El misterio de un hombre pequeñito: novela - 11

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sobrino de don Isidro, el alcalde, se saludaban. Manolo abrazó al hombre
pequeñito con una emoción que lo mismo podía ser de zozobra que de
alegría.
--¿Sabe usted--le dijo--que mañana me muero?
La noticia sorprendió á don Gil. Manuel Peinado era un mocetón
treintañal, que parecía derramar optimismo y salud. El enano repuso:
--¿Y de qué muere usted?
--Del corazón.
--¡Ah!...
--Sí, tengo un aneurisma; moriré de repente. Hace tiempo lo veo formarse
y la agitación de mis costumbres lo empeora. Yo monto á caballo y juego
á la pelota casi todos los días, y ambos ejercicios me son fatales. He
procurado advertir á mi cuerpo del peligro y obligarle á un régimen más
sedentario, pero nada he conseguido; no me oye... ¡Lo lamento porque el
mundo de los sentidos todavía me parece bonito!...
El suspiro que Manuel Peinado añadió á esta exclamación acrecentó la
compasiva emoción de don Gil. Las dos almas paseaban sobre los tejados
de Puertopomares, envueltas en la luz rubia de la Luna. Sorprendía la
magnificencia tranquila del paisaje; la blancura de los bardales y la
canción del río, rimaban apaciblemente; una especie de llovizna
argentina plateaba la fronda de los castañares lejanos; á ratos, en la
sombra, pasaba susurrante el aletazo aterciopelado de las lechuzas.
Preguntó don Gil:
--¿Ha hablado usted de esto con Fernández Parreño?
--Diferentes veces; pero cuanto me sucede con mi cuerpo le ocurre
exactamente á él con el suyo, y al despertar no se acuerda, ni palabra,
de nuestras conversaciones.
Agregó:
--Empero, más que morirme, deploro el mal rato que Elvira va á pasar.
Porque, precisamente, «está escrito» que muera en su casa.
--¿La visita usted todas las noches?
--Todas las noches, mientras su marido anda de viaje. Ahora Elvira se
halla velando á una tía suya enferma; por eso me ve usted aquí. Pero
mañana, á las doce de la noche iré á visitarla, y á la una en punto, en
su cama, me quedaré muerto. ¡Imagínese usted el miedo, primero, y luego
el dolor y la vergüenza que la infeliz va á sufrir!... ¡Y no sé cómo
prevenirla, no hay medio de evitar el drama!...
Mientras la sombra de Manolo Peinado se expresaba así, el hombre
pequeñito, que sentía hacia doña Elvira una muy segura y fraternal
amistad, discurría en el modo de impedir aquella última cita.
Doña Elvira Ferrer vivía en el camino de La Olla y á dos kilómetros de
Puertopomares. Rodeaba su casa un vasto y bien arbolado jardín. Era
joven y bella y salió del colegio para casarse con un inglés riquísimo.
Ernesto Wollingen tenía acciones de distintos ferrocarriles, negociaba
en minas y en frutas, y ganaba anualmente muchos miles de francos. Sin
embargo, al lado de aquel hombre casi viejo, que desdeñaba la poesía del
reposo, doña Elvira se aburría, y al cabo su fastidio cristalizó y se
hizo adulterio. Cuando Wollingen se iba de viaje, Manuel Peinado ocupaba
su puesto.
Aquella noche, después de cenar, doña Elvira Ferrer se quedó dormida.
Fue un sueño brusco, que la sorprendió y venció cuando se disponía á
tomar el café. En tal instante llegaba don Gil.
--¿A quién espera usted esta noche?--preguntó el enano.
La joven pensó que sus mejillas se empurpuraban de vergüenza y quiso
huir. Don Gil la detuvo:
--No finja usted. Yo sé que tiene usted un amante y vengo á rogarla que
no le reciba. Cuando venga, recurriendo á un ardid cualquiera, despídale
usted.
