El misterio de un hombre pequeñito: novela - 02

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--Yo creo que esta vez hubo agua de sobra--replicó el médico--; lo malo
es que nunca llueve á gusto de todos. El chubasco, por ejemplo, que
favorece al centeno, acaso perjudica al trigo; lo que en este bancal es
beneficio, es muerte en aquel predio.
Agotada la conversación, reducido el tema de los cambios admosféricos á
reseco y desjugado bagazo, apuntadas y discutidas todas las
posibilidades con esa machaconería minuciosa de que sólo la gente
rústica es capaz, el diálogo orientóse hacia otros rumbos. Alguien habló
del vidriero Jesús Ochoa, fallecido aquella tarde. De la sórdida
avaricia y misérrimo fin de aquel hombre referíanse escenas
inverosímiles. Ochoa moría septuagenario; nunca quiso casarse y no tenía
herederos; los días de su mezquina vida los pasó en una tienducha
lóbrega, especie de fétido chiscón situado detrás de la iglesia y en un
plano inferior al nivel de la calle. Hasta sus últimos instantes el
anciano vidriero demostró un valor y una clarividencia que, á no
emplearse en la más torpe codicia, hubiesen sido admirables.
En Puertopomares, al igual que en otros pueblos salmantinos, los
parientes del difunto alquilan, para lujo y vistosidad del entierro, un
determinado número de cirios, que deben lucir durante todo el transcurso
de la ceremonia. Estos cirios se pesan antes de ser encendidos; luego, á
la salida del camposanto, vuelven á pesarse, y la diferencia entre ambas
pesadas, que señala la cantidad de cera consumida, es lo que se paga.
Ochoa, que carecía de familia y que, á tenerla, probablemente no se
hubiese fiado de ella, discutió por sí mismo el precio de la cera que
había de arder en sus funerales. Hasta el postrer momento sintió la
audacia y el sibaritismo de regatear, de defender su dinero, único goce
de su vida.
--En la botica de don Artemio lo referían esta mañana unos amigachos del
difunto--dijo don Isidro--; creo que Teobaldo, el amo de la Funeraria,
estaba asombrado de tanta fortaleza de ánimo. ¡Es increíble ese valor
en un viejo de más de setenta años!...
Los entierros eran de dos categorías. En los mejores, denominados «con
salida», el clero acompañaba al cadáver desde la iglesia hasta la
Glorieta del Parque; en los de segunda clase, ó «sin salida», los curas
rezaban el último responso bajo el pórtico del templo; que tan lejos
alcanza la virtud del oro que hasta la oración, lo inefable, se rindió
mercenariamente á su poder. Don Niceto preguntó si el entierro de Ochoa
sería de segunda clase.
--¡Naturalmente!--interrumpió el médico--; pues, ¿cómo pensaba usted que
fuese?... Y, gracias á que llegó á una avenencia con Teobaldo; pues de
no ponerle éste la cera al precio que él exigía, capaz es de seguir
viviendo. Conozco á los avaros; hasta para morirse buscan el momento más
económico.
El acre humorismo de Fernández Parreño fué saludado con una carcajada
general. Este pequeño éxito empurpuró las mejillas de don Elías y
obligóle á bajar los párpados. Era un hombre corpulento, de miembros
bien trabados, de aspecto ecuánime y simpático, á quien, como á todo
miope, la necesidad de acercarse mucho á los objetos para distinguirlos,
había encorvado cortesmente hacia adelante. Tenía los ojos zarcos y el
bigote blanco y pulcro. El temblor de unos lentes de oro daban á las
expresiones de su rostro cierta noble quietud. Hablaba despacio y nunca
sin anteponer á sus palabras la importancia de un breve silencio. Sus
cincuenta años y la decorativa hinchazón de sus diagnósticos habíanle
granjeado mucho crédito. En todos aquellos lugarejos comarcanos tenía
clientes, y hasta de Salamanca, según testigos, le llamaron una vez.
Este fué el mayor orgullo de su vida.
