El cuarto poder - 10

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Y aunque el público castigó con un enérgico chicheo esta grosera
interrupción, era unánime la opinión de que Navarro como orador «no
tenía condiciones».
Por fin el hombre notable de Sarrió, el portaestandarte de todos los
progresos, el ilustre patricio don Rosendo Belinchón, alzó su busto
majestuoso por encima de la mesa.
_(Silencio, ¡chis, chis!—¡Callarse, señores!—¡¡Atención!!—¡Por favor,
un poco de atención!)_
Estos fueron los gritos que salieron de la muchedumbre, aunque nadie
había osado mover un dedo siquiera. Tal era el afán de escuchar la
palabra presidencial.
Como todos los hombres de espíritu realmente elevado y de ingenio
penetrante, don Rosendo escribía mejor que hablaba. Sin embargo, su
palabra reposada tenía un sello de grandeza que en vano se buscaría en
los oradores que le habían precedido.
—Señores (pausa), doy las gracias a todas las personas (pausa) que han
acudido esta tarde (pausa) a la reunión que he tenido el honor de
convocar (pausa mucho más larga durante la cual se suena con ruido).
Tengo una verdadera satisfacción (pausa) en ver reunidos en este sitio a
las personas más ilustradas de la villa (pausa) y a todos los que por
uno o por otro concepto valen y significan algo.
_(Bravo: muy bien, muy bien.)_
Después de este exordio tan lisonjeramente acogido, manifestó el orador
que lo que urgía en aquel momento era «levantar el nivel intelectual de
Sarrió». Después añadió que su propósito al convocar este _meeting_ no
había sido otro que levantar este nivel. _(Aplausos prolongados.)_ Para
llevar a cabo tal empresa se consideraba sin fuerzas y méritos
suficientes. _(Si, si. Aplausos.)_ Pero contaba, creía contar al menos,
con el auxilio poderoso de los muchos hombres de corazón y patriotismo,
de inteligencia y de progreso que Sarrió encerraba. _(Muestras de
aprobación.)_ El medio que creía más eficaz para elevar a Sarrió a la
altura que le correspondía, y hacerle rivalizar dignamente con otras
villas, y aun ciudades marítimas de menos importancia, era la creación
de un órgano que sostuviese sus intereses políticos, morales y
materiales...
—Y, señores (pausa), aunque todavía no se hayan orillado todas las
dificultades (pausa), tengo el gusto de manifestar a esta ilustrada
Asamblea... _(Atención, chis, chis. ¡Silencio!)_ que tal vez en el
próximo mes de agosto... (_¡Bravo, bravo! Ruidosos, frenéticos aplausos
que interrumpen al orador por algunos momentos.)_ Que tal vez en el
próximo mes de agosto _(¡bravo, bravo! ¡silencio!)_ la villa de Sarrió
contará con un periódico bisemanal. _(Estrepitosos aplausos. Navarro
arroja su sombrero de copa a la escena. Algunos otros espectadores
siguen el ejemplo. Alvaro Peña y don Feliciano Gómez se ocupan en
recogerlos y volverlos a sus dueños. La fisonomía de don Rosendo brilla
con expresión augusta, y sus labios, al contraerse con una sonrisa
feliz, dejan ver las dos filas simétricas de sus dientes, testimonio
elocuente de los progresos odontálgicos.)_
—A pesar de esas manifestaciones de cariño que agradezco hasta el fondo
del alma (pausa) el orgullo no me ciega. La escasez de mis fuerzas _(No,
no)_, mi falta de ilustración _(No, no: aplausos)_ hará que el órgano
que funde no corresponda seguramente a las esperanzas del público.
_(Voces de varios sitios: ¡Si corresponderá! Tenemos confianza.
Aplausos.)_ Pero si alguna vez (pausa) la falta de inteligencia puede
ser suplida por la fe y el entusiasmo, será ciertamente ahora. Mi
humilde pluma y mi modesta fortuna pertenecen al pueblo de Sarrió.
