El misterio de un hombre pequeñito: novela - 07

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--Aquí malgastamos la vida protestando, sin advertir que las costumbres
no se destruyen con palabras bonitas. La semana anterior, por ejemplo,
hubo en Salamanca una importante reunión «contra la blasfemia»: se
pronunciaron discursos frondosos, se lucieron varios oradores, muchas
señoras se darían el gustazo de estrenar sombrero, y al cabo todos
salieron del mitin como fueron á él; es decir: convencidos de que no se
debe blasfemar. Indudablemente esta es también la opinión de todos los
carreteros de España, aunque jamás se les haya ocurrido protestar de su
mala lengua. ¡Sí, ya lo saben! Ofender á los santos no está bien... Sin
embargo, ¡no quiera usted oir lo que dirán por esos caminos apenas se
les atasque el carro ó las mulas no tiren como deben!... Y es porque el
hábito execrable de blasfemar y de emporcar nuestras conversaciones con
palabras soeces, nace en la escuela. Las costumbres se corrigen
implantando otras, no con bambollas retóricas; la destrucción es buena á
condición de edificar inmediatamente, porque la Naturaleza tiene horror
al vacío; y tales evoluciones sólo se obtienen con el favor del tiempo y
dragando en los estratos más arcanos del alma nacional.
Muy satisfecho de la callada atención del boticario, Fernández Parreño
continuó:
--¡Guerra á la blasfemia, sí, señor! ¡Guerra también á toda clase de
feas interjecciones, especialmente á nuestra puerca, innoble, fementida
y abominable costumbre de citar á cada momento los órganos genitales,
para vergüenza de nuestras mujeres, escándalo de extranjeros y mengua y
baldón de la española cortesía!... Luchemos contra ese fango que, antes
de macular los labios ensució los pensamientos. Pero esto no se obtiene
con discursos musicales, sino con buenos colegios de primera enseñanza.
Un maestro deja en el espíritu colectivo más hondo surco que cien
oradores. Eduquemos al pueblo. Educar es refinar el entendimiento,
ponerle guiones á la voluntad, darle elegancias á la conciencia. El
hombre «elegante por dentro», aunque carezca de ideas religiosas no
blasfema, pues el torpe juramento repugna á su gusto delicado; ni
incurre en otros delitos de grosería, porque la cultura así enfrena los
ademanes del cuerpo, como las ideas y propósitos, ademanes del alma.
Según desaparecieron el miriñaque y el calzón corto, así desaparecerá la
blasfemia; pero, más adelante: cuando un juramento produzca en nuestros
oídos el efecto de una disonancia.
Don Artemio interrumpió al médico:
--A propósito: ¿conoce usted al maestro de Cantagallos?
--¿Don Joaquín Blanco?... ¡Mucho!
--Ayer, precisamente, sus dos hijas mayores se fueron á Madrid con idea
de ponerse á servir. Las pobrecillas, en su casa, pasaban días enteros
sin comer.
Don Elías lanzó una interjección que desentonaba bastante con sus
conceptos relativos á la limpieza del lenguaje:
--¿Ve usted?--exclamó--; ¿cómo vamos á lamentarnos de que blasfemen los
carreteros de un país cuyos maestros tienen hijas fregando platos?...
La llegada de la señora viuda de Castro, con sus dos hijas, atajó la
peroración de don Elías. Era doña Virtudes una mujer cincuentona, alta y
cenceña de cuerpo, y muy chupada y cetrina de rostro. Vestía de negro en
toda estación, más que por reverencia al perdido esposo por melancolía
y sequedad de carácter, y bajo el luto de su cofia la blancura triste de
sus cabellos parecía mayor. Sobre la delgadez de los labios herméticos,
la nariz larga, fina y severa, daba á sus menores palabras irrevocable
autoridad. El mirar buído de sus ojos simiescos, pequeños y muy juntos,
se resistía difícilmente. Delante de ella, ataviadas de blanco, como
potros llevados de la brida, caminaban Micaela y Enriqueta.
Adelantáronse doña Fabiana y Antoñita á recibirlas, y entre cordiales
aspavientos de amistad fueron besándolas en las mejillas. Doña Virtudes
las besó también, dió su flaca mano á la esposa y á las hijas de
Fernández Parreño, á María Jacinta y á Flora, y ofreció á doña Evarista
un saludo imperceptible.