Don Juan Manuel le burlaba frecuentemente, asegurando que la ciencia de
Fernández Parreño reducíase á repetir, como papagayo, los anuncios que
con gran acopio de nombres técnicos publican los vendedores de
específicos en la cuarta plana de los periódicos. Algo de esto había,
efectivamente: don Elías, poco accesible á las fiebres de la curiosidad
científica, apenas terminó su carrera cerró los libros, pero con tal fe
y sincera decisión, que no volvió á tocarlos. Era pobre y ni su misma
penuria decidíale al trabajo. Su tarda voluntad encomendábase á la
rutina. «Más sabe un practicón que cien doctores»--pensaba--. Por el
momento bastábale con ser buen mozo. Afortunadamente, Presentación, la
unigénita del opulento cacique don Ladislao Tejas, enamoróse de él, y
los dos millones de reales que aportó al matrimonio añadieron á su
gallarda figura y á su título de médico los debidos prestigios. Otro, en
su lugar hubiérase echado á la vida bartola. Don Elías, más
quisquilloso, más caballero, quiso trabajar para no avergonzarse de su
riqueza, y la misma holgura de su posición le captó en seguida clientela
abundante y selecta. Siete, ocho y hasta diez mil pesetas, afanaba
anualmente, que unidas á su amable trato y á la pacificadora labor del
tiempo, ayudaron á desvanecer, ó cuando menos á suavizar, el recuerdo de
que Fernández Parreño, según cierta frase cruel, muchas veces repetida,
á imitación de las cortesanas había ganado su fortuna de noche...
Comentada suficientemente la muerte de Jesús Ochoa, se habló de mujeres,
tópico alegre en que las opiniones, aun de los hombres más desemejantes
y rivales, aconsonantan en seguida; y apenas comenzó el diálogo, tomó,
con gran gusto, sus riendas don Juan Manuel Rubio. Don Niceto había
dicho que el domingo anterior, al salir de la iglesia, sorprendió á
Romualdo Pérez, gerente del tejar _La Honradez_, hablando con doña
Quintina. Hallábanse cerca de un confesionario y vueltos de espaldas al
público, como si no quisieran ser vistos.
--Yo, por lo mismo, me fuí á ellos derechito--continuó don Niceto--,
saludé á Quintina y á Romualdo le pregunté por Micaela, la hija mayor de
doña Virtudes.
--¿Y qué respondió?
--Psch... nada... hizo lo posible por mostrarse afable y quedar bien;
pero la cara se le puso como una cereza.
Don Juan Manuel interrumpió á Olmedilla.
--Amigo mío, preguntar al hombre que hallamos acompañado de una mujer
por otra mujer, aunque ésta sea la suya legítima, es una indiscreción;
porque usted no sabe si él, con la señora que tiene delante, presume de
soltero. Además, acordarnos de una mujer teniendo á nuestro lado otra,
implica siempre hacia la segunda cierta descortesía.
--¡Muy finamente sentido y muy bien expresado!--exclamó Martínez,
sirviéndose un coñac--; esa carambola se la apunta don Juan.
El juez municipal se desconcertó.
--Hombre... yo creí...
--¡Nada, nada--repitió el albeitar--; esa carambola se la apunta don
Juan Manuel!...
El diputado, que padecía ciertas inclinaciones oratorias, prosiguió:
--Otro tanto podría razonarse de la feísima costumbre, bien
generalizada, ciertamente, de decir á la persona á quien saludamos:
«Ayer le vi á usted en tal sitio»; ó... «anoche le vieron á usted por
cual parte»... La indiscreción de estas palabras es evidente. ¿Qué nos
proponemos con ellas? ¿Molestar á nuestro interlocutor significándole
que conocemos ó vamos en camino de conocer sus secretos...? Habremos
incurrido en una grosería y vulnerado el santo derecho que todo
ciudadano tiene de ir adonde le parezca. ¿Lo hicimos sin malicia y sólo
por el gusto de hablar?... Pues seremos responsables de un notorio
delito de tontería. Voy, á propósito de esto, á referir á ustedes una
anécdota...
Disertaba don Juan Manuel Rubio con aquella lentitud y autoridad que le
conferían su urbana distinción de hombre que vivía en Madrid la mayor
parte del año, y la indulgencia chancera de sus costumbres. Frisaba en
los cincuenta años, aun cuando él, siempre que á su presencia se
suscitaba tan impertinente cuestión, declarase muchos menos. Nunca quiso
casarse. Era de mediana estatura y grueso; y de su lucia cogullada
abacial, de la curva feliz de su vientre, del invariable optimismo de
sus palabras y de sus ojos, que le bailaban de relucientes y traviesos,
desprendíase una regocijadora emoción de salud. Su mucha hacienda,
puesta al servicio de su evangélico y munífico corazón, había remediado
bastantes dolores. Estas virtudes hacíanle simpático y servían de alivio
á sus defectos, que eran de los comprendidos entre los siete pecados
mayores. A don Juan Manuel la opinión pública toleraba lo que no hubiera
consentido á ningún otro vecino de Puertopomares: una querida. El
diputado no vivía con ella, pero iba á visitarla diariamente y sin
guardarse de nadie, y esta pequeña irregularidad de costumbres, que
rompía el ambiente pacato del lugar, antes le mejoraba que le perdía en
el concepto de las mujeres.
