El cuarto poder - 03

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instante puso en dispersión a los tres o cuatro descorteses mozuelos.
Los ojos de las diminutas bailarinas le contemplaron con admiración. En
aquellos corazones femeninos de cinco a diez años quedó grabado para no
borrarse jamás un sentimiento de gratitud hacia el heroico mancebo. Otra
vez, años adelante, un día de San Juan, Gonzalo cedió a ella y su
familia la balandra para pasearse por el mar, pues los botes y lanchas
escaseaban en tal ocasión. Mas ninguna de estas circunstancias engendró
el trato entre ellos. Si los encontraba muy de frente, Gonzalo solía
llevarse la mano al sombrero; si no, pasaba de largo como si no los
viese, a pesar del conocimiento, ya que no amistad íntima, que su tío
mantenía con el señor Belinchón. La vida exclusiva de café, el ningún
trato con las mujeres, habían hecho de Gonzalo un joven apocado y
vergonzoso.
—Pase usted, Gonzalo; papá le espera en la sala—dijo la joven cruzando
de nuevo por delante de él.—Que se alivie su tío.
—Muchas gracias—respondió acortado. Y al alejarse caminando hacia
atrás, como era tan alto, dió un testarazo con la lámpara de la
antesala, que por poco la hace venir al suelo.
Miró con angustia hacia arriba, se apresuró a sujetarla y se puso muy
colorado.
—¿Se ha lastimado usted?—preguntó Cecilia con interés.
—¡Ca! No, señora... al contrario... ¡Caramba, por un poco la rompo!
Y se retiró cada vez más confuso.
Hallábase nuestro mancebo en aquel punto y sazón en que los hombres se
enamoran de una escoba. La edad del amor se había retrasado para él un
poco. Esto suele acontecer en todos aquellos en quienes los músculos
tiranizan a los nervios. Por eso la señorita de Belinchón, aunque nada
linda, despertó repentinamente en él cierta simpatía que es fácil
transmutar en pasión. Y como consecuencia de aquella brevísima
entrevista, Gonzalo pasó desde entonces alguna que otra vez sin
necesidad por delante de la casa de los señores de Belinchón mirando con
el rabo del ojo a los balcones; cuidó más del aliño del traje y la
persona; iba a misa de diez los domingos a San Andrés, donde doña Paula
y sus hijos la oían. En el teatro solía dirigirle con disimulo vivas
miradas y alguna que otra vez se aventuraba a soltarle un sombrerazo.
Pero en cuanto lo hacía se ponía colorado y miraba con susto a todas
partes, temblando de que aquel naciente sentimiento de su alma fuese
descubierto.
¡Inocente Gonzalo! Mucho antes de que él se diese cuenta cabal de tal
inclinación, la villa entera la conocía. Nada se puede ocultar, sobre
todo en lo que toca a las relaciones de sexo a sexo, a los ojos
zahoríes de las comadres de un pueblo de escaso vecindario. Y no sólo se
conoció, pero hasta se daba como cierto el matrimonio en plazo más o
menos lejano. Pasaban los meses, no obstante, y aquello no avanzaba un
paso. Los testimonios que Gonzalo daba de su afición seguían siendo los
mismos. La mayor parta de los días se reducían a pasar después de comer
por delante de la casa del rico comerciante, para ir al casino. Cecilia
solía estar cosiendo detrás de los cristales. Mano al sombrero; sonrisa;
adelante; luego el billar, y hasta otro día. Don Melchor le encargó
otras dos veces recados para don Rosendo, pero tuvo la buena suerte de
hallarle siempre en el despacho. Decimos buena suerte, porque Gonzalo
temblaba ante la idea de subir a la casa y tropezarse con Cecilia.