Don Artemio y don Elías reanudaron sus paseos; las mujeres, cumpliendo
dictados de la edad, se fraccionaron en dos grupos: doña Fabiana, doña
Presentación y la señora viuda de Castro, á un lado; en el otro, doña
Evarista y la gente joven. Las muchachas reían y se sacudían las faldas.
--¿Verdad que hay muchas pulgas?--preguntaba María Jacinta.
--Muchísimas.
--Yo tengo una metida entre los dedos del pie izquierdo. La maldita trae
hambre atrasada, ¡porque está dándose un banquete!... Seguramente las
hemos recogido al entrar, de entre el estiércol.
Un ademán algo deshonesto de Micaela, abrasó en relámpagos de ira las
pupilas negrísimas de doña Virtudes.
--¡Niña!
--¿Qué, mamá?
--¿Qué gestos son esos, en una casa extraña?
--¡Ay, no es nada!... ¿Quiere usted callarse?... ¡Que me pican mucho las
pulgas!...
Doña Fabiana sonreía indulgente, segura de que las muchachas no
exageraban. Había, efectivamente, muchas pulgas; al pobre Ignacio le
traían martirizado, especialmente de noche; pero, ¿cómo acabar con
ellas?
--¡Yo no resisto más!--exclamó Raimunda levantándose.
Corrieron todas en tropel hacia un aposento paredaño del comedor, cuya
puerta cerraron. Se las oyó retozar y reir. El semblante cetrino de doña
Virtudes expresaba acre contrariedad. Cuando las muchachas
reaparecieron, doña Fabiana hizo girar las llaves de la luz eléctrica y
el patio se iluminó. Algunas lamparillas oportunamente distribuídas
entre la lozana fronda de la hiedra, dieron á la escena vistosidad
teatral. En la galería, sobre la blancura de la pared, cobraron poderoso
relieve los cromos clavados por don Ignacio; las pilastras arrojaron
contra el muro largas sombras decorativas, y en la inquietud de las
livianas mecedoras los cuerpos femeninos, vestidos de blanco, de rosa,
de azul, adquirieron una ligereza nueva. Despabilados por el regocijo de
las luces y la copiosa verbosidad y ornitológica algarabía de las
mujeres, los pájaros rompieron á cantar.
Don Elías y el boticario se acercaron á la dueña de la casa.
--¿A quien esperamos?--preguntó Morón.
--A don Niceto.
La señora de Martínez llamó á su hija.
--Ve á buscar á papá; dile que estamos aguardándole.
Creyóse obligada á explicar la ausencia, un tanto descortés, de su
marido, y agregó:
--Ignacio, si le dan conversación, es capaz de charlar tres días
seguidos. No sabe despedir á nadie.
En aquel momento aparecieron Martínez y el juez municipal. Esta fué la
señal para trasladarse al comedor. Por consideración y respeto á las
señoras, don Ignacio, que tenía la costumbre de ir siempre en mangas de
camisa, fué á vestirse una americanilla de alpaca. Alrededor de la mesa
el avisado consejo de doña Fabiana distribuyó á los invitados, según su
edad, con lo que se formaron dos grupos á los cuales parecía separar el
gran frutero, cargado de bruñidas manzanas y aterciopelados melocotones,
que adornaba el centro del mantel. La esposa de Martínez, como motivo
que era de la fiesta, y más aún por sus pocos años y juvenil ufanía de
carácter, ocupó, entre las muchachas, la cabecera principal de la mesa:
á su derecha estaban su hija, María Jacinta y Flora; á su izquierda,
doña Evarista, Raimunda y Anita. A continuación de Flora y de Anita,
respectivamente, se colocaron don Artemio y el médico; al lado de éste,
don Niceto, y luego las señoras de mayor gravedad y empaque: doña
Presentación y doña Virtudes. Entre ambas, llenando con su pequeña,
alborotada y robusta persona, la cabecera opuesta, se sentó don Ignacio.
Empezó la comida: las muchachas se obsequiaban con anchoas, pepinillos y
rajitas de salchichón, y la fuga de una aceituna que rodó por el mantel,
como huyendo del tenedor de María Jacinta, suscitó grandes risas. Los
platos, de dorada cenefa, rielaban á la luz. El vino ponía en la
transparencia de las copas su encendida alegría. Dos azafatas, con
alpargatas blancas y limpios delantales, cuidaban diligentes del
servicio.
