El cuarto poder - 11

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—Bien; pues confieso que Cecilia es una chica muy linda... pero...
—¿Pero qué?
—Pero yo no puedo quererla... porque ya quiero a otra.
—¡Qué mil diablos estás diciendo ahí, muchacho!—profirió don Melchor
sujetando por el brazo a su sobrino y sacudiéndole.
—No puedo remediarlo, tío. Estoy enamorado hasta el cogote de su
hermana Ventura.
—¿Estás en tu juicio o entre dos aguas, rapaz?
—Hablo en serio... La quiero, y ella me quiere.
—¿Y crees que con eso está dicho todo?—dijo el anciano cada vez más
irritado.—¿Crees que así se puede faltar a un compromiso sagrado?
¿Crees que así se puede dejar a una joven expuesta a la burla de la
población? ¿Crees que habrá padres que autoricen semejante infamia?
—Tío—respondió Gonzalo suavemente,—antes de atreverme a decirle a
usted lo que acaba de oir, han ocurrido cosas que me obligaban a dar
este paso. Mis relaciones con Venturita son formales. Su madre las
conoce y las ha autorizado, y a estas horas también su padre debe tener
noticia de ellas.
—¿Y las autorizará?
—Estoy seguro de ello.
Don Melchor dejó el brazo de su sobrino que tenía cogido, y se llevó la
mano a la frente. Estuvo un rato largo sin hablar.
Al cabo dijo con palabra lenta y acento melancólico:
—Bien está... Yo nada puedo hacer para evitar esa vergüenza... ¡porque
es una vergüenza!—añadió con energía.—Eres mayor de edad, y aunque no
lo fueses, en estos asuntos no intenvendría jamás.
—¿Se enfada usted?
—Tampoco cabe aquí el enfadarse. Lo siento únicamente. Lo siento por
ella, pues he llegado a cobrarla cariño... y lo siento aún más por ti,
Gonzalo. Al hombre que falta a su palabra, no puede ayudarle Dios...
Estabas ya a bordo de un barco seguro, de porte, de madera blanca bien
sangrada, con los fondos forrados, los árboles recios y el aparejo
limpio y sencillo, y lo dejas para embarcarte en otro más ligero y
galán... Buen provecho te haga. Pero ten en cuenta, hijo, que el viaje
es largo, la mar ancha y brava; lo que ahora es bonanza, en un instante
se convierte en marejada de leva; el viento no siempre fresquito, y
cuando arrecia, se pone pesado de veras. Entonces no valen primores en
la arboladura ni pinturas en las bandas, sino madera, mucha madera. Dame
quillas, y te daré millas. De poco vale salir empavesado del puerto si
el casco no puede con el aparejo... Ya sabes que Cecilia me gustaba...
Siento mucho no poder decirte lo mismo de su hermana... Esto no es
hablar contra ella. Ni la conozco bastante, ni a mí me corresponde
hacerlo; pero puedo y debo decirte mis sentimientos, aunque no hagas
caso de ellos...
—¡Oh, tío!...
—Nada, nada, querido: cuando a un muchacho le cae sobre la cabeza un
suestazo de éstos, es menester arriar de salto las escotas y dejarle
navegar a bolina desahogada. Tú estás requemado al parecer... bueno,
pues refréscate... Pero ten en cuenta que ni llevas rumbo seguro, ni
obras como caballero.
—¡Tío!
—Más claro que yo, el agua, querido. Si has logrado vencer la
resistencia de los padres, y si has salvado las dificultades, no
lograrás por eso hacer de lo blanco negro, no convertir una mala acción
en buena... Pica, pica los cables y larga vela. Yo soy viejo ya, y tengo
esperanza de no verte correr los temporales que sobre ti han de caer...
Pero si Dios quisiera darme ese castigo, si algún día, por mis pecados,
te viese correr a palo seco y bebiendo agua por las bordas... sentiré,
hijo mío, no tener fuerzas ya para tirarte un cabo.
La voz del anciano se había conmovido al pronunciar estas últimas
palabras. Gonzalo sintió apretársele el corazón. Guardaron silencio
obstinado un buen rato. Al cabo don Melchor dijo:
—¿Vienes a cenar, Gonzalito?
—Ahora no tengo apetito, tío; allá iré un poco más tarde.
—Bien, pues hasta ahora—pronunció tristemente el señor de las Cuevas.