Había cumplido ya los veinte años. La idea de hacerse ingeniero
industrial y ocuparse en algo útil, volvía de vez en cuando a su
espíritu en medio de aquella vida holgazana. El compañero que tornaba de
alguna academia militar, la conversación con algún ingeniero inglés, la
frase de desprecio que escuchaba en el casino acerca de los que no
tenían carrera, despertábanle de pronto el deseo. Al fin, un día le dijo
a su tío que si le daba permiso se iba a Inglaterra a estudiar algo y
ver mundo. Como don Melchor nada podía oponer a este justo y laudable
propósito, pocos días después Gonzalo recorría algunas casas de
parientes y amigos, donde hacía años que no ponía los pies, para
despedirse, y una tarde apacible y bella de primavera se embarcaba en el
bergantín redondo _Vigía_ con rumbo a la Gran Bretaña.
¿Se acordaba de Cecilia? No lo sabemos. En temperamentos como el de
nuestro mancebo, el fuego de las pasiones tarda mucho tiempo en prender,
aunque a la postre causa grandes estragos.
Pasaron tres años. Terminó la carrera de ingeniero que es breve y
práctica en Inglaterra, y se determinó a visitar las principales
fábricas de este país y de Francia y Alemania. En el tiempo que duraron
sus estudios el recuerdo de Cecilia asaltábale de vez en cuando, sin
causarle, por supuesto, emoción muy viva. Allá en la primavera cuando la
sangre circula con más fuerza por las venas y la madre Naturaleza con el
verdor de los campos, los vívidos colores de las flores, los juegos de
la luz, el aire tibio embalsamado, y sobre todo, por medio de sus
intérpretes más fieles, los pájaros, nos incita para que en modo alguno
consintamos que la especie humana se extinga, Gonzalo pensaba en el
matrimonio. Y siempre que tal idea surgía en su mente, presentábasele de
improviso hecha carne en la niña primera de los señores de
Belinchón:—«Pase usted, Gonzalo; papá le espera.» «¿Se ha lastimado
usted?»—Volvían a sonar en sus oídos aquellas palabras y el acento
cariñoso con que fueron pronunciadas encendía en su corazón virgen una
chispa de simpatía. La joven no era hermosa, pero sus ojos sí, y sobre
todo revelábase en ella el atractivo del sexo por el aire modesto y
sencillo, el timbre de la voz, la delicadeza exquisita, enteramente
femenina de sus modales. «No me disgustaría casarme con ella» pensaba
dejando escapar un suspiro; porque juzgaba imposible que se atreviese a
decir a ésta ni a ninguna señorita palabra alguna de amor. Hasta
entonces no conocía de tal pasión más que el aspecto material y grosero,
las relaciones fugaces y tristes de las mujeres que le abocaban por la
noche en las calles de Londres y París.
Un día escribiendo a cierto amigo íntimo de Sarrió se le ocurrió
preguntarle si Cecilia Belinchón se había casado. Contestóle que aún
permanecía soltera y que si era muy cierto que algunos galanes la
rondaban seducidos quizá por el dinero de Belinchón más que por las
gracias de su hija, hasta ahora no se sabía que hubiese dado oídos a
nadie. Al leer esto, se le subió la sangre al rostro al ingeniero
industrial. Tuvo la fatuidad de pensar (que se le dispense por Dios) que
Cecilia rechazaba a los pretendientes a su mano... porque a ninguno
encontraba tan guapo como él. Entonces imaginó declararle su amor por
medio de una carta. Estando tan lejos no tendría vergüenza. Sin embargo,
la tuvo, y cuando trató de coger la pluma para hacerlo, antes de trazar
el primer renglón, volvió a dejarla al representarse la sorpresa que la
joven recibiría. Pasaron algunos días. La idea no le abandonaba. Por
medio de mil sutiles razonamientos procuraba persuadirse a escribir la
epístola amorosa. Si se reía de él, ¿qué? no había de verlo. Con no
volver más a Sarrió estaba concluído; y si volvía ya procuraría no
encontrársela de frente. Al fin la escribió. Túvola guardada en el cajón
de su mesa varios días. La idea de echarla al correo le aterraba. Para
decidirse a ello, necesitó beberse unas copitas de ron. Cuando estuvo un
poco mareado sacó la carta del cajón, lanzóse a la calle con brío, y en
el primer buzón con que tropezaron sus ojos, ¡zas! la encajó.
