El cuarto poder - 13

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—¡Grave! ¡grave! ¡grave!—murmuró don Segis.
—Si pudiéramos darle una sopimpa, sin escándalo, se entiende...
—¡Grave! ¡grave!
—A las once u once y media sale del café. Podemos esperarle por allí
cerca y alumbrarle algunos coscorrones.
—¡Grave! ¡grave! ¡grave!
—¿Es usted un hombre o no lo es, don Segis?
La pregunta, aunque inocente, causa honda perturbación en el espíritu
del capellán, a juzgar por la serie de muecas y ademanes descompuestos a
que se entrega antes de pronunciar una palabra.
—¿Quién? ¿Yo?... ¡Parece mentira que un amigo y un compañero me diga
cosa semejante!
Y dió la vuelta muy conmovido y se llevó el pañuelo a los ojos, de donde
brotaban algunas lágrimas.
—Pues los hombres se portan como hombres. Vamos a castigar la
insolencia de ese pelgar.
—¡Vamos!—profirió con firmeza el capellán, echando a andar en
dirección a su casa.
—Por ahí no, don Segis.
—Por donde usted quiera.
Los dos clérigos se cogieron del brazo y empezaron a caminar, no sin
ciertas vacilaciones explicables, en dirección al café de la Marina. No
será de más decir que ambos vestían de seglar por las noches, con sendas
levitas negras de largo faldón y manga apretada, botas de campana y
enormes sombreros de felpa.
Un buen cuarto de hora invirtieron antes de llegar a las cercanías del
café. Una vez allí, ofuscados por las luces como cándidas mariposas,
quisieron caer, y retrocedieron.
—Lo mejor será esperarle hacia su casa. Aquí hay todavía mucha
gente—dijo don Benigno.
Don Segis se mostró humilde también esta vez, siguiendo el impulso de su
compañero.
En la calle de Caborana, esquina a la del Azúcar, que la pone en
comunicación con la Rúa Nueva, se situaron ambos como punto estratégico
por donde el enemigo había de pasar, dado que su casa estaba situada al
final de la calle de Caborana. Los dos clérigos tenían la firme voluntad
de los navarros en el desfiladero de Roncesvalles. Así que soportaron
con heroica impavidez, durante media hora de espera, la lluvia menuda
que estaba cayendo, sin que el temor del reumatismo ni otra
consideración temporal les hiciese moverse una pulgada del puesto que
ocupaban.
Al fin, descuidado y satisfecho, después de haber sostenido larga y
acalorada discusión en el café, se retiraba el redactor en jefe del
_Faro_ hacia su casa, cuando inopinadamente le sale al encuentro el
irritable teniente, que le dice con su voz chillona:
—Oiga usted, mocito, ¿quiere usted repetirme ahora las insolencias que
ha dicho en el papelucho de don Rosendo? Tendría mucho gusto en ello.
La sorpresa, el acento sarcástico y amenazador del clérigo, y la vista
del bulto de don Segis, que permanecía a algunos pasos, inmóvil, como
fuerza de reserva, infundieron tal pavor en Sinforoso, que en algún
tiempo no pudo articular palabra. Sólo cuando el teniente avanzó hacia
él un paso, logró decir:
—Tranquilícese usted, don Benigno. Yo no le he nombrado a usted.
—¡Hola!—exclamó el clérigo con sonrisa feroz,—parece que ya no
cantas, tan alto... ¿Qué tiene el gallo que no canta? ¿Qué tiene el
gallo que no canta, guapito?
Don Benigno avanzó un paso, y Sinforoso retrocedió otro.
La reserva de don Segis avanzó también para conservar la distancia
estratégica.
—¡Tranquilícese usted, don Benigno!—gritó Sinforoso con terror.
—¡Si estoy muy tranquilo, guapo! No deseo más que oir otra vez aquello
de las palomas, que me ha hecho mucha gracia.
—¡Yo no lo he escrito!—exclamó con angustia el hijo del Perinolo.
—¿De veras no lo has escrito, guapo?... ¡Pues para cuando lo escribas!
Y descargó una bofetada en la pálida mejilla del redactor.
—¡Sosiéguese usted, don Benigno!—exclamó el desdichado retrocediendo,
y extendiendo hacia adelante las manos.
—No te digo que estoy muy tranquilo, majo. ¡Toma otra palomita!
Y le dió otra bofetada.
—¡Por Dios, don Benigno, sosiéguese usted!
