El misterio de un hombre pequeñito: novela - 09

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tras él, sonrientes, suspensas y calladas, maravillábanse al ver cómo la
figura del amo de la casa iba surgiendo lentamente. Don Valentín era
pequeño, viejo y feo, pero en sus ojos había una expresión de bondad que
pronto se mudaba en simpatía, ganadora de voluntades. Este gesto dócil y
servicial lo recogió bien el pintor, dando con él mérito á su obra. Don
Valentín aparecía retratado hasta algo más abajo de las rodillas y en
actitud de caminar; vestido de negro, el rostro amable, ligeramente
perfilado y levantado, el bigote bien puesto, una servilleta al hombro y
un plato de langostinos en la mano. Aquella servilleta blanquísima,
signo de servidumbre, y aquellas pupilas acogedoras, determinaban, á la
vez, la psicología y la figura del hostelero: más que una cabeza, el
pintor había compuesto una biografía.
Satisfechísimo de aquel retrato que había de sobrevivirle y le aseguraba
una especie de pequeña inmortalidad, don Valentín dispuso colocarlo en
el comedor, sobre el aparato del teléfono. Era un medio infalible de
exhibición. Durante el día, á las horas de comer, y por las noches,
cuando mayor era la afluencia de parroquianos, si repicaba el timbre
telefónico, las miradas todas convergían hacia él y, de consiguiente,
tropezaban con el retrato del dueño de la casa; la cabeza perfilada y en
alto, el semblante risueño, presentando con gracia, solicitud y
desenvoltura, un plato de langostinos. Aquel timbre vibrando bajo las
rodillas de don Valentín, era, por efecto de una sencilla asociación de
ideas, la voz del amo.
La urbanidad y paciencia de Olmedilla, su conciliadora maestría en el
dificilísimo arte de sufrir exigencias, licenciar rencillas, olvidar
indiscreciones y llevarlo todo por caminos de paz, mantenía floreciente
la popularidad del Toro Blanco. Era una fonda grande, económica, limpia
y bien situada, que todos los viajantes de comercio conocían. En tiempo
de feria, cuantos toreros y comediantes llegaban á Puertopomares, se
alojaban allí.
El isocronismo de la existencia pueblerina imponía á las tertulias del
Toro Blanco, como á las del Casino y á las otras más plebeyas, del Café
de la Coja, igual sello de aburrimiento. En la identidad y vulgaridad de
los días, las imaginaciones se apagaban y el fastidio servía de sedante
á los nervios. La paz ambiente quitaba á las almas su fluidez y las
saturaba de suave modorra. Con la carencia de emociones, las
inteligencias se adormilaban y su propia inacción las entumecía. Como
jamás sucedía nada original, digno verdaderamente de mención, los
espíritus no podían rebasar su nivel, ni sentir la divina espuela de la
inquietud, y dedicábanse á comentar lo insignificante, lo cotidiano,
adobándolo, vistiéndolo y aderezándolo de mil prolijas maneras. Así, la
muerte de un vecino, con ser accidente poco agradable, distraía
lisonjeramente la atención pública: ver al finado en su caja, informarse
de cómo lo habían vestido y de las personas que acudieron á velar el
cadáver, constituía, efectivamente, un pequeño espectáculo, un asunto de
conversación con cuyos detalles los desocupados, luego, se relamerían de
gusto.
Don Juan Manuel Rubio, á fuer de espíritu cultivado y forastero, era la
única persona que con la independencia de sus costumbres, pasquinadas y
donaires, remozaba las tertulias. Su generosidad sabía mostrarse á
tiempo y algunas noches invitaba á don Elías, al boticario, al juez y á
otras personas de su afecto y confianza, á cenar en casa de doña
Evarista; quien tanto por bien aprendida urbanidad, como por deseo de
complacer al diputado, rivalizaba con él en la tarea de obsequiar á sus
huéspedes. Con estos agasajos el cacique daba riendas prudentes á su
humor juvenil y divirtiéndose alimentaba su influencia política.
