El misterio de un hombre pequeñito: novela - 21

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--Lo comprendí--agregó--en cuanto dijo usted que esos forasteros habían
estado refrescando en el parador del Sol; porque Juan, el de _la Manca_,
no sale de allí. Ya saben ustedes que la mujer de Juan lo es también de
Felipe Ortiz, el dueño del parador. ¡Esposa de la mano izquierda, se
entiende! ¡No tiene otra!...
Celoso del honor que la visita de los ingleses hubiese podido dar á
González, su enemigo, añadió:
--¡Pues, valiente telar han ido á enseñarles! Apuesto la cabeza á que no
hay trabajando allí ni cincuenta obreros. ¡Si les hubiesen llevado á la
hilandería de mi suegro!...
--También la visitaron--repuso el boticario--; y retrataron á todo el
personal. Después repasaron el río y triscando como cabras subieron
hasta el cementerio y recorrieron todas las callejuelas del barrio
pobre. De la Puerta del Acoso obtuvieron varias fotografías; decían que
la piedra nobiliaria con que el arco se adorna, es de gran mérito. En
seguida pidieron autorización para visitar el cuartel; estuvieron en la
torre y bajaron á los calabozos del castillo por un pozo que hace muchos
años, lo menos treinta, estaba cerrado. También celebraron con
entusiasmo los frescos de la bóveda de la enfermería. Pero lo que más
les ha gustado, según don Valentín, es el balcón de la calle Amor de
Dios.
--¿El de casa de doña Francisca?--preguntó Martínez.
--Eso es. ¿Lo sabía usted?
--Me lo dijeron anoche.
--¿Sí?... ¿Dónde?
--En la peluquería de Lucas. Puertopomares no es Madrid, ni siquiera
Salamanca; aquí en seguida se sabe todo.
Comentaron abundantemente cuanto los forasteros habían hecho y dicho. No
llevaban sortijas, ni en sus corbatas alfileres costosos; pero la
excelente calidad de sus trajes, y su modo imperativo y desembarazado de
mirar, de hablar, de moverse, descubrían el rango de sus personas. Los
dos se parecían extraordinariamente; eran altos, musculosos, sueltos de
movimientos y rubios; caminaban á zancadas largas y usaban monóculo. Lo
que más pasmaba á la reunión era la actividad infatigable de aquellos
trotatierras.
--De ayer á hoy--observó don Artemio--han cambiado de calzado lo menos
cinco veces.
Agotado el tema, don Dimas interpeló á su colega don Elías.
--¡Me debe usted una merienda!...
Entre risas, explicó lo ocurrido. Acababa de sentarse á tomar un
piscolabis, cuando se produjo en la calle un alboroto.
--Tiré la servilleta y corrí al balcón á informarme de lo que sucedía;
era la jaca de nuestro amigo Fernández Parreño, que no quería andar. El
animal reculaba y se metía en la acera. Al fin, el hombre que lo llevaba
consiguió dominarlo. Pero cuando yo volví á la mesa me encontré con que
el gato se había llevado mi merienda.
--Al taller fueron á decirme--exclamó don Ignacio--que en la calle Larga
se espantó esta tarde un caballo, pero ignoraba que fuese el de don
Elías.
Y agregó doctoral, dirigiéndose al médico:
--Le advierto á usted que esa jaca está medio loca y antes de un año
será preciso matarla. Si halla usted ocasión de venderla, hágalo. Es un
buen consejo.
Don Juan Manuel preguntó al veterinario lo que convendría hacer con los
bueyes que tenía enfermos. El señor Martínez hizo un ademán impaciente.
--Esos animales--replicó con hostil vivacidad--están tuberculosos. Ya se
lo he dicho á usted. Yo no me equivoco. Usted cree que la inflamación de
la articulación fémororrotuliana es producida por un exceso de
trabajo... ¡Pues, no señor! Usted, para curarlos, habrá empleado
vesicantes... ó les habrá aplicado inyecciones de adrenalina, ¿verdad?
--Justamente.
--¿Y no ha conseguido usted nada?
--Hasta ahora, nada.
--¡Es claro! Porque esa inflamación de la sinovial no proviene de ningún
esfuerzo, ni es de origen artrítico, sino de origen tuberculoso. Esos
bueyes, vuelvo á repetir, no le sirven á usted y debe usted matarlos
cuanto antes para evitar el contagio de la enfermedad.