—¡Allá va otra palomita!
Nueva bofetada.
Digamos ahora, antes de pasar adelante, que de las que se dieron en
Sarrió en los dos años siguientes a la aparición del _Faro_ (y sabe Dios
que el número es incalculable), lo menos una mitad fueron a parar a las
mejillas de este joven distinguido.
No pudiendo calmar con sus ruegos al enfurecido excusador, y sospechando
que el bando de palomas iba a ser numeroso, el redactor en jefe del
_Faro_ gritó con todas sus fuerzas:
—¡Socorro, que me matan!
Y trató de dar la vuelta para huir; pero los dedos acerados del clérigo
le retuvieron por un brazo. Al mismo tiempo don Segis, creyendo llegado
ya el momento de entrar en fuego, le descargó con su bastón de ballena
un garrotazo en las espaldas.
—¡Socorro!—volvió a gritar el desdichado.
Es el caso que en aquel momento llegaba de la tienda de Graells, donde
acostumbraba a pasar las noches, el invicto ayudante de marina Alvaro
Peña, que tenía su domicilio en la calle del Azúcar. Al escuchar los
gritos de su amigo, echó a correr hacia el sitio, diciendo:
—¿Qué pasa, Sinforoso, qué pasa?
—¡Auxilio, don Alvaro, que me matan!
—Fijme, Sinforoso, ¡que allá va socojo!—le volvió a gritar acercándose
rápidamente.
Los clérigos, oyendo la voz de aquel odioso y terrible enemigo de la
Iglesia, soltaron la presa; pero enardecidos por el combate, trataron de
hacerle frente poniéndose en línea de batalla con los bastones en alto.
Al divisarlos Peña, se estremeció de ira y de gozo al mismo tiempo.
—¡Son curas!
Vibró el bastón en su mano y el enorme sombrero de don Benigno saltó
veinte varas lejos. El teniente retrocedió. Don Segis avanzó y trató de
alcanzar con el palo la cabeza del ayudante; pero antes que pudiera
hacerlo, un garrotazo le había caído sobre el cogote, dejándole
malparado.
—¡Debiera suponejlo, caramba! Sólo estas aves nocturnas son capaces de
esperaj traidoramente a un hombre indefenso, alterando el ojden público
y tujbando el sueño de los vecinos... Es menestej concluij con esta raza
de alimañas que chupan la sangre del pueblo, y aspiran a tenejlo sumido
en la bajbarie... ¡Estos son los ministros de Dios! ¡Los apóstoles de la
claridad! ¡Los etejnos pejturbadores del ojden social!...
Ni aun en estos críticos instantes podía el ayudante prescindir de
aquella retórica anticlerical que acostumbraba a usar, y de sus frases
campanudas. A cada una acompañaba un garrotazo. Los clérigos, no
pudiendo sostener su rabioso empuje, volvieron grupas, y emprendieron
desaforadamente la carrera. El teniente pronto se vió fuera del alcance
del palo, mas el pobre don Segis, con el peso extraordinario de su
pierna izquierda, se quedó rezagado, y tuvo que sufrir las caricias del
bastón de Peña buen rato. A lo lejos se oía la voz de éste, gritando con
chistosa corrección:
—¡Hipócritas! ¡Sepulcros blanqueados! ¿Es esto confojme con el espíritu
del Evangelio, canallas? ¡Predicáis la paz y el amoj entre los hombre, y
sois los primeros en barrenaj los textos sagrados! ¡Cuándo sacudiremos
vuestro yugo, y nos emanciparemos de la esclavitud en que nos tenéis
desde hace tantos siglos!
Cualquiera imaginaría al escucharle que estaba pronunciando un discurso
en algún club democrático, y no administrando una soberana paliza.
Así terminó aquella refriega.
A la mañana siguiente el ayudante recibió la visita del párroco de
Sarrió que venía a suplicarle encarecidamente que no se hablase de aquel
incidente desagradable en el periódico, prometiendo en cambio todo
género de satisfacciones por parte del teniente y don Segis, lo mismo a
él que a Sinforoso. Peña no quiso ceder a su demanda. La ocasión era
admirable para abrir brecha en los enemigos de la libertad y del
progreso. En efecto, el primer número del _Faro_ insertó una relación
circunstanciada escrita en estilo jocoso de todo lo ocurrido.
Con esto los ánimos del clero y de las personas timoratas de la villa
quedaron grandemente sobreexcitados.