¡Dios mío, qué he hecho! Disipóse la borrachera. Se puso colorado hasta
las orejas, como si por el agujero de aquel buzón le estuviesen mirando
los ojos burlones de todos los vecinos de Sarrió; y se apresuró a meter
los dedos en él por ver si aún podía atrapar el malhadado sobre. Nada.
Se lo había engullido con la voracidad de un tiburón, y lo estaba ya
digiriendo. Ocurriósele entonces presentarse en las oficinas de Correos
y reclamarlo; pero allí le exigieron tales formalidades, que antes de
pasar por ellas prefirió dejar correr la suerte.
Pasó ocho días en gran zozobra. A la hora de repartir las cartas en la
fonda, experimentaba una ansiedad que le sofocaba, esperando ver llegar
encerradas en un sobrecito las feas y colosales calabazas, castigo justo
a su demasía y sandez. Transcurrieron, no obstante, los ocho días y aun
los quince, y la contestación no parecía. Se fué calmando con la
esperanza vaga de que la carta no hubiese llegado a su destino. Si había
llegado, forjábase la ilusión de que Cecilia la habría roto sin dar
cuenta a nadie. Mas he aquí que, cuando ya no la esperaba, se encuentra
a la hora de almorzar sobre el plato una carta de España, letra
desconocida de mujer. Es irrepresentable la congoja que le acometió. Se
puso tan blanco como el mantel. El corazón quería saltársele del pecho.
Abrióla con mano trémula... ¡Ahaaa! suspiró descansado, después de
haberla devorado en dos segundos. Llevóse la mano al pecho, limpióse el
sudor con el pañuelo, y volvió a tomar la carta y a releerla con calma.
Era, en efecto, de Cecilia, y estaba escrita en un tono suavemente
irónico, que nada tenía, sin embargo, de ofensivo. Manifestábase
sorprendida de su repentina e inopinada declaración. ¿Qué mosca le había
picado al cabo de cuatro años de ausencia? Sus padres, que antes que
ella habían abierto la carta, estaban igualmente sorprendidos: opinaban
que era un paso irreflexivo, propio de los pocos años, un capricho del
momento, del cual ya estaría probablemente arrepentido. Ella compartía
enteramente esta opinión. Sin embargo, la habían permitido, y aun
aconsejado que contestase, por tratarse de un joven del pueblo, con cuya
familia mantenían relaciones de amistad.
Esta epístola le puso contentísimo de pronto. No eran las desdeñosas
calabazas que esperaba. Después se puso triste, y al minuto otra vez
alegre, leyéndola y releyéndola por ver si daba en la clave. ¿Eran o no
eran calabazas? Apresuróse a contestar, pidiendo perdón de su
atrevimiento, y confirmando su declaración anterior con nuevas y
vehementes frases. Replicó al cabo de algunos días la niña en términos
más blandos y afectuosos. Tornó a escribir Gonzalo; cruzáronse retratos;
intervino doña Paula. En suma, al cabo de poco tiempo, se encontraban
ambos jóvenes en relación formal. Comenzó a hablarse de matrimonio;
mediaron cartas entre don Melchor y su sobrino; después visitas entre
aquél y don Rosendo. Finalmente todo quedó arreglado, conviniéndose que
a la primavera regresaría Gonzalo, y se efectuaría el casamiento.