Doña Elvira, como por ensalmo, pareció llena de tranquilidad y
confianza.
--¿Por qué me dice usted eso?
--Por su bien.
--¿Me amenaza algún peligro?
--Sí; uno muy grande.
--¿Vendrá mi marido?
--No. Míster Wollingen se encuentra muy lejos de aquí.
--¿Qué debo temer entonces?...
Los ojos metálicos del hombre pequeñito mudaron de expresión; una
ternura húmeda suavizó su brillo.
--Elvira--repuso don Gil poniendo en cada una de sus palabras una
firmeza paternal--, yo, que la quiero á usted bien y deseo ahorrarla el
mayor disgusto de su vida, la aconsejo no recibir á Manuel Peinado esta
noche.
--Pero... ¿por qué?
Don Gil comprendió que sus reticencias no servirían de nada; era preciso
hablar.
--Porque Manuel Peinado está enfermo.
Como un eco, ella repitió:
--Enfermo...
--Sí.
--¿De qué?
--Del corazón. Manuel Peinado viene á morir aquí; se morirá esta misma
noche, á la una en punto.
Doña Elvira lanzó un agudísimo grito, tan estridente, que la despertó.
Abrió los párpados y temblando miró á su alrededor. Don Gil había
desaparecido.
--He soñado...--pensó.
Esta reflexión la ayudó á recobrarse. De un sorbo apuró el café, que
estaba ya frío. Dos criadas entraban y salían del comedor, levantando la
mesa. Terminada su faena se retiraron. Doña Elvira abrió un libro, que
empezó á leer aquella tarde. Bajo la luz de la lámpara, su cabeza rubia
tenía el brillo mate y noble de las viejas onzas.
A las doce, como otras veces, un silbido lejano la previno de que su
amante estaba allí. Salió á recibirle. Luego, ella y él, los brazos
entrelazados, sosteniéndose mutuamente por la cintura, penetraron en la
alcoba. Se acostaron. Mientras cambiaban besos voraces y callados, ella
murmuró:
--¡He tenido mucho miedo!
--¿Por qué?...
--Pues... lo que nunca me sucede: cuando terminé de cenar me quedé
dormida y soñé con don Gil...
El recuerdo del enano volvía á estremecerla, y se tapó los ojos.
--¡Qué miedo! No quisiera acordarme... ¡Qué miedo!...
Y seguidamente, cambiando de tono:
--¿A ti no te duele el corazón?
--Nunca.
--¿No estás enfermo de nada?
El afirmó petulante.
--Tengo una salud de toro. ¿No lo sabes?...
Bromearon y rieron mucho. Ella, sin embargo, de cuándo en cuándo se
quedaba triste y le miraba con aterradas pupilas. Las terribles palabras
agoreras de don Gil, martirizaban su memoria: «Manuel Peinado morirá
esta noche, á la una en punto...»
Interrogó supersticiosa:
--¿Te irás temprano?
--No, como siempre. ¿A qué viene eso?
--No sé; pero... tengo miedo. Presiento algo malo. Es mejor que te
marches.
El la oprimió contra su pecho, y habiendo sido muy feliz, abandonóse al
quebranto del deseo cumplido y cerró los párpados. Su respiración
tornóse tranquila. Doña Elvira le llamó suplicante:
--Tengo miedo; abre los ojos, Manuel... ¿Oyes?... Abre los ojos. Cuando
los cierras me parece que me quedo sola.
Peinado hizo un ademán de impaciencia:
--Déjame, mujer; déjame dormir. Estoy cansado.
Pero ella, por momentos más inquieta, le daba golpecitos en las mejillas
para despabilarle, y con los dedos suavemente trataba de obligarle á
levantar los párpados.
--No te dejo dormir; necesito verte los ojos... Si no quieres hablar, no
hables, pero necesito verte los ojos.
No contestó él, ni por su semblante pasó gesto alguno. De pronto ella
sintió que los brazos con que su amante la tenía sujeta, se aflojaban.