XI
QUE GONZALO SE CASÓ.—GRAVES REVUELTAS ENTRE LOS SOCIOS DEL SALONCILLO

Los altos y graves negocios que embargaban a don Rosendo, no
consintieron que dedicase al desagradable suceso que en el mismo tiempo
turbaba la quietud de su casa, aquella atención preferente que en otra
sazón le hubiese dedicado. Sin embargo, al tener noticia de la traición
de Gonzalo y del extravío de su hija menor, sintióse fuertemente
alterado. Tuvo con su esposa largas y vivas pláticas acerca del asunto.
Prueba irrecusable de que los grandes hombres, aunque solicitados por
tantos y tan elevados pensamientos, no desdeñan por eso las cosas que
tocan a la vida íntima, como vulgarmente se asegura. Su primer impulso
fué despedir a Gonzalo y encerrar a su hija en un convento. Las súplicas
de doña Paula y la reflexión, que ejercía sobre su claro espíritu
imperio absoluto, le hicieron volver sobre tal acuerdo. Al cabo de
algunos días de dudas (pocos, porque otros cuidados le reclamaban), vino
en permitir que se casasen los descarriados jóvenes, no sin celebrar
antes una conferencia con Cecilia y escuchar de sus labios que
perdonaba, de buena voluntad a su hermana, y deseaba que cuanto más
pronto se celebrase el matrimonio.
Obtenido el consentimiento, una tarde se presentó Gonzalo en casa de
Belinchón. Hacía quince días que no había estado en ella. Sentía el
corazón singularmente agitado, aunque sus deseos tan cumplida y
brevemente hubieran sido satisfechos. Temía la primera entrevista, y no
le faltaba razón. Doña Paula le recibió con marcada frialdad, y hasta en
los criados halló una sombra de hostilidad que le hirió. Por otra parte,
la idea de encontrarse con Cecilia le hacía temblar. Mas cuando se
presentó Venturita en la sala, todos los temores y tristezas se
desvanecieron. Su charla animada, el suave centelleo de sus ojos,
aquellos ademanes graciosos y desenvueltos iluminaron su alma
repentinamente y tocaron en ella a gloria. Olvidado de todo y enajenado
por el timbre adorable de su voz se hallaba, cuando entró en la sala
Cecilia. La vista de su víctima le produjo una extraña y violenta
impresión. Levantóse del asiento automáticamente. Su fisonomía cambió de
color. Cecilia se acercó a él con paso firme y le alargó la mano con la
misma plácida sonrisa de siempre.
—¿Cómo te va, Gonzalo?
Parecía que le había visto el día anterior, y que nada de particular
había sucedido. Sólo su tez estaba un poco más pálida.
Tal confusión se apoderó del joven, que no pudo contestar a esta
sencilla pregunta sin balbucir. La mirada clara y tranquila de Cecilia
le hizo el mismo efecto que una corriente eléctrica. Volvióse a doña
Paula, y el rostro de ésta se hallaba fuertemente fruncido con expresión
severa y dolorosa. Venturita miraba hacia los balcones con afectada
indiferencia. Al fin se sentó todo convulso. Cecilia, que venía a pedir
a su madre las llaves de los armarios, salió de la estancia dirigiéndole
una tranquila sonrisa de despedida.
Comenzaron los preparativos de matrimonio. Doña Paula tuvo la
delicadeza, rara en una mujer nacida en el pueblo, de no consentir que
pieza alguna de ropa destinada a Cecilia sirviese para su hermana.
Hízose, pues, un nuevo equipo apresuradamente. Cecilia trabajó en él,
con sorpresa profunda de las costureras. Unas lo achacaban a bondad,
otras a indiferencia. Lo cierto es que su fisonomía, aunque un poco
marchita, expresaba la misma serena alegría de siempre. Sus manos se
movían formando las iniciales de su hermana con la misma ligereza que
cuando bordaba las suyas. Pero las tijeras al cortar, _chis, chis_, y
las agujas al coser, _cruj, cruj_, no le decían ya aquellas cosas tan
lindas que la hacían temblar de gozo, sino otras muy horribles, ¡ay! muy
horribles. Quedaban sepultadas en su corazón. El mejor lector no leería
en sus ojos grandes, hermosos y suaves más que el capítulo risueño de
siempre.