--Mañana mismo pasarán á mejor vida--repuso tranquilamente don Juan
Manuel.
Con esta promesa, que era una satisfacción y tributo rendidos á la
practica, saber y buena amistad, del señor Martínez, éste se dió por
contento, y suavizó su humor.
Don Artemio pensaba castrar una vaca que dos semanas antes compró en
Candelario.
--¿Tiene furor uterino?--interrogó don Ignacio.--Entonces, es lo mejor
que puede usted hacer; porque, estirpándola los ovarios, rendirá mucha
más leche. Transcurridos dos ó tres años, quedará inútil, ya lo sabe
usted; pero entonces puede usted engordarla para el matadero y cobrar
por ella lo que haya podido costarle ó más...
--Necesito castrar un potro--dijo don Elías.
--Cuando usted guste.
--Esta semana. Todavía es añal.
--Mejor. Así la operación ofrece menos peligros. Después, el tratamiento
es sencillo. Se reduce á lavar bien la herida con agua sublimada ó
fenicada, y á tener al animal, durante los ocho primeros días, atado
corto al pesebre, para que no se eche.
De pronto el señor Martínez se revolvió contra el boticario; su belicosa
voluntad acababa de sentir una crisis de cólera.
--¡Ahora que me acuerdo!... Usted, en lo sucesivo ha de hacernos el
favor de no meterse á recetar. Usted no es quién, para recetar. Yo hablo
muy claro. Usted, si quiere cumplir su obligación, ha de limitarse á
servir las recetas que le lleven.
La acometida fué tan á quemarropa, que don Artemio, á pesar de su flema,
se ruborizó.
--¡Caramba..., don Ignacio!... Usted es un salvaje. ¿A qué viene eso?...
--Bien lo sabe usted. Ya se ha puesto usted colorado: «quien del alacrán
está picado, la sombra le espanta».
--Repito que no le entiendo á usted. ¿A qué responde ese exabrupto?
--Viene á cuento--replicó el señor Martínez clavando sus ojos
tempestuosos en los del boticario--de que muchas personas, unas del
pueblo, otras del campo, van á la farmacia de usted y, para ahorrarse el
dinero del médico ó del veterinario, le consultan las dolencias que
ellos, ó sus animales, padecen. Y usted... ¡claro!... les atiende; y si
había de cobrar por las medicinas dos, verbigracia, cobra dos y
cuartillo, sin advertir que, aquí, en Puertopomares, hay ocho médicos y
dos veterinarios, y ninguno, que yo sepa, vive de sus rentas. A usted
hay que hablarle así, porque «el buey ruin en cuerno crece»...
Aunque acobardado por la marcial actitud de Martínez, el boticario se
creyó obligado á oponer un alarde rotundo y viril á la acusación de que
era objeto. La presencia de dos médicos en la tertulia acrecentaba la
gravedad y ridiculez de su situación. Apretó bien los puños bajo la
mesa. Los circunstantes le miraban, exigiendo de él una bizarría. Hasta
don Juan Manuel, se había quedado grave.
--¿Y eso lo dice usted en serio?--interrogó don Artemio, templándose
para la pelea.
--En serio, sí, señor. Yo soy así. Yo hablo siempre en serio y digo las
verdades en la cara.
--Pues... ¡miente usted!...
--¿Que yo miento?... ¿Ha dicho usted que yo miento?...
Levantóse con una agilidad de mono, y cogiendo su silla por el respaldo
y esgrimiéndola á manera de maza, la descargó sobre la cabeza del
boticario. Resonó un crac, angustioso, y el frontal shackespeano, mondo
y turgente, de don Artemio, tiñóse de sangre. El agredido vaciló, pero
recobrándose quiso arremeter á su rival, cuando éste, poniéndole los
puños unas veces en el pecho y otras en el rostro, le desconcertó y
zarandeó hasta dar con él de lomos en el suelo. Alzáronse todos,
acudiendo á represar con manos y razones la desbridada furia de don
Ignacio, quien, ronco de coraje y fuera de sí, pretendía subirse encima
del caído y patearle y exprimirle como á uva en lagar.--«¡Al capón que
se hace gallo, azotallo!»--gritaba el albeitar, que, ni aun en tan
dramático momento, perdía su culto á los refranes.
