El misterio de un hombre pequeñito: novela - 13

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fueron á decírselo á su casa. Entonces don Niceto, para esquivar
trámites y ganar tiempo, refirióles cómo había sucedido la desgracia, y
les invitó á reconocer el cadáver y añadir sus dictámenes á las
diligencias sumariales que habían de incoarse. Ellos asintieron. Los
alguaciles, unas veces con palabras corteses, otras á empellones,
despejaron el patio de curiosos. Luego trajeron una mesa, sobre la cual
depositaron al muerto. Toribio, á cada momento, escupía y se llevaba las
manos á los ojos.
--Yo le quería mucho--balbuceaba--yo le quería mucho. Me había
acostumbrado á él. ¡Era muy bueno!...
Todos, advirtiendo sus esfuerzos para contener el llanto, le
compadecían, admiraban su buen corazón y sentían hacia él una simpatía
nueva. Refiriéndose á su cuñado, el bujero preguntó:
--¿Debo desnudarle?
Don Niceto repuso:
--No lo creo necesario; pero eso los señores peritos han de decirlo.
Alrededor de la mesa, el juez, el secretario del Juzgado, don Isidro,
Martínez, Fernández Parreño, don Dimas y Toribio Paredes, se agrupaban
vibrantes de interés y de emoción. En don Ignacio la idea de alternar
mano á mano con dos médicos en una cuestión profesional, producíale
cierta escondida vanidad. El cuerpo del señor Frasquito fué colocado en
actitud supina, y como no cabía en la mesa, sus piernas, ya rígidas,
quedaron en el aire.
Los peritos examinaron primero la cabeza, tumefacta, monstruosa,
descompuesta por la hinchazón que siguió al golpe. La sangre se había
coagulado, deteniendo con su sequedad la salida de la sustancia
cerebral. Sobre el pómulo izquierdo aparecía clara, terminante, la
huella curva de la herradura. Los bordes del hierro habían grabado un
perfil inconfundible. Todos callaban consternados.
--¡Qué golpe!--exclamó don Dimas.
No pudo contener un gesto de repugnancia. Don Ignacio añadió:
--La coz que, como ve usted, está ligeramente inclinada hacia afuera,
debe habérsela dado el animal con la pata derecha.
La cabeza pálida y mal afeitada de don Niceto asintió. En el medio
círculo de la herradura, las señales más hondas que dejaron los clavos
atestiguaban la formidable violencia de la percusión. Fernández Parreño
empezó á contarlos.
--¡Aquí falta uno!
Repuso Martínez:
--Es cierto: pues por ese detalle sabremos si la coz fué dada con la
pata derecha, según yo creo, ó con la izquierda. Veámoslo.
Toribio luchaba por no dejar traslucir su alegría. ¡Qué certeramente
supo disponer todos los detalles! Al cabo, la prueba inconcusa,
irrebatible, que había de ponerle á salvo de sospechas, estaba allí.
Acercóse á la mula con muchas precauciones. Pascuala empezó á
encabritarse; en su oscuro instinto la escena de aquella noche parecía
haber dejado un terror.
--¡Qué mala bestia!--repetía Martínez--; cuando se quemó hubieran hecho
ustedes muy bien en darla un tiro.
Con astucia, para aumentar la fuerza de aquella comprobación decisiva,
Toribio levantó primero la pata izquierda del animal. Sobre el acero,
bruñido por el uso, de la herradura, los circunstantes contaron los
clavos: estaban todos.
--Lo que yo dije--exclamó Martínez satisfecho--la coz ha sido dada con
la otra pata. Ande usted, Toribio: cerciorémonos de una vez.
El bujero obedeció. Efectivamente, allí faltaba un clavo.
--¿Ven ustedes?--insistió Martínez triunfante--fué con la pata derecha.
Examinando de cerca el casco homicida, comprobaron que todo él estaba
manchado de sangre. Volvieron al lado del cadáver. En los sitios más
profundos de la herida, los ojos sagaces de don Ignacio descubrieron
partículas de estiércol.
--¡Qué atrocidad!--repetían los médicos--; ¡qué fuerza la de ese
animal!...
Despojaron al difunto de sus vestidos, manchados de basura y de sangre.