—¿No te lo decía yo, mujer?—murmuraba Teresa al oído de Valentina
mirando a nuestra joven.—Si la señorita Cecilia no puede querer a
nadie.
Gonzalo huía de entrar en la sala de costura. Cuando alguna vez lo
hacía, se mostraba tan alterado y confuso, que las bordadoras se
guiñaban el ojo sonriendo. Al verle de aquel modo y a Cecilia tan
sosegada e indiferente, cualquiera trocara los papeles que ambos habían
hecho en aquel triste episodio de amor.
Las lenguas, en tanto, allá afuera, en las calles, en las tiendas, en
las casas y en los paseos, no se daban punto de parada. El
acontecimiento había causado profunda sensación en la villa. Mientras se
preparaba el matrimonio con Cecilia, la opinión general era que Gonzalo
daba pruebas de tener un gusto deplorable. Se despellejaba a la pobre
muchacha, y se la ponía poco menos que como un monstruo de fealdad.
Todos se maravillaban de que no hubiese elegido a su hermana, tan linda,
tan graciosa. En cuanto aprendieron el cambio, las opiniones viraron
asimismo repentinamente. ¡Qué escándalo! ¡Qué acción tan villana! ¡Qué
padres los que consienten tal ultraje! ¿Dónde está la vergüenza de los
hombres? ¡Pobre niña, tan buena, tan esbelta, con unos ojos tan
hermosos!—Yo la encuentro más bonita que su hermana.—Yo lo mismo...
No dejemos escapar la ocasión de decir que esta constante censura, este
eterno descontento de los hombres respecto de las acciones de sus
semejantes, que tanto nos desespera, no supone tanta ruindad de
intención, maldad o envidia en ellos como nos complacemos en creer
siempre que somos objeto de crítica. No es otra cosa que un testimonio
claro de la imperfección de nuestra existencia planetaria y del amor al
ideal que todo hombre lleva dentro de sí sin verlo jamás realizado.
Después de habernos así mostrado filósofos y optimistas, prosigamos
nuestra narración.
Llegó el día del matrimonio. Efectuóse de madrugada dentro de la misma
casa de Belinchón, con asistencia de algunos parientes y amigos. Después
de tomar chocolate, partieron los novios para Tejada.
Era ésta un posesión situada a una legua próximamente de la villa, donde
el genio de don Rosendo, secundado por el dinero, había tenido ocasión
de desenvolverse libremente y dar prodigiosos frutos. Cuando la
comprara, hacía más de veinte años, constituíanla unos cuantos prados y
un bosque donde pastaban las vacas y cantaban los malvises, jilgueros y
mirlos. Don Rosendo principió por desterrar esta colonia indígena y
substituirla por otra extranjera. El ganado del país fué proscripto
trayendo en su lugar otro de Suiza. Con igual severidad fueron
arrojados, a tiros, de los árboles, los pajaritos antiguos, para colgar
un sinnúmero de jaulas con aves raras y exóticas, que graznaban
miserablemente todo el año a la salida del sol. El espíritu emprendedor
y reformista de don Rosendo, no se detuvo tampoco en el reino animal.
Con la misma audacia pasó al vegetal, e hizo cambiar por entero la faz
de aquellos campos. Poco a poco, a impulsos del hacha y de la sierra,
fueron desapareciendo los copudos y grandes castaños de hojas anchas y
frescas con sus torsos retorcidos de piel rugosa, los gigantescos robles
que habían renovado sus hojas picadas más de trescientas veces, los
nogales que parecen enormes plantas de albahaca, los jugosos pomares,
cuyas ramas se doblan hasta dejar delicadamente el fruto en el suelo, y
otros árboles de arraigo y respetabilidad en el país. En su lugar se
plantaron _washingtonias, wellingtonias, araucarias excelsas_ y otros
muchos árboles de casta extranjera, perteneciendo en su mayor parte a
la familia de las coníferas. Esto hacía que la posesión, en concepto del
vulgo, guardase cierto parecido con un cementerio. Respondía don Rosendo
a tal observación, que las coníferas tenían la ventaja de conservar la
hoja por el invierno. Replicaba el vulgo que de este modo parecía un
cementerio por el invierno y por el verano. Don Rosendo no se dignaba
contestar a esta sandez, y tenía razón.
