El cuarto poder - 27

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disparando cuando quisieran. Aquel negocio era bastante más grave que
todos los demás en que habían intervenido. Gonzalo los escuchó
tranquilamente. Sólo indicó que hubiera deseado que fuese a sable:
tendría gusto en hallarse más cerca de su adversario. No parecía sufrir.
Y es que, comparada con el tormento de los dos días anteriores, cuando
la imagen de su esposa en camisa, acurrucada en un rincón, no se
apartaba un instante de sus ojos, la emoción de ir a verse frente a su
enemigo, era una felicidad relativa. Por otra parte, Gonzalo, como todos
los temperamentos excesivamente vigorosos, había nacido para los
peligros; gozaba con ellos como si tuviera la seguridad de que la vida
que corría exuberante por sus venas no podía secarse.
No llegaron a la quinta de Soldevilla hasta las ocho y media. El Duque y
sus padrinos los esperaban hacía rato. El primero no se presentó. Estaba
dentro de la casa. El Marqués y Galarza llevaron a Peña y don Rudesindo
adentro también, mientras Gonzalo daba una vuelta por la huerta. La
posesión de Soldevilla se componía de un caserón medio arruinado con
pocos y antiquísimos muebles cubiertos de polvo, una huerta bastante
grande, más cuidada que la casa, y detrás de la huerta una vasta
pomarada ya vieja. Esta posesión estaba rodeada de prados y tierras que
también pertenecían al Marqués.
Los padrinos, dentro de casa, echaron a suerte sobre cuáles pistolas
habían de usarse, las que había traído Peña, o las del Duque. Fueron
éstas las elegidas. Después redactaron el acta de condiciones. Por
cierto que hubieron de escribirla con una pluma perversa del mayordomo,
porque el Marqués escribía una carta cada año. Cargaron las pistolas y
se salieron a buscar sitio.
—Manuel—dijo el Marqués viendo a un criado que estaba plantando
cebollín en uno de los cuadros de la huerta.—Retírate.
El criado le miró sorprendido.
—Que te retires, hombre—repitió con más severidad.—Vete a otra parte.
El criado se salió de la huerta, lanzándole miradas de asombro y
curiosidad.
Eligióse el sitio en uno de los caminos más anchos del medio. Soldevilla
fué a buscar al Duque.
El día había amanecido despejado. Pero después de salir el sol, negros y
espesos nubarrones que surgieron del horizonte de tierra, se habían
acumulado sobre aquel paraje de la costa, amenazando descargar muy
pronto su pesado fardo de agua. La luz se había mermado
extraordinariamente. Parecía que estaba amaneciendo entonces.
El Duque se presentó con levita negra y sombrero de copa, un tanto más
pálido que de ordinario, pero afectando una calma desdeñosa, sin faltar
a la cortesía. Traía en la boca un cigarro puro, y se envolvía en
ligeras nubes de humo, mientras caminaba a la par de Soldevilla. Cuando
llegó al sitio designado, dirigió un frío saludo ceremonioso al grupo de
Gonzalo y sus padrinos, y no volvió a mirarles. Después de conferenciar
unos instantes, Peña colocó en su sitio a Gonzalo y le entregó una
pistola cargada. Soldevilla hizo lo mismo con el Duque. Ambos se habían
quitado el sombrero. El prócer conservaba el cigarro puro en la mano
izquierda, al cual seguía dando con impasibilidad un poco teatral,
largos chupetones. Empezaban a caer del cielo gruesas gotas, anunciando
un fuerte chaparrón. Peña gritó al fin:
—Señores, preparados... Una, dos, tres...