Todo el cuerpo que, durante horas, pateó la mula, hallábase
horriblemente mutilado: el vientre aparecía inflado por unas partes y
por otras deshecho; las costillas, rotas, habían desgarrado la carne y
blanqueaban sobre la piel, ennegrecida por la sangre seca. Hubo en todos
los allí presentes un movimiento de asco.
Don Niceto se volvió hacia Toribio y, á la vez compadecido y grave, le
estrechó la mano. Después aludió al cadáver.
--Echenle ustedes una sábana por encima, y el entierro cuanto antes sea,
mejor.
Cuando el Juzgado se retiraba, Olmedilla vió á Rita, á quién varias
mujeres fortalecían con tisanas y discretos consejos, y quiso tomarla
declaración. La mujerona lentamente y entre visajes de pena y espanto,
ratificó cuanto su hermano había dicho, y apenas terminó de hablar cerró
los ojos y dejó ir la cabeza hacia atrás, inerte y fría como si de nuevo
hubiese perdido los sentidos.
Durante la tarde los Paredes observaron idéntica actitud de dolor. No
almorzaron y la debilidad les enflaquecía el rostro. Ella parecía
idiotizada; dejaba transcurrir largos intervalos con los ojos inmóviles
y no respondía á las reflexiones consoladoras de sus vecinas. Algunas de
éstas procuraban soliviar tanta pena examinando el acelerado fin del
señor Frasquito desde un punto de vista práctico. Se trataba de un
organismo arruinado, de un pobre hombre incapaz de ganarse el pan. ¿Qué
hubiesen adelantado con tenerle en una cama durante años y años?
Indudablemente su muerte, aparte el natural dolor de perderle,
constituía un bien para todos; Dios sabe siempre darle á sus hijos lo
que más les conviene...
A estas juiciosas y pacifistas vulgaridades, la mujerona respondía con
exclamaciones de emocionante sinceridad. Suspiraba, desplomaba los
hombros.
--¡Estaba tan hecha á él!--decía--; ¡era tan trabajador, tan bueno!...
Toribio, sentado en un rincón, los codos en las rodillas y la pequeña
cabeza oculta entre las manos, demostraba también su tribulación con
frecuentes y acongojados suspirones. Unicamente al anochecer, cediendo á
amistosas invitaciones, fué á la taberna, donde volvió á explicar la
fiera muerte de su cuñado y las circunstancias que, á su juicio,
debieron de rodearla.
Al día siguiente, muy temprano, dieron tierra á los restos del señor
Frasquito. Componía el acompañamiento una veintena de personas. El ataud
iba llevado á hombros de Toribio Paredes y de tres vecinos de buena
voluntad. Cuando éstos se cansaban otros les sustituían, pues para tan
cristiano empleo brazos misericordiosos no faltaban, honrándose con
ello. _El Rojo_ era quien más resistía, y á todos sorprendía su
fortaleza, nacida evidentemente de su cariño al difunto. Bajaba el
luctuoso cortejo por el camino Alto de la Estación, y Toribio, ya
fatigado, acababa de ceder su puesto á un amigo, cuando vió á don Gil
Tomás que, pausadamente, regresaba al pueblo. La presencia del hombre
pequeñito, en aquellas circunstancias, emocionó y acobardó á Paredes.
Creeríase que el brujo madrugaba para asistir á su obra. En el júbilo
rosa y azul de la mañana, y sobre la gran franja gris, llena de luz, de
la carretera, su cuerpo minúsculo, vestido de negro, echaba un
borroncillo impertinente. Toribio sintió que toda su sangre, hecha
hielo, le subía á la garganta y luego le tamborileaba en las sienes. No
obstante rehízose pronto y saludó, concediendo á la mayor categoría
social de Tomás el respeto debido.
--Buenos días, don Gil.
--Buenos días, Toribio.
Ante el féretro el hombre pequeñito se había descubierto. Su rostro, de
color de miel, no delataba emoción ninguna. Evidentemente no sabía quién
iba allí. Sus ojos, sus labios, estaban tranquilos. Sobre su frontal
lívido y bombeado, el sombrero, demasiado prieto, dibujó un jabeque
rojo.
«¡Luego no se acuerda de lo que me dijo noches atrás!...»--pensaba
Paredes.
Y á continuación:
«Y, si no se acuerda, ¿cómo está aquí él, que se levanta siempre
tarde?...»
Don Gil le interpeló:
--¿Quién ha muerto?
Con voz casi imperceptible, el bujero repuso:
--Mi cuñado.