Las ideas que el diputado acababa de exponer, contestando á don Niceto,
merecieron la alborozada adhesión y caluroso entusiasmo de don Ignacio
Martínez. El veterinario no olvidaba que la única vez que engañó á su
Fabiana, ésta lo supo justamente por una de aquellas indiscreciones que
con tanto donaire glosaba don Juan. El hecho ocurrió á los cinco meses y
un día cabales de su matrimonio, y ni un detalle había palidecido en el
espejo, cruelmente fiel, de su memoria.
Don Ignacio y su mujer salían del Café de la Amistad, situado en la
calle Amor de Dios, cuando un individuo que se acercó á saludarles, le
dijo: «Anoche, ya tarde, le vieron á usted en Candelario». Y como
Martínez, para disimular su emoción, tratara de mostrarse sorprendido,
el indiscreto agregó bromeando: «Sí, señor; á eso de las once; no lo
niegue usted...» Con lo que doña Fabiana, que andaba picada por el
tábano de los celos, no necesitó más. Esta escena sirvió de prólogo á
vanos días terribles. Diez años transcurrieron desde entonces y, sin
embargo, don Ignacio, que seguía enamoradísimo de su mujer, todavía
apretaba los puños.
--Afortunadamente--prosiguió--tuve la suerte de tropezarme con el
correveidile que así, en mis propias narices, le fué á Fabiana con el
soplo. Necio ó malintencionado, se llevó buen castigo. Ya le conocéis:
Pedro Sáez, cuñado de José, el de la zapatería. A puñetazos le puse la
cara como un tambor; quince días estuvo sin salir á la calle.
En los pueblos donde la vida colectiva carece de misterios, le es muy
difícil á nadie contar nada nuevo; lo que el narrador empieza á referir
para distraer el fastidio de la tertulia, podría decirlo también
cualquiera de sus oyentes, y así el diálogo se reduce á una rumiación ó
comentario de hechos notorios, caídos en el dominio público y
recalentados mil veces. Apenas alguien habla, los circunstantes,
enterados de cuanto van á oir, afirman. Lo propio sucedía con la
historia que don Ignacio trajo á colación. Hasta el tonto Ramitas, el
tipo más infeliz de Puertopomares, hubiera sabido repetirla de memoria.
Por esta razón tal vez, para que las gallardías del albeitar no cayesen
en la descortesía y frialdad del silencio, Fernández Parreño creyóse
obligado á esbozar una observación.
--Creo, amigo Martínez, que á Pedro Sáez le tiró usted al suelo.
--Sí, señor.
--Y cuando el pobre hombre estaba así, tripa arriba y sin poder
valerse...
El veterinario sintió el placer vengativo de concluir la frase, y se la
arrebató á don Elías de los labios.
--Precisamente, sí, señor; cuando cayó á mis pies le puse los tacones de
mis botas en la cara hasta cansarme, que fué mucho después de perder él
los sentidos. El adagio lo dice: á borrica arrodillada doblarla la
carga.
Don Juan Manuel, que acababa de encender un buen cigarro puro, miró á
Martínez con repulsión.
--¡Hombre!... Lo que acaba usted de contarnos es una barbaridad.
Don Ignacio, muy rojo y adelantando el cuerpo, como para reñir, repuso:
--Eso es llamarme bárbaro, pero no me ofendo. Soy así... ¡y que nadie
toque á los míos, ni les dé el menor disgusto, porque me lo como!
Miró á don Niceto y á don Isidro, y añadió:
--Ya ven ustedes que no me guardo de nadie; estoy hablando precisamente
delante del juez y del señor alcalde; por más que ya sabemos: can que
madre tiene en villa, nunca buena ladrida...
Olmedilla, que se llevaba su bock á los labios, aparentó no haber oído.