El Duque inclinó la pistola y apuntó. Gonzalo, apuntando también, avanzó
pálido, con los ojos inyectados. Su enemigo, le esperó serenamente hasta
una distancia de quince pasos. Y ya con la seguridad de volcarle, porque
era un tirador consumado, disparó. La bala rozó la mejilla del joven,
levantándole la piel y haciéndole sangre. Detúvose un instante, y siguió
avanzando. Los padrinos empalidecieron terriblemente. El Duque dejó caer
la pistola y se cruzó de brazos, esperando la muerte, con una bravura
llena de afectación y soberbia. Gonzalo avanzó precipitadamente, hasta
ponerse a dos pasos de su adversario. En aquel momento una ola de sangre
le cegó. Su temperamento de atleta venció repentinamente a las
sugestiones de la razón. Brillaron sus ojos con los reflejos siniestros
de una bestia salvaje, temblaron sus labios, contrájose espantosamente
su rostro, y arrojando lejos de sí la pistola, saltó como un tigre sobre
el traidor. El Duque no resistió el choque de aquel coloso y cayó
rodando. Gonzalo se puso a brumarle las costillas con los pies, lanzando
rugidos. Los padrinos acudieron corriendo a sujetarle. Al bilioso
Galarza se le ocurrió, para realizarlo, darle un bastonazo en la cabeza.
Gonzalo no hizo señal de sentirlo. Peña, indignado, alza su bastón y
¡zas! le arrima otro garrotazo a Galarza. El marqués de Soldevilla,
¡zas! le da otro a Peña. Y arrebatados de furor unos y otros, comenzaron
una lucha tan brava como indigna a bastonazos, mientras Gonzalo,
satisfaciendo ferozmente su cólera acumulada, pateaba con saña el
cuerpo, inerte ya, del Duque.
El cielo dejaba caer en aquel instante una cantidad fabulosa de agua.
Tan grande llegó a ser, que el marqués de Soldevilla, abandonando el
campo, emprendió la carrera hacia su casa para guarecerse. Siguióle
inmediatamente don Rudesindo, luego Peña y Galarza. La batalla se
deshizo como por ensalmo. Mas antes de atecharse, a todos se les ocurrió
volver la cabeza para ver qué había sido de sus apadrinados. Y por un
simultáneo impulso de compasión, volviéronse presurosos y sujetaron a
Gonzalo, cuya rabia cruel aún no se había apagado. El contacto de las
manos de aquellos señores le volvió a la razón. Les echó una larga
mirada siniestra y extraviada, y sin decir palabra, recogió el sombrero
y se dirigió a la puerta de la quinta, mientras los padrinos conducían
al Duque moribundo a casa. El médico que Soldevilla había traído,
encerrado durante el lance en una sala por no presenciarlo, reconoció
minuciosamente las fracturas y contusiones del herido. Declaró, desde
luego, su estado muy grave.
Peña y don Rudesindo, encontraron a Gonzalo dentro del coche llorando
desesperado.
—¡Soy un bruto!—les dijo.—¡Un bárbaro! ¡Qué pensarán ustedes de mí!
He cometido una acción bochornosa. Perdónenme ustedes.
Hicieron lo posible por calmarlo. En el fondo, ni a uno ni a otro les
parecía tan mal aquello. Después de todo, la acción del Duque había sido
tan villana, que bien estaba que se castigase villanamente. Peña,
durante el camino, llegó a decir cuchufletas acerca de la soberana
paliza que el magnate acababa de recibir.
—Chico, no cabe duda que los grandes de la naturaleza pueden más que
los grandes de España—decía con su voz campanuda que no dejaba perderse
una sola letra. Gonzalo, pronto, como un gran niño que era, a pasar del
llanto a la risa, sonrió primero y dejó escapar al fin sonoras y
formidables carcajadas con los chistes de su amigo.
Pero la vista de la casa de su suegro le sumió nuevamente en la
tristeza. Había satisfecho su justa venganza. Pero quedaba una herida
honda, cuyo agudo dolor aún no había podido sentir bien, porque la
exaltación colérica en que había vivido aquellos dos días, lo sofocaba.