--¿Su cuñado?... ¿El señor Frasquito?
--Sí, señor.
--¡Oh!... ¡Qué sorpresa!... ¿Cuándo?...
--Anteanoche. Ayer, por la mañana, le encontramos muerto en la cuadra.
La mula que tenemos le había matado de una coz.
Se interrumpió bruscamente; parecíale estar diciendo palabras ociosas.
¿No era don Gil su cómplice?
--Pero, ¿es cierto que no sabía usted nada?--agregó.
--Nada, se lo aseguro; no había oído decir nada... ¡Qué desgracia!...
Estaba conmovido. No obstante, casi al mismo tiempo, su compasión se
trocó en curiosidad; pero en una curiosidad tan viva, tan impaciente,
tan retozona y llena de preguntas, que parecía una alegría. ¿Cómo brotó
en su alma aquella suave alacridad?...
--Cuénteme, amigo Toribio--exclamó--, cuénteme cómo esa espantosa
desgracia ha sucedido.
--¿Cómo? Muy sencillo; verá usted...
Estirando las piernecillas cuanto podía, para no rezagarse, el hombre
pequeñito siguió al muerto.


XVII

Teodoro entreabrió la ventana.
--¿Está bien así, don Juan Manuel?
El diputado aprobó con un gesto. Había pedido la botella del ron y
llevaba trasegado de su contenido cerca de la mitad. Sus amigos decían
que don Juan Manuel iba aficionándose á la bebida con exceso. Ello
perjudicaba á su talento y le quitaba elocuencia en las Cortes. Había
engruesado notablemente, y sus mejillas se acaloraban con facilidad.
Nunca, sin embargo, su carácter revelóse más expansivo, más fecundo en
dicacidades y agudezas; y en sus ojos zarcos, saltones, acuosos,
acostumbrados á entornarse voluptuosamente, titilaba una luz optimista.
Aquella tarde de Abril el calor apretaba y la atmósfera del Casino,
llena de humo y de sol, llegó á ser irrespirable. Don Juan Manuel,
sofocado en el espacio, breve para su vientre, que separaba el diván de
la mesa, ordenó á Teodoro abrir la ventana más próxima, y una corriente
de aire cruzó el salón como una ráfaga de salud.
Componían la tertulia del diputado, Fernández Parreño, don Niceto y don
Luis Olmedilla, don José Erato y don Artemio. Acababan de terminar su
partida de tresillo y los lances del juego, por lo mismo que les
interesaron y sacudieron mucho, les habían fatigado. Al recogerse en sí
todos halláronse amustiados y sin ideas; cesó con el trajín de los
naipes el regocijo de la reunión; el tedio de la ociosidad, el tormento
sigiloso, mil veces renovado, de no saber á dónde ir, renacía. Antes de
marcharse á cenar aun necesitaban esperar, cuando menos, una hora. ¿Qué
hacer hasta entonces?... Y á esta pregunta, en cada alma, respondía el
silencio.
Todos habían cambiado de actitud y miraban hacia los balcones, invadidos
de cruda claridad. El Casino, á la sazón, estaba callado. Unicamente
resonaban las voces de Romualdo y de otros dos individuos que jugaban al
billar.
Don Juan Manuel Rubio sacó su petaca y ofreció tabaco á la reunión;
todos aceptaron, menos don Niceto.
--Gracias, don Juan; ya sabe usted que no fumo ni bebo alcoholes más que
de noche.
La observación era rigurosamente cierta; el juez no bebía ni fumaba
mientras el sol alumbrase el horizonte. ¿Por qué alterar aquella
costumbre de tantos años? El diputado no insistió.
Dijo don Artemio:
--¿Saben ustedes que el veterinario se ha comprado una corbata?
--Yo, sí--repuso don Elías.
--Yo, también--agregó Luis--; una corbata encarnada...
--La misma; ¿le han visto ustedes?
--No le he visto--replicó Olmedilla--, pero me la dijeron hoy, á medio
día, en el Café de la Coja.
--Yo lo supe anoche--añadió el médico--, me lo contaron en la fonda.
--Se la habrá comprado su mujer, ¿verdad?
--No lo creo; su mujer tiene mejor gusto.
De unos labios á otros, en el curso de aquellos dos días la corbata de
don Ignacio Martínez había estremecido la opinión.