Doña Elvira exclamó, conteniendo un grito:
--¡Manuel!...
Peinado no respondió; tenía los labios entreabiertos y por su cara
acababa de extenderse una rara palidez. La joven repitió:
--Manuel...
Se incorporó y le palpó la frente; bajo su mano aquella carne, por
instantes, parecía enfriarse. La cabeza de Manuel Peinado, perdiendo el
equilibrio, resbaló inerte por la almohada. Doña Elvira, fuera de sí, le
auscultó el pecho; el corazón no latía; le buscó los pulsos y no los
halló. Rápidamente, los brazos, el cuello, la cara de aquel hombre, iban
helándose. La joven cruzó las manos, como si rezase. Dentro de ella una
voz murmuraba:
«Ha muerto... Está muerto...»
Sin hablar, con una extraña energía, brincó al suelo, se envolvió en una
bata y salió al gabinete, donde una luz había quedado ardiendo. Sobre la
chimenea, dentro de un fanal, brillaba un viejo reloj de bronce, estilo
Imperio, y en el silencio aquel reloj, parado desde tiempo inmemorial,
vibró una vez. Las manecillas, sin embargo, señalaban otra hora.
Devorada por el enigma, doña Elvira, en vez de huir, se precipitó hacia
él, para convencerse de si andaba. Pero nada oyó; el reloj, como
siempre, permanecía callado, inmóvil, semejante á un muerto. Nadie
penetraría su misterio; nadie sabría por qué cantó su campana.
Escapó doña Elvira de la habitación; más que su miedo al cadáver la
impulsaba el deseo de poner su reputación al abrigo de murmuraciones.
Era necesario desvanecer el rastro de su delito, evitar el escándalo,
salvarse. Llegó al aposento donde sus azafatas dormían, y yendo
desatentada de un lecho á otro, las despertó:
--Margarita... Lorenza... Margarita... pronto...
En un santiamén estuvieron en pie y medio vestidas.
--¿Qué sucede?...
--Venid conmigo, venid...
Asustadas y restregándose los ojos, siguieron á su ama.
--¿Qué sucede?
--Silencio; hablad bajo...
--¿Se ha puesto enfermo don Manuel?
--No sé; quizás esté difunto; no sé. Tenéis que ayudarme á sacarle de
aquí.
Lorenza y Margarita, con ese valor peculiar de las mujeres en los
grandes peligros, replicaron:
--Lo que usted disponga, eso haremos.
Entre las tres vistieron al muerto, y, casi arrastras, le llevaron al
jardín. Después, bajo el pavor de la noche sin luna, todas, en grupo,
caminaron jadeantes largo rato por la carretera. Era una visión bíblica;
la visión del Santo Entierro. A lo lejos los perros aullaban.
A la mañana siguiente, á menos de un kilómetro de Puertopomares, unos
arrieros encontraron el cadáver de Manuel Peinado al pie de un árbol. Y
meses después la opinión pública comenzó á decir que no fué en medio del
campo, sino en la alcoba y en la cama misma de doña Elvira, donde
falleció, y que su muerte la había vaticinado don Gil Tomás.


XV

Hacía mucho tiempo, cerca de un año, que los Paredes, obligados por su
codicia y los consejos infames de don Gil, decidieron asesinar á
Frasquito Miguel. Pero, ¿á qué sutilísimo ardid recurrir para que su
homicidio no dejase acusadores vestigios? Matar al pobre paralítico,
indefenso y confiado, no ofrecía dificultad ni riesgo; lo peligroso
empezaba más tarde. El vecindario preguntaría por él. ¿Cómo justificar
su desaparición? ¿Dónde inhumar el cadáver?...
Casi á diario, en voz muy baja, mientras comían, Toribio y su hermana
hablaban de esto: era un propósito que volvía á ellos cotidianamente con
la oscuridad de los crepúsculos, y que sus espíritus, tan aireados y
sueltos de intenciones como herméticos de mollera, no sabían llevar á
termino.