¡Oh! aquellas grotescas torrecillas y almenares, testigos de su luna de
miel, le produjeron horrible impresión de melancolía. Parecía que una
mano cruel le estrujaba el corazón dentro del pecho. Sus amigos,
comprendiendo que deseaba quedarse solo, siguieron a Sarrió. Pablito le
esperaba a la puerta de la quinta, y le abrazó con efusión y entusiasmo.
—¿Le has matado?—preguntóle por lo bajo.
—No sé... Creo que sí—respondió el joven más bajo aún.—¿Y tu padre?
—Mi padre... Estaba aquí hace un instante... En cuanto te vió bajar
sano del coche, ha montado en la berlina que estaba enganchada ahí
abajo, y se ha ido a Sarrió.
Gonzalo adivinó lo que iba a hacer y se puso más sombrío. Los dos
cuñados se dirigieron silenciosos a la casa, y fueron derechos al cuarto
de Gonzalo. Al cabo de unos momentos, éste, que se había dejado caer en
un sofá y permanecía inmóvil, con la cabeza abatida sobre el pecho, dijo
a su cuñado:
—Perdóname, Pablo... Deseo quedarme solo... No estoy en este momento
para hablar.
Pablito se apresuró a retirarse.
Pasó un largo rato. La puerta se abrió de nuevo sin que el joven lo
sintiese. Una sombra se deslizó hasta él y puso sobre la silla más
cercana una bandeja con una taza y algunos platos.
—¡Oh! ¿Eres tú, Cecilia?
—Quieras o no, vas a tomar algo... Ya son las dos de la tarde, y estoy
segura de que no te has desayunado—dijo la joven, arrimando una mesilla
y poniendo sobre ella el caldo humeante.
—¡Qué buena eres, Cecilia!—exclamó él apoderándose de una de sus
manos. Aquella exclamación era un grito de afecto, de entusiasmo, y a la
vez de un vago remordimiento que jamás había podido desechar de
sí.—¡Qué buena eres! ¡qué buena eres!—repitió con lágrimas en los
ojos.—Lo que has hecho aquella noche... ¡Oh! eso no lo hace nadie...
¡Nadie!... Una santa que bajase del cielo no lo haría... Ninguno de los
que vivimos a tu lado merecemos besar el polvo que pisas...
Y el joven, conmovido con sus propias palabras, sollozando perdidamente,
cubrió de besos y lágrimas la mano que tenía cogida.
Cecilia se puso fuertemente encarnada primero; después pálida, y dijo en
tono que resultó un poco seco:
—Deja, deja.
Retirando al mismo tiempo la mano con presteza. Al ver que su cuñado
quedaba acortado, se apresuró a decir:
—Mira, cuanto menos hablemos de esas cosas, y, si posible fuera, cuanto
menos pensásemos, sería mejor... Ahora lo que importa es que tomes este
caldo. Después te traeré unas croquetas y un lenguado... ¿quieres?
—No tengo apetito, Cecilia—respondió haciendo esfuerzos por reprimir
su emoción.
—Todo es empezar... Verás...
—No, no; de veras, no puedo pasar nada en este momento.
—¿Y si te lo mando yo?—dijo la joven. Después que lo dijo se puso
colorada.
—Entonces, desde luego lo tomo... A ti no puedo negarte nada—replicó
él acercando el plato.
Aquella tan galante réplica, produjo una penosa impresión de frío en
Cecilia. Para no dejarla ver, salió precipitadamente de la estancia.
Tres o cuatro días estuvo el duque de Tornos entre la vida y la muerte.
Al cabo cedió la calentura, y desapareció la gravedad. Sin embargo, la
curación debía ser larguísima. Había dos costillas fracturadas, la
mandíbula inferior también, y sobre esto, terribles magullamientos en
otros varios parajes del cuerpo. Al cabo de un mes pudo trasladarse a
Madrid.