Don Juan Manuel, don Isidro, Teodoro y otras personas que habían acudido
al ruido de la trifulca, rodearon á Martínez, llevándole, casi á
rastras, al hueco de un balcón. Fernández Parreño y don Dimas favorecían
á Morón, ayudándole á enmendar el desorden de su traje y á limpiárselo
con una servilleta. Había en su solicitud una especie de solidaridad,
una protesta tácita contra la baratería del agresor. Muy pálido, la voz
agitada aún por el miedo y la fatiga, el boticario balbuceaba:
--¡Farsante!... ¡Calumniador!... ¡Decir que yo receto!...
En medio de su tribulación el pobre hombre, con su elevada estatura, su
joroba y sus piernas flacas y largas, estaba grotesco. Automáticamente
se palpaba la frente con un pañuelo, y al ver que éste se cubría de
púrpura, volvía á restañarse la herida. Entre su enorme cráneo rojo y
sus barbas rucias, cortadas en punta, sus mejillas tenían una lividez
cadavérica y sus amedrentados ojos parecían mayores. Todo su corpachón,
débil y cobarde, temblaba.
--¡Decir que yo receto!... ¡Embustero!... ¡Y acometerme hallándome
desprevenido!... ¡Claro es que esto no queda así!... ¡Yo sabré lo que
debo hacer!...
Dolíase en voz baja y sin usar palabras ofensivas, porque, á través de
la distancia y de las personas que le defendían, las venenosas pupilas
de Martínez le buscaban furibundas y se clavaban en él como saetas.
Trémulo de cólera, con algo de jabalí acosado, en la expresión de los
enrojecidos ojos, don Ignacio repetía:
--Ese viejo usurero vive porque están ustedes aquí. Pero yo, un día, le
mato; le abro la cabeza de un garrotazo...
También se revolvió lesivo contra una observación de don Juan Manuel.
--¡No, señor!--gritó--yo no soy un intemperante; yo soy un hombre que
dice en voz alta lo que piensan muchos. ¡Ni más ni menos! Los ocho
médicos de Puertopomares saben, lo mismo que yo, que ese hombre nos
roba; pero ellos se callan y yo no puedo callarme...; ¡ó no me da la
gana de callarme!... ¡Bastante prudente he sido!... Este escándalo debí
darlo hace tiempo...
Como la furia del señor Martínez no amainaba, don Dimas y don Isidro
decidieron llevarse á don Artemio del Casino. El boticario, que esperaba
una ocasión discreta para poner pies en polvorosa, agradeció
sinceramente aquella intervención, y lanzando á su contrario una mirada
de desafío, insinuó hacia la puerta del salón una retirada elegante.
Salió con andar lento y ajustándose bien el sombrero sobre sus melenas
despeinadas. En medio de su espalda, señalando la cresta más saliente de
su joroba, griseaba una mancha de polvo.
Don Ignacio le gritó implacable:
--¡Ya nos veremos!...
Al mismo tiempo que golpeándose, por dos veces, el antebrazo izquierdo
con la mano derecha, ponía á su advertencia un comentario obsceno.
Cuando don Artemio se marchó, el señor Martínez, y cuantos con él
estaban, volvieron á sentarse. Los ánimos se apaciguaban. La opinión,
que hasta allí habíase mostrado indecisa, reaccionó en favor del
veterinario. La mayoría admiraba la crudeza de sus palabras y la
excelente puntería y diligencia de sus puños. Reconocían que el
silletazo que derribó á don Artemio fué magistral. Verdaderamente, don
Ignacio estuvo muy bien, y Fernández Parreño le testimonió su adhesión
dándole palmaditas en el hombro. Empezaron los comentarios, adversos
todos para don Artemio, y con ellos las risas. Un ambiente cruel y
cobarde rodeaba al vencedor y le tributaba pleitesía.
Don Juan Manuel lanzó una carcajada.
--Realmente, hasta que no le he visto á usted boxear, amigo Martínez, no
comprendía yo que se le pudiesen dar á un hombre tantas bofetadas en tan
poco tiempo...


XXXI

--Advierto desde hace tiempo--había dicho don Valentín--que don Ignacio
no se muerde más que las uñas de los dedos pulgares...