III
EN EL QUE LA PAREJA ENAMORADA COMIENZA A PENSAR EN EL NIDO

Salían ya del teatro los que habían quedado. Gonzalo tropezó con la ola
de gente que vomitaba la puerta, y así como fué reconocido, se
apresuraron a rodearle y saludarle sus antiguos amigos. El primero que
le echó los brazos al cuello fué don Mateo, después vino don Pedro
Miranda y su hijo Periquito, en seguida el alcalde don Roque, después
don Victoriano y su esposa doña Rosario y sus tres hijas. En un instante
se formó círculo en torno del joven, quien se apresuraba a contestar con
efusión a los plácemes, abrazos y apretones de manos que de todos sitios
le venían. Los marineros, las mujeres del pueblo tomaban parte en
aquellas manifestaciones de cariño lo mismo que los _señores_. No se
oían más que exclamaciones de admiración y alegría.
—Cuánto has engordado, Gonzalito.—¡Vaya un real mozo!—¿Por qué no
creces como él, Periquito?—Don Gonzalo, les come usted las sopas en la
cabeza a todos los mozos de Sarrió.—Crecer no ha crecido, lo que ha
hecho es doblar de cuerpo.—Ven acá, granadero, dame un abrazo apretado.
Un patrón de barco afirmó que se parecía como una gota de agua a otra al
Príncipe de Gales. Acaso Gonzalo fuese un poco más alto.
El robusto corpachón de éste, alzábase sobre el grupo. Daba la mano por
encima de las cabezas a los amigos que no podían llegarse a él, y su
noble y bondadosa fisonomía sonreía a todos.
Don Mateo, alzándose sobre la punta de los pies y tirándole del brazo
para que se doblase, pudo decirle al oído:
—¡Qué función te has perdido, Gonzalo! Lástima que no hayas llegado por
la tarde. La tiple cantó como un ángel... ¡Y el baile!... El baile te
digo, chico, que ni en Bilbao ni en la Coruña lo sacan mejor... Pero no
te disgustes, que yo haré que se repita antes que se vaya la compañía...
o poco he de poder.
Pero Gonzalo no atendía. Con los ojos clavados en la puerta, esperaba
inquieto y afanoso la salida de la familia de Belinchón, que como
principal y de las más encopetadas, se retrasaba siempre para no
confundirse con la plebe. Por fin a la luz del farol que ardía sobre el
marco de la puerta, divisó la fisonomía de doña Paula y en seguida la de
Cecilia. Abalanzóse trémulo a saludarlas. La hija se puso colorada como
un pavo (es natural), y la madre también (esto es menos natural). ¿Qué
le tocaba hacer a él? Ruborizarse igualmente; y esto fué lo que llevó a
cabo de un modo perfecto. A los tres les temblaba la voz, y después de
preguntarse por la salud, no supieron qué decirse. Las miradas cargadas,
de curiosidad de la gente contribuían a embarazarlos. Felizmente llegó
Pablito con Ventura, que se habían rezagado, y nuestro joven saludó al
primero afectuosamente y dirigió a la segunda una ceremoniosa cabezada.
Pablo sonrió.
—Qué, ¿no la conoces? Es mi hermana Ventura.
—¡Oh! ¿Cómo había de conocerla? Es una mujer... ¿Cómo está usted,
Ventura?
La niña le alargó la mano mirándole con expresión maliciosa y burlona
que acabó de desconcertarle.
Pusiéronse en marcha hacia casa. Venturita echó a correr delante
arrastrando a su hermano. Detrás marchaban doña Paula, Cecilia y
Gonzalo. Cerraba la marcha don Rosendo con su buen amigo don Pedro
Miranda. Las calles estaban obscuras. Sólo ardían a aquellas horas los
faroles de esquina. La distancia entre los tres grupos se fué haciendo
cada vez mayor.
