El misterio de un hombre pequeñito: novela - 10

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podía ejercitarse en las personas dormidas y duraba hasta el amanecer.
Con el canto de los primeros gallos, todo concluía. Don Gil, en
realidad, únicamente estaba despierto de noche. De día, que parecía
despierto, estaba dormido.
El número de sus queridas era considerable; nunca bajaba de ocho ó diez
y á todas su salacidad entretenía con igual devoción.
A doña Amelia la frecuentaba por humorismo y afición graciosa á lo
extravagante. También la quería por misericordia, condolido de verla tan
obesa.
Mucho tiempo hacía que la viuda de Guijosa, tanto por pereza como por
desilusión y empacho de todo, ni usaba corsé, ni salía á la calle.
En la juventud de esta mujer se escondía una historia. Doña Amelia,
antes de casarse, tuvo un amante. Era un prestidigitador genovés,
aventurero y galán, que llegó á Puertopomares con una compañía de
acróbatas. Alucinada, en un rapto de locura la moza se dió á él. Fué
algo irresistible y fulminante, como una caída á plomo. Durante varios
días los enamorados se reunieron en una casa de las afueras, á la
terminación del Paseo de los Mirlos. Mediaba el invierno y la celeridad
de los crepúsculos favorecía las entrevistas. Cierta tarde, en que
nevaba mucho, la joven, volviendo de una cita, resbaló y se quebró una
pierna. Con el dolor perdió los sentidos, y cuando brazos piadosos la
recogieron del suelo y transportaron á su casa, unas cartas que llevaba
dentro del corsé descubrieron su pecado. En el pueblo decían que su
madre falleció del disgusto.
También Amelia sufrió mucho; el hueso roto no acababa de soldarse;
sobrevinieron complicaciones y los médicos juzgaron necesario cortar la
pierna. Convaleciente todavía fué recluída, por decisión de su padre, en
un convento de monjas capuchinas, de Salamanca. Allí permaneció dos
años. Ya huérfana regresó á Puertopomares, y al poco tiempo un labrador
rico, llamado Guijosa, desoyendo consejos malsanos, la tomó por esposa.
Ella supo agradecer esta generosidad: amaba á su marido y llegó á
quererle entrañablemente: era buena, fiel, económica, alegre y dócil.
Vivía para él y había en este caudal derramamiento de ternura, como un
deseo de borrar el pasado. La opinión, empero, nunca llegó á indultarla
completamente, y cuando los vecinos que la conocieron soltera, oían
resonar en las desiertas calles, ó en la iglesia, su pierna de palo, se
acordaban del prestidigitador genovés. A lo largo de los años, la nieve
producía en ellos igual evocación.
--Una nevada como ésta--decían--cayó la tarde en que Amelia, la mujer de
Guijosa, se rompió la pierna.
Y, sonriendo, contaban las historia.
El temprano fallecimiento de Guijosa, llenó de lutos el corazón de doña
Amelia, y como no tenía hijos, su pena fué mayor. No salía ni siquiera á
misa; no hablaba con nadie. Hízose silencio su dolor, y su pesadumbre y
su quietud se resolvieron en obesidad. Comenzó á engordar y en menos de
un año su antigua belleza rubia, que fue grande y picante, se arruinó.
Creció la carne alrededor de los ojos, los carrillos se hincharon, la
línea, antes grácil, de la garganta, naufragó en la flacidez de una
papada bovina; desvanecióse el cuello y la cabeza quedó asentada sobre
la convexidad rojiza, siempre sudorosa, de la espalda. Los brazos
rollizos, el pechazo abultadísimo y temblón, el vientre pomposo como una
cúpula, las caderas enormes, los muslos semejantes á troncos de un viejo
bosque sagrado, componían un bloque recio y amorfo. Cuando se quedaba
dormida en su sillón, las babas que hilo á hilo fluían de la rota
granada de su boca, anegaban la hendidura profunda de los senos. Doña
Amelia, á los treinta y cinco años, llegó á pesar ciento sesenta kilos,
y de tan infortunada manera habíase desenvuelto su carnaza, que, cuando
quiso salir del aposento donde á raíz de la muerte de Guijosa permaneció
encerrada varios meses, no cupo por la puerta. Sus familiares, para
libertarla, decidieron arrancar los batientes y aun demoler el tabique,
si era necesario; mas ella no lo consintió, recelando las habladurías
irónicas del público, y sostenida también por la secreta esperanza de
adelgazar.