Gonzalo no dejó la casa de su suegro, quien al cabo de cinco o seis días
del desafío, tornó de llevar a Ventura al convento de Ocaña. Pero su vida
fué triste, sombría por demás. Negábase, a pesar de las instancias de
Pablo, a salir de caza o paseo. En vano éste y don Rosendo y los amigos
que solían venir a Tejada, inventaban mil pretextos para hacerle salir
de excursión. Aunque no se negaba de frente a acompañarles también él
acudió a los engaños para quedarse siempre en casa, donde descaecía a
ojos vistas. Su tío don Melchor venía a menudo a verle, y le aconsejaba
que se fuese a viajar durante una temporada. No se negaba a ello; pero
lo aplazaba siempre, pretextando no encontrarse bien de salud. Don
Rosendo, asesorándose del señor de las Cuevas y de otros varios amigos,
decidió trasladarse a Sarrió, por ver si con la sociedad de sus amigos
el joven se animaba un poco. Salieron fallidos todos los cálculos.
Gonzalo se dejó llevar a la villa sin hacer observaciones. Pero puso aún
más empeño en aislarse, en vivir retirado del trato social. Salía tan
sólo al amanecer, y daba algunos paseos por la punta del Peón,
contemplando el mar con ojos extáticos, que alguna vez tomaban una
expresión de angustia que apenaría seguramente a quien los mirase. En
cuanto el muelle comenzaba a animarse, y la villa despertaba de su
sueño, retirábase a toda prisa a casa.
¿Por qué no dejaba a Sarrió, teatro de su desdicha, y se iba a pasar al
menos una temporada en Madrid, en París o en Londres? Esta era la
pregunta que se hacían todos los vecinos de la villa. Nadie acertaba a
contestarla satisfactoriamente. Ni era fácil que eso sucediera. Son muy
pocos los que saben explicarse el origen secreto, la última raíz de las
acciones humanas. Unos porque no se paran en psicologías, que juzgan
inútiles, otros dotados de entendimiento sutil y perspicaz, porque lo
aprovechan para escudriñar solamente el móvil interesado, casi nadie
destapa esa mágica caja de sentimientos, y deseos, y esperanzas, y
contradicciones, que se llama corazón humano. ¡Qué vergüenza sentiría
Gonzalo si le dijesen que no se iba de Sarrió por no alejarse de la
atmósfera que envolvía a su esposa, a quien cubría de dicterios en
secreto, y afectaba despreciar ante el mundo! Y, sin embargo, nada más
cierto. Quedándose en aquella casa, le parecía que aún no se habían roto
del todo los lazos que le ligaban a ella. Los seres que le rodeaban eran
su carne y su sangre: la amaban todavía, aunque culpable: no se podía
injuriarla en su presencia. Ventura había dejado en las habitaciones, en
los muebles, una parte de su ser. En el tocador yacían los frascos de
pomada y esencias que ella usaba, a medio consumir; en las perchas
colgaban algunos de sus abrigos y sombreros. Su imagen graciosa, su
blonda cabeza deslumbradora, parecía que iba a parecer detrás de las
cortinas. El ambiente estaba embalsamado aún con su perfume habitual.
Aquel marido, tan vilmente ultrajado, sin querer darse cuenta de ello,
respiraba con delicia el aliento de su esposa, y vivía de la sombra de
su vida. Todavía más; vivía de la esperanza de perdonarla.