Gonzalo comenzó a hacer esfuerzos desesperados por sostener la
conversación con su futura esposa y suegra; pero aquélla no despegaba
los labios, dominada, sin duda, por la vergüenza, y doña Paula andaba
muy lejos de ser una madame Stael. Como tampoco él había colaborado en
el Diccionario de la Conversación, el resultado era que ésta no
prosperaba. Por cartas había llegado a tener confianza. Doña Paula ponía
a menudo postdatas en las de Cecilia. Gonzalo replicaba con alguna
cuchufleta, mandaba estampitas, caricaturas para Ventura, y se portaba
en todo como un miembro de la familia. Pero ahora los tres
experimentaban malestar embarazoso. Nuestro joven en su vida había
hablado con la señora de Belinchón, y con Cecilia sólo había cruzado las
palabras que hemos dicho. Luego, allá delante, Venturita reía a
carcajadas con su hermano, y los novios presumían fundadamente que
estaban ellos sobre el tapete. No obstante, cuando ya se acercaban a
casa, la plática fué tomando calor y había algunos síntomas para creer
que muy pronto iba a reinar la confianza.
Formóse un grupo a la puerta de la morada de los señores de Belinchón,
que estaba situada en la Rúa Nueva, la calle más principal de Sarrió, y
era grande y suntuosa para lo que allí se estilaba. Como Gonzalo no
había cenado aún, don Rosendo le invitó a subir a hacerlo con ellos tan
de veras, y con palabras tan apremiantes, que el joven, que no deseaba
otra cosa, concluyó por aceptar. Despidiéronse el señor Miranda y su
hijo Periquito, y la familia Belinchón, con el nuevo individuo que iba a
formar parte de ella, subió a la casa. En el recibimiento, las señoras
se despojaron de los abrigos y las toquillas. La luz volvió a turbarlos.
Gonzalo pudo ver bien entonces a su novia, y observó que no había ganado
nada en los años de ausencia. Estaba más alta, pero más delgada también.
Los amores no ponen gordas a las niñas. La nariz, con esto, se le había
pronunciado todavía más. Sólo aquellos ojos hermosos, suaves,
inteligentes, persistían en brillar como dos estrellas. La
transformación de Venturita, aquella niña que veía cruzar para el
colegio, colgada del brazo de la doncella dando saltitos para no perder
el paso, le llamó poderosamente la atención. Era una mujer, una
verdadera mujer, no tanto por la estatura, como por la redondez y
amplitud de las formas, como por la firmeza singular de su mirada y
cierto brillo malicioso que la acompañaba. Examináronse ambos como dos
extraños de una rápida ojeada. Gonzalo le dijo por lo bajo a doña Paula:
—¡Qué cambio el de Venturita! Es una joven preciosa.
Por bajo que lo dijo la niña lo oyó. Se puso seria con afectación, hizo
un leve mohín de desdén con los labios, y se fué derecha al comedor,
ocultando el cosquilleo placentero que aquel requiebro tan espontáneo la
había causado.
La mesa estaba puesta: una mesa patriarcal de provincia, abundante,
limpia, sin flores ni los demás refinamientos elegantes que la
civilización va introduciendo. Y al acercarse a ella, el embarazo de
Gonzalo había desaparecido. Parecía que ayer había cenado allí también.
Una ráfaga de alegría sopló sobre todos. Cambiáronse palabras y risas.
Gonzalo abrazaba a Pablito y le preguntaba por sus caballos. Doña Paula
arreglaba la distribución de los cubiertos. Venturita, sentada ya, se
atracaba de aceitunas, tirando los huesos a su hermana y haciéndole
guiños provocativos, mientras ésta, con las mejillas encendidas y los
ojos brillantes, se llevaba el dedo a los labios pidiéndole discreción.
Don Rosendo había ido a ponerse la bata y el gorro, sin los cuales le
habría hecho daño la cena. Su esposa invitó al joven forastero a
sentarse en el puesto vecino al de Cecilia. Pero ésta se había pasado al
otro extremo de la mesa, y allí se disponía a sentarse.
—¿Qué haces, chica? ¿Por qué no vienes a tu sitio?—le preguntó doña
Paula con sorpresa.
