acercando, hasta que quedaron abrazados los dos gigantes.
También don Rosendo saludó con efusión al joven; pero estaba tan
preocupado con el peligro que había corrido su existencia, que al
instante volvió a ponerse sombrío y melancólico. Apenas pudo contestar a
las preguntas que el contramaestre le hizo, pidiéndole instrucciones por
encargo del capitán.
Pusiéronse en marcha luego hacia la casa de don Melchor, situada en lo
más alto de la villa, señoreando una extensión inmensa de mar. Durante
el camino, Gonzalo dejó que su tío fuese delante, y un poco acortado
hizo algunas preguntas a don Rosendo acerca de su familia.
—¿Cómo está doña Paula? ¿Le ha desaparecido la rija del ojo? ¿Y Pablo?
¿Continúa con la misma afición a los caballos? ¿Y Venturita? Estará
hecha una mujer ya, ¿verdad?... (Pausa.) ¿Cecilia está buena?—terminó
preguntando rápidamente.
A todas sus preguntas respondió el señor de Belinchón con monosílabos.
—¿Sabes, Gonzalo—dijo parándose de pronto,—que por un poco me mato
ahora mismo?
—¡Cómo!
Le contó con prolijidad el percance del muelle. Terminado el relato,
cayó en una profunda consternación.
—¿Supongo que la familia ya estará en la cama?—preguntó Gonzalo
después que hubo deplorado bastante (al menos en su concepto) el
peligro del comerciante.
—No; están en el teatro... No sabe uno dónde la tiene; ¿verdad,
querido?
—¡Hola! ¿Hay compañía?
—Sí, desde hace unos días. ¿Crees que me hubiera matado, Gonzalo?
—Phs... tal vez se hubiera usted roto una pierna, o las dos... o una
costilla.
—¡Menos malo!—exclamó el señor de Belinchón dejando escapar un
suspiro.
En esto se habían internado ya bastante en la población, y al llegar a
cierta calle, don Rosendo se despidió del tío y del sobrino. Dióle éste
la mano con visible tristeza.
—Voy al teatro a buscar a la familia. Hasta mañana; que descanses,
Gonzalo.
—Hasta mañana... Recuerdos.
El señor de las Cuevas y su sobrino se emparejaron caminando lentamente
la vuelta de la casa del primero. Cayó entonces sobre el viajero un
chaparrón de preguntas, no relativas a su estancia en Inglaterra, sino
todas ellas referentes al viaje por mar. «¿Qué tal el viento? de bolina
siempre, ¿verdad?... ¿No se os cayó alguna vez? El barco no cabecearía
mucho; viene bien cargado... ¿Y las corrientes? No marearíais siempre
con toda la tela, ¿eh? ¿A que habéis arrizado a la salida de Liverpool?
¡Conozco, conozco el paño!
Respondía Gonzalo con distracción a las preguntas, que, por otra parte,
entendía a duras penas. Iba cabizbajo y melancólico. Observándolo al fin
su tío, se paró en firme y dijo:
—¿Qué tienes, Gonzalito? Parece que estás triste.
—¿Yo? ¡Ca! No, señor.
—Juraría que sí.
Siguieron otro rato en silencio, y don Melchor, dándose una palmada en
la frente, exclamó:
—¡Ya sé lo que tienes!
—¿Qué?
—Mal de la tierra. A mí me ha pasado siempre lo mismo. Cuando saltaba
en tierra después de algún viaje ¡me entraba una desazón, una tristeza,
un deseo tan grande de volverme a bordo! Duraba dos o tres días hasta
que me iba acostumbrando. El caso es que tenía afán de llegar al puerto;
pero, una vez en él, echaba de menos la vida de a bordo. No sé lo que
tiene el mar que atrae, ¿verdad?... ¡Aquel aire tan puro!... ¡Aquel
movimiento!... ¡Aquella libertad!... A que sientes ganas de volverte al
barco, ¿eh?—terminó diciendo con una sonrisa maliciosa que acreditaba
su extremada perspicacia.
—Malditas... De lo que tengo gana, tío, voy a decírselo en confianza...
es de ver a mi novia.
Don Melchor quedó asombrado.
—¿De veras?
—Lo que usted oye.