Esto no lo sabía nadie... ni él mismo quizá de un modo cabal... Nadie
más que Cecilia, cuyos ojos de zahorí enamorada, leían claramente los
pensamientos más vagos que cruzaban por la mente de su cuñado. Este
manifestaba por ella una predilección tan afectuosa, tal entusiasmo y
veneración, que era muy fácil confundir con el amor. Todas las
compañías, hasta la de su tío, le molestaban menos la de ella. Aunque
estuviese entregado a una meditación dolorosa, y las lágrimas corriesen
por sus mejillas escaldándolas, la aparición de Cecilia en su cuarto,
obraba como un calmante, suavizando su dolor. Cedía a sus consejos con
respeto, y se dejaba guiar y mimar por ella como un niño enfermo. Cuando
tardaba en ir por su cuarto, se impacientaba y le daba quejas cariñosas
lo mismo que un amante rendido y llagado de amor. Cuando entraba, sus
ojos no la abandonaban ni un instante, cual si estuviesen bajo la
influencia de un encanto o fascinación. Aquellos ojos expresaban cariño
profundo, gratitud, admiración, respeto, entusiasmo, lo expresaban
todo... menos amor. Cecilia bien lo leía. No podía mirarlos sin sentir
el mismo doloroso pinchazo en el corazón, la misma gota amarga de hiel
en los labios. Su espíritu, sereno siempre, turbábase por un instante, y
aparecía fría unas veces, otras irritable y enigmática, con gran
sorpresa y dolor de Gonzalo que se esforzaba en alegrarla. Pronto lo
conseguía. El pensamiento aquel, caía en su cerebro como la piedra en un
lago, revolviendo las aguas. Pocos momentos después, la calma volvía a
su espíritu. Quedaba puro y tranquilo como el lago.
Un día, al entrar repentinamente en la habitación de su cuñado, le
encontró examinando un revólver.
Al verla trató de ocultarlo en el cajón de la mesa que tenía abierto y
se puso colorado.
—¿Qué hacías?
—Nada, al buscar en este cajón unos papeles, me hallé con un revólver
que ya no me acordaba que tenía, y lo estaba mirando.
Cecilia no creyó palabra. Experimentó desde entonces cierta inquietud
que la obligaba a vigilarlo más que antes.
Transcurrieron dos meses. El desdichado joven, aunque persistía en la
misma vida apartada y sombría, mostraba algunas vagas señales de
reverdecimiento. Una que otra vez salía a caballo. Había hablado a su
suegro de hacer un viaje por Italia, país que aún no conocía. La fuerza
que hacía subir la savia de nuevo a su ser marchito, era un pensamiento
dulce, tan dulce como vergonzoso, que ocultaba con cuidado a todo el
mundo. Sin embargo, una tarde en que departía cariñosamente con su
cuñada, después de muchos rodeos, y poniéndose colorado hasta las
orejas, le preguntó por Ventura. ¿Qué noticias tenía de ella? Cecilia le
respondió fríamente con las menos palabras posibles. ¡Pobre Gonzalo! ¡Si
supiese que aquella mujer traidora por quien preguntaba, lejos de estar
arrepentida, se revolvía con furia contra su familia, cubriéndolos a
todos de dicterios, amenazándoles con entregarse al primer hombre en
cuanto saliese de la prisión, escandalizando con su soberbia y lenguaje
procaz a la superiora del convento!
Desde aquel día, perdida ya la cortedad, preguntaba a menudo por ella;
gustaba de mentarla en la conversación, sin que le hiciese desistir de
ello el tono seco con que Cecilia le respondía, y la prisa con que
cambiaba de tema.
Lo que don Rosendo temía, por las cartas que de Ocaña le enviaban, llegó
al fin. Un día, la superiora del convento le comunicó que Ventura se
había huído de aquel asilo, en compañía, según todos los informes, del
duque de Tornos. «El gran humanitario», como le llamó el _Faro_ en
cierta ocasión, recibió la nueva con valor estoico. Efectivamente, ¿qué
significaba aquella pena puramente individual que le afligía, en
comparación con el dolor universal, con la marcha lenta y segura de la
humanidad hacia sus destinos? Por aquellos días acababa de leer un
célebre folleto de autor francés, titulado _El mundo marcha_. Tenía los
sesos revueltos y deslumbrados con sus grandes síntesis históricas, lo
cual le ayudó no poco a soportar aquel golpe. Procuró, sin embargo, que
su yerno no se enterase de la noticia. No tenía la misma confianza en la
elevación de su espíritu y en la amplitud de sus miras. Algunos días
estuvo oculta. Al cabo corrió por la población sin saber quién la
trajera. Gonzalo, que todas las mañanas a primera hora iba por el
Saloncillo, la leyó en una gacetilla tan infame como hipócrita del
_Joven Sarriense_. «Circula por la población la especie—decía—de que
una señora, protagonista de cierto drama amoroso no ha mucho tiempo
acaecido, se ha fugado en compañía de su amante del asilo donde su
familia la había recluído. Sentiríamos que este rumor se confirmase por
afectar directamente a personas muy conocidas y estimadas en la sociedad
sarriense.»