_(Muestras vehementes de aprobación.)_
El nuevo periódico, según el orador, tenía «una gran misión que
cumplir». Esta misión consistía en plantear las reformas, los progresos
que la villa reclamaba. La necesidad de estas reformas y estos progresos
«estaba en la conciencia de todo el mundo». El mercado cubierto se había
hecho absolutamente indispensable. La carretera a Rodillero era el
anhelo constante de ambos pueblos. En cuanto al macelo público don
Rosendo se preguntaba con sorpresa cómo la villa podía consentir que
existiese un foco de inmundicia como el actual, que era «un verdadero
padrón de ignominia».
Gabino Maza había estado escuchando con marcado desdén y disgusto desde
su butaca, a cuantos habían hecho uso de la palabra. Revolvíase como si
el asiento tuviese pinchos. Le venían ganas atroces de gritar a los
oradores: «¡Burros, pollinos!» como acostumbraba a hacer en el
Saloncillo, o de fulminar contra ellos uno de esos sarcasmos feroces que
levantan roncha. «Aquellas payasadas» le habían revuelto la bilis. No
era milagro. Ya conocemos la gran virtud de segregación que el hígado
del ex marino poseía. Respiraba con fuerza, sonreía sarcásticamente,
rechinaba los dientes y escupía a menudo, mostrando de este modo su
desaprobación a todo lo que se había dicho, lo que se estaba diciendo y
lo que se había de decir. De vez en cuando, dejaba escapar algún ¡bah! o
algún ¡pouh! o un ¡ta! y otras partículas no menos significativas. Por
último, en mitad del discurso de don Rosendo, o porque nada pudiese
oponer a su grave elocuencia, o porque el ruido de los aplausos le
exacerbase de modo irresistible, es lo cierto que salió de la sala, y
comenzó a dar paseos por delante de la puerta del teatro en un estado de
agitación lamentable. A los pocos momentos, volvió a entrar y subió a la
cazuela. Allí, oyendo a don Rosendo tocar el punto del matadero, pidió
por favor a la plebe que le dejase paso. Una vez en las primeras filas,
gritó reciamente:
—¡Aquí no se juega trigo limpio!
Después, se retiró.
No sabemos en qué consiste; pero es lo cierto, que siempre que en una
reunión se insinúa por alguno la idea más o menos gratuita de que allí
no se juega trigo limpio, tal afirmación produce efectos desastrosos.
Esto es tanto más extraordinario, cuanto que por regla general, en las
asambleas nadie lleva trigo en los bolsillos, ni limpio ni sucio. Y si
por casualidad alguno lo llevase, es bien seguro que no le pasaría
siquiera por el pensamiento jugar con él.
Don Rosendo, al oir la frase, quedó repentinamente mudo y pálido. Un
fuerte murmullo de sorpresa corrió por todo el ámbito del teatro.
Algunos gritaron:—¡Fuera!—Otros dijeron:—¡Chis, chis!—Las miradas de
todos, después de escrutar las alturas de la cazuela, se dirigieron a la
presidencia. Don Rosendo turbado aún, y con voz algo enronquecida, dijo:
—Señores: Si con esas palabras se quiere manifestar que yo, al convocar
esta reunión, he abrigado algún pensamiento bastardo, mi delicadeza no
me permite continuar en este sitio, y me retiro...
—¡No, no! ¡Que siga! ¡Viva el presidente!
—Yo estoy seguro, señores—dijo el orador visiblemente conmovido,—de
que el individuo que ha gritado no es vecino de Sarrió, no ha nacido en
Sarrió, ¡no puede ser de Sarrió!