Y se alejó lentamente en dirección de tierra, perdiéndose a poco entre
las sombras.
Gonzalo quedó como estaba, de bruces sobre el pretil del paredón,
contemplando el mar que lo batía suavemente. Las olas, después de chocar
en la piedra con leve y hueco estampido, retrocedían corriendo sobre las
otras, y producían rumor semejante al de una cortina que se despliega.
De sus espumas brotaba la claridad fosforescente acusando la presencia
de los millones de millones de seres que allí habitan, con el mismo
sosiego que nosotros en la tierra, a pesar de su vertiginosa marcha por
los espacios. El monstruo dormía debajo del manto obscuro de la noche,
tranquilo y feliz como un niño, a quien no agitan tristes ensueños.
Apenas se percibía el blando soplo de su respiración en las concavidades
de las peñas. Hacia el Poniente alzábase la negra silueta del cabo de
San Lorenzo que avanzaba mar adentro buen trecho, y en su extremidad un
faro movible desparramaba a intervalos iguales sus luces, ora blancas,
ora verdes, ora rojizas. En el firmamento brillaban las estrellas con
fulgor extraordinario. Hasta los innumerables soles de la vía láctea
dejaban caer como nunca su blanca luz sobre la húmeda llanura. Júpiter
relampagueaba en el cielo como el dios de la noche, rompiendo la
obscuridad con sus hermosos rayos anaranjados..
De pronto cambió la decoración. Allá hacia Levante el pálido semicírculo
de la luna asomó su cuerno superior sobre las aguas dormidas. Una estela
de luz corrió vivamente sobre ellas inflamándolas. El lucero divino
recogió sus rayos con galantería, ante la luz serena de la diosa que
empezó a levantarse lenta y majestuosamente, eclipsando los diamantes de
todos tamaños que en torno suyo lucían. Alzábase en medio de una
atmósfera radiante y espléndida, dibujando sobre ella sus graciosos
contornos y esparciendo por el ambiente balsámico influjo. Y el Océano
que dócil a él va y viene sin cesar desde el principio del mundo, se
encendió en pura llama, tembló su vasto seno inflamado, y arrojó sus
aguas a las peñas de Santa María como enormes capas de mercurio que al
retirarse se sobreponían a otras y se fundían con ellas.
Reinaba silencio sublime, un recogimiento de suavidad inefable en
aquella escena tan vieja y tan nueva a la vez. La Naturaleza parecía
suspender su curso para escuchar la eterna armonía de los cielos.
Las olas se acariciaban blandamente sin osar interrumpir con ruidosos
juegos la augusta serenidad de la noche.
Gonzalo, a pesar de la viva inquietud en que la conversación con su tío
le dejara, sintió la fascinación de aquel mar, de aquel cielo, de
aquella luna, y su _agitación_ se fué transformando en _tristeza_. Las
severas palabras del viejo marino habían despertado a latigazos su
conciencia. Renació con más furia que antes la lucha entre el ángel y el
demonio. Una vez estuvo aquél a punto de vencer. El joven imaginó
presentarse al día siguiente en casa de Belinchón, hablar con doña Paula
y rogarla que no dijese nada a Cecilia y apresurase el matrimonio. Pero
al instante se le ofreció a la mente la imagen de Venturita, y pensó que
le sería imposible vivir al lado de ella, sin padecer horribles
tormentos. Entonces, como acaece casi siempre en estas luchas, vino el
período de las transacciones.—«Nada, lo mejor—se dijo—es huir,
marcharse otra vez a Francia o Inglaterra, y no casarse con una ni con
otra. De este modo no hay traición. La herida que causo a Cecilia se
cicatrizará pronto. Hallará un marido que valga más qué yo, y cuando
vuelva al cabo de algunos años, probablemente la encontraré feliz y
rodeada de hijos...»
Pero... ¡huir de Ventura! ¡Huir de aquella imagen radiante de felicidad!
¡No escuchar más su voz que causaba en el alma delicias incomprensibles!
¡No sentir el dulce contacto de su mano fresca y maciza como un botón de
rosa! ¡Alejarse de sus ojos brillantes y risueños y magnéticos!... ¡Oh,
no!
Sentía la frente bañada en sudor. Una mortal congoja le acometió
pensando en esto, como si ya la decisión estuviese tomada, y para salir
de ella tuvo que decirse:—«Ya veremos, ya veremos... Ahora es muy
difícil, casi imposible, volverse atrás... La madre ya lo sabe... Don
Rosendo también... y Cecilia a estas horas acaso...»