Empeoraba la criminal disposición de sus ánimos la enfermedad del señor
Frasquito, de día en día más inútil. Apenas salía del lecho, y cuando lo
dejaba era aprovechando los momentos en que Rita y Toribio se hallaban
ausentes: entonces, arrastrando los torpes pies, apoyándose en los
muebles, dedicábase á buscar la botella del aguardiente, y aunque sus
familiares la escondían, su instinto zahorí de borracho siempre daba con
ella, unas veces en la cocina, otras en el arcón de la ropa, ó en la
cuadra, bajo el pienso de las pesebreras. La empuñaba y alborozadamente
se la ponía en los labios: bebía con sed febril, bebía con rabia; aquel
alcohol era el olvido, la paz, un alto en el dolor de sus huesos
torturados. Luego, si podía, regresaba á su cuarto; pero, generalmente,
le hallaban en el suelo, caído en la doble inmovilidad de la embriaguez
y de la anquilosis. Sin esto era necesario tomarle en brazos á cada
momento, ora para vestirle, ya para incorporarle en la cama y darle de
comer; y como los colchones estaban siempre empapados en orines, el
aposento adquirió una pestilencia nauseabunda. Aquel hedor, aquella
miseria, aquella lenta pudrición, exasperaban á los Paredes; cuidaban
del enfermo, pero bajo su aparente misericordia, sólo había asco y
rencor. ¡Si se muriese! ¡Si una mañana, al entrar en su cuarto, le
hallasen frío!... Este deseo infundía á todos sus ademanes una cruel
aspereza, y cuando vestían al señor Frasquito ó le sentaban en una silla
mientras le aderezaban y mullían el lecho, hacíanlo violentamente, á
tirones y á golpes, con la torva esperanza de que estos malos tratos
algo habían de contribuir á acortarle la vida. Frasquito Miguel,
comprendiendo la inhumana crueldad de aquella familia pegadiza y de
aluvión, dolíase amargamente de su mala fortuna, y á veces su pena era
tan grande que se afeminaba y resolvía en llanto copiosísimo. A
intervalos, según el hipar de su congoja se lo permitía, les
improperaba:
--¡Asesinos... ladrones!... ¡Si tenéis peores entrañas que las
fieras!... ¡Leche de tigres debió de daros á mamar vuestra madre!...
Ellos, por no oirle y perder la paciencia y con ésta el miedo á la
justicia, salíanse de la habitación. La ira extendía por sus rostros el
livor trágico, y sus ojos brillaban aceradamente. Temblaban, sin color,
los labios.
--¿Eh?--rezongaban--¿qué te parece? ¡Vamos! ¡Que es muy duro dejarse
insultar así!...
Una noche Toribio Paredes volvió á su casa de negrisimo humor; había
perdido al tute, en el café de la Coja, ocho pesetas. Sin saludar á
nadie, los ojos bajos, la estrecha frente cubierta de sombras de
amenaza, tiró el sombrero á un rincón, y acercando con el pie un
taburete á la mesa, se dispuso á cenar. Los niños, sentados enfrente de
él, medrosos y hambrientos, le observaban. Rita había traído una cazuela
abastada de un bien oliente guiso de carne, patatas y arroz. Toribio se
sirvió una generosa ración, porque en él la cólera no excluía el
apetito, y empezó á comer. No se acordó de los muchachos. Estos,
sintiéndose olvidados, no sabían qué hacer. Francisco, el más pequeño,
empezó á golpear temerariamente con su cuchara en su plato. Deogracias,
María Luisa y Pepe, observaban una actitud neutral. De pronto
Deogracias, el mayor, adoptó una resolución: levantóse y empuñó el
cucharón, pero al retirarlo de la cazuela, como lo sacase muy colmado,
volcó un poco de salsa sobre el pan. Furioso su tío le dió una bofetada
que le tiró de la silla. Empezó á dolerse el muchacho con lastimeros
ayes, boca arriba, según cayó, y las manos puestas en los riñones, ni
más ni menos que si se los hubiera roto; y María Luisa, que era muy
traviesa y aborrecía á Deogracias por primogénito, empezó á reir; con
cuya discordancia Toribio Paredes se exasperó de modo que comenzó á
repartir puñetazos y coces entre los chiquillos; los cuatro, revueltos
como guiñapos, rodaron por el suelo.
