El misterio de un hombre pequeñito: novela - 22

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de don Gil, había comenzado á dar muestras de agitación, tiró el
periódico sobre la mesa y empezó á morderse el pulgar derecho. En su
rostro, crispado por una terrible emoción, los ojos pequeños y redondos
ardían y quemaban como brasas. Los circunstantes se miraban atónitos.
Con ser enorme la sorpresa que les produjo la acusación lanzada por Rita
Paredes contra don Gil, no era tan fuerte como la que acababa de
sugerirles la insólita actitud del señor Martínez.
Don Juan Manuel le interpeló:
--¿Qué le sucede á usted? ¿Está usted enfermo?...
Fernández Parreño miraba al veterinario fijamente, recelando ver en su
semblante síntomas de congestión. Varias personas se habían puesto de
pie, y la cabeza rubia de Teodoro adquirió repentinamente la blancura
del miedo. Hubo un silencio lleno de interés, de emoción, de solicitud.
Don Ignacio, callado, continuaba mordisqueándose las uñas con tan sañudo
ahinco, que era milagroso que la sangre no hubiese corrido ya. ¿Por qué
aquel furor caníbal? Algunos recordaron la fiel observación de don
Valentín: «Hace mucho tiempo que don Ignacio no se muerde otras uñas que
la de sus pulgares...»
Don Elías tocó ligeramente en un brazo al señor Martínez.
--¿Qué ha sido eso?... ¿Un mareo, verdad? ¿Quiere usted beber un sorbo
de agua?
Don Ignacio pareció recobrarse:
--No--dijo--, no es nada; muchas gracias.
Don Elías se volvió hacia la reunión:
--Ha sido un desvanecimiento producido por la lectura. Leer en alta voz
aturde; he tenido ocasión de comprobarlo personalmente más de una vez.
--No es eso--contestaba Martínez--; no es eso...
¿Cómo explicar en pocas palabras el efecto que la revelación de Rita
Paredes le había producido? ¿Cómo decir que, asociando las sugestiones á
que la mujerona se refería con las alucinaciones de doña Fabiana y de
Fermín, acababa de tener la convicción vertical, irreductible, de que el
hombre pequeñito era un espíritu sabático?...
Para excusar explicaciones, el señor Martínez se levantó:
--Señores, ustedes van á permitirme que me retire...
Fernández Parreño, don Juan Manuel, don Dimas y don Isidro, quisieron
acompañarle.
--Iremos con usted hasta su casa--decían.
--No, no; muchas gracias; no es preciso. Créanme ustedes: estoy bien,
completamente bien. Hasta mañana...
Y se fué dejando á todos asombrados. Hubo algunos comentarios. Después
don Elías se puso sus gafas y cogió el periódico.
--Entonces, si ustedes quieren, leeré yo. ¿Dónde estábamos?... ¡Ah, sí!
Aquí: Rita había dicho que veía y conversaba con don Gil Tomás en
sueños.
«Fiscal.--¿Cómo se explica usted eso?...»
Prosiguió leyendo. Su voz caía, como lluvia benéfica, sobre la
curiosidad de la tertulia; una curiosidad quemante, parecida á una
sed...


XXXII

El proceso instruído contra los hermanos Paredes tomó, de pronto, un
sesgo inesperado. Como las preguntas del fiscal y de los defensores, las
contestaciones de los reos tenían una orientación telepática, un picante
aliño abracadabro. En Puertopomares la curiosidad pública, aguijoneada
diariamente por los periódicos, tocaba á las cumbres de una excitación
morbosa. La multitud estaba dispuesta á amotinarse contra don Gil Tomás,
y hacía una semana que el hombre pequeñito, tildado de asesino y de
duende por la opinión, no se atrevía á salir á la calle.
De este criterio parecía participar también la Prensa salmantina. Un
médico de mucha notoriedad y prestigio en la ciudad del Tormes, publicó
una crónica explicando las relaciones entre el sueño y la vigilia, y
cómo la voz teúrgica de las pesadillas puede dejarse oir en la realidad.
Aquel artículo produjo impresión y animó á su autor á escribir otros. Un
publicista spenceriano le contestó, rebatiéndole. Surgió una polémica.
La conciencia colectiva, sacudida por tan punzantes novedades, se
enardecía y flameaba como una bandera.