El ángel aflojó sus brazos, cansados ya, desprendió las manos y cayó al
fin rendido. Si no con los del cuerpo, Gonzalo pudo ver con los ojos del
espíritu su blanca imagen cruzar la atmósfera serena y hundirse en las
aguas resplandecientes.
Y lloró acometido de extraña tristeza. Esta clase de luchas nunca se
efectúan en el alma humana sin desgarrarla por algún sitio. Para
alcanzar la dicha necesitaba pisar el corazón de una inocente joven,
violar un juramento, ser un traidor. Las palabras de su tío vibraban aún
en sus oídos:—«Al hombre que falta a su palabra no puede ayudarle
Dios.» Y, en efecto, él se consideraba indigno de esta ayuda. Un
presentimiento cruel, indefinido, de desgracia, de muerte, de tristeza,
le atravesó el pecho, y en intensa y rápida visión observó la fealdad
de la vida sin virtud ni sosiego, como el caballero de la leyenda que,
abrazado a una dama joven y hermosa, al oscilar la luz por la fuerza del
viento la veía transformada en vieja, descarnada y hedionda.
Las aguas batían suavemente el paredón a sus pies. Con los ojos clavados
en ellas seguía distraído su movimiento ondulante. Las algas, sujetas al
fondo, se agitaban con el vaivén de las olas semejando la cabellera de
un muerto. ¡Qué bien se dormiría allí abajo! ¡Qué paz en aquel fondo
transparente! ¡Qué mágica luz arriba! Gonzalo escuchó por primera vez en
su vida la voz elocuente de la Naturaleza que invita a reposar en su
seno maternal, esa voz dulce de irresistible atractivo que los
desgraciados escuchan hasta en sueños, y que les impulsa tantas veces a
acercar el frío cañón de una pistola a la sien.
Fué un instante no más. Su feliz temperamento sanguíneo se rebeló contra
ese llamamiento. La vida, que hervía exuberante en su naturaleza de
atleta, rechazó con indignación aquel fugaz pensamiento de muerte. Un
suceso insignificante, la aparición de una lucecita verde en los
confines del horizonte, bastó para divertir su imaginación de aquellas
ideas tristes.—«Un barco que quiere entrar—se dijo.—¿Qué hora será?
(Sacó el reloj.) ¡Las diez y media ya! Si fuese un poco más temprano, me
quedaría. Vamos a ver si aún está esa gente en el café y quiere jugar
unos _chapós_.»
Sacó un magnífico cigarro habano de la petaca, lo encendió, y chupándolo
voluptuosamente, se fué acercando, poco a poco, al café de la Marina.
Casi a la misma hora pasaba en casa de Belinchón una escena triste. Todo
aquel día, había estado doña Paula en su lecho, quejándose de una fuerte
opresión en el lado izquierdo, que le dificultaba mucho el respirar. No
le gustaba llamar al médico, por esa antipatía invencible y aun terror
que tiene la plebe a la ciencia. En cambio acostumbraba a propinarse
cuantos remedios absurdos le aconsejaban las muchas mujerucas que
acudían diariamente a su casa para sacarle los cuartos con viles e
hiperbólicas adulaciones. Así, que no cesaron las fricciones de sebo de
carnero, las tazas de hortelana, la enjundia de gallina, etc., etc. Por
fin, a despecho de esta formidable terapéutica, la buena señora mejoró
bastante al obscurecer: hasta quiso levantarse; pero se lo impidieron
Cecilia y Pablito. Uno y otra la habían acompañado largos ratos sentados
a la cabecera de la cama. En particular Cecilia apenas se separó más
instantes que los necesarios para preparar las unturas y tisanas.
Pablito hacía frecuentes, excursiones a los corredores, donde, por rara
casualidad, tropezaba casi siempre a Nieves y la hacía pagar derechos de
peaje. A veces, sus carcajadas reprimidas llegaban hasta el cuarto de la
enferma, y ésta sonreía con benevolencia diciendo a Cecilia:
—¡Qué locos!
Sin ocurrírsele, por supuesto, que su adorado hijo pudiera hacer otra
cosa que jugar al escondite.