Fuera de sus quehaceres cotidianos los hombres no tenían otras
distracciones: los plebeyos, el Café de la Coja; los señores, el Casino,
la Fonda del Toro Blanco ó los ágapes familiares de don Juan Manuel; y á
intervalos largos, y antes por manifestarse rumbosos que por deseos
leales de divertirse, una escapatoria de cuatro ó cinco días á Salamanca
ó á Madrid. Luego, á la quieta charca del fastidio aldeaniego otra vez,
á embaucar á los amigos refiriéndoles con exagerados aditamentos lo
hecho ó dándoles también por sucedido lo que acaso ni siquiera
intentaron hacer; á criticar, á mentir, á ver egoístamente secarse la
bonitura de las vírgenes en el suplicio de una eterna espera.
No todo reposaba, sin embargo, en la población. Bajo aquellas techumbres
pardas, de anchos aleros y empinado caballete, tras aquellas ventanas
herméticas, las imaginaciones femeninas llameaban y en su mismo
aislamiento se consumían cual lámparas votivas. Esta doncella borda,
otra recose las ropas que va sacando de un cuévano, aquella estudia
nerviosamente su lección de piano; y mientras, á intervalos, todas
recuerdan que, un poco más tarde, será hora de reunirse para ir á ver el
tren. Como en todos los pueblos, en Puertopomares, durante los meses
vernales y de estío, y aun en los comienzos del otoño, el andén era el
Casino de las mujeres.
De cuantos trenes cruzaban por allí, el más interesante era el correo.
El expreso huía de largo, y su afán parecia implicar un desdén; los
mixtos llegaban á horas intempestivas y arrastrando vagones cerrados, y
sin inexpresión. El correo, que conducía siempre muchos viajeros y
pasaba á las siete y minutos de la tarde, era el mejor. Las hermanas
Fernández Parreño, las hijas de doña Virtudes, María Jacinta y su prima
Flora, todas las muchachas, se citaban diariamente para salir á
recibirlo. Buscábanse unas veces en casa del médico, otras delante de la
botica ó en la Glorieta del Parque, bajo los árboles, y vestidas de
gayos colores y algunas con flores en la cabeza, acudían á la estación.
Marchaban en pequeños grupos y cogidas del brazo hacia el llano. Sus
caderas retozonas movíanse á compás, y el murmurio de sus risas y de su
frívolo charlar flotaba tras ellas semejante á un polvillo juvenil. El
viejo camino que empapó sangre de romanos y de moros, el legendario
camino, triste como una arruga de la tierra, se alegraba con el rumor y
la inquietud de tantas haldas.
Abajo, en la planicie, vibraba de regocijo el minúsculo andén: las mozas
conversaban en alta voz, formaban corros bullangueros ó se paseaban. Un
gran zumbido de colmena llenaba la estación. ¿Por qué tanta alegría?
Había en este regocijo inclasificable una emoción de ensueño, un
nervioso deseo de romancescas sorpresas, hiladas, bordadas, durante
horas interminables de soledad. El tren que esperaban impacientes, como
á un Rey Mago, jamás faltó á la cita. Un silbido lanzado tras un boscaje
de castaños lo anunciaba, y de súbito aparecía negro, fragoroso y
humeante. Pasaba la máquina jadeando, chorreando agua hirviendo;
rechinaban sus frenos y, cual por ensalmo, deteníase el convoy. Las
ventanillas de los vagones se llenaban de caras curiosas; algunos
viajeros requebraban á las vírgenes lugareñas que les miraban sonriendo,
á la vez, alegres y tristes, sin saber por qué. Una voz gritaba:
--¡Puertopomares... un minuto!...
Silencio. Inmediatamente sonaban tres campanadas y el tren seguía,
disminuyendo en la distancia crepuscular hasta perderse bajo el túnel.
Las muchachas, contentas como si volviesen de hablar con un novio,
emprendían cuesta arriba el retorno al pueblo. Raimunda y Anita, las de
los cabellos rubios, y María Jacinta la del rostro sin color, y Micaela
y Enriqueta, las de las caderas y hombros estatuarios, acariciaban el
mismo pensamiento:
«Mañana lo veremos también...»
Y no pedían más.
La felicidad constituye algo tan fortísimo, supereminente y precioso,
que la partícula más nimia caída de su divino manto, puede hacer al
hombre dichoso; en lo cual se parece á la belleza, cuyas migajas son de
tan egregia condición, que la menor de todas bastaría á la inmortalidad
de un artista. Y así, con «aquel minuto» que el correo hizo alto ante el
andén, cuantas doncellas acudieron á recibirlo se juzgaban pagadas.
