El misterio de un hombre pequeñito: novela - 05

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veces en Portugal, otras en España, diversos negocios. Falleció Antonio
Miguel de muerte natural en Coimbra, y su hermano Frasquito quedó sujeto
á la vigilancia vengativa de don Gil. El alma del hombre pequeñito le
sugirió, para perderle, el proyecto del matadero clandestino; luego iba
á visitarle á la cárcel, atormentándole con infernales pesadillas, y más
tarde asistió á los lances de contrabando, en los cuales, bien á
despecho de su invisible enemigo, el señor Frasquito acrecentó su
fortuna. Durante años, á lo largo de los caminos unas veces, otras en
los dormitorios de las posadas, el esforzado espíritu del hijo de don
Alonso, acompañó al criminal. El bujero llegó á sentir en torno suyo la
presencia de algo adverso, y tuvo miedo; comprendíase expiado y adquirió
la certidumbre de que el magnetismo de una voluntad enemiga le envolvía;
de esto nació aquella costumbre de encerrarse con llave para dormir, de
que Toribio y Rita Paredes diversas veces habían hablado.
La acción demoledora del tiempo, con alcanzar á tanto, no gastaba los
caudales de odio que don Gil Tomás llevaba consigo; y á este rencor,
estéril pues que no rebasaba los límites de lo subconsciente, obedecía
la palidez alimonada de sus mejillas, el estupor constante y la
expresión de frialdad y lejanía de sus ojos, la sobriedad esquiva de su
trato, su aire siempre distraído y toda aquella emoción de pesadumbre y
silencio, en fin, semejante á un vaho, que irradiaba su diminuta
persona.
Tantas tempestades secretas no fueron, sin embargo, infructuosas: algo
trascendió de ellas, algo dejó aquel hondo oleaje de rencores en las
playas tranquilas de la conciencia; y fué que don Gil, sin conocer
personalmente al señor Frasquito, experimentaba la necesidad de no
separarse de él. Todos sus traslados y mudanzas respondían á esta causa
ignorada. Así, mientras Frasquito Miguel estuvo en Badajoz, allí vivió
don Gil; y cuando el bujero alzó su tienda bohemia para trasladarse á
Avila, don Gil, sin saber por qué, comenzó á aburrirse en Badajoz y á
pensar que en la ciudad de Avila viviría mejor. Sus amigos, sorprendidos
de aquellas aficiones vagabundas, solían preguntarle:
--¿Por qué viaja usted tanto?...
El hombre pequeñito lo ignoraba.
--Es que me canso--decía--de ver siempre los mismos objetos: necesito
variar...
Pero esta inquietud, esta avidez espiritual, no existían. En realidad
era la atracción del señor Frasquito, lo que tiraba de él.
La aparición de don Gil en Puertopomares, acaecida un año después de
instalarse allí Frasquito Miguel con los hermanos Paredes, señaló en la
vida moral más íntima del vecindario un grave trastorno. La figura del
enanito, vestido de negro, con su cabeza amarilla y sus calcetines
blancos asomando entre el zapato y la fimbria del pantalón, impresionaba
fuertemente á las mujeres, de día, y luego las acompañaba de noche en su
alcoba. En amor, lo horrible y lo hermoso suscitan emociones análogas, y
acaso por hallarse el espasmo sexual tan cerca de la alegría de la Vida
como del horror de la Muerte, lo muy bello puede inspirar ideas de
castidad, y el asco, en cambio, trocarse en tumultuosa lujuria.
La historia de los íncubos demuestra que éstos suelen revestir las
trazas ó apariencias más repugnantes: mendigos, epilépticos, leprosos,
viejos absurdos cubiertos de llagas, animales extraños, mitad hombres,
mitad fieras, estremecidos por todos los instintos y las muecas y las
delirantes piruetas del Diablo.