Gonzalo sintió que algo que aún estaba por desgarrar se le desgarraba
dentro del pecho. Dejó caer el papel. Sonriendo nerviosamente y con voz
aguda y extraña, se dirigió a don Feliciano Gómez, que era la única
persona que allí había:
—Ya sabrá usted que la z... de mi mujer se ha escapado con su chulo,
¿eh?
Don Feliciano le miró sorprendido. Aunque era hombre que entendía poco
de sonrisas, al verle sonreir de aquel modo se sintió sobrecogido, y le
contestó con tristeza:
—Sí, Gonzalito, sí. Ya sabía que todavía no habías pasado lo último...
A la verdad, después de lo sucedido, este golpe final no debe cogerte de
sorpresa... Boto el freno, debías suponer dónde había de parar.
—¿Y a mí, qué?—exclamó el infeliz joven con la misma sonrisa,
mostrando en todo su cuerpo una inquietud exagerada.—Que se escapa...
¡bueno!... Vaya bendita de Dios... Nada tengo ya que ver con ella...
¡Ah! ¡si la ley me permitiera casarme!... No se pasaría un mes sin
hacerlo... ¿Y por qué no, vamos a ver, y por qué no he de poder
hacerlo?... En fin, si no me caso a perpetuidad, me casaré
temporalmente... Tomaré por ahí una buena moza, ¿eh, don Feliciano? ¡y
anda con Dios!... Será al fin y al cabo una p... de profesión, mientras
mi mujer lo es de afición...
Mientras pronunciaba estas feas palabras, daba vueltas por la estancia,
se quitaba el sombrero, se encogía de hombros y hacía otros gestos
extravagantes. Por último soltó una carcajada.
—Mira, Gonzalillo—le dijo don Feliciano.—Acabas de pasar una
pelona... pero ya vendrán tiempos mejores. Tras de lo malo siempre viene
lo bueno. Las cosas del mundo hay que tomarlas con cachaza, mi queridín.
Con disgustarse y criarse hiel en el estómago, ¿qué se consigue?... Aquí
me tienes a mí. El mes pasado perdí un barco... Todo el mundo venía a
consolarme creyendo que estaba desesperado. Yo les contestaba: Es verdad
que perdí el _Juanito_; pero, y si hubiera perdido la _Carmen_, ¿no
sería mucho peor? Pues lo mismo pude perder uno que otro, porque los dos
estaban en la mar. Tú has sufrido un disgusto: bueno... pero tienes
salud. ¿No sería peor que además te pusieras enfermo? Hay que pensarlo
todo, mi queridín. La salud es lo primero... Tú come bien, echa buenos
tragos, ¡y anda adelante! que lo demás ya se olvidará...
Gonzalo salió del Saloncillo sin despedirse, dejando al bueno de don
Feliciano con la palabra en la boca.
En casa se dió por enterado con don Rosendo de la fuga de Ventura.
Contra lo que todos presumían, no le causó una impresión muy honda. Al
contrario; desde aquel día señalóse en él una tendencia a animarse, y a
participar del comercio social, que no dejó de sorprender en la
población. Comenzó a visitar las casas de los amigos, a presentarse en
el café, a pasear por las calles, a charlar, a discutir. No volvió a
hablar de marcharse. Hasta, con gran pasmo de la villa, en uno de los
bailes que se dieron en el Liceo, bailó toda la noche como un pollastre
que por primera vez pisase el salón.