El señor Frasquito, sentado á duras penas en su camastro, denostó
agriamente á Rita que se le acercaba á darle de comer.
--¿Pero no oyes lo que el animal de tu hermano está haciendo con los
niños? ¿Por qué les pega?
La mujerona se alzó de hombros. En aquel momento no se acordaba de
Deogracias, el preferido, sino de los otros, los hijos de Frasquito, á
quienes aborrecía casi tanto como á su padre.
--¡Mira--repuso--qué bien!... ¡Si acabase con todos!...
El enfermo no contestó; no podía apartar su atención de lo que sucedía
en el comedor; la cólera, la espantosa cólera inútil de los paralíticos,
le trastornaba el rostro en ráfagas alternativamente lívidas y rojas.
Empezó á gritar:
--¡Toribio!... ¡Ladrón, más que ladrón!... ¡Déjales!... ¡Deja á los
muchachos ó te doy un tiro!...
Rita procuró acallarle presentándole el plato de la comida.
--Vamos, toma y cállate ya...
Frasquito Miguel siguió vociferando:
--¡Toribio!... ¡Canalla!... ¡Asesino! ¡Maldito sea tu corazón! ¡Malditas
tu sangre y la leche que te dieron á beber, y la luz que te entra por
los ojos!... ¿Quieres no pegarle más á los niños?... ¡Así te quedes
ciego... así el pan que comes, en la boca se te vuelva gusanos!...
Los insultos, gárrulos, sucios y coloristas, manaban de sus labios
trémulos á borbollones, como el agua de una atarjea. En el aposento
contiguo, los ruegos, gritos y sollozos de la chiquillería vapuleada,
retumbaban desoladores.
--¡Tío, por Dios, por amor de Dios, no me pegue usted más!... ¡No me
pegue usted más!...
Y el estrépito de las sillas removidas, de los golpes y de los cuerpos
que huían, se entrechocaban y caían al suelo, daba una impresión de
lucha. ¿Hasta cuándo iba á durar el tormento? El señor Frasquito, á
pesar de sus dolores, intentó levantarse. Bramaba de coraje. Quería
buscar su revólver.
--A ese miserable--repetía--le mato; ahora mismo le mato; no espero más:
¡Le mato!...
Su barragana, asiéndole por un brazo, le detuvo:
--Pero, ¿á dónde vas tú, semicadáver? ¿A dónde vas tú?... Toma, come y
calla...
Le presentaba el plato. Pero el señor Frasquito, con un gesto soberbio,
arrebatándoselo de las manos, lo estrelló contra el suelo. Las
salpicaduras del caldo denso y oscuro del guisote, pintaron un ancho
borrón sobre la pared encalada. Entonces fué Rita, la mujerona de los
ojos pequeños y bermejos y de la boca saliente como hocico de lobo, la
que, tremante de furor, empezó á gritar:
--¡Canalla, marrano, grandísimo cochino!... Después que no se puede
aguantar la peste que echas!... ¡Cabrón!... ¿Así agradeces el pan que te
damos, sin merecerlo, y cuanto estamos haciendo por ti?... ¡Si debíamos
quemarte los ojos!...
El señor Frasquito pugnaba por levantarse, luchando con Rita que le
tenía asido por los hombros. Aquellos esfuerzos y el daño que mutuamente
se causaban enardecieron á los dos. Ella descargó sobre el enfermo
varias bofetadas, á las que Frasquito contestó magullándola la nariz de
un seguro y rectilíneo puñetazo.