Habiendo murmurado uno que el interruptor era de Nieva, se armó en el
teatro terrible confusión y estruendo. Un grito formidable de:—¡Mueran
los mazaricos! ¡Viva Sarrió!—se eleva de todas partes. Hay que advertir
que en Sarrió se llamaba a los habitantes de Nieva _mazaricos_ a causa
quizá del gran número de pájaros de este nombre que allí suele haber,
mientras los de Sarrió eran llamados en Nieva _pinzones_, por la misma
razón.
Sosegados al fin los ánimos, don Rosendo da las gracias y cede a las
instancias del público.
—Antes de ocupar otra vez este sitial (el presidente se había retirado
al fondo del escenario), debo manifestar que si ese papagayo... o
mazarico (_risas_) pretende arrancarme una declaración acerca del
problema del macelo público, no tengo inconveniente en hacerla, porque a
mí no me duelen prendas. _(Viva, curiosidad. No se oye una mosca
volar.)_ Yo declaro solemnemente, señores, que el nuevo macelo, en mi
concepto, no debe emplazarse en otro sitio que en la Escombrera.
_(Inmensa sensación.)_
El orador termina con pocas palabras más su grandioso discurso, y
levanta la sesión. Los espectadores salen del teatro medio asfixiados,
tanto por las múltiples emociones que en poco tiempo habían
experimentado, como por los treinta y ocho grados centígrados que había
en el local.


IX
HISTORIA DE UNA LÁGRIMA

Esto pasaba en las altas esferas. En los dominios obscuros de la vida
privada ocurrían al mismo tiempo algunos sucesos, que aunque no tan
memorables, no dejaban de tener importancia para las personas que en
ellos intervinieron.
Al día siguiente de la entrevista de Venturita y Gonzalo, que hemos
narrado, éste no visitó la casa de su prometida. Permaneció en la suya,
fingiéndose aquejado por un fuerte dolor de muelas. Tal fué al menos la
noticia que llegó hasta Cecilia por conducto de Elvira, la doncella, que
había visto al criado de don Melchor en la plaza. Al otro día, como no
pareciese tampoco, la familia supuso que aún seguía el dolor. Nadie
dudaba más que Venturita y Valentina. La bordadora huía de tropezar con
la mirada de la niña. Quizá temería avergonzarla, quizá ella misma se
sintiese avergonzada sin saber por qué. Venturita estaba tan risueña
como siempre. Cecilia, a quien sólo se le conocía el mal humor en que
hablaba menos, sacó de su cómoda un elixir dentrífico, copió una oración
a Santa Polonia que le habían dado, y llamando con misterio a Elvira, le
dijo toda ruborizada:
—Elvira, ¿quieres hacerme el favor de llevar este frasco y este papel
al señorito Gonzalo?
—¿Ahora mismo?
—Cuando puedas... Si ahora no tienes que hacer... Quisiera que no se
enterasen...
—Descuide usted, señorita—respondió la morenita pálida sonriendo con
amabilidad;—nadie sabrá una palabra. Su mamá me va a mandar por
almidón, y a la vuelta, ¡zas! me encajo allá.
Al recibir Gonzalo el recado, sintióse acometido de punzantes
remordimientos. Comenzó a pasear agitadamente por su cuarto. Tres o
cuatro veces estuvo a punto de tomar el sombrero y plantarse en casa de
Belinchón, y dejar que las cosas siguiesen como habían comenzado. Los
sentimientos honrados, bondadosos y compasivos que en su corazón
existían; la voz de la razón que abogaba en defensa de Cecilia; _el
ángel_, en una palabra, que todo hombre lleva dentro de sí, le incitaba
para que lo hiciese. La imagen gentil y graciosa de Venturita, presente
al recuerdo; el fuego de sus ojos que aún le relampagueaba por el alma;
el dulce contacto voluptuoso de sus cabellos de oro; _el demonio_, en
fin, le retenía. Gonzalo era un hombre sano de cuerpo, de músculos
poderosos, rico de sangre, pero muy pobre de voluntad. Los diablos temen
más a los temperamentos exhaustos que a los opulentos como el suyo. La
batalla que el demonio y el ángel libraron, no duró mucho tiempo. Vino a
decidirla, en favor del primero un billetito de Ventura que Generosa, la
otra doncella de la casa, le trajo. Decía así: _No te impacientes. Hoy
hablaré a mamá. Ten confianza en tu—Ventura._
La mirada de la doncella al entregárselo, donde creyó advertir a pesar
de la sonrisa una tácita censura, le turbó un poco. Despidióla con larga
propina. Al abrir después con mano trémula la carta, percibió el perfume
de sándalo que Venturita usaba. Ofrecióse súbito a su imaginación la
imagen hermosa provocativa de la niña, y removió las últimas fibras que
en su ser aún no habían vibrado. Acercóla a los labios, y embriagado y
palpitante de deseo, la besó con frenesí repetidas veces.