Aguardar, durante veinticuatro horas, la llegada de un minuto, ¿no será
espera excesiva?... Acaso no, pues es tan intensa y deliciosa la
fragancia de ese instante, que impregna de su aroma todo el día. Más
aún: no había de llegar, y el regocijo con que los corazones se
prepararon á recibirlo bastaría á hacerlos dichosos. Imagen de la humana
felicidad es ese tren que todas las mozas lugareñas aguardan. ¿No son
también las almas como estaciones por donde el convoy de la ilusión ha
de pasar?... Y si pasó, en efecto, y un instante se detuvo, ¿quién será
tan ambicioso ó insensato que se crea defraudado?... Además: ¿no hubo y
seguirá habiendo, millares de seres que murieron felices precisamente
porque murieron esperándole?...
El correo se detendría más de un minuto, y perdería algo de su interés;
la dicha se retardaría unos segundos más en el corazón, y tal vez
pareciese menos apetecible. Las mujeres adoran los trenes porque son
bellos, y lo son, porque apenas llegan, se van, y lo que se va es
recuerdo... ¡y sólo el recuerdo, por ser tristeza, es poesía!...
Como en el tren, en la vida nada es definitivo, nada cristaliza, todo
sirve de pretexto para ir adelante. Esta expresión de la eterna mudanza
y de la universal melancolía, la adivinaban las vírgenes de
Puertopomares, quienes, sin motivo concreto, al dejar la estación,
sentían de pronto ganas de llorar.


XII

La tragedia que por las noches, á vuelta de numerosos y crueles
ensueños, iba devanándose en la casa del chopo, continuaba su curso.
Tan fuerte y constante era la sugestión de don Gil sobre los hermanos
Paredes, que estos empezaron á confundir las fantasías de sus horas de
descanso con las pertinaces y homicidas meditaciones de sus vigilias,
hasta no saber distinguir entre lo soñado y lo mucho malo que discurrían
con los ojos abiertos. El propósito de deshacerse del señor Frasquito
ofrecíase á la estrechez de sus magines por momentos más llano, razonado
y viable. Unas veces suponían que la constancia de tal obsesión motivaba
las pesadillas con que el hombre pequeñito les atormentaba, cual si
éstas no fuesen más que simulación ó resultado de aquélla; otras
admitían la existencia objetiva del alma de don Gil, creían que,
efectivamente, el espíritu del enano iba á visitarles y, de
consiguiente, que, cuanto sus oscuros cerebros maquinasen despiertos,
era reflejo, comentario ó consecuencia naturales de lo que aquél les
hubiese dicho en el terrible hilar de sus noches. La idea criminal no
cejaba. Rita, en su casa, mientras cosía, ó junto al fogón, ó delante
del lavadero, conforme sus manos nervudas manejaban las ropas
chorreantes de agua enjabonada, retorciéndolas como si fuesen cuellos,
repetía abstraída:
«Hay que matarle...»
A lo largo de los caminos á Toribio Paredes, en tanto seguía el paso
lento de sus mulas cargadas, sucedíale lo propio.
«Hay que matar á Frasquito»--pensaba.
Era un imperativo que ya resonaba dentro de él, bajo su cráneo, cual eco
ó voz de su cerebro; ora vibraba á su lado, junto á sus oídos, bisbisado
por la platicadora brisa. Menudearon tanto las visitas de don Gil Tomás,
que perdieron su misterio amedrentador y llegaron á ser familiares.
Muchas veces, desde sus camas respectivas, los dos hermanos hablaban de
don Gil, que aparecíase á ellos no bien sus espíritus conciliaban el
sueño. En el silencio de las alcobas, separadas por un sutil tabique,
todo vibraba claramente.
--Rita--murmuraba Toribio.
--¿Qué?
--¿Me oyes bien?
--Te oigo.
--¡Si supieses lo que me ha dicho!...
Ella se incorporaba suavemente, para no despertar al señor Frasquito que
dormía á su lado; estiraba el cuello y en la oscuridad, la fiebre de
escuchar, contraía sus labios.
--¿Qué ha sido?... dí...
Pero Toribio callaba siempre. Eran tan horrorosos sus pensamientos, que
el concertarlos y reducirlos á palabras ponía espanto en su corazón.
Sólo es secreto lo que nunca bajó de la frente á la boca. Fiel á este
criterio, el bujero musitaba evasivas.