--¿Creías que no podía defenderme?--barbotaba el pañero--; pues vas á
echar los sesos por los oídos.
Y como la tuviese bien sujeta con una mano, con la otra la dió varios
certeros golpes en el vientre y en los senos. Inclinada según estaba
sobre el lecho, Rita comenzó á sangrar. Su valor flaqueaba.
En tan crítica sazón Toribio apareció; llegaba furioso. Así, al ver la
escena, no se detuvo á inquerir sus motivos, ni siquiera á librar
pacíficamente á su hermana, sino que, abalanzándose sobre Frasquito,
comenzó á apuñearle con todas sus fuerzas, que eran muy grandes. Una
idea absorbente, inexorable, la idea de matar, que tanto tiempo había
acariciado su obtuso cerebro, en aquel decisivo momento frutecía y á la
par le nublaba la conciencia y los ojos. A cada nuevo golpe de sus
brazos, cuyo vigor cuadruplicaba el frenesí bárbaro de la cólera,
Toribio Paredes murmuraba, los labios espumeantes:
--Toma... toma... toma...
El señor Frasquito, derribado pecho arriba, no se defendía; su rostro se
amorataba y la almohada donde yacía su molida y ensangrentada cabeza,
iba tiñéndose de púrpura. A los golpes salvajes de su cuñado, el infeliz
respondía con ayes desgarradores. Rita permanecía suspensa, lívida, los
brazos recogidos, las nudosas manos crispadas sobre su cabeza minúscula,
de cabellos bermejos y alisados. Su voluntad desfalleció. Acababa de ver
pasar la tragedia; comprendía que iba á cometerse un crimen, que nadie
podría evitarlo, que la última hora del señor Frasquito había sonado.
Entonces sintió miedo, frío; miedo á que las gentes que transitaban por
la calle oyesen los lamentos del supliciado, y por ellos viniesen en
averiguación y conocimiento de lo que sucedía; y entonces, en un
repentino alarde de refinadísima hipocresía, empezó á gritar con
compasivo y maternal acento:
--¡Vamos, Frasquito Miguel, no te quejes así, que eso no es nada! ¡No
te apures, hijo mío, no te apures, pobrecito, ten paciencia, que el
dolor te pasará pronto... ¡Déjate dar la untura!... ¡Déjate dar la
untura, hombre!... ¡Aguanta un poco!...
Cegado por la cólera, Toribio Paredes, de súbito, ya no se satisfizo con
golpear: quiso asesinar, destruir, cerrar aquellos ojos que le miraban á
la vez empavorecidos y rencorosos, ahogar el treno de aquella boca que
empezaba á torcer el dolor. Entonces se palpó los bolsillos, buscando un
arma, y como no la hallase miró á su alrededor con una doble expresión
de rabia y de loca angustia: necesitaba un puñal, un martillo, una
hacha, una piedra... algo que le preparase á la muerte un fácil camino.
Rita entendió á su hermano, pero no pudo auxiliarle; su cerebro estaba
vacío y el terror se agarraba á sus pies como un grillete. Este diálogo
brevísimo, diálogo sin palabras, duró el relámpago de una mirada.
Toribio iba á coger al señor Frasquito por el cuello, que bríos sobrados
tenía para arrancarle así, con las manos, su miserable vida; pero según
se disponía á ello, recordó que la extrangulación deja señales precisas
en la víctima, y el temor á la justicia le detuvo. Por su alma
truculenta las ideas galopaban sin brida, y de refilón, en meditaciones
breves como fracciones de segundo, la razón iba midiéndolas todas. Al
fin, de un salto, trepó á la cama, y, cual si pisase uvas en un lagar,
comenzó á patear sobre el derrengado cuerpo de su enemigo.