Jamás estudió la teratología monstruos ni prodigios semejantes á los
fantaseados por el espíritu masoquista de la mujer, para quien las
espumas y quintas esencias mejores del amor residen, antes que en la
natural y sana voluptuosidad de la caída, en el sufrimiento ó castigo
que frecuentemente acompaña á la posesión. Como las hembras de todas las
especies, la mujer espera á ser tomada, y constituyen legión las que,
llevadas de una humildad morbosa, prefieren el golpe á la caricia. Las
mujeres raras veces descubren el cenit de la locura carnal sin el
acicate del dolor físico; diríase que el tormento de la desfloración
perdura en ellas como un rito, y que en su alma dócil, reducida de
madres á hijas á ineluctable esclavitud, las emociones de martirio y de
voluptuosidad se confunden. Sufrió la hembra la primera vez que el deseo
del esposo se detuvo en ella; sufrió cuantas veces el egoísmo varonil la
tomó y fatigado luego, la dejó sin curarse de su placer; padeció más
tarde cuando sus hijos, concebidos acaso en la sed de un deleite
vanamente esperado, se agarraron voraces á su seno. Ella nunca se queja;
con su sexo recibió el culto al dios dolor, la terrible divinidad
ardiente, tan vecina del misticismo como del desenfreno, que tiene para
los flancos de sus siervas disciplinas de llamas.
Esta necesidad de tortura explica la inclinación de la fantasía femenina
á revestir de apariencias llenas de suciedad ó de horror, los espíritus
viciosos que de noche van á visitarla. Un íncubo bello y joven no
satisface plenamente las exigencias de su carne, acostumbrada al
martirio; el íncubo preferido será aborrecible, viscoso y se adueñará de
ella por fuerza: unas noches tendrá la forma de una araña de patas
peludas y tenazas palpitantes; otras será un mono cornudo y con hocico
de pescado; otras un lobo con cabeza de viejo, ó un hampón erisipeloso,
ó un lagarto frío, que apoyará sobre el vientre y entre los senos de la
dormida, el espanto de su cabeza verde...
La complexión de la mujer, halla en el dolor y en el suplicio del miedo,
las espuelas ó complementos más eminentes de la emoción sexual; y
también el sutil trampantojo excusador de la caída. Esta malsana
derivación hacia lo odioso, hacia lo feo, explica el dominio que sobre
el mujerío de Puertopomares comenzó á ejercer, desde los primeros
momentos, el hombre pequeñito. Por eso, nada más: porque era amarillo y
su rostro tenía la rigidez enloquecedora de las carátulas; porque sus
pies eran minúsculos y sus manos muelles y blanquísimas; por la tortura
de aquella frente socrática, la mezquindad de aquellos hombros
resbaladizos y el vaivén cómico que, al andar, sus perneras repetían
sobre la blancura de los calcetines; por la fuerza extravagante y el
presentido enigma, en fin, de su vida, todas las mujeres dieron en la
habituación de soñar con él. La misma pesadilla, dulce y horrible por
igual, rodaba de alcoba en alcoba, y ni aun las casadas, dormidas al
lado de sus esposos, se libraban de ella. Don Gil aparecía en los
dormitorios, tan pronto por una ventana como por la puerta, sin hablar
adelantábase hacia sus amadas, las tomaba y se iba. Esta alucinación,
que robó á muchas caras virginales su color y entristeció precozmente el
mirar de algunas niñas, fué como una de aquellas epidemias de ninfomanía
que los obispos medioevales combatían con el fuego y el agua bendita.
Favorecido por el misoginismo de los mozos, tiempo brevísimo necesitó el
enano para imponer su extraño amor á cuantas mujeres bonitas veía, y era
tal la diligencia de sus propósitos, que en una misma noche, según luego
se supo, asaltó varias alcobas. Mancebas suyas fueron Anita y Raimunda,
hijas del médico don Elías Fernández Parreño; doña Evarista Garrido, la
protegida de don Juan Manuel Rubio; Micaela y Enriqueta, hijas de la
austera y severísima señora doña Virtudes, viuda de Castro, á quien
también, á pesar de sus años y sólo quizás por humorismo y donaire,
visitó el íncubo; Rosario, la coja rubia, dueña del café de «La
Amistad», y otras muchas. Ricas, como doña Quintina, ó plebeyas y
cargadas de hijos, como Aurora, la mujer de Eustasio, el tonelero, á
todas se atrevía y su apasionado celo á hermosas y á feas alcanzaba y
beneficiaba por igual. Su salacidad siempre encendida y casi ubicua, ni
siquiera perdonó á la viuda de Guijosa, doña Amelia Ruiz, la mujer más
gorda de Puertopomares. Esta perenne donación de amor era como una
galantería, acaso como una caridad, que don Gil derramaba muníficamente.