El sustantivo «fonda», dicho por Fernández Parreño, trajo á la distraída
memoria del señor Erato, un recuerdo.
--Diga usted, don Luis, ¿es cierto que esta mañana, un comisionista
alemán, dió un escándalo en el Toro Blanco?...
La pregunta interesó mucho á los circunstantes, que ignoraban el hecho.
Luis Olmedilla, siempre presumido y valentón, repuso irguiéndose en su
asiento y entornando los ojos con aire jaque:
--Hombre... tanto como un escándalo, no señor; porque si mi hermano
Valentín es como es, un manso y lo aguanta, yo, no lo aguanto. Lo que
hubo fueron palabras gruesas, pero no conmigo, que yo, en aquel momento,
no estaba allí. El hecho es muy sencillo. Ese comisionista alemán vino
esta mañana de Salamanca, en el primer tren, y apenas llegó á la fonda,
pidió un baño. La criada que sirve en el piso principal y se expresa muy
bien porque está acostumbrada á tratar con buena gente, le manifestó que
en casa no había baño, pero que podía buscarle un barreño si, por
casualidad, necesitaba lavarse los pies. ¡Me parece que la mujer no dijo
ningún disparate!...
Todos asintieron. Parsimoniosamente, escuchándose un poco, Luis
Olmedilla continuó:
--¡Pues, para qué quiso oir más el alemán!... Empezó á decir que él no
necesitaba lavarse los pies, porque los llevaba siempre muy limpios; que
los necesitados de limpieza somos nosotros, los españoles; que si pedía
un baño era por gusto, porque en su país la gente, según parece, se baña
todos los días. ¡Ganas de presumir, claro es!... Como hablaba á voces y
manoteando, la muchacha se asustó y fué á llamar á su ama, porque
Valentín estaba en la peluquería, afeitándose. Mi cuñada procuró
apaciguar al alemán diciéndole que ni en Puertopomares, ni en otros
pueblos de más categoría, las fondas tienen cuarto de baño, por la
sencilla razón de que nadie se baña, y mucho manos ahora, en primavera,
lo que no impide que gocemos de buena salud. Eso fué todo. Pero como el
extranjero gritaba y decía en su lengua palabras incomprensibles, los
criados pensaron que les estaba insultando, y á no llegar mi hermano
nadie sabe lo que hubiese sucedido.
Exceptuando don Juan Manuel, que se reservó su opinión, todos los
circunstantes, incluso Fernández Parreño, declaráronse en contra del
alemán. El médico afirmó que los baños, fuera de los meses de Junio,
Julio y Agosto, constituyen un reverendo disparate. ¿A quién, que no
esté loco, se le ocurre bañarse, por ejemplo, en Abril?...
Luis Olmedilla dijo que su hermano, sin embargo, para complacer á los
extranjeros, pensaba instalar una ducha. ¡Lástima de dinero!
--Dile á Valentín--exclamó el boticario--que si las pesetas le hacen
cosquillas las emplee en ensancharnos el saloncito de tresillo, y se lo
agradeceremos todos.
Don Juan Manuel preguntó á don Niceto el resultado de la querella que
don Arístides, propietario del tejar _La Honradez_, tenía entablada
contra Juanito, _el Manchego_.
--Hoy se ha celebrado el juicio--repuso el juez--, pero no hubo
sentencia porque las circunstancias en que el demandante apoya su
denuncia no están bien probadas. Ya le conocemos; por pleitear
pleitearía con un árbol. Dice don Arístides que á una yegua inglesa, muy
buena, que tiene, la acaballó un potro de Juanito _el Manchego_
hallándose la yegua sudada; que _el Manchego_ la echó el potro para
dañarla, pues, según parece, él y don Arístides se llevan mal, y la
yegua hubo de asustarse y con la impresión se la cortó el sudor y desde
entonces está enferma. Por daños y perjuicios pide seis mil pesetas.
Claro es que Juanito se defiende diciendo que si la yegua se escapó y
vino á buscar al potro, ó si éste rompió el acial y se fué en busca de
la yegua, él no tiene culpa, pues son accidentes inevitables y
fortuitos. También asegura que la yegua no está enferma de pasmo, sino
de alguna mala hierba que ha comido. Martínez, como perito, habrá de
decirlo.