No obstante, Cecilia estaba muy inquieta. Aquella animación de su cuñado
era tan extemporánea, que más parecía un ataque de nervios. Sobre todo,
la extraña sonrisa, parecida a una mueca, que no se le caía de los
labios desde que leyera la gacetilla del _Joven Sarriense_, la hacía
estremecerse en algunos momentos.
Y llegó lo que era natural. Tras de aquella insana excitación, vino, al
cabo de algunos días, un profundo y sombrío abatimiento. Estuvo tres sin
salir de su cuarto, sin probar apenas manjar alguno de los que Cecilia
le llevaba, y, lo que es aún peor, sin lograr conciliar el sueño. Con
los ojos abiertos y extáticos, se pasaba horas y horas tendido en su
lecho, mirando a las tinieblas. En la noche tercera, a eso de las tres,
encendió luz, se vistió y se puso a escribir una larga carta a su tío.
Después escribió otra con sobre a Cecilia. Cerradas y colocadas sobre la
mesa en primer término, para que se vieran pronto, sacó un pitillo, lo
encendió a la luz de la bujía, y comenzó a pasear por la habitación.
Antes de concluir el cigarro lo arrojó. Abrió el cajón de la mesa, y
sacó el revólver que allí guardaba. Al acercarlo a la luz vió que estaba
descargado, lo que no dejó de sorprenderle. Tenía casi la certeza de
haberlo cargado hacía un mes, poco más o menos. Buscó la cajita de las
cápsulas y no la halló. ¡Qué cosa tan extraña! No tardó en recordar que
Cecilia le había visto con él en la mano, y una sonrisa dulce y triste
se dibujó en sus labios. Fué a echar mano a las escopetas. Las encontró
igualmente descargadas. Los cartuchos habían desaparecido de su sitio.
Permaneció inmóvil y pensativo largo rato. Luego, como si despertara de
un sueño, sacudió la cabeza y dejó escapar un suspiro. Se puso el
sombrero, abrió la puerta y bajó con gran sigilo las escaleras. Al pasar
por delante de la puerta del piso principal, pegó el oído a ella. Estuvo
un momento escuchando, la faz demudada, los cabellos erizados. Había
oído claramente la voz de su esposa que le llamaba desde adentro. Pasada
la alucinación, siguió bajando, abrió la puerta exterior con la llave
que colgaba del pasador, y salió a la calle.
Aun no había amanecido; pero en el Oriente parecía una tenue claridad
precursora del día. La mañana estaba fresca. Caía del cielo un agua
menudísima de niebla marina. Sin vacilar se dirigió al muelle. Subió al
segundo paredón y miró a la mar, cuyo horizonte en aquel momento no era
muy extenso, a causa de la niebla. Los días anteriores había soplado el
noroeste, y la había encrespado y revuelto hasta el fondo. Grandes olas
hinchadas venían de lejos extendiendo sus lomos gigantescos y se
estrellaban con fragor contra la punta del Peón, escupiendo sus espumas
a lo alto. Los ojos del joven tropezaron con un patache que trataba de
entrar en el puerto, y bailaba como un casco de nuez sobre las olas.
Aquella entrada le interesó desde luego. Siguió todas las peripecias con
viva atención, como si en ello le fuese algo. Al cabo de un cuarto de
hora, cuando ya estuvo atracado al muelle, sintió de nuevo la espuela de
su pensamiento. Dió un suspiro y murmuró: «Vamos». Y siguió adelante,
rozando con su cintura el pretil del paredón. Al llegar a cierto paraje,
una ola más fuerte que las demás le bañó enteramente con su espuma.
Aquel inopinado baño le produjo grata impresión, le refrescó la piel.