Don Isidro sonrió. Las últimas palabras, un poco desafiadoras y
petulantes, del albeitar, no fueron comentadas. El diputado y los otros
contertulios miraban al paisaje; don Elías había sacado de su cartera
una tijerita de bolsillo. En realidad á don Ignacio, peleador, sanguíneo
y cerrado de entendimiento, todos le temían. Era ancho de mandíbulas y
de espaldas, y muy cejudo: tenía los ojos vivos, la nariz corta, el
canoso bigote bien poblado, los cabellos rucios y cortados á máquina, y
sembrada de blancas cicatrices la cabeza terca y redonda. Además de su
afición á los refranes, especialmente á los que citaban nombres de
animales--«refranes de veterinario» los llamaba él--sus amigos le
conocían un gesto, un «tic» inconsciente, que revelaba la disposición
exacta de sus nervios. En los momentos de inquietud, de impaciencia ó de
cólera, Martínez se mordía las uñas; pero la uña elegida variaba según
el grado de sobresalto de su espíritu. Esta concomitancia
psiquico-física nunca fallaba. Si su agitación era muy violenta, la uña
mordida correspondía á cualquiera de ambos pulgares; si muy grave, á los
índices; y sucesivamente, conforme se apagaba, iba recorriendo los dedos
mayor y anular hasta detenerse en los meñiques. La vinculación entre
estos ademanes y los diversos matices del sentimiento que los producía,
era lógica: la ira mordisqueaba preferentemente los pulgares por ser
estos los dedos que más pronto se acercan á la boca; para morder los
otros precisaba colocar la mano de cierto modo, lo que implica una
pausa, un movimiento semivoluntario, una reflexión que, sea cual fuese
su brevedad, había de contradecir, de enfriar, la furia del impulso.
Roerse la uña de un meñique constituía para don Ignacio un pasatiempo,
casi una coquetería. Sus uñas, de consiguiente, formaban una especie de
columna barométrica, dividida en cinco grados, de los cuales el primero,
el del dedo pulgar, correspondía á la temperatura moral más alta y
temible, mientras los dedos pequeños estaban muy cerca de la ecuanimidad
y de la sonrisa; los pulgares significaban la tempestad, la espada; los
meñiques, el ramo de oliva. Martínez era alborotado, fuerte, bajo y
macizo. A propósito del espesor ó densidad de su figura, y de las
hostilidades de su carácter, don Juan Manuel Rubio tuvo cierta noche una
frase feliz.
--Ese hombre--había dicho--grueso, inquieto y chiquito, me da la
sensación de un dedo pulgar.
Don Niceto se puso en pie y comenzó á frotarse las piernas hacia abajo,
para estirarse bien el pantalón. Luego acercóse al mirador y unos
instantes su cabeza lívida y flaca, de enfermo del pecho, emergiendo de
un cuello de camisa mugriento, roído y excesivamente ancho, perfilóse
sobre las últimas penumbras taciturnas de la tarde. Aparentaba treinta y
cinco años. Era débil, enteco de hombros y bajo el bigote ralo los
labios salivosos se abrían con un gesto de ahogo. Sus manos huesudas y
exangües, de uñas cuadradas y sucias, tenían, como su pescuezo, la
amarillez de las retamas.
--¿Se marcha usted, amigo Olmedilla?--preguntó Rubio.
El juez municipal examinaba el cielo.
--Sí, señor; aprovecharemos esta pequeña tregua que nos da el mal
tiempo.
--¿Llueve todavía?
--Muy poco.
Para cerciorarse sacó el brazo derecho fuera de la ventana, la mano bien
abierta y con la palma hacia abajo, como si fuese á jurar. Don Ignacio
copió aquel gesto.
--Algo chispea todavía--dijo--, pero es la ocasión de irse.
--Creo que nos vamos todos--repuso don Isidro levantándose.
Don Juan Manuel llamó á Teodoro para que le restituyese el impermeable y
los chanclos que le entregó al llegar. Los contertulios se habían
agrupado cerca de la ventana, y aspiraban con fruición rústica el olor
de la tierra y de los bosques húmedos. En la oscuridad los entintados
montes componían una especie de oleaje inmóvil. Acullá, lejos, bajo el
silencio negro, griseaba el andén de la estación.
--¿Saldrá usted después de cenar, don Juan?--interrogó el médico.
--No es probable; esta noche no debo moverme de casa; necesito escribir
varias cartas urgentes.