La observación era rigurosamente cierta. Varios meses hacía que el señor
Martínez, apenas se hallaba solo, empezaba á comerse vorazmente las uñas
de sus pulgares, y este rasgo de autopofagia acusaba en él una
impaciente y colérica preocupación. Su inquietud provenía de la noche en
que doña Fabiana se levantó sonámbula para ir á casa del hombre amarillo
y pequeñito. Consideradas separadamente, ni la pesadilla de su mujer, ni
la de Fermín, el tartanero, revestian verdadera importancia, pues son
frecuentes los ensueños que sugestionan á las personas dormidas al
extremo de obligarlas á la acción. Lo inexplicable eran el sincronismo y
la absoluta concordancia de ambos fenómenos. Don Gil había dicho al
tartanero:
«A las doce en punto estarás con tu coche delante de la puerta de don
Ignacio.»
Y á doña Fabiana:
«Su marido está enfermo. Vaya usted á verle. Fermín la llevará á
usted...»
El veterinario se recomía los sesos escudriñando los vínculos que
pudiera haber entre estas alucinaciones, y aunque materialista acérrimo
y refractario, de consiguiente, á admitir que las almas campasen solas,
bien echaba de ver que el fondo de aquel asunto escapaba á toda cábala
científica. Allí había un secreto, un enigma, demasiado complejo para
achacarlo á la casualidad. De esto don Ignacio no hablaba con nadie; el
recelo de parecer asustadizo y de que las gentes empezasen á decir que
don Gil Tomás gustaba de doña Fabiana, le contenían. Su reserva y las
supersticiosas tribulaciones de su mujer, agravaban su preocupación.
Como él, doña Fabiana advertía á su alrededor, especialmente de noche,
un peligro; la presencia de algo invisible y fuerte que la espiaba. En
otra ocasión, Martínez hubiese achacado aquel sobresalto á un principio
de neurastenia; pero, contra esta suposición tranquilizadora, alzábase
el recuerdo de aquella cita inexplicable, tendida, como un lazo, á la
virtud de su mujer.
--¿Tú no crees--preguntaba Martínez á doña Fabiana--que don Gil esté
enamorado de ti?
--No lo creo.
--Una noche, sin embargo, soñaste con él; quería abrazarte; tú me lo
dijiste.
--¿Qué importa? Eso no vale ni significa nada. Todos los sueños son
tonterías.
Don Ignacio desconfiaba; temía que su mujer, conociendo las violencias
de su carácter, no quisiera confesarle la verdad; pero ella juraba no
ocultarle nada, y tal acento de convicción y nobleza tenían sus
palabras, que el veterinario se tranquilizaba. Doña Fabiana era sincera;
el hito del misterio, por consiguiente, estaba en otra parte.
Además, la señora de Martínez no había vuelto á soñar con don Gil, y si
alguna vez le vió en sueños, fué tan ligeramente, que su imagen no dejó
rastro malo ni bueno en su memoria. Acerca de esto don Ignacio no sabía
interrogarla y se informaba torpemente. Algo honesto, muy caballeresco,
muy pulcro, le impedía formular preguntas infames. Doña Fabiana, sin
embargo, le respondía explícitamente. Demasiado comprendía las
curiosidades de su marido cuáles eran y por dónde iban orientadas.
--Puedes creer--le decía--que después de esa noche de que ya hemos
hablado, no he visto á don Gil.
Con cuya misericordiosa afirmación Martínez sentía apaciguarse la
agresiva tirantez de sus nervios y aliviado su corazón de una sofocante
pesadumbre.
Terminadas las vacaciones carnavalescas, comenzó á celebrarse en
Salamanca la vista del proceso instruído contra los hermanos Paredes. La
noticia produjo en Puertopomares indecible emoción y devolvió á _los
Rojos_ todo su repugnante interés criminal. Los detalles de la causa, un
poco olvidados en el somnífero transcurso de aquel año, readquirieron
llamativos verdores. La gente, al pasar por delante de la llamada
siempre «casa del chopo», miraba recelosa hacia la puerta; aquella
puertecilla sórdida, oscura, colocada en un nivel inferior al de la
calle, por donde el cadáver del señor Frasquito salió una mañana
llevándose á la tierra el secreto de su agonía. Nada faltaba en el negro
horror de tan inaudita tragedia policíaca: las relaciones incestuosas de
Rita con su hermano; la horrible sagacidad que ambos pusieron en el
planteamiento y realización de su crimen; el hallazgo de las tres orzas,
llenas de dinero, detalle que enardecía la imaginación popular inclinada
á creer, por motivos de raza, en tesoros ocultos. Luego el desarrollo de
tan ominosa película ofrecía un intervalo de sosiego, de paz hipócrita:
el comercio establecido por los Paredes en la calle Larga; la existencia
honrada, fértil y sin penumbras, vivida serenamente ante los ojos de
todo el vecindario: el hombre que no bebe, ni juega y se acuesta
temprano; la mujer, casera, dedicada absolutamente á la crianza de sus
hijos, como si quisiera ir borrando con la santidad de aquel amor las
torpezas escandalosas de su juventud. Hasta que, de súbito, sin razón
ostensible, el espectro del crimen reaparece para arrojar á tres niños
bajo las ruedas de un tren. ¿Por qué aquel triple infanticidio? ¿Qué
espíritu infernal necesitaba, para encalmarse y ser propicio, la
ofrenda de aquella sangre inocente? ¿Asesinando á sus hijos cumpliría
Rita Paredes algún voto?...
