El cuarto poder - 09

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hasta las orejas, y dijo balbuceando:
—Mamá quiere los patrones... los del otro día... Deben de estar sobre
el armario.
—No están sobre el armario, sino dentro—respondió Venturita, sin
inmutarse poco ni mucho.
Y dirigiéndose a él, y abriendo un tirador, sacó un lío de papeles y se
lo entregó.
—Aguarda un poco, Valentina—dijo antes que saliese.—Hazme el favor de
atarme el pelo, que yo no puedo por este dedo malo...
Y enseñó uno, por donde manaba sangre. Al ir por los patrones se lo
había pinchado.
Valentina, muy turbada todavía, comenzó a atárselo.
—Me tiraba mucho, y, al desatarlo, me pinché con el alfiler que sujeta
la cinta de arriba... El pobre Gonzalo no se arreglaba muy bien para
atármelo, ¿verdad?—añadió riendo.
—¡Oh, no!—replicó el joven con forzada sonrisa, pasmado de aquella
sangre fría.
La disculpa, aunque bien urdida, no coló. Valentina estaba bien segura
de lo que había visto.
—¿Crees que se habrá tragado lo del pinchazo?—preguntó Gonzalo con
ansiedad luego que hubo salido.
—Tal vez no; pero no hay cuidado con ella. Es la más reservada de
todas.
Valentina fué a entregar los patrones a la señora y se despidió hasta el
día siguiente. Al cruzar por el pasillo oyó claramente el rumor de un
beso. Miró hacia el cuarto obscuro que allí había, y creyó percibir los
cuadros blancos y negros del vestido de Nieves.
—¡Alza! ¡Esto está que arde!—murmuró con aquel ceño saladísimo que
tanto la caracterizaba.
Bajó la escalera y salió a la calle, donde ya la esperaba su Cosme para
acompañarla hasta casa.


VIII
DE LA REUNIÓN QUE LOS PRÓCERES DE SARRIÓ CELEBRARON EN EL TEATRO CON
ASISTENCIA DEL CUARTO ESTADO

El día 9 de junio de 1860, debe señalarse con caracteres de oro en los
fastos de la villa de Sarrió.
Para ese día, socorrido de Alvaro Peña y de su hijo Pablo, don Rosendo
Belinchón había rogado por medio de atento B.L.M. a sus convecinos que
concurriesen por la tarde al local del teatro. Se trataría un asunto de
«vital (por nada en el mundo se le escaparía a don Rosendo el vital)
interés para la villa de Sarrió y su concejo». Sólo cuatro o cinco
personas de las más obligadas al comerciante, conocían el noble y
patriótico pensamiento que motivaba la convocatoria. Así que,
arrastrados de la curiosidad, tanto como de la cortesía, acudieron a
las tres en punto todos los convocados y muchos más a quienes nadie
había dado vela en aquel entierro. El teatro se llenó de bote en bote.
La gente principal se apoderó de las butacas y los palcos. La plebe
subió a la cazuela. En el escenario se había colocado una mesa de
escribir vieja y sucia. A entrambos lados de ella hasta media docena de
sillas, no más nuevas ni más limpias, que servían para la decoración de
«sala pobremente amueblada».
El teatro hervía ya de gente. El escenario permanecía aún desierto.
Estaban casi en tinieblas. Sólo por un tragaluz de vidrios empolvados
abierto allá en el fondo de la escena, despojada del telón de foro,
penetraba escasísima claridad. A fuerza de tiempo, acostumbrados los
ojos a la obscuridad, podían distinguirse los unos a los otros. El que
entraba, iba despacio por el pasillo de las butacas para no tropezar,
palpando los cráneos de los que las ocupaban, por ver si había alguna
vacante.
—Aquí no, don Rufo.
—¿No hay asiento?—preguntaba sonriendo al vacío como los ciegos.
—No; suba usted arriba, a los palcos.
—Véngase aquí, don Rufo, véngase aquí—gritaba uno que estaba más
adelante.
—¿Eres tú, Cipriano?
Y empujando y tropezando, llegaba el recién venido a colocarse. Alguno
más práctico encendía una cerilla, pero al instante salían voces de la
cazuela:
—¡Eh! ¡eh! ¡Cuidado con las narices, don Juan! Cuando va por las noches
a casa de la Peonza, el diablo que cerilla enciende.