Doña Amelia pasaba las tardes en su balcón, sentada de espaldas á la
calle. Un día vió al hombre pequeñito, don Gil la miró y aquella noche
soñó con él. Fué una alucinación libertina de la que la viuda de
Guijosa, cuyos nervios olvidaron el amor hacía tiempo, despertó
avergonzada. ¿Cómo pudo producirse tan goloso quebranto? Y sus mejillas
honestas se acaloraban cual si alguien la hubiese sorprendido desnuda.
Sin embargo, la dulce ensoñación se repitió otra y muchas veces; y no
merced á esas ideaciones difíciles que la lujuria de las personas
dormidas compone, sino del modo más hacedero y corriente. Era ella que,
obligada por la sofocante opresión de su obesidad, dormía pecho arriba,
y don Gil que aparecía de pronto y, como esposo, sin otros
requerimientos, avisos ni preámbulos, se acostaba á su lado. Doña Amelia
veía su cabeza lívida junto á la suya, y su alucinación era tan precisa
que reiteradamente llegó á sentir á la altura de sus rodillas, el
contacto de los pies, generalmente fríos, del enano. Habiéndose
habituado á estas visitas, llegó á desearlas. La noche en que don Gil no
se presentaba, la viuda de Guijosa dormía mal y á la mañana siguiente
estaba triste.
Otro de los hogares predilectos de don Gil Tomás, era el de doña
Virtudes. Conoció á sus hijas Enriqueta y Micaela en el bautizo de un
niño de don Valentín, habló con ellas y aquel diálogo le encendió el
espíritu y sirvió de simiente á su amoroso antojo. Efectivamente había
motivos para que la casita limpia y recogida del callejón del Misionero
brindase á su laboriosa curiosidad puntos de vista interesantes.
Una honda tristeza--tristeza de almas--llenaba aquel hogar. Esta emoción
fluía del carácter y austero empaque de su dueña. Como su cuerpo, alto,
rectilíneo y avellanado, era su espíritu, y así su gravedad no
significaba dulzura, cordialidad y templada melancolía, sino concisión,
acritud, cortesía fingida y hostil. ¡Doña Virtudes! Jamás en nadie
rimaron tan bien el carácter y el nombre. Cuantas personas la conocieron
joven, aseguraban que la viuda del notario Castro siempre había sido
igual. Todo en ella, por tanto, era lógica, consecuencia y armonía. Si
nunca faltó á sus deberes conyugales, ni descuidó sus hijos ni su
hacienda, tampoco en ningún momento rompieron la anquilosis de su alma,
ni la gracia de una frivolidad ni la poesía de un capricho. Era limpia
hasta la exageración, económica al extremo de vivir más cerca de la
pobreza que de la confortable holgura que sus rentas la permitían,
ordenada y minuciosa con un acompasamiento cotidiano y sin misericordia.
Bajo su aspecto tranquilo doña Virtudes, que dió á su vida el
isocronismo de un aparato de relojería, era una pobre mujer enormemente
desgraciada. Su desgracia provenía de que no amaba; doña Virtudes no
quería, no sabía querer; sus buenas acciones y el cariño que,
sinceramente, pensaba dedicar á sus hijas y á otras personas, eran otros
tantos reflejos ó variantes de la absorbente y acendradísima devoción
que se profesaba á sí misma. Por eso cuanto la circuía sufría la aridez
lapidaria de su voluntad, la dureza fiscal de su corazón que envejeció
sin conocer las mieles inefables de la transigencia, del olvido y de la
risa. Aquella honda tristeza que irradiaba su alma, como castigo y
maldición del cielo á su alma volvía.