¡Pobre Cecilia! Tomaba el primer pedazo de papel que le venía a la mano,
y sin cuidarse de guardarlo entre esencias, escribía a su novio con
lápiz la mayoría de las veces. ¡Si las mujeres supiesen la importancia
de estos miserables pormenores!
Venturita había dado vueltas todo el día alrededor de su madre,
esperando ocasión de hablarla sin testigos. A la hora del crepúsculo,
cuando las costureras se fueron, madre e hija quedaron al fin solas.
Cecilia se había retirado a su cuarto dominada por la tristeza que había
disimulado con trabajo durante el día. Doña Paula estaba sentada en una
butaca con los ojos clavados en el balcón, recogiendo los últimos rayos
de la luz moribunda, en actitud melancólica y reflexiva, poco frecuente
en ella. Parecía presentir el disgusto que se cernía sobre su cabeza.
Venturita colocaba los bastidores en un rincón y los tapaba con un
lienzo, arreglaba las sillas y arrastraba la cesta de la costura a un
lado para que no estorbase.
—Avisa que traigan luz—dijo doña Paula.
—¿Para qué?—respondió la niña sentándose en una silla baja a su
lado.—Ya está todo arreglado.
Su madre volvió a entornar los ojos hacia el balcón y quedó en la misma
actitud melancólica. Al cabo de unos momentos de silencio, Venturita
tomó su mano y la llevó con ternura a los labios. Doña Paula volvió la
cabeza con sorpresa. Pocas veces, por no decir nunca, su hija menor le
había dado este beso respetuoso. Sonrió con dulzura y tomándole la barba
entre los dedos, le dijo:
—¿Estás contenta con el vestido?
—Si, mamá.
—Te hace un cuerpo muy bonito. En cuanto le toquen un poco en el pecho,
quedará que ni pintado.
La niña calló. Alzando los ojos al cabo de un instante le dijo,
esforzándose en dar a su voz una inflexión segura:
—Dime, mamá, ¿qué opinas de la retirada de Gonzalo?
—¡La retirada de Gonzalo!—exclamó la señora volviendo con asombro la
cabeza.—¿Qué quieres decir, criatura?
—Sí, la retirada, porque a mí me consta que no está enfermo. Ayer
estuvo toda la noche jugando al billar en el café de la Marina.
—¡Bah, bah! ¿Tienes ganas de reir?
—No me río, mamá, hablo en serio.
—¿Y quién te ha dicho a ti eso?
—Lo sé por Nieves, que se lo dijo su hermano.
—Puede que le haya aliviado el dolor por la noche y saliese a
esparcirse un poco.
—Y entonces, ¿por qué no ha venido hoy?
—Porque le habrá vuelto otra vez.
—No lo creas, mamá... Ten la seguridad de que Gonzalo no quiere a
Cecilia.
—¿Sabes lo que estás diciendo, necia? Hazme el favor de callarte, antes
que me enfade.
—Me callaré; pero las pruebas de cariño que está dando no son grandes.