Martínez interpeló á don Elías y á don Isidro.
--¿Ustedes tienen luego algo que hacer?
--Nada--respondieron.
--¿Y usted, don Niceto?
El juez negó lenta y tristemente con la cabeza. Tampoco Olmedilla tenía
nada que hacer.
--Entonces--repuso el veterinario--podemos reunirnos aquí esta noche.
Echaremos una partida de tresillo. Tengo ganas de darle un buen julepe
al doctor.
Agregó dirigiéndose á los otros dos individuos que, durante el
transcurso de la tarde, apenas habían hablado.
--¿Ustedes vendrán?
--Bueno--contestó el más alto.
--¿Y usted?
--También.
--Perfectamente--exclamó Martínez;--me gustan las tertulias grandes;
siempre á más gente hay más alegría.
Verdaderamente ninguno de los circunstantes, ni siquiera el mismo don
Ignacio, tenía interés en volver al Casino aquella noche. Ir ó no ir...
¿no era igual?... El fastidio y la costumbre se repartían
equitativamente la dirección y dominio de aquellos espíritus anodinos.
El aburrimiento que les echaba de sus hogares, les restituía á ellos
horas después. Bostezaban en sus casas, al lado de sus hijos; bostezaban
en el Casino, con los naipes en la mano ó ante las mesas de billar. ¿Qué
esperaban? En lo futuro, ni una emoción, ni una sorpresa, como no fuese
la de la muerte. ¿Mirar hacia el porvenir, no equivalía exactamente á
rememorar y escrutar lo vivido? En aquellas pobres almas que llevaban
consigo, desde la niñez, la aridez del desierto, el inenarrable horror
de las cosas eternamente inmóviles y semejantes á sí mismas, ¿no se
perpetuaba el espanto anacrónico de que lo futuro fuese algo sabido,
familiar y trillado, como un recuerdo? En la horrible monotonía de los
pueblos, ¿cuántas veces resbala el pensamiento por los mismos surcos?
Allí, donde no hay emociones; ¿quién contaría los millares de
momentos--tantos como días que cada individuo vivió y tornó á vivir, su
propia vida? Cotidianamente marchan los pies por idénticos caminos y el
cerebro recibe impresiones iguales, y de esta monotonía se desprende un
vaho adormecedor de opio, de indiferencia, de abulia; y así en cada una
de esas almas--y sin que ellas, por fortuna suya, lo adviertan--se
repite, de padres á hijos, el suplicio interior, el horroroso drama, no
escrito aún, del hombre que nunca tuvo «á dónde ir»...
Esta era la situación de ánimo de don Juan Manuel Rubio, de Fernández
Parreño, de don Isidro Peinado, de don Niceto y de don Ignacio, cuando,
parados ante el ventanal abierto, hablaban de marcharse. El mismo
trabajo que momentos antes tuvieron para reunirse, les costaba ahora
separarse; en ellos, el hábito de esperar había matado la alegría de la
acción. Además, convencidos tácitamente de que todo era igual,
adivinaban la inutilidad de moverse. Cuanto á su alrededor pudiese
ocurrir, lo tenían previsto. Este cálculo alcanzaba aún á los detalles
menores. Verbigracia: Martínez sabía que, á su paso habitual, tardaba
exactamente tres minutos y medio en ir desde el Casino á su casa, y
cuatro minutos si este camino lo recorría en sentido inverso, porque era
cuesta arriba. El médico, con aquella miopía que parecía obligarle á
dedicar á cada idea ú objeto una atención mayor, pujaba su minuciosidad
bastante más lejos. Fernández Parreño llevaba en la memoria cifras
absolutamente exactas de las distancias. Desde su domicilio al Casino,
por ejemplo, había mil doscientos ocho metros; desde el Casino á la
botica de don Artemio, trescientos veinticuatro, y medio kilómetro justo
separaba su casa de la de su antigua cliente doña Amelia Ruiz, viuda de
Guijosa, la mujer más gorda de Puertopomares. Estos números los había
descubierto con la ayuda del tiempo y á fuerza de repetir cotidianamente
el mismo itinerario.
Al cabo, la figura blandengue de don Niceto, girando sobre sus talones,
lanzó la señal de marcha.
--¿Vámonos, señores?
--Vámonos, sí.
Reposadamente todos caminaron hacia la puerta. Don Ignacio exclamó,
mirando su reloj.