Don Juan se apresuraba a apagarla para librarse de aquellos insultos que
hacían prorrumpir en carcajadas al ocioso público.
A medida que el tiempo transcurría, el zumbido de las conversaciones iba
creciendo hasta hacerse insoportable. Los salvajes de la cazuela
expresaban su impaciencia con patadas, gritos y baladres. Cambiaban
unos con otros, por encima de las butacas, bromas y frases, más que
obscenas, asquerosas. Gracias a que no había señoras.
Al fin aparecieron en el escenario cuatro señores, don Rosendo
Belinchón, Alvaro Peña, don Feliciano Gómez y don Rudesindo Cepeda,
propietario y fabricante de sidra espumosa. Los cuatro se despojaron de
los sombreros al pisar el palco escénico. Prodújose repentinamente el
silencio. Algunos de los espectadores, los menos, se descubrieron
también. La mayor parte, prevalidos de la obscuridad y cediendo al
instinto de grosería, poderoso en aquella región, permanecieron
cubiertos. Don Rosendo y sus compañeros sonrieron al concurso,
avergonzados. Para librarse del embarazo y temor que sentían, comenzaron
a hablar con los espectadores de las primeras filas, a quienes podían
divisar. Alvaro Peña, algo más atrevido, en razón quizá de su carácter
militar y de su instrucción antirreligiosa, avanzó hasta la cáscara del
apuntador, y dando a sus palabras una entonación excesivamente familiar,
sonriendo sin gana como las bailarinas, dijo:
—Señores, tanto mis compañeros como yo desearíamos ¿eh?, que subiesen a
este sitio algunas pejsonas de jespeto ¿eh?, que habrá en el público, a
fin de que nos ayuden con su autoridad ¿eh?, y con su ilustración... a
fin de que nos ayuden ¿eh? (no encontraba el final) en la empresa que
vamos a emprendej...
El ayudante de marina pronunciaba las erres con la garganta, produciendo
un sonido muy semejante a la jota.
Hubo un murmullo en la asamblea de asentimiento y simpatía por la
modestia que resaltaba en aquella proposición.
—¿No está por ahí don Pedro Miranda?—preguntó Peña, sereno ya,
volviendo a adquirir la resolución militar que le caracterizaba.
—Aquí está... Aquí—dijeron varias voces.
—Don Pedro, si nos hiciese usted el favoj... Don Pedro se defendía de
los que le empujaban hacia el escenario, diciendo por lo bajo:
—Pero, señores, ¿yo por qué? ¿A qué asunto?... Hay otras personas...
No hubo más remedio. Poco a poco lo fueron llevando hasta cerca del
escenario. Una vez allí, como no hubiese tabla ni escalera para subir,
entre Peña y don Feliciano Gómez, lo auparon por las manos hasta ponerlo
sobre el tablado.
—A ver, don Rufo, suba usted.
Don Rufo (médico titular de la villa), después de haberse defendido un
poco, fué subido en vilo también. Y por el mismo sencillo mecanismo
pasaron al escenario otros cinco o seis señores. Cada ascensión era
saludada con una salva de aplausos y un murmullo de complacencia por el
benévolo concurso. El ayudante vió a Gabino Maza sentado en una butaca
cerca de la pared, y le gritó con alegría:
—¡Gabino, no te había visto!... Vamos, hombre, ven acá.
—Estoy bien aquí—respondió con sequedad el bilioso ex oficial de la
Armada.
—¿Quieres que baje por ti?
Maza contestó en voz baja:
—No hace falta.
Los que estaban a su lado hicieron lo que con los demás.
—Vaya, don Gabino, arriba. No sea usted perezoso. Hombres como usted
son los que deben estar allí. ¡No faltaba más que usted no subiese!
Y trataban al mismo tiempo de levantarle. Mas fueron inútiles todas las
instancias. Maza se empeñó en permanecer en la butaca con una
insistencia orgullosa que acobardó a los que le excitaban a subir.
Alvaro Peña bajó entonces por él; pero después de una brega larga tuvo
que retirarse desairado.