--¡Socorro!... ¡Que me matan!... ¡No puedo más!... ¡Me matan!...
¡Socorro!...--imploraba el infeliz.
A sus voces, Rita, que había cerrado la puerta del dormitorio temerosa
de que los niños se asomasen á ella, respondía con otras mayores, de
gran zalamería y piedad:
--¡Frasquito, no te pongas así!... ¡Ten paciencia..., ten paciencia!...
¡Ya verás cómo, con lo que estamos haciéndote, pasado un ratito no te
duele nada!...
Sus palabras disimulaban una ironía horrible. Toribio, enloquecido,
convulso, semejante á los brujos que danzaban en la epilepsia de los
aquelarres medioevales ahincaba sus pies en las entrañas del caído. Un
quinqué de petróleo, puesto sobre una cómoda, alumbraba la inaudita
escena, y su luz arrojaba contra las paredes las extrañas contorsiones
del asesino: las sombras de aquellas piernas inquietas y de aquellos
brazos que alternativamente se abrían y cerraban para mantener el
equilibrio del cuerpo, corrían por el suelo ó escalaban los muros como
arañas. El lecho, que era endeble y de hierro, gemía bajo tan fiero
trajín, y las doradas perinolas de sus pilares tintineaban marcando un
ritmo. Era un cuadro de pesadilla.
--¡Que me matan!... No puedo más... me matan... ¡Socorro!...
Gemía desmayadamente el señor Frasquito. Y á la vez, consolando su pena,
Rita gritaba:
--¡Eso no es nada, pobrecito! Ten valor... ¡Ya verás cómo luego te
quedas dormido!...
La voz de la víctima, rápidamente, iba debilitándose, alejándose. Luego,
por obra de los golpes que había recibido en el vientre, su boca se
llenó de sangre. Desesperado movió la cabeza á un lado y otro,
batallando contra la asfixia que la hemorragia le causaba, y sus
palabras dejaron de ser inteligibles. Entre sus dientes su lengua se
retorcía. De pronto, aquel barboteo cesó también y las manos se
crisparon agoreras sobre las mantas. El señor Frasquito acababa de
perder el conocimiento.
En el silencio que se produjo los dos hermanos miráronse aterrados. La
mujerona susurró:
--Ya está.
Pensaba que Frasquito Miguel había muerto. Toribio saltó de la cama al
suelo, y el ruido que produjeron sus pies al caer, le asustó. Llevóse un
índice á los labios, significando á Rita que callase, y unos momentos
permanecieron así, los ojos muy abiertos, atentos á los menores ruidos.
En la calle vibraron los pasos de un transeunte; iban acercándose.
Cuando sonaron al otro lado del muro, delante de la ventana, los Paredes
experimentaron un nuevo acceso de terror; recelaban que aquel viandante,
por las rendijas de los batientes, pudiese verles. Pero los pasos se
alejaron isócronos, amortiguándose en la distancia. Luego, nada; el
silencio otra vez; y en el silencio el lejano murmurio de las aguas del
río. Rita hizo un gesto negativo.
--No es nadie...
Toribio acercó su cabeza lívida al rostro ensangrentado, horriblemente
amoratado y torcido, del señor Frasquito, y así permaneció hasta
convencerse de que respiraba. Su hermana interrogó ansiosa:
--¿Ha muerto?
Toribio repuso incorporándose:
--No; respira...
Esta idea les serenó, produciéndoles un brusco é inefable
contentamiento; fué una calma parecida á la que los marinos obtienen
vertiendo aceite sobre las olas aborrascadas. Todavía no eran
criminales, todavía la ley podía indultarles. Pero esta noción
consoladora duró un instante.
--Hay que rematarle--dijo Toribio.
Ella afirmó con la cabeza; él agregó:
--Porque si no le rematamos, nos acusará y somos perdidos.
--Es verdad.
--Empezamos á comernos el melón, y debemos concluirlo...