Reflexionó un momento el señor de las Cuevas, y al cabo dijo:
—Bien; si quieres puedes ir al teatro a saludarla... Mientras tanto, yo
voy a ver cómo se enmienda Domingo.
—¿De qué se ha de enmendar? Es una persona excelente—repuso el joven
sonriendo.
El tío, sin comprender la ironía, le miró con desprecio.
—Vaya, veo que vienes tan ignorante como has ido... Te aguardo para
cenar.
—No me aguarde usted, tío—contestó Gonzalo, que ya estaba
lejos.—Quizá no cene.
Y sin tomar carrera, pero con extraña velocidad, gracias a sus
descomunales piernas, salvó las calles, alumbradas por algunos raros
faroles de aceite, en dirección al teatro. Cualquiera que le tropezase
en aquella hora le diputaría por un inglesote de los muchos que llegan a
Sarrió mandando barcos unas veces, otras a reconocer cotos mineros o a
montar alguna industria. Su estatura colosal, su corpulencia, no son los
signos característicos de la raza española, siquiera nos hallemos en una
de las provincias del Norte. Luego, aquel gabán tan largo, las botas de
tres suelas, el sombrero de forma exótica, denunciaban claramente al
extranjero. Pues mirándole al rostro acababa de completarse la ilusión,
porque era blanco y terso y adornado con larga barba rubia, los ojos
azules, o más propiamente garzos, al igual de los que se ven casi sin
excepción en las razas septentrionales. Aprovechemos los cortos momentos
que nos quedan antes que llegue al teatro para proporcionar al lector
algunos datos biográficos acerca de este mancebo.
La familia de las Cuevas a la cual pertenece, venía siendo de gigantes y
marinos, desde tiempo inmemorial. Marino había sido su padre, marino su
abuelo, marinos sus tíos, y marinos también los hijos de éstos. Gonzalo
quedó huérfano de padre y madre cuando no contaba ocho años de edad,
dueño de una fortuna no despreciable, administrada por su tío y tutor
don Melchor, en cuyo poder y guarda le dejó el padre al morir. Bien
quisiera el viejo marino que su pupilo continuase la no interrumpida
tradición del linaje de las Cuevas en cuanto a la carrera. Para
despertarle la afición o inclinarle a la marina, le compró una preciosa
balandra donde ambos se paseaban por las tardes o salían de pesca.
Pero todos los propósitos del buen caballero se estrellaron contra las
aficiones terrestres de su sobrino. De la mar no le gustaban a éste más
que los peces; pero aderezados ya y humeando en medio de la mesa.
Todavía transigía, no obstante, con la caldereta merendada allá en algún
recodo de la costa, sentado sobre una peña donde manase agua fresca
potable. A los catorce años era Gonzalo un muchacho espigado y robusto,
que estudiaba en el colegio privado de Sarrió la segunda enseñanza y se
examinaba todos los años en la capital, obteniendo ordinariamente la
calificación de _bueno_ y una que otra vez, muy rara, la de
_notablemente aprovechado_. Bien quisto de sus compañeros por su
condición noble y franca, y respetado también por virtud de sus puños
formidables. Los caballeros de la villa le agasajaban a causa de su
posición y la familia a que pertenecía; los marineros y demás gente del
pueblo le amaban por su carácter llano y comunicativo.
Después de graduado bachiller en Artes, permaneció en Sarrió tres años
todavía sin hacer nada. Levantábase tarde, se iba al casino y allí
pasaba la mayor parte del día jugando al billar, en el cual llegó a ser
extremado. A pesar de ser el niño mimado de la población, visitaba pocas
casas. Prefería la vida estúpida y depravada del café, a la cual se
había habituado. No obstante, como no era cerrado de inteligencia y su
exuberante naturaleza rebosaba de actividad y de fuerza, las empleaba
una que otra vez en el estudio de algunos ramos de la ciencia.
Aficionóse a la mineralogía, y muchas tardes, abandonando el casino y el
billar, se iba por los contornos de la villa en busca de piedras
minerales y ejemplares de fósiles, llegando a reunir una rica colección.