Su gusto, no obstante, tenía distinciones y preferencias; especies de
hostales donde, en aquel larguísimo viaje hacia Citeres, su deseo se
complacía con satisfacción y reposo mayores: tales, María Jacinta, de
veinte años, hija única de don Artemio Morón, el boticario, y su prima
Flora. La primera, especialmente, hallóse durante varios meses tan
acosada, tan furiosamente sujeta y poseída, que perdió el apetito,
cubriéronse sus ojos de sombras violetas y dió en enflaquecer de manera
que todos juzgaron comprometida su salud.
Ninguna de estas vergonzosas intimidades cayó en los libérrimos campos
de la pública murmuración hasta pasado cierto tiempo, pues las
muchachas, aun las más solicitadas por don Gil, absteníanse celosamente
de declararlas. Al cabo, las luces de la santa verdad resplandecieron,
aunque siguiendo los marañosos caminos á que la hipocresía las obligaba.
Fueron Micaela de Castro y María Jacinta Morón, las que antes hablaron:
Micaela refirió á su hermana la esclavitud sexual á que el enano del
Paseo de los Mirlos la tenía sujeta; lo propio hizo María Jacinta con su
prima Florita. Tanto ésta como Enriqueta conocían por personal
experiencia el sabor, simultáneamente regalado y acerbo, de tales
posesiones, lo que no las impidió admirarse y aun ruborizarse
taimadamente de cuanto oían, cual si nada supiesen; pero, por lo mismo
que ambas tuvieron la voluntad necesaria para callar sus vergüenzas,
faltólas tiempo y virtud para encubrir las ajenas, y así fueron sus
labios los primeros en divulgar el goloso secreto de don Gil.
Con el mayor sigilo y bajo juramento de no comunicárselo á nadie,
Enriqueta de Castro decía á sus amigas:
--¿Sabéis lo que me ha confesado mi hermana?...
Florita, por su lado, hacía lo mismo:
--¿Queréis saber por qué está quedándose tan anémica María Jacinta?
Estas indiscreciones provocaban otras de análoga índole y atrevimiento.
En los pueblos pequeños todo se descubre y conoce, cual si hasta los
muros más densos tuvieran la diafanidad del cristal. Doña Quintina sabía
por Raimunda, la primogénita de Fernández Parreño, que á su hermana
Anita la visitaba don Gil, y á doña Evarista la había informado doña
Fabiana, la mujer de Martínez, el veterinario, que á idénticos peligros
hallábase expuesta la mirlada castidad de doña Virtudes; esto último se
averiguó por una indiscreción del cura don Martín, pues la tribulación
y el pánico que la excelente señora tenía á morir en pecado mortal eran
tales, que atropellando toda guisa de femeniles miramientos llevó su
cuita al confesionario...
En mucho tiempo las amigas íntimas no supieron hablar de otro asunto,
aunque conservando siempre el hipócrita cuidado de referir á una tercera
persona sus particulares sensaciones. Su voraz curiosidad removía hasta
los detalles más arriesgados, enardecíanse sus imaginaciones y la
evocación de sus lupercales solitarias derramaban por sus ojos
desfallecimientos de harén. Aquellas cabezas femeninas, unas rubias y
ondulantes, otras negras y lisas, apretujándose para charlar en voz baja
con el interés acre de las conversaciones prohibidas, componían
ramilletes de flores extrañas sobre las cuales el recuerdo de don Gil
zumbaba semejante á un moscardón cabalístico.


VI
¿Cuántos hechos similares fueron necesarios para que el vulgo
reconociese que una especie de mortal maleficio iba unido á la presencia
de aquel hombre pequeño y amarillo?... Muchos debieron ser, pues el
distraído espíritu popular no se fija y concreta sin una abundante
síntesis de fenómenos iguales: de suerte que cuando la opinión comenzó á
decir que don Gil era brujo, fué porque de súbito creyó ver en él
numerosísimos rasgos y momentos que lo atestiguaban así.
Dos episodios verdaderamente impresionantes, acaecidos casi á
continuación el uno del otro, y que dictados parecían por un mismo
criterio de venganza, sirvieron de coyuntura ó motivo para que este
supersticioso juicio se afirmase.