—¡Tendría que ver eso!—dijo la señora volviéndose airada.—Si Gonzalo
es mucho, Cecilia es más... A mi hija no la desprecia ni Gonzalo ni el
Príncipe de Asturias, ¿sabes?... Me enteraré de lo que acabas de decir,
y si resulta cierto, ya tomaré yo mis medidas.
Doña Paula era de natural bondadoso y tierno, amiga de los pobres y
generosa; pero tenía la altivez irreflexiva y la susceptibilidad
exagerada de las artesanas de Sarrió.
—No, mamá, no se trata de eso. ¿Quién te ha dicho que Gonzalo desprecia
a Cecilia?
—Tú misma. ¿Por qué no la quiere entonces?
Venturita se detuvo un instante, y respondió con firmeza:
—Porque me quiere a mí.
—Vamos—dijo la señora sonriendo.—Ya debí comprender desde el
principio que era todo una broma.
—No es broma, es la pura verdad... Y si quieres convencerte,
entérate...
Sacó al mismo tiempo del pecho una carta que llevaba a prevención, y se
la alargó.
Doña Paula se puso en pie vivamente, y gritó:
—¡Pronto!... ¡Una luz, pronto!
Venturita tomó una caja de cerillas que había sobre el costurero, y
encendió una.
Madre e hija estaban pálidas. Aquélla arrimó la carta a la luz. En
cuanto leyó unos cuantos renglones, se dejó caer en la butaca, y
clavando los ojos con expresión dolorosa en su hija, le dijo:
—Ventura, ¿qué has hecho?
—¿Yo? Nada—respondió la niña tirando al suelo la cerilla que tocaba a
su fin.
—¿Nada te parece, loca, impedir el matrimonio de tu hermana, engañarla
miserablemente, dar un escándalo en la villa como nunca se habrá visto?
—Yo no he hecho nada de eso. El fué quien se me declaró. ¿Es pecado
dejarse querer?
—En esta ocasión, sí—replicó con severidad la señora.—A la primera
señal debiste advertirme. Consentir que te hablase de otro modo que como
una hermana, era hacer traición a tu hermana y hacerte a ti muy poco
favor.
—Pues ya está—replicó la niña en tono desdeñoso.
—Pues no estará—replicó doña Paula con enojo y levantándose.—¿Qué te
has propuesto, vamos, di?... Mejor dicho, ¿qué os habéis propuesto?
—Debes suponerlo.
—Casaros, ¿verdad?—preguntó en tono sarcástico.
—¡Qué equivocada estás!... El matrimonio de tu hermana quedará
deshecho... Desde ahora mismo lo doy por deshecho... ¡pero lo que es tú,
bien libre estás de casarte con Gonzalo... ni de que éste ponga siquiera
los pies más en casa...! En primer lugar, tú eres una mocosa que
debieras estar jugando con las muñecas y recibiendo azotes... y aunque
no lo fueras, ni tu padre ni yo podíamos consentir que te casaras con un
hombre que ha engañado miserablemente a tu hermana y nos ha engañado a
todos... Lo menos que diría la gente es que estamos muertos por hacerle
nuestro yerno. ¡Que se te quite, niña!
—Pues que quieras o no quieras—dijo Venturita retrocediendo de
espalda hacia la puerta,—me casaré.
Doña Paula quiso castigar la insolencia; pero la niña salió
precipitadamente, sujetó la puerta, y entreabriéndola después, dijo con
acento rabioso:
—¡Me casaré! ¡me casaré! ¡me casaré!
Al día siguiente, Gonzalo recibió una carta de ella, que decía: «Ayer
hablé con mamá. Se ha enfadado mucho. Hoy hablaré otra vez, y espero que
cederá. Ten confianza.»
Y en efecto, aquella misma mañana madre e hija volvían a tener habla en
el cuarto de la última. Fué larga, y no sabemos lo que en ella pasó.