La idea imperiosa, apremiante, de borrar su mala acción, la idea que
enloquece á los criminales y les obliga á las crueldades peores, se
aferraba á sus frentes estrechas.
Quedáronse unos minutos inmóviles delante del lecho, las miradas fijas
en la víctima, prontos á lanzarse sobre ella para detener en su garganta
el menor quejido. El quinqué, sin pantalla, ardía serenamente. Ahora,
con el reposo de los cuerpos, las sombras habían desaparecido, y en la
habitación de paredes encaladas todo era blanco.
--Si le matamos antes de que despierte--balbuceó Rita--de aquí al
amanecer podemos abrir un hoyo en el patio y enterrarle...
Sus ojos pequeños y rojizos, que el cansancio de la emoción había
hundido en el fondo de sus cuencas, se volvieron hacia Frasquito. Hubo
en ella como una piedad.
--Quién sabe--dijo--si no tendremos que rematarle; acaso se muera él
solo...
Paredes tuvo un corajoso ademán de impaciencia.
--Pero si ahogarle ahora, como se ahoga un pollo, es lo de menos. Lo
grave es la segunda parte. ¿Dónde escondemos el cadáver? En el patio no
puede ser, ¿no comprendes?
--Tienes razón...
--Sacarle de aquí tampoco es difícil: le metemos en un saco, le ponemos
á lomos de la mula... ¡y andando! Luego, á dos ó tres leguas, en lo más
cerrado de la sierra, se le deja. Pero es que su desaparición picará la
curiosidad de los vecinos, que nos preguntarían por él y llegarían á
sospechar de nosotros. ¡Si fuese antes, que salía solo á vender!... Pero
se trata de un hombre paralítico, que no iba por su pie á ninguna parte.
Demudado el semblante, los ojos idiotizados por el terror y fijos en el
herido, la mujerona repetía:
--Es verdad... es verdad...
Era el negro laberinto, el terrible callejón sin escape, donde los
muertos encierran, acosan y pierden á los vivos. Transcurridos unos
instantes, los labios blancos de Toribio temblaron y su cara
resplandeció en una histérica contracción de júbilo. Retrocedió varios
pasos, cruzando las manos sobre el pecho, alebrándose como el cazador
que acecha ó que busca una pista en el suelo.
--Ya sé--musitó--, ya sé...
Sacudió á su hermana por una muñeca y señalando al señor Frasquito con
el ademán:
--Vámonos... ven... antes de que vuelva en sí. Ya sé lo que debemos
hacer con él; me lo dijo don Gil anoche...
Uno tras otro, andando de puntillas, salieron del aposento, cuya puerta
suavemente cerraron y aseguraron con llave. Luego, para cerciorarse de
que Frasquito Miguel no les había oído marchar, Toribio atisbó por el
hueco de la cerradura el interior de la habitación, silenciosa y bañada
en luz blanca.
--Acuesta á los niños--murmuró.
Con el sueño del hambre y el rudo molimiento de la azotaina recibida,
los cuatro chiquillos dormían profundamente: Deogracias, sobre un banco;
los otros en el suelo, á la hila de los muros. En un santiamén y con
mayor suavidad que nunca, para no despertarles, la mujerona fué
trasladándoles á sus camas, donde les dejó vestidos, y hasta besó á
Paquito, el más chiquitín, que al sentirse removido entreabrió los
párpados. Inmediatamente, con un andar rápido de furia, volvió al lado
de su hermano. Este comenzó á hablarla al oído y con nerviosa
vehemencia; su boca, alargada por la emoción, parecía un hocico.
--Ahora mismo vamos á coger un trozo de madera, de aquellos que
empleamos como vigas para techar la cuadra, y lo tallamos en forma de
maza... ¿Comprendes?...
Rita Paredes, la nariz aguileña, los fieros ojos parpadeantes y
bruñidos, los pómulos lívidos más salientes que nunca, aprobó:
--Sí... ¿y qué?
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