Tenía la viuda de Castro un perro pequeñín, al que con sus habilísimas
manos fabricó una capa ó chaleco de paño negro adornado por un
cordoncillo rojo; lo único que no le puso á tan pintoresca prenda, acaso
por falta de tela á propósito, fueron bolsillos. El pobre «Tarara», que
así se llamaba el can, era esclavo de aquella prenda ridícula que le
endosaban todas las mañanas para mayor pulcritud y ornato de la casa, y
tal vez por un alarde de honestidad. Ya vestido, «Tarara» no debía
rascarse, ni echarse á dormir, como no fuese en la yacija que la
previsión de su ama le tenía dispuesta debajo del fregadero, ni
revolcarse entre la hierba del jardín. Tampoco podía ladrar ni brincar
sin exponerse á severísimos latigazos. Correrías y distracciones de otra
índole, ni por pienso. El desdén que á doña Virtudes la inspiraban los
hombres, quería que «Tarara» lo aplicase á las perras. De tanta castidad
y de tan riguroso encierro, el animalito enfermó; no acababa de morirse,
pero nunca tenía salud: llevaba el rabo caído, los ojos mustios y en los
días húmedos su cuerpo miserable se agitaba con el temblor de la
perlesía. A los ocho años aun guardaba intacto su recato: era, dentro de
su noble raza, una especie de San Luis Gonzaga, dicho sea sin resquicio
de burla y estimando igualmente las buenas cualidades que tuviese el
santo y que tuviera el perro.
Este régimen inflexible que afligía á «Tarara», alcanzaba á cuantos
animales, chicos y grandes, vivían con él. Bajo la sedante penumbra
conventual de las habitaciones, los pájaros cantaban á horas fijas y
siempre á media voz. En la huerta, las gallinas y las palomas también
estaban alicaídas. Los conejos, habituados á una alimentación
absolutamente reglamentada, habían acompasado sus movimientos y
expansiones. Hasta el pececillo que nadaba dentro de un globo de
cristal, sobre la mesa del comedor, parecía aburrirse.
Rigores semejantes experimentaban todos los individuos y objetos de
aquel hogar: la severidad, el orden más estricto, derramaban por las
paredes una frialdad dura. A través del tiempo y de los acontecimientos,
prósperos ó adversos, más trascendentales, los muebles y hasta los
cachivaches nimios, ocupaban invariablemente los sitios en que, al
comprarlos, fueron colocados. Había un lugar para cada objeto, y una
hora, siempre la misma, para cada acción: la hora de tomar el desayuno,
de lavarse, de almorzar; la hora de salir al jardín, de encender la luz,
de tocar el piano. Nada rompía aquella disciplina entumecedora. El único
hijo varón de doña Virtudes, que vivía en el extranjero dedicado al
comercio, después de ocho años de ausencia, regresó unos días al lado de
su madre y de sus hermanas. Micaela y Enriqueta lloraban de júbilo. Doña
Virtudes, muy contenta también, abrazó y besuqueó al mozo con toda la
ternura de que su carácter entonado y vertical era susceptible.
Transcurridos los primeros momentos, el forastero pensó en asearse y
pidió un cepillo.
--¿Dónde lo dejaste, cuando te fuiste de aquí?--preguntó la anciana.
Quedóse el interpelado atónito; luego frunció las cejas; reflexionaba y
las viejas imágenes de su infancia vivida entre aquellos muros firmes,
inmutables, como los muros de las cárceles, resucitaban sobresaltadas en
su memoria. De pronto, vió claro.
--¡Como no esté en el hueco de la ventana del gabinete!...
Su madre sonrió contenta de que aquellas primeras impresiones
perseverasen en él, no obstante los viajes y el tiempo.
--Vé--repuso--que allí lo encontrarás.
Esta fanática regularidad de costumbres trascendió y fué célebre en
Puertopomares; los vecinos la glosaban y era motivo tan pronto de
compasión como de risa. La casita del callejón del Misionero, con sus
dos ventanas enrejadas, su ancha puerta siempre cerrada y su tejaroz muy
saledizo, tenía el frontispicio melancólico y umbroso de un convento ó
de una prisión, el aspecto amustiado del lugar donde está cumpliéndose
una injusticia ó un dolor. Ante ella los mendigos pasaban de largo. El
pueblo, con su gracia y su admirable buen sentido, designaba aquel hogar
inflexible donde todo parecía cumplirse militarmente y á toque de
corneta, «la Casa-Cuartel de doña Virtudes».
Esta inhumana aspereza de costumbres determinó en Enriqueta y Micaela
una intensa reconcentración de caracteres, una superabundancia de vida
interior. Hablaban poco y eran muy comedidas en sus ademanes y modo de
vestir, pero la jovialidad y avispada brillantez de sus ojos claramente
designaban el íntimo alboroto de sus pensamientos y apetitos.
Un interesantísimo drama psicológico separaba á las dos hermanas; una
gesta entre sus deseos y deberes respectivos, que era también un duelo
de vanidades.