A los tres años de vivir don Gil en Puertopomares, tuvo la desgracia de
enamorarse de Ursula Izquierdo, sobrina del rico hacendado don Rogelio
Pérez Izquierdo, y una de las muchachas más lindas de la provincia. Tan
urgentes, tan cegadores, fueron los deseos que su buen palmito y mucho
donaire atizaron en don Gil, que no pudo éste retenerlos ocultos, y así,
desoyendo las voces de su modestia, aventuróse á dejar que la cuita de
su corazón le subiese á los labios festar (?) su cuita poniendo en los
labios su corazón. Como era de suponer, conocidas las mezquinas trazas
del galán, aquel amor no obtuvo correspondencia, y don Gil sintió
germinar en sus profundos, hacia la ingrata, un rencor infinito.
Transcurrieron varios meses. Una mañana Ursula Izquierdo se levantó muy
triste. Sus padres la acosaban á preguntas impresionados por aquella
lividez.
--¿Qué tienes?...
--Nada; pena... ¡Nada!...
A la hora del almuerzo no quiso comer. Tenía frío, calor y, sobre todo,
miedo... un miedo horrible á algo que, según ella, estaba á su lado y
nadie veía. Por la tarde, en una tertulia de amigas íntimas, declaró la
razón de su angustia. Pesaba sobre ella la sugestión de una pesadilla
vitanda. Había soñado hallarse en un jardín con varias muchachas; todas
reían, danzaban y estaban muy alegres, cuando por entre las hiedras de
un cenador apareció la Muerte, embozada en un peplo blanquísimo y con
las apariencias esqueléticas que le atribuyen los pintores. La Fría
quedóse observando atentamente á las jóvenes, como si buscase entre
ellas una víctima; todas habíanse vuelto de espaldas y procuraban
esconder su rostro en el seno de una compañera. Cesaron las risas y un
soplo helado atravesó el jardín; amortiguóse la luz en el espacio;
palidecieron las rosas. La Muerte continuaba mirando, adelantaba el
cuello y su frontal amarillo brillaba siniestro bajo la claridad de la
tarde; sin duda quería ver...
A su lado, de improviso, surgió don Gil Tomás, vestido de negro y
llevando sobre sus hombros tallados en forma de acento circunflejo, la
enormidad de su cara color de limón. El hombre pequeñito mostrábase
aliado de la Lívida; hasta la protegía.
--¿Qué quieres?--la preguntó.
Repuso la Muerte:
--No hallo lo que busco.
Y don Gil:
--Yo sé á quién buscas. ¿Era á ésta?...
Adelantóse hacia Ursula Izquierdo. La joven esperimentó una angustia
indecible; quiso gritar y los músculos de su garganta, pasmados y mudos,
no la obedecieron; castañetearon sus dientes; sus sienes humedeciéronse
con el mador de las agonías. Procuró entonces ovillarse más,
acuclillarse mejor, tapándose con las haldas de sus compañeras. Pero el
enano no la perdonaba: le oyó acercarse y sintió en la nuca el contacto
de su mano fría y parva.
--No te escondas--dijo don Gil--, es á ti, á quien busca la Muerte.
Tiró de ella con fuerza, obligándola á levantarse, y como Ursula, aun á
despecho de su voluntad, alzase los ojos para mirar, recibió en ellos el
maleficio que irradiaban las cuencas vacías de la Flaca y el desencanto
nevado de su risa.
--¿Era ésta tu elegida?--insistió don Gil.
La Muerte repuso, sin aproximarse:
--Esa es.
Volvióse el hombre pequeñito hacia la víctima:
--Ya lo sabes; ahora te advierto que, para arreglar los asuntos de tu
conciencia y despedirte de los tuyos, dispones de tres días.
Con esto desvanecióse la pesadilla, y la descripción que de ella hizo
Ursula á sus amigas no las impresionó mayormente. La alucinación, sin
duda, era interesante, estaba desenvuelta con lógica y testimoniaba el
odio que roía el hermético corazón del enano; ¿pero cuántas
extravagancias peores disponen y trenzan á cada instante los espíritus
absurdos del sueño?... Ursula Izquierdo, sin embargo, no podía hurtarse
á la emoción de una escena que vió y oyó y estremeció su ánimo, con el
vigor de la verdad. Su pesadilla ocurrió en la noche de un jueves, y la
joven, aunque aparentaba haberla olvidado, iba contando uno á uno los
momentos de aquellos tres días que don Gil puso de término á su vida. El
sábado despertóse muy contenta y por la tarde asistió á un bautizo. El
lunes, sorprendidos sus familiares de no verla levantada á la hora de
costumbre, fueron á su dormitorio y la encontraron muerta. El cuerpo
estaba ya rígido, y la serenidad del semblante revelaba que en sus
postrimeros instantes no hubo dolor. Entonces fué cuando el ensueño de
Ursula Izquierdo se divulgó: las mujeres se lo referían sintiendo frío
en la espalda, y cuando se tropezaban con el hombre pequeñito en la
calle, se signaban, ó miraban á otra parte, esquivando la _jettatura_ ó
mal hechizo de sus pupilas color de cobre, ó procuraban agarrarse á una
reja, para con el contacto del hierro evitar el aojo.