Como lo que mucho vale mucho cuesta, aquellos extranjeros de ambos
reinos, se llevaban una buena parte de la renta de Belinchón. Los
pajaritos del país se buscaban el alimento y aliñaban sus plumas sin
necesidad de ayuda de cámara. Los de fuera, encerrados en jaulas y
enormes pajareras construídas al efecto, exigían algunos servidores para
procurarles la adecuada alimentación y hacerles la limpieza. Después, la
nostalgia causaba en ellos grandes claros, que se llenaban encargando a
París y Londres nuevas y costosas remesas. Lo mismo pasaba con los
vegetales. Para que uno se lograse a fuerza de cuidados y desvelos,
perecían treinta o cuarenta. La vigilancia constante de los jardineros
no bastaba a impedir esta considerable mortandad.
La casa, tampoco era de estilo nacional, ni siquiera europeo. Estaba
construída según los preceptos de la arquitectura chinesca, llena de
torrecillas festonadas por todos lados. Qué conexión tenían estas
diminutas torres de ladrillo con la famosa de Babel, donde los idiomas
se confundieron, nosotros no lo sabemos; pero debemos manifestar que a
esta fábrica así guarnecida, la llamaban en el país _la Babilonia de don
Rosendo_. Estaba suntuosamente amueblada. No faltaba dentro de ella
ninguna de las comodidades y refinamientos que la moderna civilización
proporciona a los ricos. Tenía una famosa habitación decorada al estilo
persa, cuarto de baño, un espacioso comedor medianamente pintado y
algunos lindos gabinetes pequeños y tibios, donde la luz entraba cernida
por cristales de colores.
A este nido vinieron a parar Gonzalo y Ventura dos horas después de
hallarse unidos para siempre. En el camino se habían hablado con
desembarazo de cosas indiferentes. El joven había aplicado algunos besos
en las mejillas de la niña, lo mismo que cuando novios. Mas al llegar a
la _babilonia_, y encontrarse solos en la cámara persa, sintióse
extrañamente confuso y acortado. Buscaba asuntos de conversación, y en
todos se perdía. Venturita apenas le contestaba mirándole de reojo, con
una expresión entre burlona y apasionada.
—Mira, ¡calla, calla! Estás diciendo muchas tonterías... Calla, y dame
un beso—concluyó por decirle riendo, y tapándole la boca con su
primorosa mano.
Gonzalo se puso colorado, y la abrazó con frenesí.
Su embriaguez en los primeros días rayó en locura. Venturita era, por su
belleza singular, por la expresión lánguida y voluptuosa de sus ojos,
por la tendencia invencible al descanso, una verdadera odalisca. Pero no
como éstas solamente un animal hermoso, sino animada por ingenio
chispeante, que desbordaba a cada momento en graciosos equívocos y
felices ocurrencias. Gonzalo se desternillaba de risa, sin comprender
que es peligroso que los maridos rían demasiado los chistes de sus
mujeres.
La vida que hacían era harto sedentaria. A Ventura no le gustaba salir
de casa. El sol le producía dolor de cabeza; el fresco de la tarde le
irritaba la garganta. Cuidaba del aliño de su persona, y variaba de
trajes lo mismo que si se hallase en Madrid. En su tocador pasaba una
gran parte del día. Esto no disgustaba a Gonzalo. Al contrario, cuando
la veía salir tan linda y gallarda, exhalando, como las flores
tropicales, un perfume penetrante, sentíase poseído de entusiasmo. Un
estremecimiento voluptuoso agitaba todo su ser, pensando que aquella
obra exquisita de la Naturaleza era suya, enteramente suya.
Sin embargo, no lo era tanto como él se figuraba. Algunas veces la joven
esposa, medio en serio, medio en broma, se encerraba en su cuarto. Allí
pasaba tres o cuatro horas sin consentir que entrase, a pesar de los
ruegos cariñosos que le dirigía por el agujero de la llave.
—Te privo de mi vista por algún tiempo—decía después riendo,—para que
desees más el tenerme junto a ti.
Y, en efecto, por medio de estas coqueterías, el apetito del joven
crecía extremadamente, y se convertía en delirio.
A las horas que bien le placía a la hermosa, salían a pasear por los
jardines, sin alejarse mucho. Al llegar a algún sitio umbrío y fresco,
de los pocos que la mano reformista de don Rosendo había dejado, la niña
quería sentarse; pero no sobre la hierba ni sobre un banco rústico. Era
menester que Gonzalo corriese a casa y trajese una butaca.
—Ahora, siéntate aquí a mis pies.