Enriqueta, la más joven, vencía á la primogénita en belleza, estatura y
señoril presencia: tenía el mirar seguro y dominador, la boca
impertinente, grave el carácter, los cabellos de ébano, las actitudes
teatrales. Con su hermosura corría parejas su elación. Por egolatría,
Enriqueta de Castro apenas tuvo novios, y entre éstos ninguno hubiera
podido vanagloriarse de haberla hurtado el más leve favor. Sin embargo,
su irreductible castidad no era convicción ética, sino orgullo.
Reconocíase muy bella, muy alta y sin necesidad, por tanto, de atizar el
infierno de las concupiscencias masculinas con coqueterías y miradas; á
su juicio, mostrándose sólo hacía bastante. Dar la mano, sonreir,
interesarse en alguna conversación, constituían otros tintos sacrificios
para su altivo ánimo. Se adoraba y nunca sintió amor por nadie. Su
moral, todo su carácter, habían cristalizado en un gesto soberbio.
Micaela, rubia y nacarina como una muñeca, era linda también, pero
brillaba menos: la perjudicaban la tacañería de su estatura, la línea
irregular de su nariz y la amplitud demasiado carnosa de su espalda. Al
lado de su hermana, en todas partes solicitada y preferida, Micaela
sufrió muchas humillaciones. Sin embargo, los galanes que cortejaban á
Enriqueta, concluían enamorándose de Micaela. Esta era la lucha íntima,
el terrible torneo sin palabras que separaba á las hermanas. Los hombres
que procuraban inútilmente emocionar la sensibilidad de Enriqueta, sin
advertirlo quizás, iban acercándose á la primogénita y buscando en ella
un refugio, un consuelo, un alivio. Micaela brillaba menos, pero era más
humana, más mujer. Su emotividad acaso fuese una disposición de
temperamento, tal vez un cálculo. Ella comprendía que á la pasión que
ruje y lo exige todo, conviene, á prudentes intervalos, concederla algo
para enardecerla y obligarla á seguir pidiendo, pues, flaco y muy para
poco es el deseo que sintiéndose correspondido con redoblados ahincos no
suplica y procura. La devoción que á primera vista no alcanzaba su
belleza, la obtenían luego sus dádivas. La actitud soplada, el cuello
erguido, el entrecejo duro, de Enriqueta, parecían decir:
«Soy más hermosa que tú...»
A cuya afirmación rotunda, un poquito cruel, los ojos azules y la boca
encendida y festera de su hermana, respondían:
«No me importa; todos tus adoradores lo serán míos, cuando yo quiera...»
Y así era, en efecto, pues los hombres, generalmente más sensuales que
artistas, más devotos de la carne pecadora que del mármol, prefieren á
la venustidad inabordable las dulzuras de la fragilidad.
El espíritu galán de don Gil advirtió en seguida esta interesante
contienda moral y luego de estudiar bien á las dos mozas, para mejor
conocerlas, tomó de ellas posesión sabrosa.
Al revés de lo que le hubiese acaecido de correr aquella doble aventura
dentro de su verdadera forma corporal, don Gil halló más emociones y
mayores motivos de curiosidad en Enriqueta que en su hermana. Para
Micaela, que antes de conocer á Romualdo había tenido un amante, las
salaces asiduidades del hombre pequeñito no podían ofrecer un interés
excepcional: recibiólas, de consiguiente, sin sorpresa, sin humillación,
y apenas recordaba de ellas cuando al otro día se miró al espejo. Para
Enriqueta, en cambio, fueron un latigazo de llamas, una trepidación
hondísima que removió y escandalizó su virginidad.
Conocía de vista á don Gil y parecíale feo y ridículo; sin embargo,
cuando soñó hallarse entre sus brazos, no quiso defenderse, ó, más
exactamente, la caliente acometida del sátiro fue tan inesperada y tan
dulce, que no pudo rechazarla. ¿De dónde venían aquel estremecimiento
inefable, aquella suavísima congoja, que, cubriéndola de mador las
sienes, tan rudamente alborotaban sus sentidos y el latir de su corazón?