Apenas Rita Paredes se acordó de acusar á don Gil Tomás de la muerte del
señor Frasquito y de sus hijos, el aspecto de los interrogatorios
cambió. Toribio, á su vez, se declaró autor del asesinato del buhonero y
confirmó puntualmente las palabras de su hermana.
«Yo no hubiese pensado nunca en matar á Frasquito Miguel--dijo--si don
Gil Tomás, en sueños, no me lo hubiese aconsejado y ordenado; añadiendo
que, si yo le complacía, él sabría arreglárselas de manera que el crimen
no se descubriese.»
El Tribunal parecía impresionado. Había en las declaraciones de los
hermanos Paredes una armonía absoluta, una categórica uniformidad de
detalles. A porfía Rita y Toribio citaban frases, conversaciones,
pormenores, que evidenciaban la sugestión criminal del hombre pequeñito.
Los dos demostraban haber obrado bajo el imperio de un vigor oculto,
inexplicable y fatal. Fue don Gil quien les aseguró que el señor
Frasquito tenía su dinero escondido en tres orzas pintadas de verde; y
quien explicó á Toribio el ardid de clavar una herradura en la maza con
que había de matar, para que ante los ojos de la opinión el mazazo se
convirtiese en coz; y quien, finalmente, obligó á Rita á desembarazarse
de sus hijos, amenazándola con delatarla á la Justicia si no lo hacía.
Los jueces estaban pasmados. Una luz nueva, un resplandor astral y
extravagante, caía sobre el proceso y lo aclaraba. Lo que permanecía
inexplicable era el motivo que pudo impelir á don Gil á exterminar de
tan excéntrico y cruelísimo modo á Frasquito Miguel y á sus
descendientes. El proceso salíase de sus moldes habituales y perdía su
carácter contemporáneo para convertirse en una de aquellas causas por
brujería, que apasionaron á la Edad Media.
Tan serio interés y alboroto acentuóse más aún cuando las declaraciones
de Vicente López confirmaron, en cierto modo, la verosimilitud de cuanto
últimamente los hermanos Paredes habían dicho. A su vez _el Charro_
recordaba haber soñado diferentes veces con un hombre amarillo y
pequeño, á quien no conocía, que porfiadamente le hablaba de que Rita
tenía buenos ahorros y le aconsejaba volver á reunirse con ella. Ahora
que sabía, aunque sólo de referencias, las trazas de don Gil, no dudaba
de que fuese éste el individuo de sus pesadillas. Con claro desparpajo
explicaba aquel reverdecimiento de su amor hacia Rita. Muchos años vivió
sin acordarse ni de la mujerona ni de su hijo; otras mujeres y otros
afanes ocupaban su corazón. Tampoco sufría remordimientos por haberla
abandonado; el tiempo se había llevado su imagen muy atrás. Una vez, sin
embargo, soñó con ella, y cuando despertó estaba triste. Varias noches
consecutivas aquel ensueño se repitió. ¿Por qué? Vicente López llegó á
preguntarse: «¿Habrá muerto?...» Durante todo el día una pesadumbre
indefinible le acompañó, semejante á una sombra. ¿Es que las veleidades
y alegrías de la juventud, vuelven en la vejez convertidas en lágrimas?
Lo que en los años verdes fué risa, ¿será después, bajo la nieve de los
cabellos, sollozo y dolor?... A estas preguntas respondió un hombrecito
estrafalario. Aquel individuo exhortaba á Vicente López á reunirse con
Rita. «Esa mujer te quiere como nadie te quiso--le decía--; con ella y
tu hijo aun puedes ser dichoso». Sus palabras iban derritiendo poco á
poco los hielos ingratos que sobre su corazón fué echando el tiempo. Y
_el Charro_ pensó: «¿Por qué no soplar y avivar el rescoldo? ¿Por qué no
sentarse otra vez al calor de la vieja hoguera?...» A esta resurrección
sentimental servía de poderoso abono el mal curso de sus negocios.
Vicente López estaba arruinado, desprestigiado, y el dinero de su
antigua amante constituía para él una salvación. Por eso se informó del
paradero de Rita y con ansias, que igual podían ser de amor que de
lucro, fué á buscarla; pero ni sabía que el señor Frasquito hubiese
muerto asesinado, ni tuvo participación alguna en el execrable
infanticidio del túnel.