El otro hecho que ayudó á consolidar el tablado de nigromancia ó
brujería en que don Gil Tomás iba colocándose, ofreció también
significativa originalidad.
A pesar de la templanza que don Gil ponía en todas sus palabras y
acciones, y del retraimiento y silencio en que su timidez gustaba
recatarse, no faltó quien, intemperante y mal educado, le buscase
camorra. Iba el hombre pequeñito por la calle Larga, en dirección al
Casino. Al enfrentar la casa Correos, como fuese distraído, tropezó con
un borrico bien cargado de cazuelas, botijos, pucheros, macetas y otros
cachivaches quebradizos y de mucho bulto; asustóse el animal, acaso más
que de la fortaleza del encontrón, que no pudo ser grande dado el poco
peso de don Gil, de la extravagante figura de éste, y metiéndose
alborotadamente en la acera y aculándose contra la pared rompió varios
cacharros. Pateaba el bruto sobre los añicos, y con el ruido más se
empavorecía y mayores eran los destrozos que sus esguinces y corcovas
producían en la ancheta. El hombre pequeñito, avergonzado de su mala
obra, no sabía qué hacer. En estas apareció el dueño del burro, quien
trabándolo por el ronzal y administrándole algunos puntapiés en los
hijares, fácilmente lo redujo á obediencia y quietud. Luego, ya
enfurecido, revolvióse contra don Gil, insultándole y propasándose á
tirarle de los cabezones. Varias personas, testigos de la escena,
intervinieron, librándole de tanta humillación. El hombre pequeñito,
convencido de su debilidad, no había intentado defenderse; ni siquiera
habló; pero su ira, su rencor, su impotencia, le subieron al rostro como
una ola lívida. Sus labios, sus ojos, hasta sus cejas, emborronáronse en
la misma nube blanca; su biliosa amarillez hízose nieve; estaba
horrible, epiléptico, fantasmal, y los transeuntes mirábanle asustados:
hallaban imposible que aquel hombre, en cuya cabeza no parecía haber
quedado ni una gota de sangre, estuviese vivo.
El amo del pollino se llamaba Manuel Ayala, y vivía con su mujer y
cuatro hijos en una casuca de la Bajada de la Fuente. Al volver por la
noche á su domicilio, refirió su disgusto con don Gil, y los incidentes
del lance sirvieron, durante la colación, de asunto de plática. La
mujer, no obstante, reía poco; estaba preocupada; á ella, aquel
hombrecito descolorido y minúsculo la inspiraba miedo.
--Hiciste mal en provocarle--murmuró--; porque, según dicen, ese don Gil
es brujo.
Noches después, Manuel Ayala se acostó recomendando mucho á su mujer que
le despertase temprano, pues á las cinco de la mañana pensaba marcharse
á Candelario, donde había feria. Pero, aunque dormilón, no necesitó que
al otro día nadie le vocease ni rebullese, porque él mismo,
expontáneamente, se levantó el primero. Y como su cónyuge se maravillase
de verle tan despavilado, Ayala repuso:
--¿Y á que no sabes tú quién me ha despertado?... Pues, don Gil Tomás.
Palideció la mujer y él agregó, un tanto sorprendido de la coincidencia:
--Yo dormía profundamente... ¡como que del lado que caí anoche he
amanecido hoy!... Cuando, de pronto, aparece don Gil, pero tranquilo,
como si nada molesto hubiese pasado entrambos, y me dice: «Manuel, que
tu mujer se ha dormido y son las cuatro y media. ¿No tenías que ir á
Candelario?...» El pasmo de verle así, á dos pasos de mi cama, según
estoy viéndote á ti ahora, me despertó. Me tiro al suelo, miro el
reloj... y, exacto: las cuatro y media. ¿Tú lo comprendes?...