Y cuando la misma violencia de su voluptuosidad la despertó, ¿por qué
sentía vergüenza?... Poco á poco, intentó explicarse aquellas
alucinaciones; pero así como nadie logró determinar la línea en que la
vigilia y el sueño se funden, tampoco pudo ella saber la manera y
momento en que la impura emoción se producía. Únicamente precisaba los
hechos. Su espíritu dormía; de pronto, su conciencia experimentaba la
noción de hallarse inmergida en una densa sombra; á su alrededor todo
callaba, todo era negro. Luego, por un lado, aquella fortísima tiniebla
palidecía, y sus ojos, esos ojos con que las almas ven aunque los
párpados estén cerrados, vislumbraban una mancha glauca y amorfa, un
temblor indeciso, una especie de nimbo espectral. Acompañaba á este
fenómeno un miedo raro de amante que espera la hora de la cita; un miedo
dulce, que más tenía de voluptuosidad que de angustia. Hasta que,
súbitamente, aparecía don Gil, y Enriqueta, tiritando de horror,
contemplaba sobre el terciopelo rosa y blanco de sus senos el espanto de
aquella cabeza amarilla.
Resentida su salud y atropellada en su orgullo, la joven procuró
desvanecer el sucio sortilegio. Sentíase vejada, asqueada, irritadísima
consigo misma. ¿Cómo suprimir estos desvaríos que ella, recordando
ciertas lecturas, achacaba á una turbación medular? También la
encolerizaba su predilección por lo feo. ¿Por qué no ligaba sus ensueños
á cualquiera de los buenos mozos que conocía y gustaban de ella; á Luis
Olmedilla, por ejemplo, ó al mismo don Juan Manuel, que, aunque viejo,
era gracioso, limpio y galán, y no al descolorido, caricaturesco y
misterioso don Gil?...
Su decisión fué tan firme, que varias noches consecutivas resistió al
sueño. Se acostaba, encendía una luz y leyendo esperaba la salida del
sol. Pero otro día, no bien cedió al cansancio, el hombre pequeñito
reapareció y tornó á lograrla, tan prestamente como si paso á paso
hubiese acechado el dulce momento. Esta lucha con la virgen orgullosa y
rebelde, encantaba á don Gil.
Sin embargo, María Jacinta, la unigénita de don Artemio Morón,
interesábale infinitamente más, y no porque aquella delgada y frágil
criatura, con sus ojos distraídos y dulces y sus mejillas eucarísticas,
se acercase á la saludable belleza de Enriqueta de Castro, sino porque
la acuidad de su sensorio y los refinamientos malsanos de su
imaginación, le allanaban la tarea. La conquista de María Jacinta no le
costó trabajo; la señorita Morón era una neurótica expuesta á
frecuentes crisis de ninfomanía. Los primeros responsables de estos
desarreglos y perversiones eran Luis Olmedilla, Romualdo y otros
individuos de buen humor que todas las noches, á última hora, concurrían
á la Fonda del Toro Blanco. A estas tertulias iba muchas veces don
Artemio, y como siempre pecó de distraído, sus amigos le deslizaban
furtivamente en los bolsillos del gabán láminas y libros pornográficos,
con la miserable intención de que luego María Jacinta los viese. Así
sucedía, efectivamente: en la quietud de la botica la virgen curiosa
releía aquellas páginas infames, y se abrasaba en la contemplación de
los grabados obscenos. De este modo conoció todos los momentos, todos
los desvaríos, del dulce secreto. Una noche, hallándose dormida, sintió
en su vientre la presión de un cuerpo, y sobre los riñones la caricia de
unas manos, y entreabriendo los párpados creyó ver á don Gil. El
hombrecito de color de miel no necesitó esforzarse para ir tan lejos;
cuando llegó, la seducción de la doncella, gracias á la labor
preparatoria de los ociosos del Toro Blanco, estaba hecha.
Con ser tan abundante el tragín seductor de sus noches, aun quedábanle
tiempo y ganas á don Gil para nuevos devaneos, y así, de cuándo en
cuándo, visitaba á Flora, la prima de María Jacinta, que también era muy
guapa; á las hijas de don Valentín, Serafina y Mercedes; á las señoritas
de Fernández Parreño, y aun se atrevió á turbar diferentes veces el
reposo de doña Evarista, tan desengañada y separada del amor por lo
mismo que siempre vivió de él.