La novelesca unanimidad de todas estas deposiciones pesó en el ánimo de
los jueces y les determinó á reclamar la presencia de don Gil.
Apenas el mandato judicial llegó á Puertopomares, don Niceto Olmedilla
se apresuró á cumplirlo. Sin perder instante, acompañado de su
secretario y de dos alguaciles, personóse en el domicilio del enano. Al
verle, el hombre pequeñito se inmutó, y la sorpresa acreció el livor de
sus mejillas.
--¿Viene usted á detenerme, amigo don Niceto?
--Sí, señor. Es la orden que la Audiencia de Salamanca acaba de
transmitirme. Usted sabrá, por los periódicos, que los Paredes le acusan
del asesinato de Frasquito Miguel.
--Efectivamente; pero su afirmación es gratuita, descabellada... ¡carece
de todo sentido común!...
En la expresión de sus ojos glaucos había una fuerte, indiscutible y
sugestiva sinceridad. Don Niceto Olmedilla sintió el leal imperio de
aquella protesta, y sus manos tuvieron un gesto de conciliación y
disculpa.
--Lo comprendo--repuso--pero la humana justicia procede así, y en casos
como éste, el deseo de descubrir la verdad la obliga á toda clase de
tanteos y pesquisas.
La escena se desarrollaba en el comedor. Caía la tarde. Delante de la
ventana abierta sobre el jardín, en la blanda palidez azulina del
espacio, negreaba misterioso el ramaje cónico de un ciprés. Don Gil iba
y volvía por la estancia, el andar lento, las manos metidas en los
bolsillos del pantalón: más que inquieto, manifestábase humillado y
enfurecido por aquel contratiempo que, á barrisco, irrumpía en su vida y
la desordenaba. Con un esfuerzo de voluntad, demostró serenarse. Miró al
reloj, pendiente del muro, entre viejos platos de Talavera y de Manises.
Eran las seis.
--¿Cuándo hemos de marcharnos?--preguntó.
--El tren de las seis y cuarenta es el mejor. Nos conviene salir de aquí
antes de que la noticia de hallarse usted requerido por la Audiencia se
divulgue. Ya recordará usted lo que sucedió cuando nos llevamos á los
hermanos Paredes á Salamanca.
--¡Es cierto!...
En un rapto de cólera, don Gil levantó los brazos sobre su cabeza; entre
los puños de su camisa, sus muñecas débiles y sus manecitas blancas,
impotentes, minúsculas, parecían las de un niño.
--¡Qué contrariedad, qué trastorno! Este incidente me obligará, tarde ó
temprano, á marcharme de aquí. ¡Ya lo verán ustedes!...
Asomóse á un balcón y llamó á sus criadas, que platicaban en la calle
con unos vecinos á quienes había alarmado la llegada del juez.
Obedientes á la voz del amo las dos muchachas acudieron, y don Gil
díjolas brevemente lo que debían hacer durante su ausencia. Pidió luego
le colocasen en un maletín sus enseres de tocador, y sin otras
dilaciones, marchando entre don Niceto y su secretario, y, seguido por
los alguaciles, salió á la calle. Noticiosas de su detención muchas
personas le miraban con recelo y asombro. En la Glorieta del Parque,
delante del Parador del Sol y á la entrada de la calle Larga, la gente
se detenía para verle pasar.
Con este nuevo aliño de brujería y ocultismo, tan del gusto popular, el
interés de la causa aumentó. Los nuevos interrogatorios á que el fiscal
sometió á los acusados, y los tenaces y enardecidos careos de éstos con
el hombre pequeñito, tenían una orientación cabalística, un aroma de
otra vida, que exasperaban la curiosidad.


XXXIII

La presencia de don Gil en la Sala donde se celebraba la vista, produjo,
así en el público como en las personas del Tribunal, emoción fortísima.
Jueces, letrados, periodistas, ujieres, todos admiraban la minúscula
figura de aquel hombrecito sobre quien, á porfía, los tres procesados
declinaban las peores responsabilidades. También advirtieron la
expresión cerrada, preocupadora, de su rostro amarillo.