Durante las primeras sesiones, los procesados se mantuvieron inflexibles
en las posiciones que cada cual había elegido. Rita ratificaba
puntualmente sus declaraciones y acusaba sin piedad á su hermano. En
cambio, Toribio lo negaba todo; pero como en sus careos con la mujerona
se aturrullaba y contradecía, su situación era, por momentos, más falsa.
Vicente López se disculpaba diciendo que, efectivamente, él quiso
llevarse á Buenos Aires á su hijo Deogracias y á Rita, pero que no
comprendía por qué ésta asesinó á sus otros hijos, ni cómo pudo llegar á
tan desaforado extremo de sevicia.
Fernández Parreño y su colega don Dimas Narro, don Ignacio, don Isidro
Peinado, alcalde de Puertopomares cuando ocurrió la muerte del señor
Frasquito, y otros muchos vecinos, fueron reclamados como testigos por
la Audiencia de Salamanca. Sus declaraciones no aportaron luz ninguna al
proceso, pero sirvieron para exacerbar la pública inquietud. Los
comentarios se multiplicaban hasta lo infinito; á Epifanio Rodríguez, el
estanquillero, le arrebataban los periódicos de las manos.
En el Casino, en la Fonda del Toro Blanco, alrededor de las mesas del
Café de la Coja, bajo el emparrado tendido, á modo de visera, ante el
Parador del Sol, en los bancos de la Glorieta del Parque, donde se
reuniesen cuatro ó cinco personas, siempre había una dispuesta á leer en
alta voz las largas informaciones que cotidianamente la Prensa
salmantina consagraba al crimen de los Paredes. Las tertulias tenían un
interés nuevo; los circunstantes revisaban todos los incidentes de la
vista, glosaban las declaraciones de Rita, elogiaban las argucias,
emboscadas y ágiles taimerías del fiscal. En el Casino, donde, según
costumbre, Martínez era el encargado de leer los periódicos, reinaba
expectación indescriptible. Cuando el veterinario se colocaba las gafas
sobre la nariz y cogía la Prensa, apagábanse todos los murmullos del
salón, las conversaciones cesaban, los jugadores de billar dejaban sus
tacos. Rodeando la mesa que ocupaban don Ignacio, don Juan Manuel,
Fernández Parreño y otros amigos, los oyentes se oprimían. Cada cual
cogía una silla y se aproximaba procurando no hacer ruido. Sobre el
fondo claro de los muros, bajo la luz alechigada de las lamparillas
eléctricas, únicamente Teodoro, rígido y vestido de negro, las manos
atrás y la servilleta al hombro, permanecía de pie. Su cabeza pálida,
cubierta de cabellos erectos y rubios, cortados según la moda francesa,
parecía de oro.
Los diarios de aquella noche publicaban los incidentes de la cuarta
sesión. Don Ignacio Martínez, que acababa de beber una copita de coñac,
se limpió los labios con la mano, paseó por su auditorio una mirada
satisfecha, y empezó á leer:
«A las dos en punto comienza la sesión. La tribuna pública rebosa gente;
los curiosos se oprimen, se lastiman y con el ahinco de ver se ponen de
puntillas y estiran el cuello. La temperatura es sofocante; el señor
presidente manda abrir una ventana y la orden es recibida con murmullos
aprobativos. Suena una campanilla y el silencio se restablece. Por una
puerta y entre guardias aparecen los procesados: primero, Rita Paredes;
luego su hermano, Toribio Paredes; detrás, Vicente López. Los tres
ocupan el banquillo de los acusados. Rita pide la quiten las esposas, á
lo que el señor presidente del Tribunal accede. Lo mismo hacen con
Vicente y Toribio. Este no dice nada; hállase muy abatido y no levanta
los ojos de la alfombra. Vicente López, en cambio, mira al público con
descaro y sonríe á los periodistas.