--Es largo de contar; ya lo sabrás mañana.
Con esta suprema taimería de mostrarle al hombre la ruta del crimen
lucrativa y expedita, al par que acrecentaba en la mujer la codicia y
los deseos de independencia, don Gil iba acercándose poco á poco al
desenlace de su venganza.
Una tarde Toribio Paredes, volviendo de la estación, tropezóse en la
Glorieta del Parque con Maximina, la más joven de las dos criadas que
servían á don Gil. Contaría veinte años. Era rubia, de buen talle,
pulcra en el vestir y muy alindada de manos y de rostro. Hacía tiempo
que el _Rojo_ clavó en ella la intención, y aunque feo y talludo
consiguió llevar sus afanes tan adelante, que, ni aun casándose, hubiera
podido ir más lejos. El descubrimiento y divulgación de esta historia se
debió á don Artemio, quien, una madrugada, mucho antes de que asomase el
sol, desde la puerta de su farmacia vió á Toribio salir furtivamente del
domicilio de don Gil y alejarse volviendo la cabeza, mientras Maximina
le sonreía desde una ventana.
En medio de la Glorieta, bajo las miradas de los transeuntes y con
estudiada llaneza amistosa, Paredes interpeló á la muchacha. La noche
antes había soñado con don Gil, y tuvo su alucinación una evidencia tan
avasalladora, un relieve tan manifiesto y al alcance de sus ojos y de
sus manos, que al desvanecerse dudó de si fuese el espíritu de don Gil ó
el mismísimo don Gil, en carne mortal, quien durante largo rato estuvo
al pie de su cama entreteniéndole con terribles propósitos. El bujero
quería cotejar horas para salir de dudas; necesitaba saber si había
soñado ó si, efectivamente, había visto...
A sus preguntas respondió Maximina con perfecta seguridad y
negativamente. A la una de la madrugada, hora en que Paredes, guiándose
por aquélla en que despertó de su pesadilla, decía haber visto al
hombre pequeñito en la calle Larga, don Gil hallábase acostado y
apaciblemente dormido.
--Anoche, precisamente--agregó la azafata--, el amo no salió; estuvo
leyendo un rato, de sobremesa, y se acostó temprano.
--¿A qué hora?
--Serían las diez.
Por la mezquina frente de Toribio cruzaron, casi á la vez, una
vacilación y una malicia.
--¿Y cómo sabes que á la una don Gil dormía?...
Maximina titubeó, no queriendo decir la verdad, demasiado áspera para
confiada así, á tenazón, en oídos amantes. Mintió un poquito.
--Porque cuando Pilar y yo nos retirábamos á nuestra alcoba, fuí á la
del amo á informarme de si necesitaba algo, y le oí roncar.
Toribio no preguntó más. El sincronismo de su pesadilla con el sueño de
don Gil, demostrábale que podía ser, efectivamente, el alma del enano, y
no la obsesión de su recuerdo, lo que tantas noches iba á turbarle. Así
convencido, despidióse de su coima hasta la madrugada, y por la tarde,
como se dirigiese al Café de la Coja, la muñidora casualidad púsole
frente á frente de don Gil.
Según costumbre, el hombre pequeñito iba solo y despacio, vestido de
negro, casi inmóviles los brazos colgantes, los menudos pies
descubriéndose y ocultándose, al andar, bajo las perneras, el hongo de
duro fieltro echado hacia atrás, vencido por la exuberancia del frontal
bombeado y amarillo. Toribio experimentó un vehemente deseo de hablarle,
de acercarse un poco al misterio, interrogándole habilidosamente. La
hora y la soledad del sitio le eran propicios; don Gil, además, no le
negaba á nadie su saludo. Las diferencias, sin embargo, de educación,
abolengo y riqueza, que entre ambos había, represaban al pañero. Al
cabo, el venenoso aguijón de la curiosidad, el bien justificado ahinco
de saber por qué don Gil solicitaba el inmediato exterminio del señor
Frasquito, vencieron su reserva. Con pretexto de ofrecerle unas
mercaderías recién llegadas, le abordó: hízolo cohibido y destocándose
torpemente, mientras con un pie se rascaba la corva de la pierna que le
servía de apoyo.
El hombre pequeñito correspondió al ofrecimiento de Paredes con frases
sucintas y urbanas, asegurándole que, por el momento, nada apetecía.