Ya que estuvo casi lleno el escenario, se trajeron más sillas recabadas
de los chiribitiles de los cómicos. Se acomodaron en ellas los más
selectos vecinos de Sarrió, y celebraron conciliábulo para resolver
quién había de presidir la reunión. Por cierto que no acababan de
entenderse, y el público daba señales claras de impaciencia. La mayor
parte juzgaba que a don Rosendo correspondía la honra de sentarse detrás
de la mesa de pino; pero éste la rehusaba con una modestia que le
honraba muchísimo más. Al fin se sentó al observar que el público se iba
cansando. Este aplaudió reciamente.
Nueva y fastidiosa dilación antes de resolverse quién había de dirigir
la palabra al concurso. Alvaro Peña, que era hombre despachado y de
arranque, se decidió a dar unos pasos hacia la boca del telón, y dijo en
voz alta:
—Señores.
—¡Chis, chis! ¡Silencio!—gritaron algunos.
Y reinó el silencio.
—Señores: El motivo de celebrajse este _meeting (sorpresa y
extraordinaria complacencia del concurso al escuchar la palabreja
exótica)_ no es otro ¿eh?, que el de unirnos todos para fomentaj los
intereses morales y materiales de Sajió. Hace algunos días me indicaba
nuestro dignísimo presidente que estos intereses se hallaban
abandonados, ¿eh?, y que era necesario a todo trance fomentajlos.
Señores, en Sajió hay varios problemas que jesolvej en este momento
histórico; el problema del mejcado cubiejto, ¿eh?, el problema del
cementerio, el problema de la cajetera a Rodillero, el problema del
matadero y otros. Yo le dije a mi querido amigo, el dignísimo
presidente: El único medio ¿eh?, de jesolvej estos problemas es celebraj
un meeting donde todos los sajienses puedan emitij libremente su
opinión...
—¿Eh?—gritó un socarrón desde la cazuela.
Peña alzó los ojos furibundos hacia allá. Y como era hombre a quien se
le suponían malas pulgas, y gastaba unos bigotes desmesurados, el
socarrón tembló por su pellejo y no volvió a chistar.
—Mi buen amigo, cuyo gran corazón y amoj al progreso conocen todos, me
dijo que hacía tiempo que pensaba sobre lo mismo, y que él además, ¿eh?,
tenía otro proyecto que no tajdará en comunicaj al ilustrado público. En
consecuencia de esto hemos convocado a los vecinos de Sajió para una
jeunión pública, y aquí estamos... porque hemos venido. _(Este desenfado
produce excelente efecto en el auditorio, que ríe con benevolencia)_.
—Señores—siguió el ayudante animado por los rumores,—yo creo que lo
que le hace falta a este pueblo es despertaj del letajgo en que yace,
¿eh?, vivij de la vida de la razón y del progreso, ¿eh?, ponerse a la
altura de los adelantos del siglo, ¿eh?, tenej conciencia de sí y de sus
fuejzas. Hasta ahora, Sajió ha sido un pueblo dominado por la teocracia;
mucha novena, mucho sermón, mucho rosario, y no pensaj para nada en el
fomento de sus intereses, ni en aprender nada útil. Es necesario salij
cuanto más antes de esta situación, ¿eh? Es necesario sacudij el yugo
teocrático. Un pueblo dominado por los curas, es siempre un pueblo
atrasado... y sucio. _(Risas y aplausos, entre los cuales se oye tal
cual chicheo.)_
El ayudante hablaba mejor, y adquiría cierto donaire en cuanto se
trataba de denigrar al clero.
—Pido la palabra—gritó una voz atiplada desde un palco.
—¿Quién es? ¿Quién es?—se preguntaron unos a otros los espectadores y
los altos dignatarios del escenario.
—Es el hijo del Perinolo.—¿Quién?—El hijo del Perinolo.—El hijo del
Perinolo.
Esta frase se fué repitiendo en voz baja por todo el ámbito del teatro.
El hijo del Perinolo era un joven pálido, de ojos negros, que gastaba
larga melena. No se advertía más en la media luz que reinaba. Era para
él gran fortuna. A ser entera, se verían perfectamente los lamparones de
su levita añeja, la grasa de su camisa y las greñas de la melena, dado
que los agujeros de las botas y los hilachos del pantalón, en modo
alguno podían ser vistos a causa de la barandilla del palco. Pero todo
lo sabían de memoria los vecinos de Sarrió, por tropezarle harto a
menudo en la calle y los cafés. Digamos que, a pesar de esto, era mozo
de gentil disposición y rostro.