Dentro de esta existencia, colmada aparentemente de satisfacciones, don
Gil Tomás no era feliz. De día su carácter mostrábase reservón, callado,
ecuánime y un poco triste. Cuando el solitario del Paseo de los Mirlos
se autoinspeccionaba, refería su tristeza al aislamiento de su vida y á
su aburrido holgar. Su pena, sin motivo, sin término, sin nombre,
parecía derivarse de su inacción.
--¡Si yo pudiese trabajar en algo!--meditaba.
En realidad, su melancolía era el reflejo ó la sombra que irradiaba
sobre sus vigilias el grave misterio de su vida nocturna. Don Gil era
desgraciado de día porque también lo era de noche, y esta congoja
noctámbula enfermaba sus nervios. El hombre pequeñito estaba enamorado,
á perder, de doña Fabiana, la esposa del albeitar. Apenas cerraba los
párpados, su alma retorcíase, como sobre un potro, en el ardientísimo
deseo que aquella mujer, gruesa, trigueña, con su húmeda y encendida
boca y sus hermosos ojos aterciopelados y maternales, le sugería.
Pero á semejanza de lo que hubiese ocurrido en la realidad diurna,
tangible y soleada, en el mundo de los sueños don Ignacio Martínez
defendía á su consorte. Sorprende el paralelismo, la armonía casi
perfecta, con que el sujeto desenvuelve su actividad en ambos estados:
trepidan los nervios, la inteligencia conoce, mide y calcula la razón,
ordena la voluntad, y todas las facultades, todas las ideas, todos los
recursos, vehemencias, astucias, fintas y disimulos del ánimo, entran en
juego como si el individuo estuviese despierto.
Generalmente el espíritu de don Gil ignoraba dónde pudiera hallarse el
de doña Fabiana, aunque presumía, conocidas su apacibilidad y virtud,
que no se alejaría mucho de su cuerpo. En averiguarlo, el hombre
pequeñito, cuya alma espiaba desde lejos cuanto hacía la de don Ignacio,
empleaba horas interminables. La esperanza de poder acercarse á Fabiana
un momento le sostenía. Unas veces vigilaba desde el taller del
veterinario, resistiendo el hedor del piso cubierto de estiércol; otras
escondíase en el despacho ó se aventuraba rampante á la hila de los
muros tapizados de hiedra, del jardín: dormían los pájaros en sus
jaulas; bajo la luna, las columnas de las galerías pintaban largas
sombras oblicuas en el limpio solado; goteaba misteriosamente la
fuente... Cierta noche consiguió llegar al dormitorio de doña Fabiana y
verla en su lecho, al lado de su esposo y de su hija; la niña ocupaba
una cuna.
Con esa portentosa facilidad--rapidez de luz--de los espíritus, don Gil
lo apreció todo: la amplitud del aposento, la distribución de los
muebles y de las puertas. También comprendió que el alma tranquila y
feliz--alma sin deseos--de doña Fabiana, estaba allí, acurcullada dentro
de su cuerpo dormido. Vibraba el hombre pequeñito de lascivia y pavura.
¡Oh! ¡Si hubiera podido abordarla y sigilosamente dejar en ella, como un
veneno, el recuerdo de su posesión!... Pero pronto finaron sus cábalas,
porque el alma del veterinario volvía, y tuvo que escapar.
Don Ignacio, efectivamente, parecía recelar algo; en sueños, su voluntad
conservaba el impulso y la exaltación agresiva de cuando estaba
despierto; tenía celos y no sabía de quien. Era un caso interesante de
adivinación magnética. Muchas noches su mujer le despertaba, asustada de
oirle barbotar palabras de cólera y amenaza, y rechinar los dientes.
--¿Qué tienes?--le decía--; oye... ¿Me oyes?... ¡Estás soñando!...
El abría los ojos; destosía; se incorporaba.
--Sí--repetía--es verdad... estaba soñando...
Pero en aquel instante, por suerte del hombre pequeñito, todas las rudas
imágenes que trastornaban el alma de Martínez se habían borrado. Algo,
sin embargo, semejante á un légamo de mal humor, dejaban en él estas
pesadillas. Al día siguiente su carácter agriado padecía tempestades
terribles de cólera, que él achacaba á un exceso de bilis. Todo le
irritaba entonces, la emprendía á puntapiés con los muebles, no
soportaba que nadie le contradijese y se mordía todas las uñas. Era un
prurito de reñir, de romper.