Preguntóle luego por su familia, cuyo requerimiento permitió á Toribio
llevar el diálogo á donde lo reclamaba su interés.
Rita y sus hijos marchaban regularmente; quien estaba muy mal era
Frasquito. Hipócrita y sagaz, para mejor asegurarse del odio de don Gil
hacia el enfermo, Toribio arqueó las cejas, suspiró tan ruidosamente
como si fuera á rompérsele el pecho, y dió otras muestras de atroz
pesadumbre.
--El pobrecito--dijo--empeora de día en día. Le agarró el reuma y tomóle
tal cariño que no quiere dejarle. ¡Con la voluntad de mi cuñado para el
trabajo! Porque Frasquito tendrá sus defectos, pero á buscavidas pocos
le ganan. Yo le compadezco. ¡Lo que rabiará viéndose imposibilitado de
acompañarme! El infeliz sufre en sus huesos que, según dice, le duelen
como si fueran á partírsele y sufre en su carácter, que jamás supo
estarse quieto.
Don Gil recomendó á su interlocutor los salicilatos. Sonrió Toribio.
--¿Usted sabe las pesetas que llevo gastadas en salicilatos? Don Artemio
puede decirlo mejor que yo.
--¿Y el yoduro?...
--Igual.
--Creo que el yoduro realiza milagros...
--No importa, señor Tomás. En este caso lo peor no es la enfermedad; lo
peor es que mi cuñado tiene una debilidad: la bebida. Ya se lo habrán
dicho... Yo calculo que bebe, sólo de aguardiente, de dos cuartillos y
medio á tres cuartillos diarios. Y el alcohol es muy malo para los
reumáticos.
Aunque el pañero orientaba sus investigaciones por diferentes caminos,
nada observó en don Gil adverso al señor Frasquito; antes sus palabras y
miradas decían su deseo sincero, cordial, de verle pronto remediado para
servicio y contento de los suyos.
«No le odia»--pensaba Toribio.
Ya se despedía don Gil, cuando Paredes abordó bruscamente el secreto que
le obsesionaba. Ladino comenzó á reir, dando tiempo á que su buen humor
sirviese de exordio ó preparación á sus palabras. Luego mostróse
obligado á razonar su hilaridad.
--Me reía de los disparates que se sueñan...
Interrumpióse avizorando la emoción que hubiesen determinado estas
palabras. El hombre pequeñito le miraba impasible y su mirar expectante
equivalía á una declaración de inocencia.
--Figúrese usted, don Gil--prosiguió--que anoche, á poco de acostarme,
las doce y media ó la una de la madrugada serían, soñé con usted. Le vi
entrar en mi cuarto, sentarse á los pies de mi cama y decirme como si
estuviese usted muy informado de cuanto mi cuñado, con su enfermedad y
sus borracheras, me hace sufrir: «¿Por qué no le matas?...» Yo le
respondí: «Don Gil, siendo usted tan cristiano viejo, ¿cómo me aconseja
una atrocidad así?...» Y usted: «Por tu bien: yo te aseguro que si
matases al señor Frasquito nadie lo sabría.»
Aun puso el hermano de Rita á estas explicaciones nuevas añadiduras y
apostillas, y según hablaba, el semblante alimonado del hombre pequeñito
iba avasallando su imaginación: otra vez padecía el imperio jorguín de
sus pupilas cobreñas, de sus labios, rojos y herméticos, que nunca
habían reído, y el asco y miedoso poder de toda su exigua persona; y
tan idénticos eran aquel don Gil Tomás que tenía delante y el don Gil de
sus pesadillas, que unos momentos ambas imágenes se ayuntaron y
superpusieron, y creyó soñar.
Nada, sin embargo, sacó Toribio en limpio de sus diestras trapacerías y
embozadas pesquisas, pues los ojos de su interlocutor no delataron la
menor turbación; antes expresaban la desgana con que don Gil, cediendo
sólo á dictados de su buena crianza y comedimiento, aveníase á escuchar
tan necias historias. Era, pues, indudable, que de cuanto concernía á la
vida noctámbula de su espíritu, el enano del Paseo de los Mirlos estaba
inocente.