El regocijo consiguiente al buen comer y al ameno charlar, iba alterando
la expresión de los rostros. En las mejillas, perversamente
descoloridas, de María Jacinta, comenzaba á extenderse una leve
evaporación rosa, y en sus ojos garzos chispeaba á intervalos un fulgor.
A Flora, más gruesa que su prima, el calor de las libaciones la había
abultado y acarminado los labios, por cuanto su fuerte dentadura
parecía más blanca. A Antoñita su madre la prohibió beber más. Anita y
su hermana también estaban muy contentas, y entre la rubicundez
ondulante de sus cabellos y la albura de las blusas estiradas sobre la
juvenil plenitud de los senos, sus semblantes redondos, ligeramente
oscurecidos por el sol, triunfaban con caliente y saludable lozanía.
Eran las dos de buena estatura, sólidas y esbeltas á la vez, y sus
caderas turgentes sobresalían y se desbordaban de las sillas como en una
provocación carnal. La belleza treintañal de doña Evarista era menos
petulante, menos ostentosa, como dulzurada por la suave fatiga de la
experiencia, pero sus actitudes y ademanes tenían una corrección urbana
por todo extremo educada y simpática. La señora de Martínez parlaba con
todas y sus ojos negros, blandos y cálidos, sus magníficos ojos de
terciopelo y azabache, iban amorosamente de unas en otras.
Fernández Parreño, á quien la pulcritud de su bigote blanco, su miopía y
el brillo prócer de sus gafas de oro, daban cierta elegancia, presidía
la conversación secundado por el juez. Don Ignacio le replicaba y casi
siempre para contradecirle. Doña Presentación, gorda, sencilla y de buen
color, y doña Virtudes, cetrina y adusta, se limitaban á oir. Don
Artemio también hablaba poco.
Había en esta segunda mitad de la mesa una especie de sombra; cual si la
lámpara, no obstante hallarse suspendida en el comedio de la estancia,
alumbrase en aquella parte un poco menos. Era una oscuridad triste,
emanada, tanto del silencio y mayor edad y compostura de las personas,
como del severo color de sus vestidos.
Fernández Parreño, cuyas disposiciones satíricas necesitaban una
víctima, complacíase en hacer hito ó blanco de sus burlas al boticario,
mientras don Ignacio recogía una á una aquellas ironías y exornadas con
nuevos aditamentos y donaires tornaba á echarlas sobre el mantel. De
este modo la conversación, salvo ligeros comentarios de la gente joven,
describía una especie de triángulo en el cual cuanto don Elías iba
diciendo rebotaba en don Artemio y era inmediatamente glosado y soplado
por Martínez.
Acodado familiarmente en la mesa, distraído y buenazo, el farmacéutico
oponía á las mordacidades y venenosos dichetes de su amigo una sonrisa
imperturbable. Tenía cincuenta años, había enviudado siendo mozo aún y
como, acaso por pereza, no quiso volver á casarse, la costumbre de vivir
solo contribuyó á ratificar la significación tímida y ausente de sus
actitudes. En don Artemio, por excepción la conciencia acompañaba al
cuerpo; ó, lo que es igual: rarísimas veces movíase y hablaba conforme á
lo que sus sentidos iban diciéndole, lo cual le daba un gesto cómico de
constante indecisión. Las largas dimensiones de sus piernas y brazos,
bien claramente revelaban la buena lozanía de sus años adolescentes,
pero una caída, partiéndole la espina dorsal á la altura de los
omoplatos, dejó en su espalda una caricaturesca joroba. Roto ya el
equilibrio entre las extremidades y el busto, lo único recomendable de
su persona era la cabeza, monda y circundada por una noble guedeja
blanca; y en ella, los ojos grandes, la nariz fuerte y de varonil
volumen, y el moreno rostro solemnizado por una barba oriental, cuadrada
y abundante.
Y no era este desconcierto de huesos el menor daño que afligía al
boticario, aunque él así lo creyese, sino que con la joroba física
salióle otra muy gravísima corcova en el alma, y fué la de la tacañería.
Sus muchas relaciones y la respetabilidad de su oficio favorecieron
grandemente el desapoderado incremento de esta inclinación. Como conocía
á todos los modestos propietarios de la comarca y estaba al tanto de
sus apuros, solía facilitarles dinero mediante hipotecas terribles.