Según iba quedando libre y desembarazado su pecho, cargábasele la cabeza
con el cuidado de comunicar a su hija aquella tan triste noticia que la
había puesto en cama. No hacía más que dirigirle largas y melancólicas
miradas, suspirando al mismo tiempo con señales de dolor. Varias veces
había dicho:
—Cecilia, oye.
Y otras tantas, arrepentida, la había ordenado cualquier menudencia.
Había cerrado la noche. Venturita encendió la lámpara veladora, y
después se fué. Pablo, viendo a su madre mejor, y no teniendo ya ocasión
de ejercer sus derechos señoriales en los pasillos de la casa, fué a dar
una vuelta por el café. Quedaron madre e hija en la alcoba; la primera
en la cama, tranquila ya; la segunda, sentada cerca de ella. Después de
rato largo de silencio, durante el cual la señora de Belinchón dió mil
vueltas en su cabeza para hallar una entrada que la llevase naturalmente
a la confidencia que estaba obligada a hacer.
—¿Han cosido hoy mucho las chicas?—preguntó.
—No sé... Apenas he ido por allá—respondió Cecilia.
—Me figuro que, si seguimos trabajando tanto, vamos a concluir
demasiado pronto.
—Puede ser.
Doña Paula no supo cómo proseguir, y guardó silencio.
Al cabo de algunos minutos cogió el hilo de nuevo.
—En todo este mes de agosto quedará terminado el equipo... Y yo creo
que tardaréis aún algunos meses en casaros.
—¿Algunos meses?...
—Me parece... Creo que Gonzalo no desea que la ceremonia sea tan
pronto—dijo la señora con voz temblorosa.
—¿Te lo ha dicho él?
—Sí; me lo ha dicho... Digo, no, decírmelo, no... pero lo he adivinado
por ciertas cosas... por algunas palabras indirectas....
Doña Paula estaba aturdida y sofocada. Afortunadamente, Cecilia no podía
observar bien el color encendido de sus mejillas.
—Desearía saber qué palabras fueron ésas—manifestó la joven con
firmeza.
—¡No me lo preguntes, hija de mi alma!—exclamó la señora rompiendo a
sollozar.
Cecilia se puso fuertemente pálida, y dejó que su madre le besase con
efusión la mano que tenía entre las suyas.
Repuesta del susto, preguntó:
—¿Qué ha pasado, mamá?... Habla.
—Una cosa horrible, alma mía... ¡Una infamia!... Quisiera morirme en
este momento, para no ver la ruindad, la maldad que se hace con una hija
mía.
—Tranquilízate, mamá. Estás enferma, y puede hacerte mucho daño esta
emoción.
—¡Qué importa! Te digo que quisiera morirme... Daría con gusto la vida
por que no quisieras a Gonzalo... ¿Le quieres, corazón mío, le quieres
mucho?
Cecilia no contestó.
—¡Dime, por Dios, que no le quieres!
Cecilia siguió callada. Al cabo de algunos instantes dijo, esforzándose
en vano por dar una inflexión segura a la voz:
—Gonzalo renuncia a casarse conmigo, ¿verdad?
A su vez doña Paula guardó silencio y ocultó su rostro lloroso entre las
manos.
Transcurrieron algunos instantes.
—¿Tiene alguna queja de mí?
—¡Qué ha de tener! ¿Quién podrá tener queja de ti, mi cordera?
—Entonces, si es que ya no le gusto o no me quiere, ¿qué vamos a
hacer?... Más vale que me desengañe a tiempo.
—¡Oh!—gritó doña Paula rompiendo de nuevo a sollozar. Bajo la aparente
resignación de su hija adivinaba un dolor profundo, que hacía esfuerzos
por ocultarse.
—¡Qué le vamos a hacer, mamá! ¿No vale más que me lo diga ahora que
después de casados? ¿No comprendes la vida de tormentos que pasaría
unido a una mujer a quien no quisiera?... La pena que puede causarme en
este momento, por grande que sea, no puede compararse a la que tendría
al saber que mi marido no me amaba. La pena entonces sería cada vez
mayor hasta la muerte, mientras que ahora puede desaparecer o por lo
menos calmarse... Acaso después que él se vaya, no viéndole en mucho
tiempo le iré olvidando poco a poco...
—Es... que no se va—profirió confusamente la señora.
—Si no se va, paciencia... Procuraré no salir de casa, y así no le
veré.
—Es que... ¡hija de mi alma, tu desgracia es aún mucho mayor!...