Doña Paula salió al cabo de una hora con los ojos enrojecidos de llorar,
llevándose la mano al corazón, del cual padecía a menudo, en dirección a
su cuarto, y se acostó. Ventura salió en pos de ella, serena; pero
pálida. Llamó a Generosa, su confidente, y le dió un recado para
Gonzalo. Este, a las nueve de la noche, se paseaba por delante de la
casa de Belinchón. Pocos minutos después, Venturita abría la ventana del
escritorio, que estaba en la planta baja y tenía rejas.
—Ya está todo arreglado—dijo en voz de falsete luego que el joven se
hubo acercado.
—¿Cómo? ¿De veras?—preguntó éste con alegría.
—¡Oh, buen trabajo me ha costado! Estaba furiosa.
—¿Y tu papá?
—Papá aún no sabe nada; pero cederá también... ¡Vaya si cederá!... La
receta no puede ser más eficaz.
—¿Qué receta?
—La que he empleado... La cosa se había puesto tan fea, que ya estaba
resuelto que tú no volvieras más a casa. A mí me mandaba a Tejada en
castigo. Ni súplicas ni razones valían de nada. Estaba loca de ira. Te
llamaba infame y traidor. A mí, ¡figúrate cómo me pondría!... Entonces
no tuve más remedio que apelar al último recurso... por más que sea un
poco fuerte—añadió en voz más baja y alterada.
—¿Qué recurso?—preguntó Gonzalo con curiosidad.
Venturita guardó silencio algunos momentos. Al cabo respondió
avergonzada:
—Le dije... le dije que tú y yo no podíamos menos de casarnos ya.
—¿Pues?
—Pues... pues... adivínalo—dijo la niña con impaciencia.
En efecto, Gonzalo adivinó y experimentó una impresión de repugnancia y
temor. Calló obstinadamente por algún tiempo. Venturita le preguntó al
fin:
—¿Te ha parecido mal?
—Sí—respondió secamente.
—Pues dispensa, chico... Mañana le diré que todo ha sido una mentira...
y hemos concluído.
—Nada se adelanta ya. Lo que me parece mal no es el resultado, como
debes comprender, sino que haya salido eso de ti.
—Más pierdo yo que tú.
—¡Por lo mismo lo siento!
—Bien, pues dale expresiones—replicó desabridamente levantándose del
alféizar de la ventana, donde estaba sentada.
Gonzalo alargó la mano por entre las rejas, y la retuvo por el vestido.
—Espera.
La tela crujió.
—Ya me has roto el vestido, ¿lo ves?
—Si no te disparases tan pronto...
Y logrando cogerla por un brazo, la obligó a sentarse.
—¡Qué barbaridad!—exclamó la niña riendo.—Así deben hacerse el amor
los osos.
—¿Me quieres?—preguntó Gonzalo riendo también.
—No.
—Sí.
—No.
—Dame la mano de amigo.
La niña le alargó su blanca y primorosa mano, y el hercúleo mancebo la
besó con pasión repetidas veces.
—Hasta mañana. Ya te daré noticias de lo que ocurra—dijo levantándose
otra vez.
Gonzalo se alejó. A los cuatro pasos se le ocurrió que las noticias
tenían que ser referentes al modo como Cecilia recibía la de su desleal
conducta, y su frente se arrugó de nuevo con expresión dolorosa.
A vueltas con esta preocupación cruzó distraído la Rúa Nueva, entró en
la plaza de la Marina, siguió caminando por el muelle y se alargó hasta
la punta del Peón. La noche estaba serena y despejada. Las estrellas
centelleaban en el firmamento cabrilleando en las aguas tranquilas de la
bahía. La jarcia de los buques surtos en ella se destacaba con bastante
claridad del fondo azul obscuro. Aún no había sonado el grito de
«apafogones», y se notaban en ellos algunas luces y algún movimiento.