Este diálogo trajo al espíritu de Fernández Parreño el recuerdo de las
dos potrancas que aquel año deseaba llevar á la cubrición. Don Juan
Manuel poseía en su finca «La Evarista», así llamada para rendir público
testimonio de adhesión y fineza hacia Evarista Garrido, su amante y
heredera, una excelente monta con magníficos caballos padres y burros
garañones andaluces de lozana estampa y extremado poder, que anualmente,
desde que comenzaba la cubrición á primeros de Marzo, hasta fines de
Junio, allá por San Juan, producíanle muy generosos rendimientos.
--¿Cuándo quiere usted que lleve las potras á cubrir?--preguntó don
Elías.
--Cuando usted guste. ¿Están en sazón?
--Desde hace tres días. Pero, ya sabe usted que, por ser mis yeguas
primerizas, tengo derecho á elegir semental...
Mientras se servía otra copa de ron, don Juan Manuel tuvo un gesto de
desprendimiento y elegancia.
--Le asiste á usted, amigo don Elías, efectivamente, ese derecho de
elección; pero aunque así no fuese, por ser usted quien es y por nuestra
buena amistad, en mis tierras de ese y de cuantos fueros y pragmáticas
necesite puede usar.
Agradeció Fernández Parreño tan generoso ofrecimiento, y prometió enviar
al día siguiente las dos potrancas á la parada. Convenía aprovechar la
bonanza del tiempo, pues la experiencia habíale demostrado que los días
nublados no son propicios á la cubrición.
--¿Usted irá?--preguntó el diputado.
--Seguramente.
--Si quiere usted, puedo llevarle en mi tartanita; iríamos juntos y le
enseñaría el último garañón que he comprado. ¡Merece verse!...
Esta conversación, tanto por la misma salsa picante de su asunto, como
por el interés que estos episodios de la existencia rústica inspiran á
cuantas personas viven del campo ó muy cerca de él, apasionó á los
circunstantes. Para los vecinos de las aldeas, la noticia de un
pedrisco, la época de la jifería, el júbilo verde de los bancales
enlucidos con los primeros brotes de la cosecha próxima, la preñez de
las ovejas ó el alumbramiento de una vaca, revistieron siempre
importancia excepcional.
Don Elías explicó las condiciones de sus yeguas, su complexión, su edad
y el empleo que daría á las crías. En relación con todo esto, quería
para la potranca negra á «Temerario», garañón alazán; y, para la
potranca rodada, á «Pensativo», soberbio ejemplar de ruchos cordobeses.
Don Juan Manuel sonreía petulante.
--Este doctor sabe escojer. Si entendiese de medicina como de animales,
podíamos cerrar el cementerio.
El ejemplo de Fernández Parreño suscitó en los oyentes ideas de codicia.
Don Artemio Morón tenía una pollina joven, ociosa desde hacía dos años.
Don Niceto habló de su yegua.
--Pues anímense ustedes--exclamó el diputado--y vénganse mañana temprano
con nosotros. Pasaremos un buen rato. Además, ahora la cubrición está en
su apogeo, y á ustedes les conviene que la monta se realice antes de que
los machos empiecen á cansarse.
Por burla, Luis Olmedilla dijo que aquella invitación se la dictaba á
don Juan Manuel el interés. Cobraba el diputado las cubriciones á
setenta y aun á ochenta reales, y como á su acaballadero acudían todas
las yeguas y pollinas de los alrededores, las ganancias de la faena
reproductora alcanzaban á mucho. Así, la parada de La Evarista
constituía una especie de mancebía, de la que don Juan Manuel Rubio era
amo y alcahuete. El dudoso gusto de la broma no hizo mella en aquél, que
la arrostró bravamente, salpresándola con atrevidos donaires y uniendo
sus risas á las de todos.
A la hora de cenar la reunión se disolvió, marchándose cada cual á su
casa, pero prometiendo volver á entrevistarse luego en el Casino, para
determinar bien el sitio y momento en que á la siguiente mañana habían
de reunirse.
De esto trataban á última hora, cuando don Gil Tomás, que después de
pasar la velada en un ángulo del salón y leyendo periódicos, se
restituía á su domicilio, se acercó á la tertulia.
--Buenas noches, señores...
--Buenas noches, don Gil.
Hicieron ademán de brindarle una silla.
--Muchas gracias. Voy ya de retirada.