--¿Qué hora será?...
Fernández Parreño consultó el suyo, que levantó á la altura de la nariz.
--Las siete.
--Yo--repuso Martínez--tengo las siete menos diez.
Con esa costumbre irrazonada que obliga á todas las personas á tener más
confianza en el reloj del prójimo que en el suyo, añadió:
--Debo de ir atrasado...
Y, sin vacilar, rectificó la hora. Don Juan Manuel dijo un donaire
versallesco:
--Hace usted mal en eso; vea usted: mi reloj, con respecto al de don
Elías, también atrasa, y no lo toco. Para conservar nuestros relojes, al
revés que para conservar á nuestras mujeres, debemos tocarlos lo menos
posible. ¡Por algo ellas, en nuestra vida, fueron siempre el
desorden!...
Al salir del Casino vieron pasar al otro lado de la plaza, bajo la
umbría de los soportales, un hombre silencioso, pequeñito, intensamente
amarillo; un hombrecito, de color de miel, vestido de negro.
Martínez exclamó dirigiéndose al médico:
--Ahí va don Gil Tomás. Tenía usted razón. Deben ser, efectivamente, las
siete en punto.


III

Los dos hermanos comieron en silencio, irritados por la ausencia de
Frasquito Miguel, quien, según costumbre, volvería borracho. Terminada
la cena, Rita Paredes levantó el mantel, y, á falta de café, Toribio
dióle un largo tiento al porrón del vino, la rapada cabeza echada hacia
atrás y los ojos puestos en las vigas del techo. Luego, mientras con una
mano dejaba suavemente el porrón en el suelo, con el dorso de la otra se
restregó y secó los labios. Cuarentón ya, mostraba el pelo canoso, el
rostro rasurado, flaco y de líneas salientes, los ojos carniceros,
redondos y de color almagre, la boca fina y oscura, circundada por
manojos de pliegues sutiles. Era sobrado de estatura y cenceño, con esa
flexibilidad y aridez de carnes que da á sus habitantes el solar
castellano. Hablaba poco y mirando al suelo. Tenía algo de mastín. Una
vieja cicatriz endurecíale el rostro. Levantóse, y acercándose á una
ventana examinó el cielo, estrellado, límpido, transparente, después del
furibundo aguacero de aquella tarde. Bostezó malhumorado.
--Buenas noches.
--¿Ya vas á dormir?
--Necesito madrugar. Mañana hay mucha faena. A las cinco me llamas.
Fatigadamente, los brazos caídos, el paso largo, grave el rostro,
desapareció en la oscuridad de un aposento inmediato.
Rita, con notables disposición y rapidez, sacudió el mantel bajo la
campana del hogar, fregó los platos, enlució los cubiertos, y lo
sobrante del guisote familiar lo colocó en un pucherito junto al
rescoldo, para que Frasquito Miguel lo encontrase caliente. Sentóse
después á coser, y sobre la blancura de las ropas sus manos morenas,
flacas y de articulaciones nudosas, tenían una impaciencia agresiva. La
herencia había dejado en ambos hermanos una notoria comunidad de rasgos.
Como los ojos de Toribio, los de Rita abríanse pequeños y bermejos, y
sus labios delgados, circuídos de pequeñas arrugas, adquirían al
cerrarse, expresión cruel. Era alta, enjuta, y de apariencias varoniles.
Sus treinta y cinco años, los trabajos, la miseria y la epiléptica
violencia de sus instintos, habían destruído en ella las blandas curvas
de la femineidad; y coronando aquel corpachón anguloso de hombre, una
cabeza pequeña, de perfil corvo, de mejillas pecosas, de cabellos
rútilos y lisos, recogidos atrás. En el pueblo á los Paredes les
llamaban _los Rojos_, y sus costumbres y combativas apariencias les
hacían temibles.
La mujerona suspendió su labor para escuchar al sereno, que cantaba una
hora: las diez: pero inmediatamente reanudó el trabajo, y había en su
diligencia una especie de cólera. Todo á su alrededor era silencio;
únicamente fuera, en la paz nocturnal, el Malamula, hinchado por el
copiosísimo llanto de las montañas y de las nubes, gemía clamoroso.