Don Gil Tomás afrontó aquel momento con bizarría. Traspuso sereno la
barandilla que limitaba el espacio destinado al público, y subió los dos
peldaños que facilitaban el acceso al estrado. La inverosímil pequeñez
de su cuerpecillo, vestido de negro, la brevedad infantil de sus manos y
de sus pies, y más aún la quietud de su cabeza, lívida y grave, dábanle
las apariencias de un muñeco. Hubo un largo murmullo. Don Gil miró á su
alrededor. Todo era rojo: la alfombra, el papel que revestía los altos
muros, el dosel que daba á la mesa del Tribunal severo paramento, el
ovalado respaldo de los sillones donde, semejantes á hojas otoñales,
amarilleaban de vejez y fastidio las caras de los jueces. Suelo,
paredes, muebles, naufragaban en la misma ola púrpura; un miraje
alucinante, sanguinario, enloquecedor, sobre el cual las cabezas de los
magistrados flotaban exangües y como truncas...
Después de responder á las generales de la ley, don Gil esperó cruzado
de brazos. Iban á carearle con Rita. Su aspecto, su respiración, la
mirada límpida de sus ojos, decían su inocencia. Apareció la mujerona.
Desde el primer instante el fiscal encauzó el interrogatorio
diestramente y sin divagaciones.
--Como usted sabe--empezó diciendo el representante de la ley--, aquí se
han lanzado contra usted acusaciones gravísimas. Dos de los tres
individuos complicados en el asesinato de Frasquito Miguel, dicen ser
usted quien, con razones y consejos, excitando en ellos unas veces la
codicia y otras su odio al difunto, les determinó y condujo al crimen.
¿Es cierto?
--No, señor. Todas esas aseveraciones son absurdas, y tomarlas en
consideración me parece ridículo.
La réplica ardorosa y cortante, de don Gil, tuvo la virtud de endurecer
un poco las cejas del señor fiscal.
--No debe el testigo--dijo--discutir los medios de que el Tribunal se
sirve para esclarecer la verdad de los hechos. Nadie ha solicitado su
opinión acerca de esto. Limítese, por consiguiente, á contestar.
Don Gil se inclinó, demostrando acatamiento y reverencia. Continuó el
fiscal.
--¿Conocía el testigo al difunto Frasquito Miguel?
--Sí, señor.
--¿Desde hace mucho tiempo?
--Desde hace ocho ó nueve años. No sabría precisar ahora cuántos.
--¿Fueron ustedes muy amigos?
--No, señor. Nos saludábamos en la calle y nada más. Puedo decir que
sólo le conocía de vista, como conozco á todos los vecinos del pueblo.
--¿No alimentaba usted contra él ningún motivo de resentimiento?
--Absolutamente ninguno.
--¿Los padres de usted conocieron al interfecto?
--Lo ignoro. Supongo que no.
--¿Dónde estaba usted la noche de autos?...
--En mi casa, probablemente, porque casi nunca salgo á la calle después
de cenar.
--¿Qué impresión le produjo la muerte del señor Frasquito?
--Una impresión de piedad. Le creía un hombre inofensivo y bueno.
Recuerdo que al siguiente día tropecé con su entierro y me uní á su
comitiva.
--¿Por qué?...
Esta pregunta, que en otra ocasión cualquiera habría parecido ociosa,
interesó á la Sala. También sorprendió á don Gil, que se alzó de
hombros.
--Porque sí--repuso. Su voz era tranquila.
El fiscal continuó:
--No comprendo entonces la participación activísima que Rita Paredes y
su hermano le atribuyen á usted en el asesinato del señor Frasquito.
Ambos afirman que tan coautor como ellos es usted de esa muerte.
--Tampoco yo lo comprendo, señor fiscal.
--¿Frecuentaba usted el trato de Rita?
--No. Con quien he hablado algunas veces es con su hermano. A ella la
conocía de vista, sabía su historia y nada más.
El fiscal invitó á Rita Paredes á levantarse.
--¿Es cierto--preguntó--como diferentes veces ha manifestado usted, que
el testigo la indujo á matar á Frasquito Miguel?
--Sí, señor.
--Hable usted.
Con leal vehemencia, la mujerona dirigió sus miradas y sus ademanes
hacia el hombre pequeñito. Un gran cimiento de lógica, un fondo de
verdad, de sinceridad, daba maravillosa trabazón á sus palabras, al
parecer incoherentes. Don Gil la convenció de que debía asesinar al
señor Frasquito, la dijo dónde éste guardaba sus ahorros y la aseguró
que de aquel crímen la Justicia nunca sabría nada. Agregó.