XIII

En efecto, era así. El hombre pequeñito observaba la existencia recogida
que sus rentas le permitían, al par que el aislamiento más compatible
con la ridícula insignificancia de su persona. Durante las horas diurnas
era un normal, lívido y grave, á quien la fecunda murmuración pueblerina
nada concreto podía reprochar. Su vida extraordinaria empezaba de noche,
con el sueño. Entonces su alma huía alborozada, como estudiante que
corre al baile, y su ginecomanía ejercitábase insaciable en diversas
alcobas.
Semejante á Don Juan, aquel hombre pequeñito tenía un fuerte cariño, una
de esas hondas pasiones que, completando los espíritus, los saturan y
aquietan; y luego, ora por ironía, ya por mera curiosidad y desocupación
espiritual, varios amoríos ó caprichos con que se distraía y aliviaba de
las crueles pesadumbres de aquel otro gran sentimiento no
correspondido.
En todo tiempo los fenómenos misteriosos del sueño interesaron al vulgo
y á los sabios. La India, la Persia, el Egipto, los hebreos más tarde,
los temibles arúspices de Grecia y de Roma, concedieron igualmente á los
ensueños la virtud profética; y la Edad Media repite esta creencia. La
madre de Confucio se siente embarazada en sueños por un rayo de sol, y
de preñez tan extraordinaria nace el reformador del pueblo chino;
Baltasar recibe, mientras duerme, la revelación de que su imperio ha
concluído; José explica á Faraón el sueño de las siete vacas flacas y de
las siete vacas gordas; Bruto, apenas cierra los párpados, oye la voz de
su destino; una vieja sueña que Julio César morirá asesinado y cuando le
ve dirigirse al Senado se prosterna ante él y besándole la toga se lo
advierte; á Fernando IV de Aragón, las sombras de los nobles Carvajales,
á quienes mandó despeñar, se le aparecieron para anunciarle su próximo
fin; á Enrique IV, una gitana le dijo que moriría asesinado, sentencia
que días después ejecutaba Ravaillac...
Estas y otras muchas alucinaciones proféticas, sumadas á los
extraordinarios fenómenos telepáticos que estudia la fisiología actual y
á los maravillosos adelantos de la química y de la física, inducen á
suponer una vida subconsciente, exclusivamente espiritual, que alterna
con la de las horas de vigilia y se desenvuelve paralelamente á ella. La
verdad exterior, el mundo sensible, resplandecen ante el sujeto y bañan
en luz la periferia ó corteza de su espíritu. Esta parte iluminada, muy
pequeña ciertamente, constituye algo somero, liviano, epidérmico: son
las sensaciones del momento, los gestos últimos de la voluntad, los
recuerdos más flamantes, las ideas, cábalas, inclinaciones y fantasías
más nuevas. Tales elementos son conscientes y el individuo ha de ellos
conocimiento pleno. Pero esto, que aparenta ser todo el espíritu, es, en
realidad, la cascara del espíritu. Como el sol, que únicamente alumbra
la superficie del Océano, de parecida manera la conciencia sólo ilumina
la envoltura ó parte exterior del yo íntimo: el resto, cuanto el hombre
ha vivido, todos los enormes almacenes de su experiencia y de su
memoria, sus estudios, sus creencias, sus pasiones, abonos poderosos de
su carácter, yacen silenciosos, quietos, perdidos en la caudal tiniebla
de lo olvidado. No obstante ellos, desde la oscuridad, gobiernan al
individuo y alimentan su ánimo, como las savias de la tierra nutren al
árbol. El sujeto que siente bullir á su alrededor la vida del momento,
no suele percatarse de esos influjos interiores á los que, fatalmente,
obedece. Lo inconsciente es lo pasado, ¿y no tiene cada hombre el timón
de su vida en su pasado?...
Con el sueño, este mundo pretérito, reducido y acorralado en lo más
arcano por el vigor absorbente de las sensaciones, recobra su
preeminencia y explica la nitidez, frescura y lozanía, que ofrecen en
las pesadillas los recuerdos, y las extraordinarias capacidades de
inducción de ciertos temperamentos para discernir rectamente lo
peligroso de lo favorable y adentrarse en lo futuro. Es un estado de
alma más comprensivo que el de la vigilia y, por lo mismo, capaz de
mayores visiones y de síntesis más fuertes. Nada sobrehumano existe en
él. Sus apariencias maravillosas no son reflejo de ningún poder oculto,
diabólico ó divino, ajeno al hombre, sino eterizada frutación nacida de
los hondos entresijos y preciosísimas enjundias de su propia alma.