Estuvo esperando en el mismo sitio un rato, por ver si llegaba otra con
igual fuerza, pero no vino. Y emprendió de nuevo la marcha. Cuando
estuvo en el extremo del malecón, se echó de bruces sobre el pretil y
contempló con sombría fijeza las olas que llegaban. Estaba en el mismo
sitio donde, hacía algunos años, había tenido plática con su tío para
darle cuenta de que abandonaba a Cecilia y contraía matrimonio con
Ventura. Las palabras del viejo, severas, irritadas, sonaron de nuevo en
sus oídos. «Al hombre que falta a su palabra no puede ayudarle Dios...
El viaje es largo. La mar ancha y brava. Lo que ahora es bonanza, en un
instante se convierte en marejada de leva.» «¡Qué razón tenía mí
tío!»—pensó, sin apartar la vista del mar.
—¡Bah!—murmuró al cabo de algunos momentos—si cien veces me viera en
ese caso, cien veces haría lo mismo. Hay cosas fatales. Llevo a esa
mujer en la sangre como un veneno, y sólo puede salir con la última
gota.—Estuvo otro rato pensativo. El agua del mar que le había bañado,
y la del cielo que sin cesar caía, le enfriaron hasta los huesos. La
mañana se presentaba sucia, cenicienta. No era, no, aquella hermosa
noche en que se había quedado también de bruces después de hablar con su
tío. Entonces, la belleza esplendorosa del cielo, tachonado de
estrellas, el limpio cristal de las aguas, donde cabrilleaba la luz de
la luna, la blanda brisa juguetona, le hablaron un lenguaje de muerte,
sí, pero dulce, recogido, íntimo. Era una voz amiga que le invitaba a
reposar. Mas ahora lo que oía era un grito de desolación, una amenaza:
«Vente, vente. La muerte es muy triste; pero la vida es más triste
todavía.»
—Concluyamos—dijo levantando la cabeza. Avanzó el cuerpo; extendió los
brazos. En aquel momento pensó que el instinto de conservación le haría
nadar seguramente, y se detuvo. Miró a todas partes buscando algún peso.
Sus ojos tropezaron con el áncora de un quechemarín que yacía allá
abajo, en el primer muelle. Bajó por ella, cortó con la navaja un pedazo
de maroma de una lancha, se la amarró, la alzó con sus brazos de atleta
y subió la escalera como un gimnasta que quisiera dar muestra ante el
público del enorme poder de sus músculos. Una vez arriba, se ató la
cuerda al cuello. Se puso en pie sobre el pretil, y abrazado al ancla se
arrojó al agua. Su cuerpo de coloso abrió en ella una grande brecha, que
se cerró al instante. La mar profunda extinguió aquella chispa de vida,
como tantas otras, con implacable indiferencia.
Un marinero que le vió de lejos, corrió hacia el sitio gritando:
—¡Hombre al agua!
Otros tres o cuatro de las próximas embarcaciones le siguieron. En pocos
minutos se formó un grupo de veinte o treinta en la punta del paredón.
—¿Quién era? ¿Le conocías?—preguntaban al que le había visto.
—Me parece que era don Gonzalo.
—¿El alcalde?
—Sí.
—Sería muy bien, sería muy bien... ¡Reterroías mujeres!
La nueva se esparció instantáneamente por la villa. Acudió al muelle una
muchedumbre de gente. Dos hombres en una lancha recorrieron con un largo
remo el fondo, sin dar con el cuerpo del desgraciado joven. Al cabo
tropezaron con él. Se trajo un gancho, y tirando lo sacaron a flote en
el mismo momento en que don Melchor, demudado, convulso, sin sombrero,
llegaba al muelle, noticioso del terrible lance.
—¡Hijo de mi alma!—gritó el pobre anciano al ver sobre el agua el
cadáver de su sobrino. Sus corvas se doblaron, y cayó desvanecido en
brazos de las personas que le acompañaban.
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