--No había noche en que don Gil ó su alma... ¡ó lo que fuese!... no
compareciese en la alcoba donde mi hermano y yo dormíamos, y unas veces
á él, otras á mí, siempre nos decía lo mismo: «Que Frasquito Miguel no
servía para nada, y que si le matábamos podíamos tener dinero y ser
dichosos...»
Las palabras de la mujerona indignaron al hombre pequeñito, que empezó á
gritar:
--¡Esa criatura está loca! ¡Sus palabras carecen de sindéresis!... Pero,
¿no lo comprende así la Sala?
Rita le increpó con una cólera que el respeto de las frases no bastaba á
encubrir:
--No, señor, no estoy loca. Cuento lo sucedido. Yo desconozco los
motivos que usted tendría para odiar á Frasquito Miguel y desearle la
muerte; pero lo cierto es que eran muy raras las noches que usted dejaba
transcurrir si recomendarnos que le matásemos.
--¡Falta usted á la verdad! Usted y yo no hemos hablado nunca: ni
despiertos, ni dormidos, ni de ninguna forma.
--¿Que no, señor don Gil?
--No, señora.
--¿Y de la hecatombe del túnel, no tiene usted la culpa?
--¿Yo?... ¿Yo?...
--¿Usted no me ordenó que, antes de irme con Vicente López, matase á mis
hijos, pues de no hacerlo diría usted á la Justicia que entre mi
hermano y yo asesinamos á Frasquito Miguel?
A estas acusaciones replicaba don Gil Tomás con negativas rotundas y
llevándose escandalizado entrambas manos á la cabeza. Cuanto Rita decía,
punto por punto lo negaba el enano. Ni una sola vez consiguieron ponerse
de acuerdo, y el careo, por tanto, á pesar de la excelente discreción y
pericia del fiscal, no trajo luz ninguna al sumario.
Otro tanto sucedió en el careo verificado al día siguiente entre el
hombre pequeñito y Toribio Paredes, lo que restó algún interés á la
vista. Toribio exponía lo sucedido y explicaba la complicidad de don Gil
en términos idénticos á los empleados por su hermana. Asimismo don Gil
se obstinaba en una negativa intransigente, total y sin resquicios. El
público empezaba á aburrirse.
En cambio, la declaración de Vicente López trajo una variante muy amena.
Al ver á don Gil, _el Charro_ tuvo un ademán de asombro; después aquella
sorpresa fué convirtiéndose en miedo y supersticioso terror. Temblaba su
voz ligeramente. Sus pesadillas acababan de objetivarse y de hacerse
carne; carne real, viva...
--Con este hombre--dijo--yo he hablado en sueños muchas veces.
Las palabras de Vicente López causaron enorme emoción: eran sencillas,
reveladoras, implacables. El fiscal preguntó á Vicente:
--¿Reconoce usted bien al testigo?
--Perfectamente, señor fiscal.
--¿Y por la voz, le hubiese usted reconocido también?
--No lo creo: ya sabe usted que en las pesadillas la voz de las personas
que hablan con nosotros vibra en nuestro interior y no en nuestros
oídos; quiero decir, que no suena realmente.
Las declaraciones de Vicente López y de los hermanos Paredes,
ajustándose y completándose admirablemente unas á otras, constituían un
terrible bloque acusador para don Gil. Indudablemente en los oscuros
entresijos de aquel asunto había un secreto telepático. Si Toribio y
Rita hubiesen acusado á don Gil desde el primer momento, hubiera podido
creerse en un complot tramado por ambos para suavizar la gravedad de los
cargos dirigidos contra ellos. Pero aquel rumbo que las indagaciones
judiciales tomaron por los trigales del misterio, surgía de pronto,
cuando los procesados llevaban más de veinte días de rigurosa
incomunicación.