Su padre, el señor José María el Perinolo, antiguo y clásico zapatero de
la villa, era uno de aquellos viejos artesanos que a mediados del siglo
gastaban chaqueta y sombrero de copa alta. Carlista fanático, miembro de
todas las cofradías religiosas. Rezaba el rosario por las tardes al
toque de oración en la iglesia de San Andrés, acompañado de unas cuantas
mujerucas; salía en las procesiones de Semana Santa con hábito de
disciplinante y corona de espinas, y tenía a su cargo y cuidado la
capilla del Nazareno en la calle de Atrás. Este santo varón «que nunca
había dado nada que decir» (suprema expresión de la honradez en los
pueblos pequeños), educó a su hijo Sinforoso y a otros dos más, en el
santo temor de Dios y del tirapié. Azotes, penitencias de rodillas, días
a pan y agua, estirones de orejas y bofetadas. La infancia de Sinforoso
estaba poblada de estos recuerdos poéticos. Cuando llegó a la pubertad,
como mostrase singular destreza para aprender sus lecciones, el Perinolo
se persuadió a que no estaba llamado a sustentar la zapatería cuando él
fuese muerto, sino a ser firme columna de la Iglesia Romana. Faltábanle
medios para mandarle al seminario de Lancia. Vinieron en socorro suyo
don Rosendo y don Melchor de las Cuevas, don Rudesindo y el párroco de
la villa, que espontáneamente le asignaron tres pesetas diarias mientras
no cantase misa. Mas al cursar el segundo año de Teología, recibieron
estos señores del seminarista una carta elegantemente escrita. En ella
les manifestaba que no se sentía llamado por Dios a la carrera
eclesiástica, y que antes de ser un mal sacerdote prefería aprender el
oficio de su padre o embarcarse para América. Terminaba suplicándoles
con palabras fervorosas que le permitiesen cambiar la Teología por el
Derecho, hacia el cual se creía inclinado, y con esto no daría tan gran
disgusto a su padre. Accedieron sus bienhechores a la demanda. Y
Sinforoso se hizo al cabo columna del Estado en vez de la Iglesia, como
deseaba el Perinolo. Mientras siguió la carrera de leyes con
sobresalientes y premios al principio, notables después y aprobados al
fin, emborronó algunos articulejos en los diarios de Lancia. Con esto se
creyó en el caso de dejar crecer los pelos y ponerse lentes sobre la
nariz. Así se presentó el nuevo licenciado en Sarrió con la aureola de
gloria además que rodea a quien ha hecho sus primeras armas, y aun
reñido batallas en la prensa periódica. Se había afiliado en el partido
liberal más avanzado renegando así de su prosapia. Con esto, su padre
estaba fuertemente desabrido. Si le dejó entrar en casa debióse a la
intercesión de la madre. No le hablaba ni le daba un céntimo para sus
gastos, limitándose a consentir que durmiese bajo su techo y comiese la
ración. Al cabo de algunos meses los zapatos se habían despellejado y la
ropa daba lástima verla. Pero todo lo suplía muy bien el letrado con el
empaque y gravedad de la fisonomía y lo airoso de su porte. Pasaba la
mañana leyendo en la cama: las tardes y las noches en el café
discutiendo a gritos lo que había leído por la mañana. Los vecinos no le
querían; pero respetaban mucho su ilustración y talento.
—¿Quién ha pedido la palabra?—preguntó don Rosendo.
—Suárez... Sinforoso Suárez—dijo el joven inclinando su busto sobre la
barandilla.
—Usted la tiene, señor Suárez.
El joven tosió, metió los dedos de entrambas manos por el pelo,
dejándolo más ahuecado y revuelto, se puso los lentes que traía colgados
de un cordoncillo y dijo:
—Señores.
La entonación firme y sosegada que dió a esta palabra, y la pausa larga
que después hizo asegurando los lentes sobre la nariz y paseando una
mirada de grande hombre por el concurso, impusieron silencio y respeto.