Bajo la claridad de las lámparas y entre la blancura del mármol de las
mesas, parecía un pelele con su cabeza de amarillez azafranosa y su
cuerpo de hombros caídos y estrechos. Fernández Parreño le explicó de
qué se trataba y don Gil mostróse propicio á conocer lo que, por falta
de ocasión, nunca había visto, mas no consintió en que nadie se
molestase yéndole á buscar. El, con mucho gusto, concurriría
puntualmente adonde le dijesen. Discutieron el sitio mejor para citarse:
unos proponían el Casino, otros la farmacia. Al cabo quedó concertado
que don Juan Manuel iría, en su coche, á recoger al médico, que don
Niceto y su hermano saldrían por su camino y á la hora que les
pareciese, y que don Artemio aguardaría á don Gil en la botica, pero
maniobrando todos activamente de manera de reunirse en La Evarista entre
ocho y nueve de la mañana. En esta conformidad se separaron.
El acaballadero de La Evarista hallábase á poco más de tres kilómetros
de la población, inmediato al camino de Puertopomares á Torres de la
Encina, y en el hondón formado por dos alcores sembrados de olivos. Era
un vasto corralón circuído por densas acitaras de mampostería, altas
como de dos metros, donde se apoyaba un cobertizo bajo del cual los
gañanes ponían las carretas y otros aperos de labranza al resguardo de
la lluvia. Junto á una piedra redonda, de las empleadas en las aceñas, y
que con industria fué convertida en pesebre, relinchaba furioso el
caballo «catador», destinado únicamente á examinar si las hembras que
iban llegando estaban ó no en sazón de ser cubiertas. El pobre animal,
los ojos alocados, los belfos espumeantes, erizada la crín, trepidante
de un furor genésico exacerbado á cada nueva cata y siempre
insatisfecho, atabaleaba el suelo y corajudo se mordía los ijares.
Los caballos y pollinos sementales estaban aparte, en lugar bien cerrado
y separados unos de otros, porque el aislamiento, según el experimentado
saber de don Juan Manuel, aviva en los machos el deseo reproductor. Así,
cada garañón ocupaba un departamento, una especie de celda, de la que
salía para cumplir la función sexual y á la que era restituído
inmediatamente después. En aquel pequeño local cubierto de estiércol y
flanqueado por los cuartos donde los sementales esperaban, atronaba la
polifonía de los graves rebuznos, la estridencia bélica de los
relinchos, el golpear de los aciales sacudidos, la temible impaciencia
con que los brutos rijosos pateaban el suelo. A veces, un semental, de
un par de coces, abría la puerta de su encierro, haciendo saltar la
cerradura.
Don Gil Tomás y el boticario, que salieron de Puertopomares á paso de
tropa, alcanzaron en el camino á don Niceto Olmedilla y á su hermano.
Don Artemio llevaba á su pollina del ronzal; el juez, más comodón, había
recorrido el trayecto montado en su yegua. Continuaron andando los
cuatro, y á poco se reunieron con Fernández Parreño y don Juan Manuel
que les esperaban á la entrada de La Evarista porque el coche no podía
seguir adelante. Ya juntos, prosiguieron la ruta á pie, entre la alegría
de los olivos y de los campos donde empezaban á lozanear los primeros
brotes de la cosecha próxima. Un zagalillo, que llevaba del ramal á las
dos potrancas del médico, les precedía. El cielo era azul, tibio el
aire; las glebas, que paralelamente levantó el arado, rojeaban bajo el
sol. Un júbilo afrodisíaco, excitador, un saludable aroma de sarpullos
tempranos y de savias y resinas nupciales, saturaba el paisaje.
Interesó la atención de don Gil el que, tanto la burra del boticario
como la yegua de don Niceto, ya cerca de la parada empezasen á dar
muestras de contento y, sin que nadie las estimulase á ello, se pusieran
al trote.
--Es que adivinan á dónde vamos--decía don Artemio riendo--; vea usted,
en cambio, las dos potrancas de don Elías: como son doncellas no
malician nada.
En las inmediaciones del acaballadero había bastante rebullicio. Mujeres
y zagales acudían allí, como á una fiesta dionisiaca, llevando del
ronzal á las hembras en quienes la rigurosa ley de la reproducción había
de cumplirse. Los animales, alborozados, brincaban delante de sus
dueños. Novias parecían. Era un cuadro pagano donde, á la picardía de
las escenas, aunábase la avaricia campesina, el codicioso deseo de que
las hembras quedasen fecundadas.