Las primeras frases en que Rita Paredes se acordó de presentar á don Gil
como coautor del asesinato de Frasquito Miguel y de sus tres hijos,
parecieron bañar en una nueva luz la conciencia de los otros dos
acusados. Espontáneamente y con el franco ímpetu que inspira la verdad,
Toribio y Vicente renunciaron á las posiciones en que precavidamente se
habían encastillado: Toribio aceptó la parte de culpa que le
correspondía en el crimen, y _el Charro_ vió surgir del olvidado
horizonte de sus recuerdos la imágen de un hombrecillo que, usando
palabras insinuantes de amorosa emoción y melancolía, le aconsejaba
buscar á Rita. La armonía de estas declaraciones era rotunda. Entre las
de Toribio y su hermana, especialmente, ni una vaguedad, ni una
contradicción, ni siquiera una leve discrepancia. En sus espíritus, la
impresión de aquellos sueños criminales subsistía intacta. Ambos, por
igual, habían experimentado las influencias telepáticas de don Gil, los
dos evocaban con exactitud abrumadora, casi documental, el modo cómo
aquellas alucinaciones nocturnas se producían, las palabras del
sugestionador, su rostro, su traje, sus actitudes, el silencio con que
se presentaba y se iba. Al par de Toribio, Rita citaba momentos,
miradas, fechas y otros detalles terminantes.
Era imposible que los hermanos Paredes se hubiesen aunado para mantener
semejante patraña; esto requería una memoria, un vigor de entendimiento
y una sagacidad para la mentira, de que tanto ella como él, eran
absolutamente incapaces. Por consiguiente, no se trataba de nada
inventado: sus confesiones envolvían un misterio real, acaso un arcano
problema científico. A saber: ¿Pueden los espíritus separarse de sus
cuerpos durante el sueño? Y en caso afirmativo: ¿Pueden las almas
conversar unas con otras y sugestionarse al extremo de realizar
despiertas lo que determinaron hacer hallándose dormidas?... Para mayor
asombro, las últimas declaraciones de Vicente López ratificaban las de
los Paredes, y eran como una firma más estampada al pie de aquella
especie de alegato en favor de la existencia de un mundo invisible.
Pero estas arriesgadas presunciones fracasaban ante los ademanes y las
miradas, de vertical inocencia, de don Gil. El hombre pequeñito no sabía
nada, no comprendía nada, de cuanto le decían. Todas aquellas
imputaciones parecíanle calumnias odiosas, tretas abominables inventadas
por la astucia de los criminales y que la incultura colectiva acogía con
regocijo insano. Él apenas había tratado al señor Frasquito; él apenas
salía á la calle de noche; su vida era transparente; vida sin viajes,
sin recobecos, sin negocios, deslizada pacíficamente bajo las miradas de
sus vecinos. ¿Quién podía reprocharle ninguna mala acción? ¿A quién
había engañado? ¿Con quién había reñido? Para honrarle ¿no estaba allí
su historia límpida, clara, impoluta, semejante á un cristal bañado en
sol?...
Don Gil no mentía, y como las agitaciones de su vida nocturna huían de
su espíritu con la vigilia, este olvido daba á sus protestas un acento
irresistible de verdad. Si fuertes y leales eran las acusaciones que
contra él dirigían los procesados, no eran menos enérgicos los gestos y
las frases con que el hombrecillo se defendía; y esta indomable
sinceridad hacíase temblor colérico en sus manos y fuego vengativo en
sus ojos. Escuchando desapasionadamente á unos y otros, la Sala llegó á
convencerse de que nadie mentía. Eran francos los hermanos Paredes, lo
era Vicente López, lo era también don Gil. Mas, ¿cómo vincular la vida
real á la fantástica? ¿Cómo conceder capacidad criminal y, de
consiguiente, valimiento jurídico, á un sueño? Los Paredes y Vicente
López aseguraban haber soñado muchas veces con don Gil, pero éste lo
negaba. La certidumbre de tales pesadillas era indudable, y no obstante
don Gil podía ser ajeno á ellas. Los fisiólogos no han conseguido medir
aún el alcance de los sueños. Pudo la voluntad de don Gil presentarse
una vez y muchas á los acusados y ejercer presión en ellos; pudieron
éstos asimismo, soñar con don Gil, en cuyo caso la imagen del hombre
pequeñito cesaba de tener sustantividad objetiva para ser un producto ó
visión de la fantasía de los durmientes. Y en esta enmarañada selva de
suposiciones gratuitas y resbaladizas apariencias, ¿dónde hallar la
verdad?...
Al cabo, con muy sano acuerdo, los señores jueces decidieron atenerse á
los hechos comprobados y renunciar á toda laya de pesquisiciones
metafísicas; y pues la presencia de don Gil tuvo la virtud de arrancar á
Toribio Paredes la confesión de su crimen, no quisieron obtener más de
él y restituyeron al hombre pequeñito su libertad.