»Empieza el interrogatorio. A una invitación del señor presidente, Rita
Paredes se levanta. Parece más alta, más flaca, más angulosa, que nunca.
Sus brazos descarnados forman, con la línea de los hombros, un ángulo
recto.
»Fiscal.--Veamos, Rita: el Tribunal está muy satisfecho de usted porque,
desde los primeros momentos, usted se ha manifestado decidida á ayudarle
en sus pesquisas. Pero, aun no hemos llegado al fin. Entre las
declaraciones de usted y las de su hermano, hay divergencias que la
Justicia necesita precisar y aclarar. Debemos, pues, insistir sobre
ciertos puntos ya discutidos. Usted ha dicho que á Frasquito Miguel le
mataron entre usted y su hermano Toribio. ¿Es esto verdad?
»Rita.--Sí, señor.
»--¿En la comisión del asesinato no les ayudó nadie? ¿No tenían ustedes
algún cómplice?
»--No, señor, ninguno.
»--Su hermano Toribio dice que la noche de autos, cuando él regresó del
Café de la Coja, ya de madrugada, vió á un hombre que salía corriendo de
casa de ustedes, y que en aquel individuo creyó reconocer á Vicente
López, _el Charro_, antiguo amante de usted.
»--Es mentira.
»--Fíjese usted bien. Acerca de este punto, el Tribunal necesita
hallarse perfectamente informado. Mida usted bien sus palabras. Echaría
usted sobre su conciencia una responsabilidad gravísima, si, por
favorecer á la persona que ama, acusase usted á un inocente.
»--He dicho la verdad.
»--Usted, con sus palabras, no ha sabido infundirnos esa convicción.
Nadie comprende que Toribio Paredes, quien, según declaración de
diversos testigos, parecía profesar á su cuñado morganático sincero
afecto, de pronto se concertase con usted para asesinarle. En cambio,
hallo muy verosímil que usted y Vicente López, el padre de su primer
hijo y, según indicios, el hombre á quien usted ha querido más,
decidiesen matar á Frasquito Miguel para robarle y con su dinero huir á
Buenos Aires. El tiempo que dejaron ustedes transcurrir entre la
perpetración del delito y el día de la fuga, no significa nada, ni pesa
nada en el criterio del Tribunal; es, sencillamente, un ardid empleado
por ustedes para eludir sospechas.
»(Hay un silencio. Toribio Paredes permanece inerte, la barbilla sobre
el pecho, los ojos apagados. Parece sordo. Vicente López se rebulle en
su asiento y hace con la cabeza enérgicos ademanes negativos. Uno de los
guardias que le custodian le toca en la espalda y por señas le ordena
que observe más circunspección y mesura. _El Charro_ suspira y se encoje
de hombros).
»Fiscal.--¿Qué responde usted, Rita, á lo que acabo de decir?
»Rita.--Ya lo sabe usted. Mi hermano miente. La noche del crimen Toribio
no salió á la calle, y de consiguiente nadie pudo penetrar en casa á
hurtadillas suyas. Además, en aquella época Vicente López no vivía en
Puertopomares.
»--¿Dónde estaba?
»--No lo sé; no nos escribíamos. Habíamos reñido y hacía años que yo no
tenía noticias de él.
»(El abogado de Toribio Paredes pide autorización para dirigir á la
acusada una pregunta. El Tribunal consiente).
»El señor García Pérez.--¿Cómo explica entonces la acusada que, apenas
asesinado el señor Frasquito Miguel, resucitase en Vicente López el
cariño hacia ella? Yo invito á la Sala á fijarse en la extraña
concatenación de estos hechos. Hay entre ambos una derivación
perfectamente lógica. A mi juicio, si Vicente López no es el ejecutor
del crimen, fué, cuando menos, el agente moral, el inspirador; su
repentino amor á la acusada sólo se explica por el deseo de apoderarse
del dinero de la víctima. Es cuanto tenía que decir.
»El señor Bastín, defensor de Vicente López, exclama:
»--Esa observación carece de sentido.
»El señor García Pérez, que no ha oído:
»--¿Cómo?