Ya en el acaballadero, los hombres franqueaban la puerta del corralón;
las mozas, vacilando entre su femenil recato y su vicioso prurito de
ver, no entraban, pero se encaramaban á los muros y sentadas sobre el
cobertizo, destacaban sus rostros traviesos, llenos de risas, del gran
fondo alegre del cielo y del campo. Don Gil, curioso y lascivo, lo
observaba todo.
A recibir á don Juan Manuel acudió Luciano, el encargado de la parada.
Venía en mangas de camisa y llevaba chaleco y calzones de pana. Era
viejo, recio y alto. Una boina negra cubría su cráneo rapado y de líneas
seguras. Sus ojos pequeños y sin luz, y sus labios, renegridos por el
tabaco, daban al rostro afeitado una expresión bestial. Saludó:
--Buenos días, don Juan Manuel y la compaña...
Luciano informó á su amo de cómo aquellas últimas mañanas habían sido de
trabajo incesante. Designó con un gesto á las yeguas que esperaban en el
corral. Llevaba despachadas otras ocho, y aunque tenía cuidado de no
debilitar á los sementales dándoles á comer hierba fresca, no comprendía
cómo éstos podían resistir tanto trabajo.
Preguntó don Juan Manuel si «Temerario» y «Pensativo» se hallaban bien
dispuestos, y como las respuestas de Luciano fuesen afirmativas, don
Elías no disimuló su contento.
--Si todo sale bien--dijo--le haré á usted un buen regalo.
Luciano, sonriendo, prometió esmerarse, tanto por respeto y cariño á don
Juan Manuel, como por corresponder á las dadivosas intenciones del
médico.
--Ya sabrá usted--repuso--que tiene derecho á que cada una de sus yeguas
sea cubierta catorce veces, distribuidas en la siguiente forma. Después
de los cinco ayuntamientos primeros, las dejaremos descansar nueve días;
luego, con intervalos de veinticuatro horas, recibirán otros cuatro;
nueve días después, tres más, y, finalmente, transcurrida una semana,
otros dos...
Al saber que don Elías quería para su yegua negra al alazán «Temerario»,
y para la rodada á «Pensativo», Luciano movió la cabeza y su semblante
se nubló. A despecho de su rusticidad, parecía un bonzo, uno de aquellos
sacerdotes antiguos, crueles y sensuales, cuyas preces poseían el don
terrible de hacer correr ó de secar las fuentes del deseo.
--Veremos--exclamó--; no crean ustedes que los animales me obedecen
siempre. Los animales, con perdón sea dicho, tienen sus preferencias,
como las personas. Los caballos gustan de unas yeguas más que de otras,
y á las yeguas las sucede lo propio. Lo mismo ocurre con los burros: el
asno que haya tenido comercio con una yegua, es muy difícil que luego
acepte á una pollina.
Mientras Luciano disertaba, don Gil, Luis Olmedilla y don Artemio, que á
pesar de sus años y de su jorobada figura se perecía por las faldas,
observaban descocadamente á las mozas. Ellas, avergonzadas de la
curiosidad que las había llevado allí, enrojecían, y, para disimular su
turbación, volvíanse de espaldas y miraban al campo.
La faena de la cubrición fué rápida. Desatado el potro «catador»,
abalanzóse sobre las yeguas que le ofrecían; pero apenas sujetaba á una
entre sus patas, Luciano, tirándole violentamente del ronzal, lo
derribaba al suelo. De este modo el animal se ayuntó con todas, pero con
una rapidez que, por no satisfacerlas, las dejaba en la mejor
disposición y apetito. Inmediatamente las hembras fueron llevadas al
departamento donde los garañones, que habían olfateado el banquete
sexual, relinchaban glotones, y allí las ataron las patas, para que no
coceasen. Los sementales, al salir de su departamento, apenas veían la
yegua que les estaba destinada, apasionadamente arremetían con ella. El
médico, el boticario, don Gil, don Niceto Olmedilla, su hermano y don
Juan Manuel, presenciaban la escena conturbados por la mirada dulce,
sumisa, perfectamente femenina, de las hembras. Una vaga inquietad
genésica les removía. Unicamente Luciano, los calzones sujetos por una
faja negra, la boina echada sobre el cogote, al aire los antebrazos
velludos, presidía los ayuntamientos ordenándolos con castidad perfecta.
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