Cumplido el plazo señalado para el reintegro ó devolución de la suma
prestada, don Artemio procedía á raja tabla y gozosamente al embargo de
los bienes hipotecados, y por este cobarde y criminal procedimiento
cuadruplicó sus heredades. Pocos años le bastaron para enriquecerse. En
Puertopomares la gente á la vez le quería y le odiaba, pues mientras
unos decían horrores de él, otros aseguraban que, fuera de su ominosa
fiebre de acaparar dinero, era un hombre discreto y de campechano y
bonísimo trato. Los que le conocieron mozo, aseguraban que antaño no era
así.
--A no haberse jorobado--decían--hoy no sería usurero.
Para Fernández Parreño, que solía abrazarle pensando en que los
corcovados evitan la mala sombra, don Artemio Morón, con su gran cabeza
sakespeana calva y barbuda, puesta sobre la ridiculez de su joroba, era
un símbolo: el símbolo exacto de la Vida, donde el sainete y la
tragedia, lo grave y lo ridículo, lo más noble y preexcelente y lo más
ruin, marcharon siempre unidos.
La cena iba transcurriendo apaciblemente. Las muchachas empezaban á
dolerse de la exigua representación que el elemento masculino tenía
allí; Raimunda lamentábase de la ausencia de Epifanio, su novio, y Anita
preguntó á don Niceto por su hermano Luis. Micaela también echaba de
menos á Romualdo. Doña Fabiana las tranquilizó; aludió á su marido con
un gesto.
--Nosotros--dijo--hubiésemos querido invitarles á comer; pero, como
veis, la mesa es pequeña para tantas personas. Nadie, sin embargo, pase
apuros, porque esos señores están invitados y á la hora del baile les
tendremos aquí.
Raimunda, la primogénita de los Fernández Parreño, cuchicheaba con doña
Evarista.
--¿Ya no le pican á usted las pulgas?
--Martirizada me traen, hija mía.
--Yo tengo una terrible aquí debajo... ¿usted comprende?... La pícara
pudo irse á otro sitio, pero sin duda tenía mucha hambre y eligió el
plato mayor y mejor servido...
La protegida de don Juan Manuel reía oyendo estas ligerezas, y la
hilaridad humedecía voluptuosamente sus bellos ojos.
Adelantando un poco el busto la señora de Martínez inquirió la causa de
aquel regocijo.
--¿Qué dice Raimunda?
--Nos quejamos de las pulgas.
Idéntico daño afligía á María Jacinta y á Flora, y esto acuciaba en
todas el deseo de bailar. Informado de lo que sucedía, Fernández Parreño
improvisó un elogio del mosquito.
Según don Elías, el mosquito posée cualidades estéticas que le hacen
infinitamente superior á la pulga: es artista porque habiendo sabido
hermanar el hambre con la música, adorna sus picotazos cantando, y á
semejanza de las mariposas ama la luz y frecuentemente en ella perece; y
también porque su voracidad es menos cruel y su caza menos fatigosa. A
un mosquito se le inutiliza delicadamente, sin más que quemarle las alas
con un fósforo; mientras á las pulgas es necesario descender á buscarlas
en los escondrijos del traje ó del lecho donde se ocultan. Además, la
pulga es esencialmente sanguinaria; muchas veces pica sin apetito, sólo
por el gusto de fastidiar al hombre y robarle la sangre. Si estamos de
visita, nos devorará el cuello; si vamos de paseo, se nos meterá dentro
de una bota. ¿Sabe nadie las ideas de desesperación y hasta de suicidio
que pueden inspirarnos las agresiones de una pulga escondida debajo de
nuestro sombrero?...
Como lograse terminar su disertación con notable fortuna, don Elías,
excitado al calor de sus propias agudezas, comenzó á probar nuevamente
la buena paciencia de don Artemio.
Morón vivía á la entrada de la Glorieta del Parque, frontero á la Fonda
del Toro Blanco, y, según Fernández Parreño, la distancia que separaba
la botica del Casino servía á don Artemio para someter á cálculos, casi
matemáticos, los grados de afecto que cada uno de sus amigos le
dedicaba.
--¡No haya cuidado--aseguraba el médico--que este hombre por nadie se
moleste! En cambio, halla natural que todos se incomoden y molesten por
él. ¿Es cierto no?...