El mancebo se postraba y besaba con entusiasmo las manos que la gentil
esposa le tendía.
—¡Sansón y Dalila!—exclamaba ella riendo y hundiendo sus manos como
copos de nieve en la rubia y rizada barba de su marido.
—Tienes razón—respondía él dando un suspiro.—Un Sansón sin cabellos.
—¡Qué no tienes cabellos!... ¿Y esto qué es?—replicaba levantando su
pelo, y poniéndolo erizado como una escoba.
—Hablo de mis fuerzas.
—¿No tienes fuerzas, eh? A ver: saque usted esos brazos.
El, riendo, se despojaba de la americana, y remangándose la camisa
mostraba sus brazos enormes de gladiador, donde la musculatura tomaba
brioso relieve como un espeso tejido de cuerdas.
—¡Qué barbaridad!—exclamaba la niña cogiendo uno con ambas manos, sin
lograr ni con mucho abarcarlo. Y poseída de repentino entusiasmo y
admiración, añadía:
—¡Qué fuerte, qué hermoso eres, Gonzalo! Déjame morderte esos brazos.
Y se inclinaba para hincar sus dientes menudísimos en ellos. Pero el
mancebo tendía sus férreos músculos, y los dientes resbalaban por la
piel sin penetrarla.
Entonces ella se enfadaba, insistía, quería a todo trance coger carne.
Al cabo, él aflojaba los músculos diciendo:
—Te dejo morder; pero a condición de que me hagas sangre.
—No, eso no—respondía ella, expresando en la sonrisa anhelante el
deseo de hacerlo.
—Sí, quiero que me hagas sangre; si no, no te dejo.
La niña empezaba apretando poco a poco la carne de su marido.
—¡Más!—decía éste.
Y apretaba más.
—¡Más!—volvía a decir.
Seguía apretando mientras en sus ojos chispeaba una sonrisa maliciosa.
—¡Más! ¡más!
—Basta—decía ella levantándose.—¿Lo ves? ¡ya te hice sangre! ¡Qué
atrocidad, ni que fuese un perro!
E inclinándose de nuevo, chupaba con afán voluptuoso la gotita de sangre
que saltaba en el brazo. Ambos sonreían con pasión reprimida. Después
miraban al pequeño círculo cárdeno que los dientes de la niña habían
dejado impreso.
—¿Lo ves?—volvía a decir ella avergonzada.—¡Vaya unos caprichos
extraños los que tienes!
—Gracias. Quisiera que esta marca quedase, ahí eternamente. Pero no;
¡bien pronto se borrará, por desgracia!
—Puedo renovarla a diario—replicó maliciosamente.
—Me alegraría mucho.
—Vamos, tú quieres convertir a tu mujer en perrita. Dilo francamente.
Y abrazándole repentinamente, y besándole con frenesí en los ojos, en
las mejillas, en la boca, en la barba, le repetía sin cesar:
—¡Dilo francamente! ¡Dilo francamente, pedazo de oso!... Esta boca es
mía, y la beso. Esta barba es mía, y también la beso. Este cuello es
mío, y lo beso. Estos brazos son míos, ¡míos! y los beso.
—Tómame todo: mi vida es tuya—decía él ebrio de dicha.
—Te quiero, te quiero, Gonzalo, por lo hermoso, por lo fuerte... A ver,
déjame poner una mano sobre la tuya... Qué disparate, ¡parece una
hormiga!
—Una hormiga blanca—replicaba él ahogando aquella diminuta mano entre
las suyas grandes y fibrosas.
—Te quiero, te quiero, Gonzalo. Tómame en brazos. ¿Serás capaz de
pasear conmigo así?
—¡Oh! ¿no he de ser?
La levantó como una pluma, y poniéndola sobre un brazo como a los niños,
comenzó a dar brincos por el jardín.
—¡No tanto! Llévame suavemente. Vamos de paseo.
La paseó sin fatigarse por todo el parque. Y desde aquel día aquella
forma de paseo le agradó tanto a la niña, que en cuanto salían de casa
se colgaba al cuello de su marido para que la subiese. Los criados al
verlos movían la cabeza sonriendo.
Pero muy pronto descubrió otro medio de pasarlo aún mejor. Había cerca
de casa un columpio que el tiempo, más que el uso, había deteriorado.
Hizo que se arreglase, y en cuanto lo tuvo presto se pasaba las horas
mecida por Gonzalo.
—Si vieras cómo gozo. Da un poco más fuerte.