»--El señor Bastín.--Se quiere, porque sí, y los amores que parecían
muertos resucitan también «porque sí». Esto sucede todos los días. Decir
lo contrario es hablar como lo haría un chiquillo sin experiencia.
»(Risas. Los dos letrados entablan un tiroteo de frases bastante vivo.
El señor presidente se cree obligado á intervenir):
»--¡Orden, señores!...
»(El señor García Pérez se sienta, un poco sofocado, y al hacerlo deja
caer unos papeles que revuelan como mariposas y se esparcen sobre la
alfombra. El señor García Pérez hace un guiño de contrariedad. Más
risas).
»Fiscal.--¿No obstante lo afirmado por el señor García Pérez, la acusada
mantiene sus declaraciones?
»Rita.--Sí, señor.
»--¿Su hermano Toribio es el único autor material y moral del asesinato
cometido en la persona de Frasquito Miguel?
»--¿Cómo, moral? ¿Qué quiere decir eso?...
»--Pregunto que si fuera de Toribio no hubo nadie, Vicente López, por
ejemplo, ú otra persona cualquiera, que les aconsejase, tanto á usted
como á su hermano, desembarazarse del señor Frasquito.
»(Hay una pausa. Rita parece vacilar. El señor fiscal insiste):
»--Díganos la verdad: ¿Nadie indujo á ustedes al asesinato del señor
Frasquito?
»--Sí, señor.
»--¿Cómo? ¿Alguien ha aconsejado á ustedes matar á Frasquito Miguel?
»--Sí, señor.
»--De ello, sin embargo, nada había usted dicho hasta ahora...
»--No, señor.
»--¿Por qué?...
»--No me había acordado.
»(Las palabras de Rita Paredes despiertan extraordinaria emoción. La
mujerona, larguirucha y fantasmal, parece sonámbula. Toribio Paredes
levanta precipitadamente la cabeza y mira á su hermana. Su rostro
refleja una ansiedad y una alegría).
»Fiscal.--Supongo que no intentará usted descarrilar la acción de la
justicia inventando patrañas cuya falsedad no tardaríamos en comprobar.
»--No, señor; juro decir verdad.
»--Entonces, hable usted sin miedo. ¿Quién aconsejó á usted y á su
hermano asesinar á Frasquito Miguel?...
«(Prodúcese en la Sala un silencio absoluto; silencio de camposanto.
Centenares de ojos, bruñidos por la curiosidad, se clavan en Rita. Esta
duda, mira al Tribunal, á los letrados y al público, con expresión
idiota. Por dos veces se lleva las manos á la frente y, automáticamente,
se alisa los cabellos).
»--Lo que voy á decir esconde un misterio; un misterio que no comprendo
y, de consiguiente, que no sabré explicar...
»--Hable usted como mejor sepa, Rita; aquí estamos todos dispuestos á
ayudarla.
»(La voz del señor fiscal se ha almibarado notablemente: es la seductora
dulzura paternal conque la experiencia le ha demostrado que debe
hablarse á los acusados para empujarles á la sinceridad y á la
confesión. Toribio Paredes no cesa de mirar á su hermana. En la cara de
Vicente López hay asombro).
»Rita.--La persona que, tanto á mi hermano como á mí, nos ha dicho que
debíamos matar á Frasquito Miguel para robarle, es don Gil Tomás.
»--¿Quién es don Gil Tomás?
»--Un señor que nosotros conocemos.
»--¿Dónde vive?
»--En Puertopomares, á la entrada del Paseo de los Mirlos.
»--¿Sigue viviendo allí?
»--Sí, señor.
»--¿Y qué interés cree usted que podía tener ese don Gil Tomás en el
asesinato del señor Frasquito?
»--Lo ignoro.
»--¿Habló usted muchas veces con él?
»--Sí, señor.
»--¿Y su hermano?
»--También.
»(Toribio Paredes hace, con gran energía, ademanes afirmativos. Una ola
de sangre arrebola su rostro; tiene las mejillas encendidas y la
estrecha frente cubierta de sudor. Vicente López guarda la actitud
reconcentrada y absorta del hombre que busca un recuerdo muy olvidado,
muy hundido, en el subsuelo de su conciencia).
»Fiscal.--¿Dónde veía usted á ese don Gil Tomás?
»--En mi casa. Es decir: yo no le veía en ninguna parte. Yo le veía y
hablaba con él, pero era en sueños».
Al llegar á este punto don Ignacio Martínez, que, no bien leyó el nombre
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