A ratos le dió también por ejercitarse en el microscopio: hizo traer uno
costoso de Alemania y comenzó a examinar diatomeas y a prepararlas
admirablemente sobre unos cristalitos que él mismo cortaba. Por último,
habiendo caído en sus manos un libro sobre la fabricación de la cerveza,
entregóse con ahinco a su estudio, pidió a Inglaterra otros varios y
comenzó a imaginar que acaso en Sarrió se obtendría un resultado feliz y
pingües beneficios con esta industria desconocida. Se le ocurrió montar
una fábrica. Pero habiendo comunicado el proyecto con su tío, este varón
esforzado creyó oportuno lanzar una serie de gritos inarticulados, fuera
todos ellos del diapasón normal, terminados los cuales se le oyó
exclamar:
—¡Cómo! ¡Un Cuevas metido a cervecero! ¡El hijo de un capitán de navío,
el nieto de un contralmirante de la Armada! Tú estás desarbolado,
Gonzalo. Bien dice el refrán que la ociosidad es madre de todos los
vicios. Si hubieses ingresado en la Escuela de Marina como yo te
aconsejaba, a estas horas serías ya guardia marina de primera, y
estarías corriendo el mundo sin pensar en tales payasadas.
Gonzalo se calló, pero no dejó de seguir leyendo sus métodos de
fabricación. Comprendiendo que sin visitar por sí mismo las fábricas
principales y sin estudiar con seriedad el asunto no alcanzaría
resultado alguno, se resolvió a seguir la carrera de ingeniero
industrial en Inglaterra. Cuando se arrojó a decírselo a su tío, no le
sonó mal al marino el nombre de ingeniero; pero el calificativo de
industrial volvió a despertar en su espíritu la misma tempestad de odios
y rencores que le había producido la cerveza.
—¡Industrial, industrial! Hoy cualquier limpiabotas se llama
industrial. Hazte buenamente ingeniero de caminos, canales y puertos, o
de minas.
Por este tiempo conoció, o para hablar con más propiedad, trató, pues en
Sarrió todos se conocían, a su novia actual, la señorita de Belinchón.
Un día su tío le envió a casa del rico comerciante con encargo de
preguntarle si podría darle una letra sobre Manila. Don Rosendo no se
hallaba en su escritorio, que estaba en la planta baja de la casa, y
como el negocio era urgente, Gonzalo se decidió a subir. La doncella que
le abrió estaba con prisa.
—Pase usted, don Gonzalo; la señorita Cecilia le dirá dónde está el
señor.
Penetró en un cuarto desarreglado, con montones de ropa por el suelo y
una mesa en el centro, donde la hija primera de los señores de Belinchón
estaba aplanchando una camisa en traje no adecuado a su categoría. Un
vestidillo raído y un pañuelo atado a la cintura como las artesanas; en
los pies unas zapatillas bastante usadas. No se ruborizó porque el joven
la encontrase en aquel arreo ni en tan baja ocupación, ni exclamó como
otras muchas harían en su caso:
—¡Jesús, de qué forma me encuentra usted!—llevando las manos al pelo o
a la garganta.
Nada de eso. Suspendió un momento su tarea, sonrió con dulzura y aguardó
a que el joven hablase.
—Buenas tardes—dijo, poniéndose colorado.
—Buenas tardes, Gonzalo—respondió ella.
—¿Podría ver a su papá?
—No sé si está en casa. Voy a ver—repuso la joven, dejando la plancha
sobre la mesa y pasando por delante de él.
Cuando ya se había alejado un poco, se volvió para preguntarle:
—¿Su tío está bueno?
—Sí, señora, sí... Digo, no... hace algunos días que no se levanta de
la cama... Tiene un catarro fuerte.
—¿No será cosa de cuidado?
—Creo que no, señora.
La joven continuó su camino sonriendo. Le hacía gracia que Gonzalo la
llamase señora no habiendo cumplido los diez y seis años y contando él
más de veinte. Ambos, sin haberse hablado «de grandes», se conocían como
si fuesen hermanos. Se encontraban todos los días en la calle, en el
paseo, en el teatro, en la iglesia. «De pequeños» recordaba Cecilia que
cierta tarde en la romería de Elorrio bailando la giraldilla con otras
chicas de su edad, se llegaron unos granujas a estorbarlas, tirándolas
del pelo desde fuera, empujándolas con fuerza y metiéndose en el corro
gritando para hacerlas perder el compás. Gonzalo, que era un grandullón
de trece años, viendo aquella fea tosquedad, acudió en su auxilio, y
puntapié va, trompada viene, soplamocos a uno y puñada a otro, en un
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