Gonzalo está enamorado de tu hermana.
Cecilia se puso aún más pálida, hasta dar en lívida, y guardó silencio.
Su madre le volvió a besar la mano con efusión. Después la trajo hacia
sí y le cubrió de besos el rostro.
—Perdóname que te esté martirizando de este modo... Por mucho que tú
sufras, aun sufro yo más... Ayer por la tarde, tu hermana me lo vino a
decir,.. Figúrate el susto y el dolor que habré recibido... Mi primer
impulso fué ahogarla, porque es imposible que ella no tenga la mayor
parte de la culpa... Me dió pruebas de que estaban ya hace tiempo en
relaciones, me enseñó cartas... Luego, la falta de Gonzalo en estos
días, lo hacía todo creíble. En cuanto estuve convencida de la traición,
le dije lo que venía al caso, esto es, que yo no podía consentir que
nadie hiciese burla de una hija mía, y que Gonzalo no pondría más los
pies en esta casa en toda su vida; que tan villano y tan infame era él
como ella... Todo lo que se me vino a la boca. Pero esta mañana... esta
mañana supe una cosa más horrible todavía... Supe que tu hermana ha
llegado donde no puedo ni quiero decirte. No hay más remedio que
casarlos, y cuanto más pronto... Ya sabes por qué me ha dado esta
opresión que por poco me mata, ¡y más valiera que así fuese!... Lo mismo
tu padre que yo estamos cogidos, tenemos los brazos atados. Si no fuese
así, antes que consentir en ese matrimonio, me harían primero pedazos...
La infamia que contigo ha usado ese hombre, me lo hace aborrecible ya
para toda la vida... ¡Sí, sí, para toda la vida!—añadió con acento
iracundo.
Cecilia no respondió. Cruzadas las manos sobre el regazo, y la cabeza
inclinada sobre el pecho, miraba al suelo con ojos atónitos. Ni el
discurso entrecortado y vehemente de su madre, ni los sollozos que le
siguieron, lograron hacerla variar de actitud. Así permaneció un buen
rato, inmóvil y blanca como una estatua.
En aquellos grandes ojos extáticos, tembló al fin una lágrima, creció,
vaciló... desprendióse rodando, dejando húmedo surco sobre sus mejillas
marchitas, y cayó como una gota de fuego sobre su mano, que se dejó
quemar sin moverse. Poco después, se había evaporado. Un ángel la
recogió y la llevó a Dios para que pidiese cuenta de ella a quien
correspondiese.


X
DE LA GLORIOSA APARICIÓN DE «EL FARO DE SARRIÓ» EN EL ESTADIO DE LA
PRENSA.—PRIMEROS FUEGOS DE LA BATALLA DEL PENSAMIENTO.

Una nueva y clara luz amanecía sobre Sarrió, después de tantas
tinieblas. Por la merced y gracia singular de Dios, hallóse la hermosa
villa provista, cuando menos lo pensaba, de un órgano en la prensa,
siquiera fuese semanal o «hebdomadario», según decía su ilustre
fundador. Graves obstáculos, escollos peligrosos se oponían a la
realización de la empresa. Todos supo vencerlos y evitarlos la
perseverancia y el genio del hombre extraordinario que la tomara a su
cargo. La primer dificultad vencida fué la del dinero. Se crearon
cincuenta acciones de mil reales cada una, para el sostenimiento del
periódico, de las cuales los amigos de don Rosendo sólo tomaron nueve;
don Rudesindo cinco, don Feliciano dos y don Pedro Miranda, a pesar de
su cuantiosa renta, otras dos nada más. En cuanto a los otros, Alvaro
Peña, don Rufo, Navarro, etc., se disculparon con su falta de recursos,
y no les faltaba razón. Además, ponían en el negocio su inteligencia,
que es lo principal. Quedóse con las cuarenta y una restantes, don
Rosendo. Grandeza singular de ánimo que causó excelente impresión en
todos.
Despacháronse emisarios a Lancia en busca de imprenta. No habiendo dado
resultado sus gestiones, el mismo fundador se trasladó a la ciudad. Al
cabo de algunos días tuvo la fortuna de descubrir a un impresor
arruinado hacía algunos años, cuyos tórculos rotos y enmohecidos no
había querido comprar nadie y yacían cubiertos de polvo en un obscuro
sótano. Cuando don Rosendo fué a examinarlos en compañía de su dueño, no
pudo menos de sentir respetuosa emoción. Un raudal de graves y profundas
reflexiones se desprendió acto continuo de su mente al
contemplarlos:—«He aquí—se dijo—los instrumentos más poderosos del
progreso humano en vergonzosa holganza, no por culpa suya, sino por el
abandono de los hombres. ¡Cuánta ilustración, cuánto pan espiritual
pudieron esparcir en los años que llevan arrinconados y silenciosos!