La joven se levantó sin contestar, ruborizada, y vino a sentarse al lado
de su novio.
La clásica sopa de manteca con huevos humeaba ya en el centro de la
mesa.
—Mira, haz plato a Gonzalo... Comienza ya a servirle—le dijo después
sonriendo bondadosamente, como mujer que profesaba ideas semejantes a
las expresadas por San Pablo en su célebre epístola.
Cecilia se apresuró a obedecer, colmando el plato de su futuro. Este
poseía ordinariamente un apetito excelente, apropiado a su grande
humanidad. Ahora, sobreexcitado por el aire del mar y algunas horas de
ayuno, era voraz. Comió sin dejar migaja, sin cortedad alguna, cuanto le
ponían delante; y eso que Cecilia, como podrá suponerse, no tenía la
mano corta en servirle. Cuando empezaba a comer, Gonzalo perdía la
vergüenza. La necesidad apremiante de su organismo giganteo se imponía.
En cambio, Cecilia apenas si tocaba en los manjares. Viendo en su plato
dos pedacitos de jamón del tamaño de dos avellanas, preguntóle el joven:
—¿Para quién hace usted ese plato, para el loro?
—No; es para mí.
—¿Y no tiene usted miedo que se le indigeste?
Era la primera chanza que se autorizaba con su futura. Esta contestó
sonriendo:
—Nunca como más.
Doña Paula acercó la boca al oído de Venturita, y le dijo:
—¿No reparas con qué ceremonia se tratan?
Venturita se lo dijo al oído a Pablo, y éste a su padre. Todos cuatro
soltaron a reir, mirando a los novios, mientras éstos, confusos,
preguntaban con la vista la razón de aquella súbita alegría.
—Mamá, ¿quieres que les diga de qué nos reímos?
—Díselo.
—Pues bien, señores, pensamos todos que podrían ustedes ir apeándose el
tratamiento.
Los futuros esposos bajaron la cabeza sonriendo.
La alegría de los comensales se expresaba ruidosamente, se charlaba, se
bromeaba. Pablito asaba a preguntas a su próximo cuñado, acerca de las
carreras de caballos, _skating-ring_, y otros asuntos más o menos
transcendentales, relacionados con el _sport_. Sólo el gozo de Cecilia
era concentrado y silencioso. Advertíase en las mejillas teñidas de vivo
carmín. De vez en cuando ponía el dorso de la mano sobre ellas para
enfriarlas, aunque sin lograrlo. Cuando creía que no la miraban, pasaba
largos ratos con los ojos fijos en su novio. Aquel bravo engullir,
incesante, signo de vida y de fuerza, la sorprendía y la cautivaba a un
mismo tiempo. Contemplábale arrobada, adorando en él al símbolo del
poder masculino. Estas largas miradas extáticas no se le escapaban a
Venturita, quien hacía muecas a Pablo o a su madre, para que las
observasen. Gonzalo pagaba las atenciones de su novia con un «muchas
gracias» rápido, sin volver el rostro hacia ella por temor de
ruborizarse. Al levantarlo para contestar a Pablo, sus ojos tropezaban
siempre con los de Venturita, cuya mirada risueña, y maliciosa le
turbaba momentáneamente.
Levantáronse al fin de la mesa y se diseminaron. Don Rosendo y Ventura
desaparecieron. Pablo, después de charlar algunos instantes, concluyó
por irse también. Quedaron solamente en el comedor doña Paula y los
novios. Y todos tres fueron a sentarse en un rincón de la estancia en
sillas bajas. Al poco rato no se oía más que un cuchicheo discreto, como
si estuviesen confesando. Unidas las tres sillas, adelantando los
cuerpos hasta tocarse casi las cabezas, comenzaron a charlar
animadamente. Doña Paula abordó al instante la magna cuestión.