Claro es que el mecanismo fisiológico del sueño modifica directamente
tan delicado desdoblamiento espiritual. La llegada de aquel es motivada
por una disminución ó aquietamiento paulatino de la circulación
cerebral. En este caso, más que en otro alguno, los sistemas vascular y
nervioso se influyen mutuamente: la escasez de sangre acarrea un reposo
mental, y á su vez éste, pacificando su dinamismo, reclama menos la
colaboración fecundante de aquélla. El sueño tuvo siempre las mejillas
pálidas. Conforme la dulce catalepsia se avecina, el corazón y la
respiración van tranquilizándose y la temperatura general del cuerpo
decrece. El individuo siente disminuir su personalidad: ha cerrado los
párpados; los ruidos exteriores parecen, por instantes, llegar á él de
más lejos; lentamente sus pies, sus manos, su mandíbula, que entreabre
la fatiga, dejan de pertenecerle. Si en tal momento le preguntasen su
nombre, dónde está, qué piensa hacer al día siguiente, tardaría en
responder. Su conciencia, cada vez más pequeña, es como fruta que fuera
secándose, hasta aquel segundo en que vencida la luz pensante para
extinguirse lanza un resplandor, igual á la última contorsión de una
flama de aceite en la tiniebla de una alcoba. Después el sueño, imagen
de la Muerte, caricatura de la Nada...
Este descaecimiento fisiológico señala en la vida espiritual dos
momentos. El alma, que no es una fuerza pura y sí una especie de
entelequia material, y de consiguiente mortal, aunque menos tangible y
grosera que la puesta al alcance de los sentidos, vive dentro del
cerebro como un telegrafista en su oficina: mientras ésta funcione,
mientras sus hilos vibren recibiendo las comunicaciones del exterior,
aunque sean escasas, el empleado no debe marcharse. Así el espíritu, que
en tanto la carne duerme no halla ocasión de emanciparse completamente,
pues raras veces el descanso de aquélla es absoluto. Por mucho que la
eficacia circulatoria haya disminuído, casi siempre subsiste la
necesaria para mantener en vago alerta los centros de la memoria, de la
imaginación, del entendimiento y aun de la voluntad. Entumecidas las
células cerebrales, funcionan torpemente, pero no callan, y los
esfuerzos del espíritu por reducirlas á silencio ó despabilarlas de una
vez, fracasan: son como teclas de un piano roto, sobre las cuales los
dedos del ejecutante más hábil se crisparán en vano. Requeridos por
aquél, los recuerdos acuden á medio vestir, descoloridos, emborronados;
la fantasía, coja también, los sopla y retuerce, y con tantos añicos de
imágenes traza ideaciones bárbaras. De esto proviene la horrorosa
teratología de los sueños.
En las ensoñaciones cotidianas y vulgares, acuérdese ó no el individuo
al despertar de lo que soñó, el espíritu nunca consigue separarse
totalmente del cuerpo, y su vida, de consiguiente, queda circunscripta á
la rememoración ó rumiación de sus propias ideas; y si algo
extraordinario concibe ó le sucede, no es porque salga á buscarlo, sino
merced á la presencia de alguna otra alma amiga ó rival, que le visite,
pues él se halla en la situación de un prisionero asomado al ventanuco
de su celda. Unicamente cuando el cerebro apaga todas sus luces, en los
sueños profundos, en la catalepsia, remedo solemne de la muerte, y
también en el sonambulismo, parodia admirable de la vida, el espíritu
queda libre y dueño de acudir al sabat.
Tal era la rara disposición psíquica de don Gil, y lo que le permitía
vivir una vida intensa y aparte. Poco á poco su alma, demasiado fuerte
para su cuerpecillo, había ido independizándose, y apenas el cansancio
físico lo postraba, desataba sus ligaduras y, como esencia que se
evapora, huía de él. Lo que al principio era casualidad y suponía
trabajo, hízose luego fácil costumbre. Entonces todas las imágenes de su
mundo íntimo resucitaban; sus fervores y apetitos se desentumecían; era
alegre, enamorado, violento, emprendedor, audaz. Esta diligencia, que en
ocasiones arrastró al cuerpo y sonámbulo lo llevó por las calles, sólo
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