El interpelado sonreía modesto, ocultando la satisfacción de verse
comentado y objeto de la curiosidad general. Aquel discreteo, no
obstante su rápida trivialidad, equivalía á un polvillo de éxito, á un
rocío de gloria, que cayese sobre él.
Las festeras palabras de don Elías eran recibidas con francos
borbollones de hilaridad porque apostillaban hechos menudos y conocidos.
A don Artemio Morón, verbigracia, le gustaba muchísimo charlar.
Sincretista y desocupado, amaba la conversación por ella misma, por «su
ruido», que no por estudiosa curiosidad espiritual ó inteligente prurito
de discutir. Así, ni la alcurnia mental de su interlocutor ni el asunto
del diálogo, le interesaban mayormente. ¿Se comentaban las últimas
corridas de toros? Bueno. ¿Hablaban de política? Adelante. ¿Debía
charlar de agricultura y quejarse del tiempo? Muy bien. Todos los
asuntos parecíanle igualmente oportunos para no dejar á su lengua ni á
sus oídos en la ociosidad.
Con este cuidado don Artemio, que iba todas las noches al Casino,
procuraba no salir nunca solo de allí. Si á la hora de él marcharse sus
contertulios hallábanse enzarzados en alguna partida de ajedrez, de
tresillo ó de dominó, atardaba su retirada para esperarles. Ellos,
conociéndole, se hacían los remolones. Les aburría. El boticario,
parsimonioso en sus actitudes, amén de caminar muy despacio, tenía la
molestísima costumbre de pararse al hablar. Mientras oía andaba, pero no
bien abría la boca se detenía, cual si los dinamismos de sus labios y de
sus pies fueran rivales.
--A propósito de eso que ha contado usted--decía--voy á referirle lo
siguiente...
Y se paraba. Replicaba su acompañante, que sabedor de sus tretas
procuraba llevar las riendas del diálogo; pero había de tenerlas muy
cogidas, pues Morón se las quitaba en seguida, y como hallaba especial
contento en escucharse no era fácil arrebatárselas después.
A esta lentitud y aburrida templanza de ademanes, añadía el hábito de ir
subrayando sus palabras con líneas que la contera de su bastón trazaba
sobre la acera ó en la fachada de las casas.
--La liebre--explicaba--se había escondido aquí, bajo unas matas; yo
venía por acá. Al ver al animal mis perros describieron un semicírculo
en esta forma...
Todo lo corpóreo, lo susceptible de expresión gráfica, le obsesionaba;
don Artemio no sabía zurcir dos ideas si á medida que germinaban en su
caletre no las pintaba.
--El toro estaba allí; el picador se acercaba por este lado...
¿Comprende usted?...
Mientras la contera infatigable de su bastón peregrinaba sobre las losas
del pavimento; ora trazando una recta, ya una curva graciosa, ó
golpeándolas sonoramente, para mejor imbuir en el ánimo del oyente la
convicción de que determinado objeto ó persona ocupaba un sitio fijo,
preciso, rotundo. Comprender bien á don Artemio suponía, por tanto,
escucharle á pie quieto y sin apartar de su bastón los ojos.
Todo esto daba tan fastidiosa monotonía á su trato, que sus amigos del
Casino le huían. Algunos, sin embargo, solían acompañarle, ó por
desocupación y deseo moceril de trasnochar, ó porque sus domicilios se
hallasen en el mismo rumbo ó dirección de la botica.
Las personas de quienes don Artemio recibía tan meritísimos testimonios
de paciencia y afecto, eran el gerente de _La Honradez_, don Romualdo
Pérez; Epifanio Rodríguez, estanquillero y corresponsal de periódicos;
don Valentín Olmedilla, dueño de la fonda del Toro Blanco, y don Gil
Tomás. A todos ellos teníales clasificados según el tiempo que le daban
escolta, y establecía relaciones directas entre la amistad de sus
acompañantes y la longitud del camino. A más camino, mayor amistad. Así,
el peor de ellos era Epifanio, quien, so pretexto de madrugar, le dejaba
en la Bajada de la Fuente, á cincuenta pasos mal contados del Casino.
Romualdo, que nunca se acostaba sin echar un vistazo á las severísimas
rejas de doña Virtudes, le acompañaba hasta el callejón del Misionero.