—Estamos a veintiocho de abril... De aquí al primero de septiembre no
hay más que cuatro meses—dijo, echándoles una larga mirada entre
risueña y enternecida.
Si fuese posible que Cecilia se pusiese más colorada, se hubiera puesto.
El rostro de Gonzalo se contrajo con una sonrisa sin expresión, y bajó
los ojos.
Después de haberlos mirado otro rato, gozándose en su confusión, siguió
doña Paula:
—Es necesario ir pensando en el equipo de ropa...
—¡Mamá, por Dios! Es muy pronto—exclamó la joven avergonzada, mientras
el corazón quería salírsele del pecho.
—No es pronto, Cecilia. Tú no sabes el tiempo que aquí echan las
bordadoras en cualquier cosa. Un mes ha empleado Nieves para bordar dos
escudos a la chica de doña Rosario... Y más pesada que ella todavía es
Martina...
—Nieves borda muy bien.
—No, como bordar no hay en la villa quien le ponga el pie delante a
Martina... Tiene manos de oro.
—A mí me gustan más los bordados de Nieves.
—Pues si quieres que ella te borde la ropa, por mí...—repuso doña
Paula mirando a su hija con una condescendencia maliciosa.
—¡No digo eso, mamá!—exclamó ésta toda apurada.—Sólo digo que me
gusta más el bordado de Nieves que el de Martina.
Al poco rato ya había consentido en discutir la cuestión de la ropa.
Tratáronla en todos sus aspectos con la gravedad y el cuidado que
merecía. A quién se encargarían los juegos de sábanas de batista, a
quién los ordinarios, quién haría las camisas, dónde se comprarían los
manteles, etc., etc. Todo fué tratado, medido y ponderado. Doña Paula
emitía su opinión. Cecilia aparentaba contradecirla, pero en el fondo
¿qué le importaba? Lo que embargaba su alma y hacía palpitar su corazón
era aquella proximidad del matrimonio, reconocida expresamente. Así, que
su voz salía temblorosa y algunas veces se le anudaba en la garganta sin
querer salir. Sus ojos soltaban efluvios de dicha; tenían el brillo
suave y misterioso de los luceros en las noches serenas de invierno.
—¡Qué calor!—exclamaba de vez en cuando, y apoyaba las manos en sus
mejillas encendidas.
Gonzalo asentía con estúpida sonrisa a cuanto decían, y estiraba a
menudo sus desmesuradas piernas que, por la escasa altura de la silla,
se le dormían.
Y cuando se concluyó con la ropa blanca, comenzaron con la de color. Y
la conversación se enredaba; y Cecilia, sin mirar a su novio le veía; y
los ojos de doña Paula, posados alternativamente en uno y en otro, se
iban enterneciendo cada vez más; y los alientos se cruzaban. Los hombros
de los futuros esposos se tocaban. Aquel suave cuchicheo, la dormida luz
de la lámpara que apenas los envolvía, el contacto frecuente con el
brazo de su amado, iban hinchendo el seno de Cecilia de una emoción
voluptuosa que la desasosegaba. No pudiendo resistirla levantóse dos o
tres veces para besar con vehemencia a su madre. A la tercera vez ésta
se hizo cargo de lo que aquello significaba, y exclamó mirándola con
ojos risueños y compasivos:
—¡Pobrecita! ¡Pobrecita mía!
Cecilia se tapó los suyos con las manos y estuvo así un rato.
—¿Qué tienes?—le dijo al fin doña Paula.
—Nada, nada.
Pero continuó cubriéndose los ojos.
—Vamos, ¿qué tienes, hija mía?
—No tengo nada—contestó destapándose al fin. Su cara sonreía; pero
tenía los ojos húmedos.
—Ya sé, ya sé—dijo la señora—¿Quieres el éter? ¿Sientes opresión?
—No siento nada. Estoy muy bien.