Tras un breve silencio, la esposa murmuró profética:
--Yo, en tu lugar, no iba á Candelario.
No prestó atención Manuel Ayala á estas palabras, concluyó de vestirse,
aparejó el burro y fuese despidiéndose de los suyos hasta la noche.
Alegre y por su pie se marchó, y muerto y atravesado en una caballería
le volvieron al tramontar del sol, que en dura pelea un gitano, á quien
acaso ayudaba el maleficio de don Gil, de una fiera cuchillada le partió
el corazón.
De estos y otros parecidos sucesos que, apenas averiguados, iban con
velocidad eléctrica de hogar en hogar, derivóse el taladrante prestigio
fascinador de don Gil. Como su poder alcanzase á todos los vecinos,
llegó á ser para la vida colectiva de Puertopomares como una argamasa de
superstición y de dolor. Los hombres recelaban de él y la mayoría de
las mujeres, que de noche sintieron sobre sus flancos el contacto de sus
brazos raquíticos, le estaban sometidas por la horrible voluptuosidad
del miedo y del asco.
¿Cómo explicar el origen de los ensueños plenamente y de un modo que por
igual complazca á la ciencia y á la fantasía? ¿Cómo desenmarañar los
linderos que separan la vida orgánica, de aquellos miríficos donde
campea la conciencia?...
Para el materialismo, la actividad mental es una secreción encefálica;
para el espiritualismo, el alma y el cuerpo son entidades rotundamente
diferentes y hasta antagónicas, pero entre las cuales, y mientras dura
el fenómeno de la vida, persisten relaciones análogas á las del jinete
con su caballo, ó á las del inquilino con la casa que habita. Si la casa
se derrumba, el inquilino se va; si el caballo fatigado se niega á
seguir andando, el jinete desmonta y continúa solo su camino; cuando el
cuerpo, sujeto á todas las lacerías y dolamas de la arcilla cobarde,
envejece y retorna á la interminable pudrición de la tierra, el espíritu
abre hacia la increada luz sus alas inmortales.
Pero, así como la primera de estas escuelas filosóficas deja
inexplicadas las maravillas de la telepatía, los presentimientos, los
sueños proféticos, las visiones á distancia y otras sutiles y
multiplicadas emociones que nos rozan á cada paso como ráfagas tenues ó
sigilosos latidos de un mundo que procura revelarse á nosotros, de igual
modo la segunda carece de verdadera trabazón científica: pues si la
materia se divorciase de la fuerza, se dividiría y subdividiría más allá
del átomo; su disgregación sería infinita; y entre tanto la fuerza, por
sí sola, la fuerza aislada, la fuerza «pura», ¿cómo ejercitaría su
actividad si sus mismas limpieza y abstracción la incapacitaban para
todo contacto físico?...
De ello dedúcese, que preferible sería colocarse en un sincretista
término medio, y adoptar un criterio que hermanase esas dos
orientaciones seculares del pensamiento. A saber: despojar al espíritu
de sus cualidades de indivisibilidad y perpetuidad, y considerarlo como
una función ó producto de la materia; pero, al mismo tiempo, atribuirle
una substancia más delicada, inteligente y sutil, que la puesta al
alcance de nuestros sentidos; algo, no bien estudiado aún, que participe
por igual de los elementos físico y moral, y asegure, si no la
inmortalidad, al menos una limitada continuación ó persistencia de la
conciencia después de la muerte.
Únicamente aceptando esta hipótesis podría aclararse el enigma de los
sueños, cuya pavorosa preeminencia campea en la historia de las
civilizaciones antiguas y en los textos sagrados.
Para los médicos, los diversos estados del ensueño responden á
ideas-imágenes producidas por cerebraciones inconscientes. Fisiólogos
esclarecidos aseguran que nunca, ni aun en las horas de reposo profundo,
el cerebro descansa completamente; la sangre, si bien con muchísima
mayor lentitud que durante la vigilia, continúa circulando por él, lo
que mantiene alerta el dinamismo de algunas células y de consiguiente
cierto tragín mental. Cuando esta actividad nerviosa es muy pequeña, sus
imágenes son inconexas, rudimentarias y reflejan una actitud ó momento
puramente físico. Ejemplo: el brazo que un individuo, al dormirse, dejó
doblado sobre su pecho, puede sugerirle después la alucinación de ir
subiendo una montaña y de hallarse fatigadísimo; la persona que se
acostó sedienta, no es difícil que sueñe naufragios ó imagine estar
bañándose en un río; una hiperestesia hepática determinará en el sujeto
ideas truculentas...