Mientras la barbarie y la ignorancia imperan en la mayor parte de
nuestras comarcas, ellos, que son los únicos que tienen fuerza para
desterrarlas, permanecían aquí inmóviles, faltos de una mano que los
empuje y arranque de sus entrañas los secretos de la ciencia y la
política.»
Poco faltó para que los besara y abrazara tiernamente. El impresor,
hallándole en tan benévola disposición de ánimo respecto de ellos, no
quiso ser menos, y se declaró enamorado hasta los huesos de sus
instrumentos. Por ningún dinero consentiría en desprenderse de aquellos
antiguos compañeros que le habían ayudado a ganarse el pan (y el vino
también, según lo que se decía por el pueblo). Cantó sus excelencias con
tal fuego y entusiasmo, como si fueran sus padres y sus hermanos y a
ellos debiera el soplo de vida que le animaba, e hizo además la
importante declaración de que imprimían, si no tan pronto, mejor y mas
limpio que todas las prensas conocidas hasta el día. De acuerdo con
estos extremos, don Rosendo se esforzó, no obstante, en convencerle de
que debía enajenarlos siquiera por que no se perdiesen sus notabilísimas
cualidades. Pero cuanto más elocuente se mostraba el negociante, más
tierno y encariñado aparecía el impresor. Por último, se convino en que
éste no se desprendiese de aquellas prendas, tan caras a su corazón, ya
que no tenía valor para llevarlo a cabo, y se trasladase con ellas a
Sarrió, donde se establecerían definitivamente. Llevaría consigo algunos
cajistas que pudiesen enseñar a otros jóvenes de la villa, y todos los
enseres necesarios para montar la imprenta. Folgueras, que así se
llamaba el impresor arruinado, quedaba como dueño y regente de ella.
Cobraría por la tirada del nuevo periódico un tanto, mayor dos veces,
según nuestros cálculos, a lo que cobran en las mejores imprentas de
Madrid. No era mucho si se tiene en cuenta el mérito de los tórculos y
el acendrado amor que les profesaba.
El título fué uno de los puntos en que mejor se mostró el gallardo
ingenio e invención de don Rosendo. Intitulólo _El Faro de Sarrió_,
nombre altamente expresivo y sonoro, y de alcance singular, por cuanto
no otra cosa se proponía su fundador que esclarecer a su pueblo y darle
esplendor. Secretamente encargó a Madrid un grabado para la cabeza del
periódico. Al llegar pocos días después, causó espasmos de alegría,
tanto entre los accionistas como entre todos los que tuvieron la fortuna
de verle. Representaba un puerto de mar, Sarrió al parecer, en las altas
horas de la noche, a juzgar por las negras tintas del cielo y el mar. A
la izquierda se elevaba una altísima montaña ideal que lo dominaba
enteramente, y sobre ella se veía un caballero que guardaba cierto
parecido lejano con don Rosendo, dirigiendo los fuegos de una inmensa
linterna sobre la villa. Cerca de él percibíanse las cabezas de otros
cuantos personajes. Los accionistas creyeron de buena fe que eran sus
efigies, y quedaron vivamente agradecidos al dibujante.
Fué designado como local para la imprenta un almacén de don Rudesindo,
pagándole la renta, por supuesto. A la redacción se destinó en el mismo
local un compartimiento, para lo cual hubo que ejecutar algunas obras.
Montóse al fin la imprenta, no sin muchos e impensados gastos.
Folgueras, que decía estar provisto de todo lo necesario, no tenía nada,
y fué preciso encargar a Madrid fundiciones y piezas que faltaban a la
prensa, construir galerines, comprar mesas, etc., etc. Al fin todo quedó
arreglado. Don Rosendo trabajaba como un negro, ocupándose hasta en los
más ínfimos pormenores. Su talento organizador se reveló en esta ocasión
mejor que nunca. Se nombró redactor en jefe a Sinforoso Suárez, con un
sueldo de veinticinco duros mensuales, y administrador al hijo primero
de don Rufo.