—Después de la brillante oración que acaba de pronunciarnos mi
queridísimo amigo el ilustrado ayudante de este puerto, señor Peña _(el
ayudante, aunque no ha hablado con Suárez más de tres veces en su vida,
se inclina agradecido. Los respetables vecinos de Sarrió aprenden que
hay más oraciones que el Padre Nuestro, la Salve y las demás rezadas por
la Iglesia)_, quedará bien convencida la asamblea del fin generoso y
patriótico que ha inspirado a los promovedores de este _meeting_. Nada
tan grande, nada tan hermoso, nada tan sublime como ver a un pueblo
reunido para deliberar acerca de los más altos y caros intereses de su
vida. ¡Ah, señores! al escuchar hace un momento al señor Peña, me
imaginaba estar en el Agora de Atenas decidiendo, como ciudadano libre,
entre otros ciudadanos libres también como yo, de los destinos de mi
patria. Me imaginaba oir la palabra vigorosa y ardiente de alguno de
aquellos grandes oradores que ilustraron al pueblo heleno... Porque la
elocuencia de mi queridísimo amigo el señor Peña, tiene mucho de la
arrebatada pasión que caracterizaba a Demóstenes, el príncipe de los
oradores y bastante también de la fluidez y elegancia que brillaba en
los discursos de Pericles. _(Pausa: mano a los lentes.)_ Es viva y
animada como la de Cleón; es mesurada y prudente como la de Arístides;
tiene tonalidades graves y precisas como la de Esquines, y notas
agradables al oído como la de Isócrates. ¡Ah, señores! Yo también, como
el elocuente orador que me ha precedido en el uso de la palabra, deseaba
que el pueblo donde he visto por primera vez la luz del día, despertase
a la vida del progreso, a la vida de la libertad y la justicia...
¡Sarrió! ¡Cuánto dulce recuerdo, cuánta inefable alegría despierta en mi
alma este solo nombre! Aquí corrieron los años felices de mi infancia...
Aquí comenzó a formarse mi espíritu... Aquí hizo el amor palpitar por
primera vez mi corazón... En otra parte se ha enriquecido mi razón con
el conocimiento de las ciencias, con las grandes ideas que engendra el
estudio del Derecho... Aquí se ha nutrido mi alma con las santas y
dulces emociones del hogar. En otra parte se ha adiestrado mi
inteligencia en la polémica, en la lucha de las ideas... Aquí he
cultivado mi sensibilidad con el tierno amor de la familia... Señores,
lo diré muy alto, suceda lo que suceda: Sarrió está llamado a grandes
destinos. Tiene derecho a ser una de las primeras poblaciones de la
costa cantábrica, un emporio de actividad y de riqueza, tanto por la
excelente situación en que la naturaleza lo ha colocado, como por la
laboriosidad, la honradez y las grandes dotes de inteligencia de sus
habitantes. _(¡Bravo! ¡Bravo! Unánimes y estrepitosos aplausos.)_
Roto el hielo que la sorpresa, más que una prevención injusta, había
formado, los bravos y los aplausos se sucedieron sin interrupción a cada
párrafo. Jamás los laboriosos, honrados e inteligentes habitantes de
Sarrió habían oído hablar tan fácil y pulidamente. Aquel discurso fué la
revelación de la vida parlamentaria moderna, según decía Alvaro Peña al
disolverse la reunión.
Media hora llevaría en el uso de la palabra en medio del creciente
entusiasmo del auditorio, cuando a uno de los próceres del escenario se
le ocurrió que podía tener seca la boca y sería oportuno servirle un
vaso de agua con azucarillo. Comunicada en voz baja la observación al
presidente, éste interrumpió al orador, diciéndole:
—Si el señor Suárez está fatigado, puede descansar. Voy a dar orden de
que le sirvan un vaso de agua.
Estas palabras fueron acogidas con un murmullo de aprobación.
—No estoy fatigado, señor presidente—respondió suavemente el orador.
_(Sí, sí, que descanse.—Dejarle descansar.—Que se le traiga un vaso de
agua.—Puede hacerle daño: que le echen unas gotas de anís.)_
Los espectadores, acometidos súbito de una ardiente simpatía, se
convertían en madres cariñosas para el hijo del Perinolo.
Este, inflándose más de lo que estaba, sonrió al auditorio, y dijo:
—La fatiga es propia de los soldados bisoños. Los que como yo están
acostumbrados a las lides de la tribuna (había hablado varias veces en
la Academia de jurisprudencia de Lancia) no se rinden tan fácilmente...