De allí á la farmacia la distancia era breve. Unicamente su vecino don
Valentín y don Gil Tomás, que necesitaba cruzar la Glorieta del Parque
para entrarse en el Paseo de los Mirlos, iban con él hasta su casa.
--El refinado egoísmo de don Artemio--decía don Elías--tiene
clasificados á sus amigos en tres grupos: malos, medianos y excelentes.
Para excitar la hilaridad del mujerío, parodiaba con su cuchillo, sobre
el mantel, los geroglíficos que el boticario hacía en las aceras con su
bastón.
--Supongamos--continuó--que se trata de un termómetro inventado por
Morón para medir la temperatura afectiva ó sentimental de sus conocidos.
La ampolla ó depósito del aparato lo constituye el Casino; la columna
termométrica es la calle Larga, eje máximo ó espina dorsal del pueblo
que va, como todos sabemos, desde el Casino á la Glorieta del Parque; y
el mercurio que sube y baja por el tubo capilar, las personas de quiénes
don Artemio se acompaña egoístamente y con el exclusivo objeto de no
aburrirse. El cero, en esta rara escala del calor amistoso, lo señala,
por ejemplo, la Bajada de la Fuente, donde le deja Epifanio. ¿No es
eso?... Los veinte grados, podemos calcular que corresponden al callejón
del Misionero, por donde Romualdo ha de pasar todas las noches; y,
solamente, don Valentín, don Gil y algún otro, llegan á la Glorieta del
Parque, que representa los cien grados, la ebullición, la muerte de
todos los gérmenes ingratos, la exaltación ó frenesí de la amistad.
Anoche, alrededor de las doce, le vi á usted acarreando por la columna
mercurial á don Juan Manuel. ¿Consiguió usted que subiera mucho?...
Fernández Parreño miraba á doña Evarista, que lucía risueñamente el
prodigio blanco de su dentadura. Don Artemio siguió la broma.
--No crea usted--repuso--que la temperatura afectuosa sube en don Juan
Manuel fácilmente.
--¿Pasó de la Bajada de la Fuente?
--¡Eso, sí! Podemos decir que conseguí hacerle «romper el hielo»; pero
se quedó á la altura de Correos: no fué mucho; algo equivalente á diez ó
doce grados...
Según adelantaba la comida, la conversación iba generalizándose y
cobrando mayores vivacidad y regocijo. Los vapores sinceros del vino
desnudaban los caracteres que florecían en atrevimientos y expresiones
nuevas. La señora de Fernández Parreño, admirada del fértil y ameno
ingenio de su esposo, reía sus donaires con una complacencia parecida á
un orto de amor; doña Virtudes, ocupada siempre en corregir con
fulminantes miradas los dichetes de sus hijas, no disponía de la
ecuanimidad necesaria para rendirse al buen humor, y conservaba, dentro
de la más impecable corrección, una actitud fiscal; María Jacinta y
Flora, charlaban aparte; las hijas del médico, doña Evarista y la señora
de Martínez, conversaban con gran alborozo y todas á un tiempo.
Servían el café, cuando llegaron Epifanio y Romualdo, muy currutacos,
oliendo á esencias y con las solapas florecidas. Los dos eran jóvenes,
delgados y de gentil presencia; usaban bigote y llevaban sombreros
redondos de paja. Epifanio lucía un «completo» gris y una corbata
encarnada; Romualdo vestía un traje azul marino con rayitas blancas y
zapatos de piel de Rusia. Su aparición fué aplaudida y señaló el momento
de dejar la mesa. Todos se levantaron; el baile iba á empezar. Cuatro
músicos, sentados en un ángulo del patio, junto á la enredadera,
preludiaron una mazurka. El fragor con que las sillas eran arrastradas
de un lugar á otro ahogaron aquellos primeros compases. Los
circunstantes iban sentándose en semicírculo y según su gusto: unos, al
aire libre, entre la humedad fragante de las macetas; otros, en la
galería, donde era más áspera la claridad. Y de nuevo, exasperados,
enloquecidos, por la greguería de la música y de tantas voces, los
jilgueros y los canarios rompieron á cantar.
Muy sensible al calor don Ignacio había resuelto ponerse en mangas de
camisa. Pequeño, redondo, el rostro sudoroso, el pestorejo ancho y
peludo, las piernas cortas, pero gruesas como las de Atlante, el señor
Martínez dió dos recias palmadas. Sus manos cortas, cubiertas de negro
vello hasta las uñas, sonaron como tablas.