Y al empuje vigoroso del joven, el columpio volaba, y la niña cerraba
los ojos dilatando la nariz con un sentimiento de intenso placer.
Gonzalo gozaba en verla así arrobada.
Transcurrieron veinte días de esta suerte. Durante ellos recibieron dos
visitas de Pablito y Piscis, una vez en tílburi y otra a caballo. En
esta última su principal objeto era dar picadero a una jaca que Pablo
había cambiado por otra más vieja. Y ¡cosa extraña! a pesar del
enajenamiento amoroso en que nuestro mancebo se hallaba, recibió la
visita de los équites con inexplicable alegría, les ayudó afanosamente
en su tarea. Al marcharse sintió una impresión de vacío en su vida.
Porque era ésta tan reposada y pacífica, que su sangre y sus músculos
padecían. Un día le habló a su esposa de ir de caza, pues era famoso e
incansable cazador. Venturita no se opuso, con tal que la llevase
consigo. Así se convino. Salieron una mañana en busca de un bando de
perdices, de cuya existencia sabía Gonzalo desde el día en que había
llegado a Tejada. Pero antes de alejarse dos kilómetros de la casa,
Venturita se manifestó enteramente rendida. Le era imposible dar un paso
más. Se vió precisado a traerla en brazos y a renunciar a su favorito
recreo.
Doña Paula, que había mirado con hostilidad aquel matrimonio, no habló
de ir a ver a los novios hasta después de pasados muchos días. Quiso que
Pablito la acompañase, porque temía que a Cecilia le causase algún dolor
el hacerlo; mas, enterada ésta, expresó su decisión de ir también a
Tejada. Y una tarde madre e hija emprendieron en carretela descubierta
el camino que llevaba a la posesión. Pero al acercarse a ella y
columbrar las famosas torrecillas de ladrillo, Cecilia comenzó a
empalidecer, sintió el pecho oprimido y la vista turbada. Doña Paula,
que advirtió su indisposición, ordenó al cochero dar la vuelta.
—¡Pobre hija!—la dijo besándola.—¿Ves cómo no puedes venir?
—Ya podré, mamá, ya podré—respondió tapándose los ojos con una mano.
Al día siguiente, fué doña Paula acompañada de Pablo. Halló a los
esposos muy propicios a dejar aquel nido escondido y trasladarse a la
villa; como se efectuó en la misma semana.
Cecilia salió a recibirlos a la puerta de la calle y abrazó y besó a su
hermana con efusión. A Gonzalo, le tendió la mano, que por un esfuerzo
soberano de la voluntad, no tembló. El joven la estrechó con fraternal
afecto, creyéndose perdonado.
Los novios ocuparon las habitaciones que doña Paula había destinado a su
hija primogénita. La vida comenzó a deslizarse serena en apariencia.
Gonzalo advertía, no obstante, con pesar, que no les envolvía esa
atmósfera tibia y afectuosa que hace tan grato el hogar doméstico. Desde
don Rosendo hasta el último criado, se mostraban con ellos atentos,
deferentes, no cariñosos. Ventura no lo advertía, y si lo advertía le
importaba poco.
Volvamos ahora la vista a los asuntos más interesantes de la vida
pública de Sarrió.
Ganada aquella noble victoria de los clérigos, las cosas del _Faro de
Sarrió_, procedían bien y prósperamente. El brioso y denodado ayudante
de marina, pudo continuar su campaña civilizadora sin peligro de nuevas
celadas. Sinforoso no se retiraba, sin embargo, a su casa sin ir
acompañado de él o de otro amigo, perfectamente armados ambos.
Pero Gabino Maza, el eterno disidente, supo aprovechar maliciosamente
aquella ruptura con la Iglesia, para sobresaltar las conciencias de
algunos vecinos. No que él fuese católico ferviente, ni le diese una
higa por que se pusiera a los curas como hoja de perejil. Al contrario,
toda la vida había profesado ideas bastante heterodoxas y había
maldecido de los beatos. Mas ahora se mostraba escandalizado: «Al fin y
al cabo, habíamos sido educados en el respeto de la religión, la cual es
el único freno para el pueblo. No se pueden ofender tan descaradamente
las sagradas creencias de nuestras esposas, etc., etc.» Algunos con
estas pérfidas insinuaciones, dejaron la suscripción del periódico.
Los redactores y su director, que adivinaban de dónde venía el golpe,
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