Los marineros, recostados sobre la obra muerta, departían antes de
retirarse al camarote. De vez en cuando, mirando hacia un gran vapor
inglés anclado en el medio, gritaba uno: «_All right_» exagerando la
pronunciación: «_all right_», contestaban de un patache. El grito se iba
repitiendo en todas las goletas, pataches y quechemarines. Era la broma
que gastaban con los ingleses que allí arribaban. Pero el gran vapor se
mantenía silencioso, cabeceando flemáticamente con ese desprecio tan
profundo que nadie mejor que un hijo de Albión sabe afectar.
En la punta del Peón se tropezaba con tal cual paseante que tomaba el
poco fresco que había. Era una de las noches más calurosas de agosto.
Gonzalo, atormentado por el calor y por la idea de su comprometida
situación, se paseaba con el sombrero en la mano. Antes de llegar al
término del malecón, percibió sobre el segundo paredón una figura
gigantesca.
—Allí está mi tío—se dijo.
El viejo marino pasaba una gran parte de su existencia sobre aquel
paredón, en íntimo coloquio con el mar, su antiguo amigo y compañero.
Para él no tenía secretos el terrible Océano, ora durmiese tranquilo en
su inmenso lecho de arena, ora despertase furioso escupiendo al cielo
sus espumas. Podía dar nuevas seguras y anticipadas de sus cóleras, de
sus desmayos, de sus sonrisas, de sus más profundas palpitaciones. El
monstruo le abría su seno líquido, como a un confidente leal: le decía
cuánto se aburría en su prisión de granito, y qué ganas le acometían a
veces, presenciando las infamias de los hombres, de precipitarse sobre
la tierra, y barrer de una vez este asqueroso hormiguero. Y el buen
caballero solía responderle, pensando en el crimen que acababa de leer:
—Tienes razón, camarada; yo, en tu caso, es posible que lo hiciera.
Por nada en el mundo dejaría don Melchor de dar sus paseos matutinos,
vespertinos y nocturnos por la punta del Peón. En vida de su mujer,
cuando estaba acatarrado, veíase precisado a prescindir de estas
visitas, y era lo que más le atormentaba. Ahora que, por desgracia, no
tenía quien le sujetase, acatarrado y todo salía.
—Para los catarros, no hay nada como el aire libre del mar.
Cuando de tarde en tarde se resentía del estómago, bebía un par de vasos
de salmuera, y quedaba arreglado.
—No hay purga tan natural, tan eficaz e inofensiva como el agua del
mar.
En cierta ocasión adoleció de una pierna. Dos úlceras le fueron
corroyendo la carne, hasta dejar descubierto el hueso. Los médicos, no
sólo daban por perdida la pierna, sino que temían por su vida.
Desahuciado ya, tuvo la audacia de hacer que le llevasen a la playa y le
bañasen. A los nueve baños, las úlceras estaban cerradas. Imagínese lo
que pensaría después de esto, de la virtud curativa del mar.
En cambio, tenía marcada ojeriza a los ríos. El aire del río le ponía
ronco. La humedad le daba dolores de reuma. Las nieblas le sofocaban y
le ponían asmático. Eso de que el aire fuese en ellos «encallejonado»,
le inspiraba una aversión y un desprecio indecibles.
Don Melchor dormía poco. Se levantaba con estrellas, y en cuanto se
levantaba subía al mirador, escrutaba el cielo y el mar, y después de
haber trazado en la cabeza un estado meteorológico provisional del día,
bajaba a fijarlo definitivamente a la punta del Peón. Allí establecía de
una vez si el viento era _entablado_ o simple _vahajillo_, si era
francamente _a la estrella_ o se inclinaba al cuarto cuadrante; si el
semblante estaba _calimoso_ o _cerrado_; si la mar estaba _picada_ o _de
leche_; cuánto tiempo duraría todo esto; qué viento apuntaría al
mediodía; si la mar sería gruesa a la tarde o abonanzaría, etc., etc. No
podría tomar el chocolate si no hubiese hecho tales observaciones.