--¡Señores, á bailar!...
¡Oh, y qué blandas, qué suaves, acariciadoras y alcahuetas, vibraron
aquellas palabras!... Fué un soplo de paganía, un estremecimiento
sabático. Epifanio ofreció su brazo á Raimunda; Romualdo dió el suyo á
Micaela. La joven se levantó, el rostro bañado en felicidad y alisándose
con ambas manos los cabellos. Al dejar la silla, sus caderas tuvieron un
vaivén voluptuoso. Doña Virtudes la llamó y en voz muy baja,
sibilante...
--Estás fuera de ti; haz el favor de comportarte decentemente...
Micaela se encogió de hombros.
--Por Dios, mamá...
Fernández Parreño quiso danzar con doña Evarista, quien se excusó
finamente cimentando en su edad su negativa, y el médico invitó á Flora.
Don Ignacio, contento y ágil como un muchacho, bailaba á María Jacinta;
y, á pesar de su corcova, don Artemio brindó galantemente su brazo á
doña Fabiana.
La corrección de don Elías y su juvenil esmero en acicalarse,
impresionaron al veterinario. ¿No iba don Elías demasiado currutaco para
sus años? ¡Y luego, aquella flor roja que adornaba su ojal!...
--¡A rocin viejo, cabezadas nuevas!--gritó Martínez.
Antoñita dormía acurrucada en un sillón. Doña Virtudes, doña
Presentación, Anita y don Niceto, que no sabía bailar, se sentaron en
grupo. Para oirse necesitaban hablar á gritos; al fin, ensordecidos por
la música y el canto, cada vez más rabioso, de los pájaros, decidieron
callar. Unas en pos de otras, las parejas danzantes voltijeaban
infatigables, y bajo la generosidad lechosa de las luces, se
multiplicaban sus perfiles. Según el trozo de patio que sirviese de
fondo á las figuras, éstas perdían ó ganaban en nitidez: así, sobre las
iluminadas paredes de la galería, los cuerpos de María Jacinta y de
Micaela, vestidas de blanco, se emborronaban, mientras los negros
cabellos de la señora de Martínez exaltaban la solemnidad de su ébano;
y, por el contrario, ante la oscuridad de la hiedra, los trajes claros
y los semblantes se recortaban intensamente, en tanto las cabelleras se
desvanecían. La exactitud de tales contrastes podía seguirse mejor
atisbando las evoluciones de Epifanio y de Romualdo: el gerente de _La
Honradez_, vestido de azul, era el bailarín de la luz y de los muros
encalados; Epifanio, en cambio, por lo mismo que palidecía bajo las
lamparillas eléctricas, dentro de su terno gris, medraba notablemente en
la penumbra de la hiedra.
A las once tocaba la fiesta á su apogeo. Habían llegado doña Quintina,
una jamona, alegre y apretada de carnes, á quien don Artemio no podía
mirar sin que se le encandilasen los ojos; y Luis Olmedilla, el
prometido de Anita, á cuya sola presencia los labios hasta allí
amustiados de la moza, recobraron su locuacidad y encendido color.
En Luis Olmedilla, bien plantado, desocupado y alegre, todas las
muchachas de Puertopomares, cuál más, cuál menos, había pensado alguna
vez. Socapa de estudiar Derecho vivió en Madrid varios años, y allí
aprendió á tocar la guitarra y otras majezas. Aunque pobre, sus
costumbres holgazanas y su mediana ilustración le separaban del bajo
pueblo, en cuyo trato y comercio, no obstante, se complacía. Era faldero
y amigo de trifulcas. La influencia del juez, su hermano, tras salvarle
de quintas, había agravado sus fueros de perdonavidas. Desde que ahorcó
los libros, vivía en la fonda del Toro Blanco y á expensas de don
Valentín, y sin mejor ocupación que retozarle las criadas y beberle los
mejores caldos de la bodega. Con estos y otros no menos arlequinescos
pormenores que de él se contaban, las mujeres, enemigas inconscientes de
la moral, se perecían por gustarle, y ello estimulaba la pasión en que
la menor de las hijas del médico se derretía.
Al terminar el vals, don Artemio invitó á Olmedilla á pulsar la
guitarra; aceptó en seguida el mozo, que rabiaba por coquetear y
lucirse, y apenas vibró la suave pesadumbre de las primeras coplas,
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