Digamos ahora que Mechacan, zapatero, vecino y competidor hacía muchos
años del señor José María el Perinolo, que había visto criarse a
Sinforoso y le había arreado más de uno y más de dos lampreazos con el
tirapié cuando al volver de la escuela le llamaba, para vejarle, por el
apodo, le estuvo escuchando desde la cazuela con las manazas apoyadas
sobre la barandilla y la cara erizada de púas sobre las manos. En sus
ojos, sombreados de una selva enmarañada de pestañas, no se advertía la
chispa de entusiasmo que ardía en los de los demás. Antes se leía el
asombro, la ira y la envidia. Cuando acertó a oir las palabras
jactanciosas del hijo de su rival, no pudiendo sufrir tanta farsa, gritó
con rabia:
—¡Fuera ese piojo, sollo!
Indescriptible indignación en el auditorio. Todos los rostros se vuelven
airados a la cazuela. Oyense las voces de:
—¿Quién es ese borrico?—¡A la cárcel!—¡Fuera ese cerdo!
El presidente pregunta con terrible severidad:
—¿Estamos en un pueblo culto o entre hotentotes?
Esta pregunta así formulada, produce honda impresión en el público.
Suárez, un poco pálido y con voz alterada, dice al fin:
—Si la Asamblea lo desea, estoy dispuesto a sentarme.
_(¡No, no!—¡Que siga! Estrepitosos y prolongados aplausos al orador.)_
La indignación contra el grosero interruptor creció a tal punto con
estas humildes palabras, que se oyen gritos amenazadores y muchos agitan
los puños frente al sitio de donde había partido la voz. Alvaro Peña, el
orador griego, más indignado que nadie, sube por fin a la cazuela y a
pescozones y coces arroja al desgraciado Mechacan del teatro entre los
aplausos del público.
Sosegadas ya las olas, el orador continúa. Hace una excursión por el
campo de la historia para demostrar que los sarrienses, desde la época
de la dominación romana, cuando la España estaba dividida en Citerior y
Ulterior y después en Tarraconense, Bética y Lusitania, hasta nuestros
días, habían demostrado en todas ocasiones un ingenio poderoso muy
superior al de los habitantes de Nieva. Tales declaraciones fueron
acogidas con vivas muestras de aprobación. Introdúcese después
repentinamente en los dominios del Derecho y hace gala de conocimientos
poco comunes, sobre todo en Sarrió, en la ciencia de Triboniano y
Papiniano. Al llegar a cierto punto, con una modestia que le honra
mucho, dice:
—Lo que acabo de exponer, señores, no tiene ningún valor científico. Lo
sabe cualquier niño que haya saludado las Pandectas...
Don Jerónimo de la Fuente, maestro de primeras letras de la villa, que
había estudiado por los métodos modernos y sabía algo de Froebel y
Pestalozzi, hombre ilustrado, que había escrito un prontuario de los
verbos irregulares y tenía un telescopio en el balcón de su casa siempre
apuntando al cielo, se levanta de la butaca, y sonriendo con mucha
lástima dice:
—Las palmetas hace ya bastantes años que se han suprimido de las
escuelas.
—No he dicho palmetas, he dicho Pan-dec-tas—replica Suárez sonriendo
con mucha más lástima.
Don Jerónimo enrojece por el paso en falso que acaba de dar.
El orador continúa y termina al fin, deseando, como el elocuente
ayudante de marina, que Sarrió despierte a la vida del progreso, que
salga del letargo en que yace, y que de algún modo se manifieste en su
recinto la lucha de las ideas, fecunda siempre, y luzca en su horizonte
el sol radiante de la civilización.
«... Si es verdad, como tengo entendido, que merced a la iniciativa
patriótica y generosa de un respetabilísimo personaje de esta villa, se
prepara el advenimiento a ella del cuarto poder de los estados modernos.
Si es verdad que Sarrió estará dotado en breve de un periódico que
refleje sus legítimas aspiraciones, que sea el palenque donde se
ejerciten sus inteligencias, el salvaguardia de sus más caros intereses,
el centinela avanzado de su tranquilidad y reposo, el órgano, en fin,
por donde se comunique con el mundo espiritual, felicitémonos, señores,
¡felicitémonos de todo corazón! y felicitemos también al ilustre
patricio por cuyo esfuerzo va a llegar hasta nosotros un rayo de ese
astro luminoso del siglo diez y nueve que se llama la prensa.»