Estos casos, por sus inconexiones y su frecuencia casi cotidiana,
constituyen los «estados inferiores» del sueño. Mas hay otros en que es
el alma quien toma todas las iniciativas, y á veces su alboroto es tan
intenso, tan radiante, que bajo su acción el dormido habla, improvisa
versos y traduce libros impresos en extraños idiomas, con una rapidez y
una luminosidad intelectual de que él mismo luego se pasma y admira. Tal
sucede con cuantos fenómenos abarcan los interesantes capítulos del
sonambulismo y de la epilepsia. A juicio de unos profesores, el
sonámbulo «ve» los objetos: la puerta que se dispone á abrir, los
peldaños de la escalera que bajará después; y, si le hablan, «oirá»
efectivamente las palabras que tamborilearon sobre sus tímpanos y
responderá á ellas. Según otros, el sensorio del sonámbulo permanece
apagado y á oscuras, y, de consiguiente, su alma no «siente», sino que
«recuerda», por cuanto lo que parecía sensación es obra ó fenómeno de
memoria.
¿Cuál de ambas hipótesis se avecina más á la verdad?... Probablemente
ésta no fraterniza con ninguna de ellas, y así, uniéndose las dos, acaso
dieran la solución del misterio, porque la naturaleza esencialmente
armónica, comprensiva y sintética, aborrece la estridente grosería de
los radicalismos. Sin duda el sonámbulo percibe directamente la realidad
objetiva, al propio tiempo que su bien despabilada energía interior
rememora, imagina, discurre y apetece, exactamente como en la vigilia,
pues entre todos los momentos de su alucinación hay un nexo lógico. ¿Qué
importa que al despertar el individuo no recuerde nada de lo que dijo ó
hizo mientras dormía? ¿Bastará esto á denegar la certidumbre de esa vida
cerebral devanada bajo el misterio de la noche y á la cual el reposo del
cuerpo confiere la inmóvil majestad de la muerte?...
A tan sutiles honduras psicológicas urgía acogerse para explicar la bien
delineada separación entre la carne y el alma de don Gil, y aquella
increíble y jocunda autonomía de su voluntad.
El hombre pequeñito no era sonámbulo; su cuerpo enano jamás salió de su
hotelito del Paseo de los Mirlos, ni siquiera de su alcoba; pero, en
cambio, su espíritu bordonero y licencioso, condenado parecía á la sed
de Tántalo.
Esta aptitud giróvaga obra fué indudablemente de una larguísima
gestación, y no comenzó á manifestarse hasta que motivos especiales de
despecho y venganza, sacudiéndole terriblemente, lleváronle á disponer
el temprano fin de Ursula Izquierdo y de Manuel Ayala. Desde aquel
momento su alma adquirió una independencia casi absoluta, una
elasticidad vencedora de cuantos obstáculos la separaban del mundo
objetivo, y entonces se hizo íncubo y aclaró las sombras que tantos años
ocultaron el asesinato del infortunado don Alonso. Despierto, don Gil
Tomás no sabía nada, no se acordaba de nada, y su cuerpo amarillo
vejetaba pacíficamente en la paz lugareña; pero, apenas dormido, su
imaginación recobraba las riendas de sus desbocados apetitos, y furores
corsarios de venganza y lujuria le escandecían. En la misma noche el
vampiro visitaba á María Jacinta, su favorita; á Enriqueta de Castro,
otra de sus predilectas, y á tres ó cuatro mozas más; y luego iba á casa
de los Paredes, en quienes acuciaba, por diferentes medios, su todavía
vago deseo de asesinar y robar al señor Frasquito. Para esto don Gil,
que conocía las orzas verdes que el antiguo contrabandista ocultaba bajo
la raigambre del chopo, le hablaba á Toribio de ellas continuamente, y
así exacerbaba su codicia; á su hermana también la enaltecía la magnitud
de tales tesoros, y describíala los aburrimientos de su vida, que
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