Faltaba el papel. Se había telegrafiado a Madrid pidiendo una remesa, y
no acababa de llegar. La impaciencia de Belinchón era grande. Telegramas
iban y venían por los alambres eléctricos. Unas veces se decía que
estaba detenido en Lancia: telegrama a Lancia reclamándolo. Otras, que
no había pasado de Valladolid: telegrama a Valladolid. Otras, que no
había salido de Madrid: telegrama a Madrid. Don Rosendo juró en esta
ocasión que no encargaría más papel a Madrid, y sí lo haría traer de
Bélgica. Mas lo que fué motivo de disgusto trocóse en placer intenso,
como sucede siempre, cuando al cabo se les participó que unos cuantos
fardos habían llegado a Lancia, y que allí esperaban el carro que había
de traerlos a su destino. Como el periódico estaba ya compuesto hacía
días, procedióse inmediatamente a la tirada, que había de ser cuantiosa.
Don Rosendo pretendía esparcirlo profusamente por la provincia, enviarlo
a todas las de España, y hasta darlo a conocer en las naciones
extranjeras. Tanto aquél como sus socios asistieron con interés al acto
de funcionar la máquina. No se cansaron de admirar su complicado rodaje,
la singular precisión de sus movimientos, y la pasmosa velocidad con que
imprimía el periódico, pues no bajaban de doscientos los ejemplares que
dejaba enteramente concluídos en una hora. Su ilustre fundador, no
pudiendo reprimir el fuego periodístico que le devoraba, se despojó a
presencia de todos de la levita, y se puso a dar con energía al manubrio
de la rueda-volante, hasta que el sudor brotó en abundancia de su
despejada frente. Ejemplo señalado de entusiasmo y amor a la
civilización que nos complacemos en referir para enseñanza de las nuevas
generaciones.
Salió al fin _El Faro de Sarrió_ en gran tamaño, porque su fundador no
quería que se escatimase papel, y bastante bien impreso. La único que
apareció borroso fué el grabado de la cabecera, hasta el punto de que la
mayoría del público quedó convencido de que en el individuo que tenía la
linterna en la mano, se quería representar un negro en vez de la
respetable persona que ya hemos indicado. Contenía un artículo de fondo
impreso en letra grande del doce, titulado _Nuestros propósitos_. Aunque
estaba firmado por La Redacción, era debido únicamente a la pluma de don
Rosendo. Los propósitos del _Faro_ «al aparecer en el estadio de la
prensa», eran principalmente defender, «alta la adarga y calada la
visera», los intereses morales y materiales de Sarrió, combatir la
ignorancia «en todas sus manifestaciones» y en las batallas ardientes de
la prensa, luchar sin descanso por el triunfo de las reformas que el
progreso de los tiempos exigía. La redacción del _Faro_ creía que «había
sonado la hora de romper definitivamente con las doctrinas del pasado».
Sarrió deseaba con afán emanciparse de la rutina y de las ideas
mezquinas, «romper los moldes estrechos en que yacía aprisionado» y
«entrar de lleno en el dominio de su propia conciencia y de sus
derechos». «Hacemos votos—decía el articulista—por que la aparición de
nuestro periódico coincida con un período de actividad moral y material,
y podamos asistir a una de esas transformaciones sociales que forman
época en los anales de los pueblos. Si nuestra voz consiguiese despertar
a la villa de Sarrió de su largo sueño y estancamiento, y lográsemos ver
lucir pronto la alborada de una era de labor y de estudio propia del
movimiento reformista que aspiramos a iniciar, ése será el mejor
galardón que recibirán nuestros esfuerzos y sacrificios.»
El lenguaje no podía ser más noble y patriótico. Y, como siempre, la
modestia corría a las parejas con la autoridad y la elocuencia.
«No abrigamos la pretensión—decía—de ser los caudillos en esta gran
batalla del pensamiento que no tardará en iniciarse dentro del recinto
de Sarrió. Sólo aspiramos a luchar como obscuros soldados, y que se nos
conceda un puesto en la vanguardia. Allí pelearemos como buenos; y si al
fin caemos vencidos, lo haremos envueltos en la sagrada bandera del
progreso.»
Esta alegoría militar, causó excelente impresión entre los vecinos, y
contribuyó no poco a la entusiasta acogida que el periódico obtuvo.
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