Por las mañanas, Antoñita, que era muy avispada y graciosa, conocía si
su padre estaba ó no de buen humor por la cola de «Bock», el fosterrier
que dormía en la alcoba familiar.
Salir «Bock» del aposento con el rabo entre piernas, era señal infalible
de tempestad; le habían pegado; el amo estaba furioso, quería pelea. En
cambio, si el animal llevaba el rabo en alto, podía asegurarse que don
Ignacio se levantaba contento. Esta ingeniosa observación de la niña la
comprobó su madre; la asociación y sincronismo de ambos hechos llegó á
ser evidente y constante; la presión moral de Martínez se reflejaba,
como sobre un barómetro, en la cola del perro.
Don Gil y don Ignacio salían juntos algunas noches del Casino, unas
veces con don Valentín, otras solos, y en el silencio de la calle Larga
las pisadas seguras del veterinario sonaban marciales; los pies
diminutos de don Gil, por el contrario, caminaban sin ruido. Martínez
hablaba alto, tosía, gesticulaba levantando los brazos y con los puños
apretados. El enano, impasible y amarillento, se limitaba á oir. En la
Glorieta del Parque se despedían, y el hombre pequeñito seguía hacia su
casa.
Su figura, su palidez, el misterio de su cara que nunca había reído, el
cenobítico retraimiento de sus costumbres, la emoción de asco y miedo
que todas las mujeres, unidas á él por un concubinaje absurdo,
experimentaban al verle en la calle, eran pormenores que lentamente iban
afianzando sus prestigios de brujo. El pueblo recordaba siempre la
muerte de Manuel Ayala y el sueño profético de Ursula Izquierdo, y la
imaginación fértil de los comentaristas empeoraba los hechos. A pesar de
no haber causado mal á nadie, al menos de un modo fehaciente y preciso,
sus convecinos, supersticiosamente, se apartaban de él. Era el brujo,
el morabito jorguín portador de la mala sombra; el _jettatore_ cuyos
ojos impasibles, color de cobre, al mirar, repartían el mal hechizo.


XIV

En sus peregrinaciones nocturnas don Gil saludaba muchas almas que, como
la suya, iban y venían sabrosamente, horras de la dura sujeción
carcelaria del cuerpo. Con los espíritus de las personas dormidas,
entremezclábanse los de las ya difuntas, y entre todos componían
multitudes numerosísimas, que viajaban, se relacionaban y tenían
quehaceres, como si revestidos se hallasen de carne mortal. Los finados
disfrutaban de esta segunda vida de noche y de día, sin preferir la luna
al sol, como cree el vulgo; los dormidos sólo gozaban de ella de noche,
cuando el sueño les restituía su libertad. Llegaban á lo invisible por
montones, en grupos alegres, cual viajeros que se apeasen de un tren, é
inmediatamente trasladábanse de un lado á otro con la misma vertiginosa
velocidad de su deseo. Porque el alma, toda el alma, es deseo, y así su
ligereza es la del pensamiento y corre parejas con la del tiempo, que
jamás se detuvo. La agilidad de los espíritus, sólo á la de los
marconigramas puede compararse, y aun es superior la de aquéllos. Las
pesadillas más dilatadas, más complejas, duran instantes; una alma, para
volar sobre todos los mares y dar la vuelta al mundo, con la décima
parte de un minuto tiene suficiente.
Reintegrado cada espíritu á su cuerpo en el momento del despertar, raras
veces consigue acordarse de lo soñado; cree haber dormido profundamente
y que en su reposo no hubo imágenes. Error. Dormir es soñar, y soñar
equivale á vivir la vida de los muertos. Pero sucede que esas
ideas-imágenes que estremecen al espíritu durante sus horas de libres,
por su tenuidad, rapidez y selección carecen de la grosería material
necesaria para conmover los centros nerviosos. Inútilmente llaman á
éstos; entre ellas y el aparato receptor, no hay proporción ni
equilibrio. Su esfuerzo se pierde como el del niño que quisiera mover
una palanca ó hacer sonar un timbre cuyos dinamismos requiriesen la
energía de un hombre.
De esta suerte los movimientos de la vigilia y del sueño hállanse casi
totalmente separados: la vigilia del alma es el reposo del cuerpo; en
cambio, todas las mañanas, cuando la carne te levanta, el alma se echa á
dormir.
Una noche don Gil Tomás soñó que su espíritu y el de Manolo Peinado,
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