Y, en verdad, que aunque esto parezca una manía, téngola por menos
insensata que la de levantarse de la cama para escrutar el rostro del
vecino, si está limpio o sucio, alegre o aborrascado, si come o si
ayuna, si duerme o si vela, si huelga o trabaja, cuánto tiempo permanece
en casa, y qué rumbo toma cuando sale.
Gonzalo subió al segundo paredón con un deseo irresistible de desahogar
el pecho, y poner a su tío al tanto de lo que ocurría. Y eso que la
condición brusca y severa de éste no se amoldaba muy bien a las
confidencias amorosas. Pero la ocasión era crítica y precisa. Don
Melchor, que con el peso de los años solía doblar un poco el cuerpo
hacia adelante, al ver acercarse un hombre a él, se irguió. Porque era
empeño el que tenía en que nadie advirtiese su decadencia y le diputasen
por varón inexpugnable.
—¿Eres tú, Gonzalillo?
—El mismo, tío.
—¡Milagro! A ti te gusta más ver rodar las bolas de marfil que las
olas.
—No; hoy no he jugado al billar. Me encuentro triste, preocupado... y
quisiera hablar con usted de un asunto serio, a ver qué me aconseja.
Don Melchor le miró con sorpresa.
—¿Un asunto serio?
—Sí... Vamos a ver, tío: ¿usted se casaría con una mujer a quien no
quisiera?
—¡Qué pregunta! El matrimonio a mi edad es un barreno en los fondos,
querido.
—¿Pero si fuese joven, se casaría?...
—Jamás.
—Pues bien, tío... Yo no quiero a Cecilia.
—¿Que no quieres a Cecilia?—exclamó estupefacto el caballero.
Hay que advertir que don Melchor sentía un cariño ciego, casi adoración
por la prometida de su sobrino. Para él aquella criatura era sagrada.
Desde que Gonzalo se fijó en ella y él lo supo, la hizo objeto de una
observación pertinaz lo mismo que si estuviese reconociendo el casco de
un buque antes de arbolarlo. La halló buena, callada, inteligente y
hacendosa, y sintió una intensa alegría amargada tan sólo por la noticia
de que los novios no se irían a vivir con él. Visitaba poco la casa de
Belinchón, pero cuando tropezaba a la joven en la calle, nunca dejaba de
pararla, mostrándose tan galante y expresivo como jamás le había visto
nadie.
—¿Que no la quieres?—repitió.—¿Y por qué no la quieres, zopenco?
—No lo sé. Hice esfuerzos sobrehumanos por cobrarle amor, y no lo he
conseguido.
—¿Y ahora te acuerdas de eso? ¿Un mes antes de casarte? Vamos, Gonzalo,
a ti hay que darte una carena en la cabeza.
—Es una atrocidad... lo comprendo... pero yo no puedo resignarme a ser
desgraciado toda la vida.
—¡Desgraciado! ¿Y llamas desgracia, grandísimo zarramplín, casarte con
una joven tan buena y tan hermosa que no hay otra en Sarrió que le
llegue a la suela de los zapatos?
Gonzalo no pudo menos de sonreir.
—Cecilia es una buena muchacha, digna de casarse con un hombre mejor
que yo... pero, hermosa, tío...
—¡Hermosa, sí, hermosa, majadero!—exclamó furioso el señor de las
Cuevas.—¿Serás capaz de poner tachas a un ángel?
El veterano estaba (aunque la afirmación cause asombro) en la edad en
que mejor se siente la poesía de la mujer, que es la exquisita
sensibilidad, la resignación, la dulzura, el sacrificio y no la efímera
disposición de la forma, como juzga la impetuosa y desapoderada
juventud.
—No riñamos por eso.
—Sí reñiremos... No quiero que vuelvas a hablarme de Cecilia de ese
modo... ¡Vaya, vaya!
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