La plática se enredó de nuevo. Doña Paula expresó la idea de que Gonzalo
se viniese a vivir con ellos. Este se resistió un poco, porque
comprendía que esto iba a disgustar a su tío. No obstante, concluyó por
ceder a los ruegos de ambas. ¡Era tan natural que no quisieran
separarse!
—Pueden ustedes tener independencia. Yo me encargo de ello. Hay una
sala grande, la sala amarilla... ya sabes, Cecilia... Tiene una alcoba
espaciosa... Sólo falta el despacho para Gonzalo; pero ya he pensado en
eso. Al lado de la sala está el cuarto de la ropa, que aunque da al
patio, tiene buena luz. Hoy está hecho un asco; pero haciendo obra en él
puede quedar una habitación muy decente... ¿Quiere usted verlo, Gonzalo?
El joven manifestó que no había necesidad; que pasaba por todo lo que
ella dijese; que ya lo vería... Sin embargo, la señora insistió y
tomando una palmatoria los guió al otro extremo de la casa.
—Esta es la sala... Grande, ¿no es verdad? Dos balcones... La alcoba.
Caben muy bien dos camas... cuanto más una—añadió mirando a su hija,
que se hizo la distraída cerrando un balcón.—Vamos ahora a ver el
cuarto de la plancha.
Y salieron de la sala, y salvando un corredor y dando una vuelta,
entraron en otro cuarto lleno de armarios y otros trastos.
—No se asuste usted por la distancia. Este cuarto está pegado a la
sala. No hay más que abrir una puerta de comunicación.
Gonzalo se inclinó hacia su novia y le dijo por lo bajo:
—¿Por qué no me tratará mamá de tú, como tu papá? Díselo de mi parte...
yo no me atrevo.
Cecilia entonces se acercó al oído de su madre y murmuró con voz
apagada, llena de vergüenza:
—Gonzalo se alegraría de que le tratases de tú.
—¿Qué dices, niña?—preguntó doña Paula, poniendo la mano en la oreja.
Cecilia levantó un poquito la voz, haciendo un terrible esfuerzo.
—Dice Gonzalo que por qué no le tratas de tú como papá.
—Ah... me alegro que haya salido de él. No me atrevía... Bueno, pues en
cuanto se abra una puerta aquí, en esta pared, ya puedes pasar de la
sala al despacho sin cruzar el pasillo... ¿Te gusta la habitación? ¿Es
bastante grande?
—Demasiado. Mis negocios, por ahora, no exigen tanto.
A Cecilia le retozaba en el cuerpo una pregunta. Estaba inquieta. Varias
veces estuvo por tomar la palabra, pero el temor la retenía. Allá, al
fin, en una pausa larga, se aventuró a decir:
—Falta una cosa, mamá.
—¿Qué falta?
La joven se detuvo un instante, como para tomar arranque, y dijo al fin
con voz temblorosa:
—Falta un cuarto para arreglarse Gonzalo.
—Es verdad; no me había hecho cargo... ¿Dónde tendría yo la cabeza?
Pues ahora no encuentro sitio aquí cerca... Aguarda un poco...
aguarda... Podríamos bajar la despensa al sótano y quedaba un cuartito,
que bien arreglado, acaso serviría... Lo que hay es que no comunica con
estas habitaciones. Tendrías que cruzar el pasillo.
—¡Qué importa eso!
Fueron de nuevo al comedor y se sentaron en el mismo rincón. Poco
después de hacerlo apareció Venturita con un peinador blanco que dejaba
ver enteramente la garganta de alabastro y una parte de su hermoso seno
virginal. Traía sueltos por la espalda los cabellos, y calzaba unos
lindos pantuflos bordados. Venía a despedirse para ir a la cama.
Acercóse a su madre y la dió un beso en la mejilla, haciendo, mientras
tanto, muecas maliciosas a su hermana, que Gonzalo no podía ver.
—Vaya, buenas noches—dijo alargando a éste la mano.
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