No obstante, estos interrogatorios y careos dejaron una estela fatal
para el enano. Sus discusiones con Vicente López y los Paredes ante la
Mesa del Tribunal, y los formidables cargos lanzados contra él,
ratificaron en el vecindario de Puertopomares la antigua creencia de
que don Gil Tomás, si no capacidades de hechicero, precisamente, tenía,
cuando menos, ciertos dones extraños, poderes telepaticos, virtudes
hipnóticas, que le permitian ejercer, á distancia, influencia sobre las
personas. La opinión elogiaba la hábil cautela con que la Audiencia
salmantina desdeñó el aura de brujería en que los tres acusados trataron
de envolver al hombrecillo, pero reservábase el derecho de seguir
creyéndole un empecatado y temible jorguín.
Como el tonto Ramitas que, de año en año, arrastraba por las calles su
gruñido idiota, don Gil llegó á ser un tipo representativo. Ramitas
personificaba la ignorancia ambiente; don Gil, la incultura, gofería y
atraso de todos. En su cuerpecillo los fanatismos religiosos peores, las
supersticiones, la fe en la virtud de las cosas ocultas, cristalizaron.
También parecía tener el rostro de la Muerte.
A nuestro alrededor, día y noche, en todos nuestros actos, en todas las
conversaciones, en el agua demasiado fría que bebimos á destiempo, en el
rayo de sol que calentó demasiado nuestra nuca, en el negocio que
emprendemos, acecha la muerte. Su imperio aciago nos rodea. Es horrible
considerar que la casa donde moriremos seguramente ya está edificada,
que hay una escalera cuyos peldaños bajaremos en hombros, que la madera
de nuestro ataúd existe ya. «¿Cuál es esa casa?--pensamos--¿Qué árbol,
entre los millares de árboles que vi cruzando un bosque en tren, dará la
madera de mi ataúd? ¿Qué sastre hará mi último vestido? ¿Cuáles serán el
último teatro, la última ciudad, el último paisaje, que miren mis ojos?
Y, de cuantas manos estrecharon la mía, ¿cuál cerrará mis párpados?»...
Estas ideas el pueblo las asociaba al hominicaco del Paseo de los
Mirlos. Don Gil Tomás, con su actitud, que destilaba silencio, y sus
labios sin risas, debía de poseer la clave de tan terribles preguntas.
Prodújose contra él una reacción bárbara. Los vecinos más pacíficos
pedían su destierro. En una taberna de la Puerta del Acoso, varios
gitanos habían jurado matarle. Los hombres, que conocían por sus mujeres
las grandes venturas nocturnas del enano, tenían celos de él. Los
labriegos le hacían responsable de los pedriscos, de las escarchas y de
los animales perdidos. Un rehalero aseguraba que una noche de tormenta,
á la hora cabalística de las doce, vió á don Gil rondando la majada, y
habiéndole arrojado con certera puntería una piedra, instantáneamente
cesó de verle, de donde dedujo que no era su cuerpo mortal, sino su
espíritu, el que por allí andaba.
La historia tenebrosa del hombrecito color de limón, florecía de nuevo
en las tertulias del Toro Blanco y del Casino, y en los corrillos de la
Glorieta. Don Ignacio Martínez, que nunca había hablado de la noche en
que su mujer, sonámbula, quiso ir á buscarle á casa de don Gil,
apremiado por la curiosidad de sus amigos, que tenían noticias de aquel
suceso por Fermín, lo describió circunstanciadamente, y su narración
produjo emociones rayanas en el terror cerval.
--Ahora comprenderán ustedes--decía el veterinario--por qué al leer que
los hermanos Paredes acusaban á ese hombre de la muerte del señor
Frasquito, tiré el periódico. Tuve miedo, lo confieso, un miedo que era
frío y me llegaba á los tuétanos; miedo á lo sobrenatural, á los
muertos... ¡no sé!...
A granel iban acumulándose contra don Gil Tomás recuerdos y detalles. La
memoria benedictina de unos, la imaginación hiperbólica de otros y la
ignorancia y malevolencia de todos, realizaban este infame milagro. Se
recordaron el accidente que privó de la vida á Eustasio, el tonelero; la
pesadilla profética de Ursula Izquierdo; el fin de Manuel Ayala, muerto
en riña al día siguiente de tener una disputa con don Gil; el
fallecimiento repentino de Juanita, la hija del carpintero Wenceslao; y
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