Varios años hacía que Rita habitaba aquella casuca de planta baja,
construída entre los cimientos de un baluarte, sobre la pendiente del
río y en la línea de ruinas que deslindan y separan el barrio pobre del
resto de la población. Fuese á vivir allí poco antes de que su amante
Vicente López, apodado _el Charro_, á quien conoció en un lupanar de
Cáceres, la abandonase para irse á Salamanca con otra mujer. De aquel
amor, que fué muy grande, le quedó á Rita un hijo. Viéndose sola abrió
un tabernucho al amparo del cual recobró sus hábitos de manceba. Este
tráfico, durante las semanas que tardó su cuerpo en ser conocido,
produjo dinero; luego, no.
Por entonces llegó casualmente á Puertopomares Toribio, que ejercía de
pueblo en pueblo el oficio de bujero. Años hacía que los dos hermanos no
se abrazaban, y su asombro rivalizó con el contento de volver á verse.
Ni una carta se habían escrito en todo aquel tiempo. Se separaron casi
niños y el azar tornaba á reunirles cuando ambos llevaban sobre la
frente el dolor de las primeras canas. En la historia de Toribio había
inconexiones, paréntesis misteriosos, que Rita, necesitadísima también
de indulgencia, no intentó esclarecer. A los diecisiete años Toribio
Paredes se alistó voluntario para la guerra de Cuba y asistió á la
acción de Peralejo, donde fué herido. Le licenciaron. En la Habana,
primero, y luego en otras ciudades de la Isla, ejerció diversos empleos.
Estuvo en Puerto Rico y en Méjico. Después regresó á España y en Cádiz,
á los pocos días de desembarcar, hirió mortalmente al dueño de un
garito. En la pelea no hubo traición, pero la justicia sentenció al
homicida á ocho años de presidio. En el de Ceuta expió su condena. Al
salir dedicóse sucesivamente, como en Cuba, á distintos oficios. Cuando
llegaba ocasión, ejercía el suyo primitivo, de carpintero; después,
vendió baratijas por las ferias, fué leñador, aplicóse al chalaneo y á
la recova y montó un Tío-Vivo. Finalmente deshízose de él y recobró su
profesión de gorgotero ó bujero, cuyo ejercicio reclamaba pocos
desembolsos y hallábase muy en armonía con sus inclinaciones vagabundas.
A las confesiones de Toribio correspondió Rita con las suyas. Habló de
su primer amante, el amo de una fábrica de corsés, donde ella trabajaba.
Al conocer su embarazo el burlador la despidió. ¡Miserable! Poco
después, cayó enferma. Hubiera muerto de hambre en mitad de la calle, si
no la llevan al hospital. Allí dió á luz y el niño fué á la Cuna. No
había vuelto á saber de él. Después entró á servir en una casa de donde
la echaron cuando supieron su aventura con el dueño de la fábrica de
corsés. Una vecina les fué á sus amos con el soplo. Al verse de nuevo
sin albergue, rostro á rostro con la miseria, la mujerona pensó: «Esta
noche yo como y duermo bajo techado». Y esperó á que su delatora, cuyo
domicilio conocía, saliese á la calle. La sangre que encerró á Toribio
en Ceuta, hervía en ella. No tenía armas, pero tampoco las necesitaba;
sus dientes y sus uñas bastaban á su cólera. Fué una escena horrible.
Rita cayó sobre su presa, la tiró al suelo y teniéndola sujeta bajo las
rodillas comenzó á despedazarla; matarla hubiera sido poco. A puñados la
mesaba el pelo, y á mordiscos la arrancó una oreja y la desfiguró
bárbaramente la nariz y las cejas; el labio inferior de la víctima
desapareció, y como nadie pudo hallarlo, los testigos de la pelea
supusieron que la agresora, en un rapto de antropofagia, se lo había
tragado. Rita Paredes fué condenada á tres años de reclusión en el penal
de Alcalá. Allí riñó con otra reclusa, á quien maltrató ferozmente, y
por ello sufrió dos años más de encierro. Desde Alcalá se trasladó á
Madrid, donde una alcahueta que andaba en peligrosas cuentas con la
justicia, por corrupción de menores, la propuso ir á Cáceres...
Al llegar á este capítulo, el más sucio, quizás, de su negra historia,
la mujerona vacilaba: también en su vida, como en la de su hermano, del
monstruoso ayuntamiento de la ignorancia con el infortunio, nacieron
páginas tiznadas, abyecciones inconfesables. Ninguno de los dos tenían
qué recriminarse; del mismo vientre nacieron, y á su tiempo ambos
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