_(¡Bravo, bravo! Todas las miradas se, vuelven ansiosas hacia la
presidencia. La faz de don Rosendo resplandece llena de majestad y
dulzura.)_
Después del hijo del Perinolo, pidió y obtuvo la palabra don Jerónimo de
la Fuente. El ilustrado profesor de primeras letras, deseaba
ardientemente levantarse a los ojos del público después de la caída de
las Pandectas. Comenzó, pues, manifestando que abundaba en las ideas del
digno orador (obsérvese que no dijo elocuente ni ilustrado, sino digno,
digno nada más) que le había precedido en el uso de la palabra; que él,
destinado por su profesión a encender la antorcha de la ciencia en las
inteligencias infantiles, no podía menos de ser partidario decidido de
los adelantos modernos y, sobre todo, de la prensa. En corroboración de
estas palabras, se cree en el caso de manifestar que, tan pronto como la
creación de un periódico en Sarrió fuese un hecho, tendría el gusto de
exponer a sus convecinos la resolución de un problema que hasta el día
de hoy se había creído insoluble, el de la «trisección del ángulo», al
cual había dedicado muchos esfuerzos y vigilias, coronadas unas y otros
afortunadamente por el mejor éxito. Habló después con gran oportunidad
de algunas materias, de Geografía física y Astronomía, explicando
algunos problemas de la mecánica celeste, en particular la ley de la
atracción universal, descubierta por Newton, gracias a la cual, los
planetas se mueven alrededor del sol en órbitas elípticas. A este
propósito expuso con gran brillantez lo que era una elipse. Por último,
al hablar de nuestro satélite la luna, hizo observar que el tiempo de su
revolución alrededor de la tierra iba disminuyendo sensiblemente, lo
cual indica que su órbita se va estrechando. Esto, en opinión del
orador, daría por resultado más tarde o más temprano que la luna caería
sobre la tierra, y ambas se harían pedazos. Don Jerónimo se sentó,
dejando el auditorio sumamente agitado, bajo el peso de esta profecía
aterradora.
Avanzó acto continuo hasta las candilejas, don Rufo, el médico de la
villa, hombre flaco, con barba de cazo, y gafas de oro. A las pocas
palabras declaró explícitamente que, en su opinión, el pensamiento no es
más que una función fisiológica del cerebro y el alma un atributo de la
materia. Pero, ¿en qué parte del cerebro reside el foco de la actividad
intelectual?—se pregunta el orador.—En su concepto, esta actividad
tiene su centro en la «sustancia gris, parda o amarilla», y en modo
alguno en la «sustancia blanca», que no es más que la conductora de tal
actividad. Habló después de la _dura-máter_, de los _hemisferios_, de
los _lóbulos frontal, parietal y occipital_, de la _hoz del cerebro y_ de
la_ tienda del cerebelo_. En este punto tuvo una ocurrencia feliz,
comparando bellamente las circunvoluciones de la sustancia gris a un
montón de intestinos arrojados al acaso. Todas las facultades que
llamamos del alma, no son sino funciones de esta sustancia gris, de este
montón de intestinos. El cerebro segrega pensamientos como el hígado
segrega bilis y los riñones orina. El orador termina afirmando que,
mientras la humanidad no se penetre de estas verdades, no podrá salir
del estado de barbarie en que yace.
Como nunca quiso ser menos que el médico, pidió la palabra el profesor
de veterinaria Navarro. Después de dedicar algunas frases a
congratularse por la celebración de aquel _meeting_ (ninguno de los que
hablaron dejó de citar la palabreja) expuso algunas ideas muy razonables
acerca de la angina gangrenosa del cerdo y su tratamiento profiláctico.
El orador tropezaba, balbuceaba, sudaba para emitir su pensamiento. Pero
esta deficiencia de expresión, la suplía cumplidamente la novedad y el
interés que el tema ofrecía. A la sazón estaban falleciendo de anginas,
en Sarrió, bastantes de aquellos simpáticos animales.
El público, por más que escuchaba con respeto y simpatía estas noticias
acerca de la enfermedad que aquejaba en aquel momento al ganado de
cerda, sentía ya impaciencia por oir las declaraciones del presidente.
Después de la alusión del hijo del Perinolo al asunto del periódico,
todos ansiaban saber lo que había de cierto. Mientras Navarro disertaba,
salió una voz de la cazuela gritando:
—Que hable don Rosendo.
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